lunes, 19 de marzo de 2018

El relato de marzo: "Márgenes"

Márgenes

            Cuando la chica revisó a fondo la caja, no podía creérselo.
            -Dios…-se lamentó en voz alta.
            -¿Qué pasa?-le preguntó intrigada su compañera de piso.
            -Creo que me he dejado algo olvidado en casa de mi ex.
            -¿Pero no te habías llevado las últimas cosas de su piso hace un mes?
            -Ya, pero no he tenido tiempo de repasarlo hasta hoy y ahora es cuando me he dado cuenta.
            -Dirás que no has querido hacerlo hasta hoy –la recorrió con la mirada en tono de reproche su amiga-… A ver, ¿qué te falta?
            -Pues… el secador para el pelo…
            -¿Eso? Vaya chorrada, ¿no?
            -Pero… es que se trata de un recuerdo sentimental.
            “Además, es el único que me deja los cabellos en orden”, meditó para sus adentros la chica. Aunque esto, por supuesto, no lo iba a decir en voz alta.
            -¿Y qué vas a hacer?-preguntó su compañera-. Porque después de la última escena que tuvisteis, con lloros y dramas y demás, no vas a volver allí sólo por un secador.
            -Sí, sí, pero… fue de las pocas cosas que me traje de casa de mis padres. No querría dejármelo en cualquier sitio.
            A su compañera se le iluminó la mente:
            -¡Ya está!¿Por qué no avisas a una de esas empresas que te llevan cosas a domicilio? De ésas que si se te ha olvidado comprar una lata de mejillones van al supermercado y lo hacen por ti. ¿No podrían pasarse por casa de tu ex y traerte el secador?
            Su interlocutora se rascó la cabeza.
            -No sé… es una posibilidad.
            Una hora después, un chico joven, de nariz tan destacada como un mascarón de proa, rematada con unos gafas de cristales gruesos y enorme diámetro, estaba tocando a la puerta de un piso céntrico. Al otro lado, un treintañero con el pelo desordenado y pinta de haberse levantado de la cama al escuchar el primer timbrazo acudió a abrirle.
            -Oiga, no me interesa comprar nada, ni donar a ONGs, ni apadrinar a un gato…
            -No, no es nada de eso, me explico… Me ha mandado su ex pareja para…
            La cara del inquilino, al escuchar el relato, era un poema.
            -Esto me parece un atropello. Dígale a María que si quiere su secador, que venga a buscarlo ella misma.
            Y a continuación, le cerró la puerta en las narices.
            Cinco segundos después, sonó otra vez el timbre. El inquilino desanduvo el camino para de nuevo abrir.
            -Mire –declaró el mensajero, compungido-, es que si no cumplo lo que me han encomendado, su ex novia me pondrá una mala puntuación en la aplicación de mi empresa, y a mí me contratan en función de eso. Si saco pocas estrellitas lo mismo no me llaman para la siguiente vez…
            -Ya, ya, entiendo, me hago cargo –respondió apesadumbrado el interpelado-. Espere aquí un momento, ¿quiere?
            Se sucedieron unos cuantos minutos de ruidos metálicos, chirridos de apertura de armarios y sonidos de desplazamiento de cajas. Por un momento, pareció que el habitante de la casa forcejeaba con ollas y se enfrentaba en un combate de boxeo con cientos de pequeños útiles de baño. Al final, después de lo que al joven en la puerta se le antojaron cuarenta días y cuarenta noches, el tipo salió todavía más despeinado de lo que estaba en un principio, armado con un secador que plantó encima de la mano del mensajero.
            -¡Y dígale a mi novia… digo, a mi ex… dígale…!
            -Perdone, yo sólo he venido a recogerle el secador. Lo que haya entre ustedes dos…
            El hombre frunció el ceño.
            -De acuerdo, ¿y si te lo encargo? Yo te pago por ello. Mira, te voy a escribir lo que tienes que decirle…
            El chico se recolocó las gafas, aunque daba la impresión que más para intentar establecer una pausa que porque tuviera de verdad que hacerlo.
            -De acuerdo, tú apúntamelo y…
