Algunos de vosotros conoceréis a Javier Reverte. Se trata de un periodista que un día, cediendo a un impulso que albergaba desde años atrás, marchó a África para escribir un libro de viajes, y así dio origen a una trilogía ("El sueño de África", "Vagabundo en África" y "Los caminos perdidos de África") a la que luego siguió una larga lista de libros de viajes contados en un tono muy particular, alternando lo que le iba pasando en sus periplos junto con la historia de los lugares que iba visitando o las reminiscencias literarias de los autores que habían ido pasando por allí. De Javier Reverte he leído ya unos pocos libros, pero el primero con el que comencé (precisamente a raíz de un viaje que realicé a las tierras de las que hablaba), fue "El corazón de Ulises", centrados alrededor de la geografía e historia de la civilización griega. Os quiero comentar un poco acerca del libro y, de paso, de las impresiones que yo saqué de este trayecto, el cual tenía varios puntos de destino en común con el de Reverte, y otros en cambio que alguno de nosotros visitó mientras el otro no lo hizo. Con lo cual, bienvenidos, en definitiva, a un repaso alrededor de la civilización griega.
Isla de Kos observada desde un barco que surca el Mar Egeo.
Grecia es la cuna de muchas cosas: de la democracia, de buena parte de la filosofía y la ciencia, de la civilización occidental tal y como ahora la conocemos. En el recorrido que hace Reverte a lo largo de numerosos enclaves, es difícil escoger un lugar por el que empezar, y de hecho yo no voy a partir en esta crónica del mismo punto en el que inició Reverte su caminar errante. En particular, yo creo que, por ser los griegos un pueblo tan marinero (el autor comenta de manera repetida que la oración que los 10.000 de Jenofonte declamaron al avistar su patria no fue el de "¡Tierra!", o "¡Grecia!", como hubieran hechos otros, sino mucho más sentidamente: "¡El mar, el mar!"), o precisamente por el origen del personaje que Reverte escogió para darle título a su particular odisea (Ulises, representante de la inteligencia y de la astucia como forma de vencer a las adversidades), lo suyo es empezar por Ítaca. Hoy en día, hay pocas evidencias que indiquen que algo parecido a un rey llamado Ulises gobernara precisamente en Ítaca, una isla escarpada y rocosa que parece de todo menos la capital de un reino, y más comparándolo con las más fértiles islas de alrededor. Sin embargo, los itaquenses están a favor de la veracidad de la leyenda y se fundamentan en buena medida en dos motivos: unas inscripciones que aparecieron en la isla y que contenían el nombre de Ulises, y también el inteligente razonamiento de alguno de sus habitantes, esgrimiendo que Ítaca es una isla mucho más inaccesible para conquistar que sus homólogas vecinas, y que por tanto un rey listo hubiera situado allí su centro de gobierno para así defenderlo mejor de sus enemigos. Y si hemos de creer a la leyenda, Ulises era cualquier cosa menos tonto.
Copa teóricamente perteneciente al rey Néstor de Pilos, uno de los participantes de la guerra de Troya por parte del lado heleno. La descripción de una copa muy similar aparece en la Ilíada, y de ahí que se la haya denominado "copa de Néstor", aunque en realidad lo más probable es que sea de una época muy anterior. Al fondo, máscaras mortuarias atribuibles también presuntamente a Agamenón.
Claro que al hablar de todo esto, de Ulises y de la guerra de Troya, estamos asumiendo que todos los acontecimientos narrados en los poemas de Homero eran verdad. Pero es que que hubo alguien que se los creyó tan a pie juntillas que salió a buscar pruebas que demostrasen la veracidad de la leyenda. Y lo cierto es que lo consiguió: Heinrich Schlieman encontró lo que parecían ser los restos de "siete Troyas", cada una construida encima de la otra, una de las cuales se supone que es la mítica ciudad que fue destruida por una incendio consecuencia de la invasión llevada a cabo por el ejército griego. La verdad es que Schliemann -pese a su entusiasmo-, casi destruyó la misma cantidad de arqueología que la que sacó a la luz, y que si bien los estudiosos consideran que si bien tenía razón en que los mitos alrededor de la guerra de Troya guardaban una base y un trasfondo de verdad, tampoco puede uno creerse a pies juntillas cada uno de los aspectos del relato de Homero. En definitiva, volvemos al viejo cuento del vaso medio lleno o medio vacío, o más bien podemos quedarnos con la idea de que, detrás de toda buena mentira, hay seguramente siempre una cierta parte de verdad.
