lunes, 27 de abril de 2015

La historia corta de abril. Un pequeño regalo.

Un pequeño regalo que me ha hecho una aficionada al blog. Que lo disfrutéis.


Caminante no hay camino, se hace camino al andar, escribió una vez un sabio. Pero cada vez son menos los caminos inexistentes, pues los millones de años de evolución dejan cada vez menos hueco a la novedad, a lo ignoto, a los terrenos vírgenes. Un libro que te suena conocido, una canción que tarareas aun recién publicada, una cara que te recuerda a otra, una vieja lata de sardinas que desvirgó un bosque que creías puro, un discurso que te suena a otro, modas que vuelven una y otra vez. Y sin embargo sigues creyendo en la originalidad, en la primicia, en la novedad.
Quizá por eso te marchaste, inmigrante voluntario en un mundo de emigrados con lágrimas y maletas llenas de recuerdos. Quizá esa búsqueda incansable es lo que te lleva a lugares cada vez más remotos. Papúa, Siberia, Mongolia, China, Alaska, Brasil y sus paisajes adornan una pared de mi habitación siguiendo tus pasos y aún sorprendida de que no hayas cortado la madeja que te une a esta Ariadna, en una historia ya pasada y presente. Quizá eso sea lo que te ata, que otra persona habría dejado que cayera lentamente en el olvido.
Te imagino solo, en silencio, olvidando al resto de la humanidad e intentando saber cómo fue antes de que existiésemos. Te dejo hacerlo, en parte porque no me queda otro remedio, y en parte, porque me llena de esperanza ver que aún quedan soñadores que no se dejan apagar por la realidad científica, social, económica…Que piensan que el futuro está para escribirlo paso a paso, prestando atención a cada crujido, a cada silencio, a cada pisada.

Te respeto por ello, y aunque a veces sienta que te traiciono cuando sigo mi rutina, en mi coche, en mi trabajo en el que a veces no sé si tratamos de salvar o de destruir el mundo, en el fondo sé que quiero ser otra persona. Que quiero ser libre como tú eres. O atada a un destino que elija sin ningún condicionante más que los sentimientos egoístas propios, internos.

martes, 21 de abril de 2015

El relato de abril: "Llevando al dodo"

Llevando al dodo

            Cae la lluvia. Cae la lluvia, tremenda y furibunda, cae la lluvia, anegando casas y calles, echando a perder campos y moviendo coches de un lado a otro. Cae la lluvia, y eso tan sólo entorpece nuestra misión, nuestro deber sagrado, de portar este pájaro entre las manos. Y de hacerlo cuanto antes, no sea que fallezca en el intento.

            Sigo caminando, entre la lluvia y el barro, acompañada de un hombre del que tampoco me fío, al fin y al cabo ha tratado de violarme hace no muchos días. Pero seguimos estando juntos, pues no nos queda más remedio que caminar en este último cometido en el cual, si fracasamos, ya todo estará perdido. Y nuestra civilización, o lo poco que queda de ella, prácticamente se extinguirá...

            Conforme nos adentramos por las desiertas calles de lo que un día fue conocido como Madrid, cubiertas de agua que marcha en tromba, con el verdín en los edificios y el grosor de las enredaderas cubriéndoles en un abrazo fiero, con las grietas y las oxidaciones y las roturas de tubería cada vez más presentes en la superficie como heridas sangrantes en la piel, cada vez más penosas y ruines son las condiciones de vida de los pocos habitantes que aún siguen quedando por aquí. Por la calle contemplamos juguetes abandonados que hacen de aprendices de medusas, luces muertas (que no son sino bombillas apagadas de Navidad arrojadas en la basura), un hostal derruido, y justo debajo, el cartel de una agencia que vendía chalets lujosos en la playa, una red de gruesos cables en mitad de una obra (¿es esto lo que hay debajo de las calles?), alguien limpiando una mancha y que dice que me quiere... La lluvia es cada vez más triste, la noche más oscura, la tormenta se agita sin miedo, pues no hay temor para aquel que desea la destrucción del mundo... Un mundo, el nuestro, que ya ha pasado incluso la fase de desesperar...