            -Sí, sí, voy a buscar un lápiz y un papel y…
            -La app… -señaló el mensajero-. Tienes que encargarlo por la app, en el móvil. Allí puedes escribir el mensaje y entonces yo…
            El inquilino se puso a enredar con el móvil. El mensajero, mientras tanto, aguardaba paciente de pie.
            Media hora después, el mismo individuo de la compañía, con su uniforme hortera de color chillón, tocaba a la puerta de casa de la chica:
            -Dice tu ex –leía desde el móvil mientras alargaba hacia ella el brazo con el secador de pelo- que si quieres venir a por el secador de pelo, que vayas tú. Que eso de mandar un intermediario es lo típico que haces siempre…
            La mujer aguantó el chaparrón impertérrita, hasta el final, cuando tuvo que restregarse los ojos para disimular una lagrimita. Cuando el mensajero terminó, la chica atrapó el secador y replicó:
            -Bien. Ahora vas y le dices…
            -La… la app –farfulló el mensajero.
Más tarde, en el piso del ex, este último abre la puerta.
            -Que eres lo peor –leyó el enviado, con un halo de sudor en la camisa alrededor de la zona de los sobacos-. Cómo se te ocurre, después de todo lo que hemos… habéis vivido, mandar un mensaje como ése. No se puede ser tan insensible. Tú…
            Tras otra media hora, en el umbral del piso de la chica, vemos al mensajero empapado mientras al fondo, por la ventana, se escucha el rugido de un trueno. El trabajador tiene las manos tan mojadas que le cuesta manejar el teclado:
            -Que sepas que perdiste todo el derecho a decirme nada cuando empezaste toda esta farsa. Porque esto lo empezaste tú, que lo sepas, desde que me dijiste lo de Paco. Así que si vas a venirme ahora con ésas…
            -¡Pero será…!-chilló la chica, conteniendo la rabia, mientras tecleaba en su teléfono móvil-. ¡Ahora mismo se va a enterar!¡Tú no te vayas, que luego a lo mejor te necesito para mandarle algo! Éste se va a cagar… ¡Antonio!¿Tú te crees que es normal que me saques ese tema…?
            -¡Bueno, ya está bien!, ¿no? –pegó un berrido el chico de la empresa, interrumpiendo el diálogo-. ¡Resolved vuestros problemas de una puñetera vez, y a mí dejadme en paz!¡Tú –dijo señalando a la chica-, déjate ya de manías estúpidas que no llevan a ninguna parte y que no hacen más que amargarte a ti misma!¡Y tú!–exclamó agarrando el móvil de la chica como si fuera un micrófono-. ¿Tú te crees que con la pinta de alelado que tienes te va a querer nadie como te quiere esta chica?¿Qué estás buscando, algo mejor?¿Qué te crees, Richard Gere o Tom Cruise?¡Porque actores como ellos se estarían pegando por ella!¡Así que dejaos de tonterías de una puta vez y arregladlo, hostias!
            El chico colocó el teléfono en la palma de la chica y se marchó, dejando la puerta abierta y a la muchacha, con el móvil aún en la mano, con mirada de estupefacción. Al otro lado del auricular, se escuchaba al ex novio preguntando si había alguien…
            Una hora más tarde, el chico llegaba a su casa. Abría la puerta y entraba en el claustrofóbico espacio de treinta metros cuadrados. Buscaba a alguien con la mirada. Luego miró el cuadro de turnos que su novia tenía colgado del frigorífico. Joder (masculló), otra semana en la que no se veían. Extrajo una cerveza de la nevera. Se sentó en el sofá y acarició al distraído gato:
            -Hoy nos toca bailar juntos esta noche, ¿eh?
            Sonó un timbrazo. El chico, agotado, se acercó a la puerta. Cuando la abrió, observó a un hombre de unos cincuenta años, con mirada abatida, vestido con un traje de payaso, plantado delante de su puerta:
            -Vengo a decirte una cosa.
            El chico se cubrió la cara con la mano.
            -Oh, mierda…

lunes, 5 de marzo de 2018

El libro, las películas, las historias reales de marzo: "Mal de altura", de John Krakauer, la película "Everest", el documental "Sherpa", y el mal de la cima del mundo.