Vista panorámica de la caldera de Santorini. Más de mil años antes de Cristo, la isla que había aquí reventó debido a la explosión del volcán que albergaba, quedando un gran agujero y unas pocas elevaciones, cuya disposición general recuerda de alguna manera la isla original que antes existía. Aquel cataclismo golpeó duramente a las entonces bisoñas civilización griega y cretense, y provocó toda clase de cambios sociales y enfrentamientos en un período que hoy día se asume como una edad oscura.
Lo que ahora se cree es que la guerra de Troya fue un acontecimiento que sucedió en el contexto de una época oscura que siguió a la explosión del volcán situado en lo que hoy en día es Santorini (ver apartado arriba), momento en el cual tuvieron lugar migraciones de numerosos pueblos más o menos belicosos (entre otros, los famosos "pueblos del mar" que describieron los egipcios y que fueron los responsables de la desaparición de los hititas"), momento que los griegos aprovecharon para atacar Troya porque ocupa una posición privilegiada para garantizar el control del estrecho de Dardanelos. ¿Y qué tiene de importante ese estrecho? Pues que constituye un primer paso de avance para la llegada al Mar Negro, un lugar con numerosas poblaciones donde se pueden mantener prósperas relaciones comerciales o incluso practicar la piratería. De ahí que es bastante probable que la guerra de Troya, lejos de ser una expedición épica por el amor de un mujer, se trate más bien de una punta de lanza para convertirse en una tribu de piratas que domine un vasto territorio. Además, los griegos protagonistas de la Ilíada y la Odisea tenían buenas razones para creer que el Mar Negro era una fuente próspera de riquezas, y esas razones las tenían precisamente en otra leyenda: la de Jasón y los Argonautas, que en teoría se iban a esa zona a buscar un vellocino de oro pero, en realidad, seguramente iban detrás de mucho oro y bastante poco vellocino.
Lo único que queda del templo de Diana en Éfeso. Encima, un nido de cigüeña.
Un fuerte militar se yergue en la zona donde -probablemente- en su día estuvo emplazado el faro de Alejandría. Dicen que un comerciante cargó en burro las pocas piedras que quedaban del mismo, y nunca se le ha vuelto a ver. Aunque a la sociedad egipcia se considera como un colectivo tremendamente conservador, Alejandría (que ha visto pasar a griegos como los Tolomeos, Cleopatra y Kavafis, romanas como Hypathia, cristianos, árabes y toda clase de visitantes extranjeros), sin embargo, ha conservado un aire de cosmopolitismo y sensualidad que no parece haber cambiado demasiado desde los tiempos de la Justine de Lawrence Durrell.