            Arribamos a una plaza que cada día está menos concurrida... En su foro aún se erige, no por demasiado tiempo, y entre medio de las por siempre inacabadas obras, la estatua del oso y del madroño. Es gracioso, sobre todo, porque en Madrid hace siglos que ya no hay osos, y tampoco madroños. Qué clase de ciudad es aquella que tiene como símbolo a un animal extinto. El último oso del mundo murió en un zoológico privado de Nueva Zelanda. En su mirada había el destello futuro de más negras simas y de pozos profundos, y también el recuerdo de horizontes perdidos. En las siguientes semanas murió el último panda, el último zorro, en Hyde Park cayó muerta la última ardilla. Todo se extingue, y todo muere, pueden contarse con los dedos de la mano los últimos animales, por eso dicen que es tan importante traer al último dodo, ahora que hemos descubierto que vive, algunos dicen porque los científicos sabrán encontrar a través de él una cura, unos cuantos, los más místicos, que sólo el primer animal extinguido a propósito por el hombre puede salvarnos de la locura que ahora mismo nos invade. Pero mientras tanto nosotros seguimos caminando, entre la lluvia y fango. Aprieto el dodo contra mi pecho, esperando que el calor le vaya a salvar.

Por fin se cerró el cerco. Siempre llega la hora de que se agoten los plazos. De nuevo volvieron los fundadores y observaron la evolución de este experimento gigante, ese inmenso universo cerrado que formaron en su día y al cual, al contrario que al resto de los planetas, le otorgaron como única norma la ausencia absoluta de reglas. Pero lo que encontraron a su vuelta les llenó de arrepentimiento y congoja, pues no pudieron encontrar en su memoria nada más antinatural, más descontrolado y más abominable. Por eso decidieron poner punto final a este loco manicomio, este engendro desatado, del cual ellos fueron responsables, y que no debió vez jamás nacer...

            Avanzamos, una vez más, entre el humo y el lodo. Trozos de cascotes se nos caen encima, pero les confundimos con lluvia. Entre las callejuelas intrincadas, pertenecientes anteriormente a los barrios proletarios, de inmigrantes, contemplamos la imagen tétrica de un balcón desde el cual nos vigilan un oso de peluche con sólo un ojo de macabra mirada, al lado de un robot de plexiglás con inexpresiva cara, y una pila de basura, bicicletas, maquinaria oxidada, vieja, que se acumula y oculta probablemente al anciano en pijama que vive detrás. Es casi tan triste como el ojo acuoso del bebé ballena que envaró en una playa de Toledo, cuya madre había muerto, y a quien los pescadores tuvieron, mientras su comprensiva mirada les perdonaba, que sacrificar. En cada esquina que giramos tengo que aguzar la vista, no sea que mi compañero me vuelva a tratar de traicionar. A lo largo del camino nos hemos dicho que por cada puerta que se cierra hay una ventana que se abre. El problema es cuando las ventanas se vuelven a cerrar detrás.

            Somos un ser extinto, en un mundo extinto, una luz que se apaga y una última llama zahiriendo insistente, subiendo y bajando mientras ruega, con angustia, no morir... Nuestro destino está escrito y sellado, y la nuestra es la única salida -o quizás no- con la que podemos salvarlo... De nosotros no queda nada, todo lo que no se pudo salvar está muerto. Australia fue la primera que empezó rápidamente a evacuarse, la nube de desplazados colapsó todo el sudeste de Asia; cayó Italia, cayó el Louvre, ni siquiera resistieron las pirámides... Todas las grandes bibliotecas se han quemado o se encuentran sepultadas. Sólo ha quedado un compendio del saber, una última fuente del conocimiento, algo que los antiguos llamaron la Wikipedia, lo que no se introdujo allí ya no existe, lo que se quedó grabado es ahora nuestra religión. Aunque puede que aquello no dure mucho.

            Llegamos por fin al destino. Al templo, al refugio sagrado. Mi compañero me ayuda, a trancas y barrancas (a punto yo de hincarme de rodillas y vomitar sobre ellos), a subir los escalones de la entrada. Delante de nosotros, los arcanos... Abro mi chaqueta para enseñar mi regalo...