En el centro de la imagen, el Everest, cubierto por nubes. A la derecha, el Llhotse, de cumbre más irregular y plana. Por delante, campos de nubes, a semejanza de ovejas sobresaliendo entre blancos prados. Imagen del autor desde avión comercial.

Hace unos años apareció en cine la película "Everest", un reflejo en celuloide del accidente más grave que ha tenido lugar en el mítico monte, en el año 1996, donde quince montañeros perdieron la vida. Poco después de verla, llegó a mis manos "Mal de altura" ("Into thin air"), de John Krakauer -autor también del título "Hacia rutas salvajes"-, el periodista que acompañaba a la expedición y que narró en aquel libro lo sucedido, recopilando tanto el suyo como otros puntos de vista. Aunque reflejan un acontecimiento común, las dos narraciones -aparte de las diferentes de formato- suenan con distinta melodía. Mientras que "Everest" se asemeja al sonido de una flauta dulce, "Mal de altura" resulta una composición polifónica. El símil con la flauta tiene su lógica, en el sentido de que, aunque emite una canción única, la descripción de lo que ocurrió aquellos fatídicos días en la montaña es fragmentaria, un instrumento que cuando funciona provoca vibraciones en cada uno de los agujeros por los que el aire sopla, que es justo donde se alojan los seres humanos que, entre las rocas, tratan de sobrevivir. En la película se siente la angustia que debió sentirse en el campamento base, cuando se asume que se ha perdido el control, que ya nada cabe esperar sino que este sea el último muerto, y cuando todo, en definitiva, se ha ido a la mierda. La película, por otra parte, rellena huecos que la crónica periodística de Krakauer no puede narrar (en el cine rara vez te puedes emitir imágenes en blanco, mientras que un ensayo valora su riqueza en ocasiones en la abundancia de agujeros negros), y es mucho más simple a la hora de exponer sus conclusiones, que en realidad no enuncia nunca, sólo insinúa: era la época en que empezaban a institucionalizarse las grandes expediciones comerciales al Everest, había muchos grupos tratando de coronar la cima el mismo día, los líderes tenían la presión de que los clientes habían puesto muchas ganas (y pagado mucho dinero) por estar arriba, y encima llegó una tormenta que buena parte del tiempo se pensó que no iba a presentarse. Krakauer, en ese sentido, esculpe una realidad mucho más poliédrica: sí, habla de la presión sobre los organizadores, incluyendo no sólo cuestiones de confianza y monetarias, sino también de fama y publicidad (a ese respecto, es dolorosamente sincera la confesión de Krakauer cuando indica que cree que el hecho de tener un periodista en el grupo pudo influir en la tragedia, ya que nadie quería quedar mal delante de los medios). Pero también ofrece algunos detalles que hacen replanteárselo todo. Por un lado que, para lo que es una campaña anual en el Everest, la cifra de muertos en el 96 fue relativamente normal. Por otro, que resulta muy difícil tratar de achacar culpas y responsabilidades a alguien cuando toma decisiones a gran altura. Por encima de los 8000 metros de altitud, no te rige bien del todo la cabeza. Un buen porcentaje de personas deliran, se desnudan, corren precipitadamente hacia arriba, pierden del todo la noción de lo que es factible y qué no. ¿Lo más doloroso de todo? Que los manuales de montañismo te dicen que, en caso de que veas que tu compañero tiene esos síntomas, no puedes intentar ni siquiera reducirle por la fuerza, porque a 8000 metros de altura no tienes fuerzas suficientes para permitirte ese esfuerzo. A 848 metros de la cumbre del Everest sólo puedes permitirte hacer lo que tienes que hacer o morir; decisiones aparentemente pequeñas pueden resultar trascendentales, y tú no te encuentras en el estado más óptimo para tomarlas. Así, el propio Krakauer narra dolido cómo en algunos momentos no se dio cuenta de los problemas de sus compañeros, o estaba físicamente exhausto como para poder atenderlos (lo cual, confiesa, le remorderá por siempre en su cabeza) y llega a contar, incluso, cómo durante varios minutos mantuvo una conversación con alguien que luego resultó que era otra persona distinta (a su vez, el otro componente del diálogo también creía que Krakauer era el guía a quien el periodista creía que le estaba hablando), confusión la cual llevó a que nadie supiera donde estaba un miembro de la expedición durante un período de tiempo clave. Krakauer viene a decir que, después de todo, ascender el Everest nunca va a ser una tarea fácil, y que ni todas las reglas que se apliquen ni todas las precauciones que se adopten al respecto van a evitar al cien por cien los accidentes: hace mal tiempo (e imprevisible), hasta tu jefe de grupo se puede volver loco y, como llega a afirmar el reportero, por muy difícil que sea para algunos de entender a veces, no se trata de una puñetera excursión en tren a Suiza. Si te metes, sabes que corres un cierto riesgo de no salir vivo de allí.