En su libro, incluso, Javier Reverte viaja muy lejos de Grecia, en lo que ya son repúblicas eslavas, para visitar la zona que posiblemente atrajo a los integrantes del viaje de los Argonautas en busca de fama y fortuna. Pero es que esta característica, el esfuerzo de los griegos por lograr la expansión de su civilización, bien a través de aventureros y viajantes -ya Tolomeo habla, a través de los relatos de viajeros, de unas Montañas de la Luna situadas en el sur de África como nacimiento del río Nilo, llegando en el siglo XIX a certificarse como existentes-, o bien a través de mercenarios o conquistas militares, es un aspecto tremendamente relevante de la cultura griega. De hecho, para entender buena parte de la historia y la evolución helena hay que adentrarse a veces muy lejos de su territorio, desde las colonias griegas establecidas en la Península Ibérica o en Sicilia, hasta las vastas regiones que Alejandro Magno recorrió llevando su imperio hasta el Ganges. No olvidemos que una de las ciudades con un carácter más genuinamente griego, por excelencia, es la Alejandría egipcia cuyo proverbial faro todo el mundo admiró. O que las mejores ruinas que actualmente pueden encontrarse de la civilización griega y romana (esta última la cual, como sabemos, copió una buena parte de su cultura de los helenos), se hallan en la costa oeste de Turquía, donde la ciudad de Éfeso, por poner un ejemplo, alberga una de las 7 maravillas del mundo descritas por Herodoto, el famoso templo de Diana. De esta maravilla tan sólo se pueden admirar unos pocos restos, al igual que pasa con el ya mencionado faro y con otras cuatro (sólo las pirámides de Giza quedan casi completamente en pie). Aunque, quizás, si queremos buscar una ciudad heredera del saber griego a través de los complicados siglos que siguieron a la época de decadencia de esta cultura, quizás el mejor ejemplo lo encontremos en Estambul, que los griegos siempre conocieron como Constantinopla.
Se olvida a menudo que, durante siglos, fue la elitista dinastía griega de los Tolomeos la que gobernó Egipto, y que Cleopatra fue la última de las reinas griegas, sólo que su inteligencia y su ambición política (muy por encima de su auténtica belleza y sólo un poquito por encima de su proverbial sensualidad) la llevaron a congraciarse en gran medida con el pueblo egipcio para así ganar más popularidad. De hecho, Cleopatra sabía alejarse muy bien del papel de "reina del pueblo" y recuperar el papel de diosa cuando se lo proponía, y como prueba, esta piscina privada que se hizo construir en las aguas termales de la ciudad de Hyerapolis, hoy denominada Pamukkale. Ahora, cientos de turistas sudorosos se bañan cada día en el lugar que estuvo destinado a compartir íntima y fogosamente con Marco Antonio y sus breves visitas. ¡Si Cleopatra levantara la cabeza!
Composición: arriba, Hagia Sofía vista desde el lado de la Mezquita Azul; abajo, Mezquita Azul vista desde el lado de la Hagia Sofía. Los dos grandes referentes arquitectónicos de Estambul, frente a frente.
Sin embargo, en Estambul, la ciudad de las cien mezquitas y de las mil especias, poco queda de los recuerdos griegos. A pesar de que durante mil años fue la capital del Imperio Romano de Oriente, donde se hablaba griego y se conservaba todo el acervo cultural helénico (el cual, tras la caída a manos de los turcos en 1453, pasó a Italia gracias a los sabios que huyeron, iniciando el proceso cultural del Renacimiento), hoy en su inmensa mayoría Estambul es una ciudad musulmana. Eso sí, ha conservado la esencia de la cultura del mestizaje, de la unión entre diversos estilos, que se aprecia perfectamente en el hecho de que debajo de los símbolos islámicos que ahora decoran las paredes interiores de la Hagia Sofía (otrora la mayor catedral cristiana y hasta hace muy poco mezquita) puedan encontrarse -preservadas de manera casi intacta- las pinturas icónicas características del período bizantino. O que, en el estrecho del Bósforo que divide la ciudad en el lado europeo y el asiático, podamos hallar las bases de una leyenda que se cuenta como una fantástica aventura dentro de la historia de Jasón y las Argonautas. En general, en cada calle, en cada esquina, nada es único, sino que tiene múltiples planos y dimensiones a través de los cuales con perspectiva debemos entrever.
Pasen y huelan. Bazar de las Especias (Bazar Egipcio) en Estambul.
Así que, precisamente, quizás Grecia, tan mestiza como cualquier otra nación, será mejor entenderla a través de la periferia, y sólo a través de ella llegaremos a su punto central. Por eso, y volviendo al punto original de la argumentación, quizás para llegar al corazón de Grecia, el de Ulises, debamos hacerlo a través de las islas. De eso nos encargaremos en una próxima visión. Hasta entonces, pasad buenos días, y planead buenos viajes.