            Y allí, desplomado sobre el frío suelo de piedra, se arrastra agónica el ave, cubiertas de frío sus plumas, su pico se agita, en temblores, mientras el resto de su cuerpo le sigue en epilépticas sacudidas. Sus ojos, mojados por la lluvia, parecen destilar lágrimas, mientras que en sus soniditos, los primeros que ha escuchado de este pájaro el ser humano en varios milenios, se nos revela el último sentimiento de un animal que, por segunda vez se extingue, y mientras los hace, nos despide también a nosotros como especie...

            Nos tendemos exhaustos sobre el inánime cuerpo del dodo. Ya está, es el último fin, el último lamento, nuestros cuerpos servirán de exposición para turistas de lo muerto de generaciones futuras. Afuera, sigue cayendo la lluvia. Pero verdaderamente, es como si hubiera penetrado en el interior.

            Han llegado por fin los bárbaros...


            ... pero nosotros ya nos hemos marchado.

lunes, 6 de abril de 2015

El libro y la historia real de abril: "El corazón de Ulises", de Javier Reverte (I)

Algunos de vosotros conoceréis a Javier Reverte. Se trata de un periodista que un día, cediendo a un impulso que albergaba desde años atrás, marchó a África para escribir un libro de viajes, y así dio origen a una trilogía ("El sueño de África", "Vagabundo en África" y "Los caminos perdidos de África") a la que luego siguió una larga lista de libros de viajes contados en un tono muy particular, alternando lo que le iba pasando en sus periplos junto con la historia de los lugares que iba visitando o las reminiscencias literarias de los autores que habían ido pasando por allí. De Javier Reverte he leído ya unos pocos libros, pero el primero con el que comencé (precisamente a raíz de un viaje que realicé a las tierras de las que hablaba), fue "El corazón de Ulises", centrados alrededor de la geografía e historia de la civilización griega. Os quiero comentar un poco acerca del libro y, de paso, de las impresiones que yo saqué de este trayecto, el cual tenía varios puntos de destino en común con el de Reverte, y otros en cambio que alguno de nosotros visitó mientras el otro no lo hizo. Con lo cual, bienvenidos, en definitiva, a un repaso alrededor de la civilización griega.

Isla de Kos observada desde un barco que surca el Mar Egeo.

Grecia es la cuna de muchas cosas: de la democracia, de buena parte de la filosofía y la ciencia, de la civilización occidental tal y como ahora la conocemos. En el recorrido que hace Reverte a lo largo de numerosos enclaves, es difícil escoger un lugar por el que empezar, y de hecho yo no voy a partir en esta crónica del mismo punto en el que inició Reverte su caminar errante. En particular, yo creo que, por ser los griegos un pueblo tan marinero (el autor comenta de manera repetida que la oración que los 10.000 de Jenofonte declamaron al avistar su patria no fue el de "¡Tierra!", o "¡Grecia!", como hubieran hechos otros, sino mucho más sentidamente: "¡El mar, el mar!"), o precisamente por el origen del personaje que Reverte escogió para darle título a su particular odisea (Ulises, representante de la inteligencia y de la astucia como forma de vencer a las adversidades), lo suyo es empezar por Ítaca. Hoy en día, hay pocas evidencias que indiquen que algo parecido a un rey llamado Ulises gobernara precisamente en Ítaca, una isla escarpada y rocosa que parece de todo menos la capital de un reino, y más comparándolo con las más fértiles islas de alrededor. Sin embargo, los itaquenses están a favor de la veracidad de la leyenda y se fundamentan en buena medida en dos motivos: unas inscripciones que aparecieron en la isla y que contenían el nombre de Ulises, y también el inteligente razonamiento de alguno de sus habitantes, esgrimiendo que Ítaca es una isla mucho más inaccesible para conquistar que sus homólogas vecinas, y que por tanto un rey listo hubiera situado allí su centro de gobierno para así defenderlo mejor de sus enemigos. Y si hemos de creer a la leyenda, Ulises era cualquier cosa menos tonto.

Copa teóricamente perteneciente  al rey Néstor de Pilos, uno de los participantes de la guerra de Troya por parte del lado heleno. La descripción de una copa muy similar aparece en la Ilíada, y de ahí que se la haya denominado "copa de Néstor", aunque en realidad lo más probable es que sea de una época muy anterior. Al fondo, máscaras mortuarias atribuibles también presuntamente a Agamenón.