A pesar de esta puntualización clave, una cuestión que Krakauer critica bastante es la falta de pericia de los clientes en las excursiones comerciales. Los tiempos han cambiado mucho, y con ello también el fenotipo particular de los montañeros. En los orígenes primitivos, un club de escaladores llegó a definirse como "un grupo de caballeros que, accidentalmente, escalan"; luego llegó la época de los grandes retos, de coronar los catorce ocho miles o los siete grandes, de hacerlo cada vez de una manera distinta. Y cuando todo eso acaba (porque ya no hay más maneras diferentes de subir los ocho miles), cabe servir de guía para llevar a gente menos experta a la gran montaña. En particular al Everest, que técnicamente no ofrece muchas complicaciones (a ver: técnicamente; lo de tener una capacidad física envidiable que salva las dificultades de hacer lo mismo a ocho mil metros de altura, va aparte), y que supone un logro que colocar en un cuadro de tu despacho de directivo de una gran multinacional. El problema es que en el 96 se estaba empezando a hacer esto, se intuía que daba mucho dinero, y se llevaba a gente con una experiencia previa de escalada no nula, pero tampoco con demasiado bagaje para el hecho de tener que enfrentarte a unas condiciones tan adversas (clima gélido, mal de altura, falta de oxígeno) y encima subir una pared de roca y hielo. En el 96 hubo un problema con las cuerdas que debían tenderse en el escalón de Hillary (la parte más difícil de la ascensión del Everest) que causó un serio retraso, y el problema es que los guías no se atrevieron a decirle a la gente que lo más sensato, ante tanta gente acumulada en el mismo sitio, era darse la vuelta y, antes de que cayera una tormenta o la casi igual de terrible noche, retornar de nuevo en dirección al campamento base. Desde entonces se ha analizado mucho sobre lo que ha salido mal en las expediciones previas, y algunas cosas sin duda han mejorado, pero lo cierto es que hay cosas que no han cambiado: el Everest sigue siendo un reclamo comercial para expedicionarios probablemente no lo suficientemente preparados, el Everest se ha vuelto, como diría algún escalador, un "puto circo", y hay un tiempo relativamente breve (la climatología del Everest no da para grandes excesos) en el cual muchas expediciones pretenden coronar la cumbre. Ante esta situación, John Krakauer propuso, de hecho, que se obligara a que todo cliente que quisiera subir al Everest tuviera que hacerlo sin botella de oxígeno, para así forzar a que sólo los más preparados se atrevieran a ascender a la montaña. En ese sentido, en 2016, el gobierno de Nepal puso algunos límites para la ascensión, incluyendo que sólo podría intentarlo alguien que hubiera demostrado ascender antes al menos una montaña de 6.500 metros. Así pues, aunque el libro de John Krakauer fue muy discutido, y sus conclusiones son todavía objeto de polémica, está claro que hasta cierto punto, las autoridades han tomado nota de los accidentes que ha habido y están tratando de evitarlos. El problema es que no existe sólo ese problema, también se producen otros, y algunos están en rápida progresión.