Claro que al hablar de todo esto, de Ulises y de la guerra de Troya, estamos asumiendo que todos los acontecimientos narrados en los poemas de Homero eran verdad. Pero es que que hubo alguien que se los creyó tan a pie juntillas que salió a buscar pruebas que demostrasen la veracidad de la leyenda. Y lo cierto es que lo consiguió: Heinrich Schlieman encontró lo que parecían ser los restos de "siete Troyas", cada una construida encima de la otra, una de las cuales se supone que es la mítica ciudad que fue destruida por una incendio consecuencia de la invasión llevada a cabo por el ejército griego. La verdad es que Schliemann -pese a su entusiasmo-, casi destruyó la misma cantidad de arqueología que la que sacó a la luz, y que si bien los estudiosos consideran que si bien tenía razón en que los mitos alrededor de la guerra de Troya guardaban una base y un trasfondo de verdad, tampoco puede uno creerse a pies juntillas cada uno de los aspectos del relato de Homero. En definitiva, volvemos al viejo cuento del vaso medio lleno o medio vacío, o más bien podemos quedarnos con la idea de que, detrás de toda buena mentira, hay seguramente siempre una cierta parte de verdad.

Vista panorámica de la caldera de Santorini. Más de mil años antes de Cristo, la isla que había aquí reventó debido a la explosión del volcán que albergaba, quedando un gran agujero y unas pocas elevaciones, cuya disposición general recuerda de alguna manera la isla original que antes existía. Aquel cataclismo golpeó duramente a las entonces bisoñas civilización griega y cretense, y provocó toda clase de cambios sociales y enfrentamientos en un período que hoy día se asume como una edad oscura.

Lo que ahora se cree es que la guerra de Troya fue un acontecimiento que sucedió en el contexto de una época oscura que siguió a la explosión del volcán situado en lo que hoy en día es Santorini (ver apartado arriba), momento en el cual tuvieron lugar migraciones de numerosos pueblos más o menos belicosos (entre otros, los famosos "pueblos del mar" que describieron los egipcios y que fueron los responsables de la desaparición de los hititas"), momento que los griegos aprovecharon para atacar Troya porque ocupa una posición privilegiada para garantizar el control del estrecho de Dardanelos. ¿Y qué tiene de importante ese estrecho? Pues que constituye un primer paso de avance para la llegada al Mar Negro, un lugar con numerosas poblaciones donde se pueden mantener prósperas relaciones comerciales o incluso practicar la piratería. De ahí que es bastante probable que la guerra de Troya, lejos de ser una expedición épica por el amor de un mujer, se trate más bien de una punta de lanza para convertirse en una tribu de piratas que domine un vasto territorio. Además, los griegos protagonistas de la Ilíada y la Odisea tenían buenas razones para creer que el Mar Negro era una fuente próspera de riquezas, y esas razones las tenían precisamente en otra leyenda: la de Jasón y los Argonautas, que en teoría se iban a esa zona a buscar un vellocino de oro pero, en realidad, seguramente iban detrás de mucho oro y bastante poco vellocino.

Lo único que queda del templo de Diana en Éfeso. Encima, un nido de cigüeña.

Un fuerte militar se yergue en la zona donde -probablemente- en su día estuvo emplazado el faro de Alejandría. Dicen que un comerciante cargó en burro las pocas piedras que quedaban del mismo, y nunca se le ha vuelto a ver. Aunque a la sociedad egipcia se considera como un colectivo tremendamente conservador, Alejandría (que ha visto pasar a griegos como los Tolomeos, Cleopatra y Kavafis, romanas como Hypathia, cristianos, árabes y toda clase de visitantes extranjeros), sin embargo, ha conservado un aire de cosmopolitismo y sensualidad que no parece haber cambiado demasiado desde los tiempos de la Justine de Lawrence Durrell.

En su libro, incluso, Javier Reverte viaja muy lejos de Grecia, en lo que ya son repúblicas eslavas, para visitar la zona que posiblemente atrajo a los integrantes del viaje de los Argonautas en busca de fama y fortuna. Pero es que esta característica, el esfuerzo de los griegos por lograr la expansión de su civilización, bien a través de aventureros y viajantes -ya Tolomeo habla, a través de los relatos de viajeros, de unas Montañas de la Luna situadas en el sur de África como nacimiento del río Nilo, llegando en el siglo XIX a certificarse como existentes-, o bien a través de mercenarios o conquistas militares, es un aspecto tremendamente relevante de la cultura griega. De hecho, para entender buena parte de la historia y la evolución helena hay que adentrarse a veces muy lejos de su territorio, desde las colonias griegas establecidas en la Península Ibérica o en Sicilia, hasta las vastas regiones que Alejandro Magno recorrió llevando su imperio hasta el Ganges. No olvidemos que una de las ciudades con un carácter más genuinamente griego, por excelencia, es la Alejandría egipcia cuyo proverbial faro todo el mundo admiró. O que las mejores ruinas que actualmente pueden encontrarse de la civilización griega y romana (esta última la cual, como sabemos, copió una buena parte de su cultura de los helenos), se hallan en la costa oeste de Turquía, donde la ciudad de Éfeso, por poner un ejemplo, alberga una de las 7 maravillas del mundo descritas por Herodoto, el famoso templo de Diana. De esta maravilla tan sólo se pueden admirar unos pocos restos, al igual que pasa con el ya mencionado faro y con otras cuatro (sólo las pirámides de Giza quedan casi completamente en pie). Aunque, quizás, si queremos buscar una ciudad heredera del saber griego a través de los complicados siglos que siguieron a la época de decadencia de esta cultura, quizás el mejor ejemplo lo encontremos en Estambul, que los griegos siempre conocieron como Constantinopla.

Se olvida a menudo que, durante siglos, fue la elitista dinastía griega de los Tolomeos la que gobernó Egipto, y que Cleopatra fue la última de las reinas griegas, sólo que su inteligencia y su ambición política (muy por encima de su auténtica belleza y sólo un poquito por encima de su proverbial sensualidad) la llevaron a congraciarse en gran medida con el pueblo egipcio para así ganar más popularidad. De hecho, Cleopatra sabía alejarse muy bien del papel de "reina del pueblo" y recuperar el papel de diosa cuando se lo proponía, y como prueba, esta piscina privada que se hizo construir en las aguas termales de la ciudad de Hyerapolis, hoy denominada Pamukkale. Ahora, cientos de turistas sudorosos se bañan cada día en el lugar que estuvo destinado a compartir íntima y fogosamente con Marco Antonio y sus breves visitas. ¡Si Cleopatra levantara la cabeza!


Composición: arriba, Hagia Sofía vista desde el lado de la Mezquita Azul; abajo, Mezquita Azul vista desde el lado de la Hagia Sofía. Los dos grandes referentes arquitectónicos de Estambul, frente a frente.

Sin embargo, en Estambul, la ciudad de las cien mezquitas y de las mil especias, poco queda de los recuerdos griegos. A pesar de que durante mil años fue la capital del Imperio Romano de Oriente, donde se hablaba griego y se conservaba todo el acervo cultural helénico (el cual, tras la caída a manos de los turcos en 1453, pasó a Italia gracias a los sabios que huyeron, iniciando el proceso cultural del Renacimiento), hoy en su inmensa mayoría Estambul es una ciudad musulmana. Eso sí, ha conservado la esencia de la cultura del mestizaje, de la unión entre diversos estilos, que se aprecia perfectamente en el hecho de que debajo de los símbolos islámicos que ahora decoran las paredes interiores de la Hagia Sofía (otrora la mayor catedral cristiana y hasta hace muy poco mezquita) puedan encontrarse -preservadas de manera casi intacta- las pinturas icónicas características del período bizantino. O que, en el estrecho del Bósforo que divide la ciudad en el lado europeo y el asiático, podamos hallar las bases de una leyenda que se cuenta como una fantástica aventura dentro de la historia de Jasón y las Argonautas. En general, en cada calle, en cada esquina, nada es único, sino que tiene múltiples planos y dimensiones a través de los cuales con perspectiva debemos entrever.

Pasen y huelan. Bazar de las Especias (Bazar Egipcio) en Estambul.

Así que, precisamente, quizás Grecia, tan mestiza como cualquier otra nación, será mejor entenderla a través de la periferia, y sólo a través de ella llegaremos a su punto central. Por eso, y volviendo al punto original de la argumentación, quizás para llegar al corazón de Grecia, el de Ulises, debamos hacerlo a través de las islas. De eso nos encargaremos en una próxima visión. Hasta entonces, pasad buenos días, y planead buenos viajes.