Para empezar, el mundo de la montaña puede ser a veces tan salvaje como la selva, la sociedad de "El señor de las moscas", o la cúspide de la pirámide en Wall Street. Los tiempos en que gentiles e ingeniosos caballeros ingleses conservaban la buena educación mientras contaban historias en torno a un buen fuego, en fin, al menos por las palabras de escaladores recientes, parece que hacen tiempo que han pasado, y ahora existen unas reglas de juego más similares a las que podría haber en la tripulación mercenaria de un barco pirata pilotado por un (¿a que esto empieza a parecer una novela de Jack London?) salvaje lobo de mar. La competición es dura y no siempre limpia (esa siempre la hubo), hay mucho movimiento en un mundo muy falto de reglas o de gente encargada de cumplirlas (se han denunciado robos en los campamentos; a mí me recuerda en cierta medida a la situación en que hubo un asesinato en una base en la Antártida, y no hubo nadie que pudiera investigarlo) y -de eso se queja todo el mundo hoy en día- hay demasiada gente en la cumbre. No se trata ya sólo de dejar de atender peticiones de auxilio (a veces es complicado decidir si se trata de hacer un favor o de poner en riesgo la vida; las descripciones de algunos escaladores describiendo cómo tenían que dejar abandonados a sus compañeros son inconsolables), o de que los cadáveres que no pueden ser rescatados, conservados intactos sobre el hielo, sirvan de mojones kilométricos para indicar el curso de las ascensiones. Se han dado el caso de un individuo que se dejó caer agotado a un lado del camino, junto a un antiguo cadáver (con el mal augurio consiguiente) y han pasado horas hasta que nadie hiciera nada por ayudarlo, porque los jefes de equipo les decían a sus integrantes que no se entretuvieran en su camino hacia la cumbre. "Sálvese quien pueda", protestan algunos que se ha convertido en el lema de la subida hacia la montaña. El hecho de que haya más gente -situación que a lo mejor palía las recientes medidas del gobierno de Nepal-, o que los récords tengan que ser por definición cada vez más difíciles, no va a contribuir a que la cosa vaya a mejor. Entre otras cosas, porque la ambición por escalar la montaña siempre estará presente. Por ver qué se siente (aunque pueda ser decepcionante o breve), por las vistas (que también podemos vislumbrar de maneras más fáciles, como en avioneta o a través del vídeo), por el mérito, por el esfuerzo, por la innegable fascinación que ejerce sobre nosotros "lo más" alto, lo más grande, el infinito. Por ponernos a prueba a nosotros mismos. Por ver si nos hacemos más sabios. La respuesta más sencilla la pone la película Everest en un mensaje al unísono de los escaladores protagonistas, ant la insistencia del periodista: la subimos, simplemente, "porque está allí". Sea el polo, la montaña o la Luna, ¿merece mejor respuesta? 

Pero analicemos también otros problemas. Está, por un lado, el factor natural. El Everest está lleno de grietas, muchas de ellas bajo la nieve, que pueden ceder en cualquier momento, en algunos casos por terremotos (el de 2015, de hecho, destruyó el mítico escalón de Hillary, factor que se cree provocará más embotellamientos en la cima), de los cuales Nepal ha sufrido varios recientemente que han alterado incluso la altura del Everest. Y en los últimos años también, por el cambio climático. Ahora que empezamos la cuenta atrás para que el Kilimanjaro se quede sin nieve en su cumbre, el hielo del Everest es más fino y es más difícil fiarse de él. Esto, además, dificulta las expediciones que se hacen casi exclusivamente cuando el tiempo es mejor, para evitar en lo posible el factor climatológico. Por otra parte, desde el punto de vista ambiental, el Everest está hecho un desastre: viejos equipos, botellas de oxígeno, cuando no simple y llana basura, pueblan sus laderas, y de ahí que aparte de las iniciativas para rescatar cadáveres, se propongan con creciente frecuencia proyectos con el fin exclusivo de recoger algo de la ingente contaminación con que -como le pasa a tantas otras maravillas, naturales o artificales-, lo estamos ensuciando. Hay que contar, además, con el factor de los sherpas. Pero eso requiere de algo más de explicación.

No olvidemos que, antes de que un topógrafo indio describiera que una montaña hasta entonces anodinada en los Himalaya era la más alta del mundo, y el responsable inglés de turno le pusiera el nombre de Everest (como en otros casos, homenajeaba a su predecesor en el cargo), los nativos de Nepal le conocían como Sagarmatha, que quiere decir "frente del cielo", y los del Tíbet (hay que recordar que tanto el Everest como el Llhotse, con el que comparte una parte del macizo, se encuentra en la frontera entre Nepal y China, y que descendiendo por su cara más complicada se llega a este país último) le llamaban Chomolungma, o "madre del universo", o sea, que alguna intuición respecto a su altura debían de tener. De todos es conocido el nombre de sherpa, que define no tanto a los acompañantes locales a las excursiones al Everest como los pertenecientes a la etnia que abunda en la regiones anexas al gran monte asiático (a pesar de que existen sherpas tanto en la India como China y, por supuesto, Nepal). No hablaremos por tanto de su fantástica adaptación a la altura y el clima de la montaña, de Tenzing Norgay, el mítico sherpa que junto con Hillary escaló por primera vez el Everest, o de varios sherpas que poseen numerosos récord Guiness en relación con la escalada, estableciendo rankings muy semejantes a los de occidente, aunque por supuesto mucho menos publicitados. En cambio, pretendo traer a colación el documental "Sherpa" (2015), que trata el tema desde una perspectiva algo más moderna. Hasta ahora, los sherpas se consideraban el complemento ideal en la expediciones de alta montaña: solícitos, sacrificados, y capaces de cargar con un pesado equipo en unas condiciones durísimas para sus compañeros occidentales. Y todo ello, por un precio ínfimo, comparado con sus colegas también. Sin embargo, las cosas están cambiando últimamente. Los sherpas más jóvenes son más conscientes del mundo en el que viven: saben que las empresas de escalada hacen mucho dinero con ellos, y aunque aprecian las mejoras que el dinero procedente del montañismo ha producido en su comunidad, ya no tienen esa relación tan diligente entre jefe occidental y empleado asiático que era de uso tan común en el siglo XIX. Muchos sherpas, además, andan ofendidos con las actitudes occidentales que ellos consideran irrespetuosas (recordemos que, para ellos, la montaña es sagrada, aunque no olviden también que les da de comer), y con su escaso aprecio respecto de la labor que desempeñan los sherpas, reflejado tanto en el terreno económico como en el trato personal. Por otra parte, los sherpas que actualmente trabajan en las excursiones comerciales no desean que sus hijos continúen la tradición: las aportaciones de los donativos han servido para fundar escuelas, y ahora pretendan que sus hijos tengan una educación universitaria, busquen nuevas posibilidades, salidas laborales que casi con certeza les llevarán fuera de sus reductos aislados en Nepal. Para ellos, además, el número de excursiones tiene un límite: llega un momento que si no pueden estar con sus hijos, verlos crecer, si se juegan la vida a cada instante, no merece la pena continuar con ello; han reaprendido esa esencia tan budista de que no todo en la vida es dinero. De hecho, en los últimos años, a raíz de las dudas surgidas ate pasarelas de hielo quebradizas, peligro de terremotos, el hielo debilitado a causa del cambio climático, los sherpas se han sentido presionados por los promotores comerciales -que exigen, ante todo, continuar con las expediciones, pues no se toca la gallina de los huevos de oro-, arrastrados hasta los límite de su aguante psicológico y físico, y han dicho en ocasiones basta: en dos de las últimas campañas los sherpas han decidido plantarse y no arriesgar la vida de ni uno solo de ellos, impidiendo que ese año haya viajes a la cima. Un cambio que, sin duda, modificará las actitudes de los promotores comerciales respecto a los sherpas de cara al futuro. Quizás, de esta manera, pueda alcanzarse un equilibrio entre seguridad, prosperidad económica, y respeto a las tradiciones y, con un poco de suerte, al medio ambiente. El precario ecosistema del Everest, tan ciclópeo, tan mítico, pero en realidad tan frágil y asediado de peligros, sin duda lo agradecerá.

jueves, 1 de marzo de 2018

La historia corta de marzo: "Nuestra vieja mesa"

Nuestra vieja mesa

            Como reportero curtido en mil batallas, estoy acostumbrado a este tipo de eventos. Y más especialmente en esta esquina de la ciudad, donde un megahotel, una hiper-celebración, o simplemente la gran inauguración del último bar de moda, copan con frecuencia todos los titulares. Allí asistía yo, pendiente a la enésima reinvención del local que lleva siendo el faro de guía de numerosos personajes VIP (también reinventados con periodicidad impertérrita) durante más años de los que guardo recuerdo, dispuesto a hacerle una entrevista a su dueño, un tipo con cara de mafioso, aire de mafioso, traje de mafioso, hechuras de mafioso y profesión de mafioso, que no saldría de su discreto anonimato de no ser porque sabe de sobra que este tipo de actos requieren publicidad, y que esa clase de operación le obliga de vez en cuando a salir de su escondite. Así que aquí estoy, pendiente de las luces estroboscópicas y de los hieráticos acróbatas que ejecutan posturas imposibles mientras (con sus trajes y aros luminosos) realizan espectáculos dignos del Circo del Sol a cambio de un sueldo irrisorio, entrevistando a un señor al que en condiciones normales no le daría ni los buenos días, cuando un detalle en el que nunca me había fijado durante todos estos años me llama la atención. Y, rompiendo el guión pre-establecido y el protocolo oficial de la entrevista, le pregunto a mi particular Tony Soprano:
            -Oiga, perdone, esa mesa… la del mantel de cuadros verdes y blancos, que parece sacado de un restaurante familiar de hace cincuenta años… Sí, ésa en la que está sentada esa pareja de ancianitos, ¿cuánto tendrán, ochenta, noventa años? Disculpe si le parezco indiscreto pero, en este local de gente joven, con las últimas tecnologías a su alcance, al que para la cocina han secues…, digo, contratado al chef más famoso del momento…digo, en un sitio como éste, ¿no cree que esa escena no pega ni con cola?
            El mafioso sonrió. Antes de contestar, se puso un poco contemplativo:
            -En algo tiene usted razón. Este local era un restaurante familiar hace cincuenta años. Ni yo era famoso, ni mi negocio apenas se conocía, ni esta zona de la ciudad se había puesto tan de moda. El negocio dependía, básicamente, de parejas como ésa, que venían aquí con bastante frecuencia por el clima hogareño, casi como si se tratara de su casa. Allí donde les ve, esa pareja tuvo su primera cita en este local; y aunque ya no vienen tantas veces como antes, siguen acudiendo al menos una vez al año por su aniversario. Como comprenderá, no se iban a acostumbrar a este correcalles que tenemos aquí montado, cambiando la decoración del local hace cinco minutos… Así que, cuando llegan, ordeno siempre que les dispongan su vieja mesa, con su viejo mantel, y si puedo también que les atiendan los mismos camareros con los uniformes que llevaban antaño. Vamos a decir que representa, a la sociedad, mi pequeña contribución…
            Pero a mí no me importaban las concesiones o no que aquel tipejo quisiera hacerle al resto del mundo. Tan sólo miraba a aquella pareja de ancianitos por los que parecía (por su mirada y sus gestos) que no había pasado el tiempo y me preguntaba, dentro de cincuenta años, dónde quería yo estar…

            Esta historia está basada en el suceso real que me comentó una amiga según el cual, en un innovador bar cercano a su casa en el centro de una gran ciudad, todos los lunes, una pareja de alrededor de noventa años cena sobre un mantel de cuadros verdes y blancos en una mesa que rompe completamente con la decoración del resto del moderno establecimiento. Los motivos por los que restaurante y comensales ejecutan este rito son, para nosotros, desconocidos.