A veces, estás escribiendo sobre un tema ficticio, hipotético, y la realidad llama a tu puerta. A veces, esa misma realidad influye en el cuento, de la misma manera en que el relato sirve para aprender del hecho real. En esta macabra historia (no apta para menores de dieciocho años), una reflexión sobre el mal debería servirnos, como siempre, para juzgarnos de manera crítica a nosotros mismos.
Y como resultas de este juicio, yo sólo digo: ojalá me perdonen.
El guardián de la
guarida del monstruo
María
–cincuenta y muchos años, ropa de estar por casa, incluida una bata- penetra en
la habitación. Una vez dentro, lo primero que hace es abrir las ventanas.
Recoge a continuación todo lo que ha quedado tirado por el suelo: en esta
ocasión no es demasiado, otras veces puede serlo mucho más. A veces, en la
precipitación por salir, ellas –sobre todo ellas- se dejan de todo: envoltorios
de condones, lápiz de labios, un sujetador o bragas. A ratos las abandonan en el
mismo suelo de la habitación, aunque lo más frecuentemente es que sea en el
baño. No importa lo que María localice en este lugar al principio: lo relevante
es lo que va a quedar al final. Y es una habitación aseada, limpia, impoluta,
para que una vez más, pueda volver a cumplirse el ciclo. Un ciclo que termina
ahora, conforme María recoge las sábanas y las coloca en un cesto. Un ciclo que
termina ahora, cuando María pone la lavadora y tiende la colada. Un ciclo que
termina ahora, cuando María recoge las pinzas de la ropa y, bajo el cálido sol
que invade la amplia terraza, recoge las fundas de cojín o las sábanas, las
cuales sabe que volverán a ser utilizadas y (casi con satisfacción se
vanagloria María) cuando las usen de nuevo estarán más que limpias-, dentro de
unas cuantas noches, una vez más.
Un
ciclo que estará empezando ahora, en algún sitio, en alguna parte, mientras el
marido de María busca una mujer que vaya a su cama esta noche, para que esa
mujer y el marido de María se puedan amar.
María
dobla la funda del sofá con precisión casi milimétrica y comprueba la suave
superficie que ha quedado, prestando atención a que ninguna hebra mal cosida
pueda enturbiar esta trabajada perfección. Sabe que algunas chicas pueden ser
muy tiquismiquis en este punto: de nada sirven todos los encantos de seducción
que pueda desplegar su marido si luego se encuentran con que el salón está
desordenado o cualquiera de los signos típicos del modo de vida descarriado de
un soltero. En cambio, cuando se hallan con una habitación bien dispuesta, con
el esfuerzo que María ha puesto en ello, las cosas siempre parecen mucho más
sencillas. Incluso la sencilla decoración típica de casa de pueblo que María ha
dispuesto en la casa María les parece a algunas estas invitadas –en una opinión
que, escuchada por la oreja a través de la puerta, a María se le antoja una
pedante extravagancia- que mantiene un curioso estilo de “moderno minimalismo
funcional”. Claro que María no sabe por qué las sigue llamando “chicas”. Chicas
eran entonces, hace ya veinte años, cuando por la casa de ella y de su marido
pasaban mujeres esculturales, modelos rubias, pelirrojas de labios carnosos, e
incluso María tenía un sedoso pelo negro cuyas canas ahora ningún tinte es
capaz de disimular. A lo largo de los años, el tipo de esas mujeres fue
cambiando, al ritmo atropellado y fugaz de los vaivenes de la moda: desde las
esqueléticas y paliduchas con miradas más allá del bien y del mal, hasta las de
atrayentes ojos oscuros que aderezaban las ardientes poses que procuraban
destacar lo más posible el vértigo de sus curvas. Los únicos que no habían
cambiado eran su propio marido –seguía vistiendo la misma ropa sencilla de
tejanos y camiseta: ahora era más calvo, tenía más tripa y por supuesto era más
viejo, pero su apariencia general seguía siendo la misma- y la vestimenta
general de ella, que continuaba siendo cómoda, práctica y funcional. María dejó
una caja de condones metida dentro del cajón, en la posición de siempre, y le
echó un vistazo a todo. Parecía que estaba correcto. Salió de la habitación,
orgullosa de lo que había hecho.
Muchas
teorías cabrían elucubrarse acerca de por qué María, por decirlo de alguna manera,
era “tan tolerante”. ¿Los ingresos con los que su marido sustentaba la
casa?¿Una aceptación tácita de que su marido sólo era feliz de esta manera y,
por tanto, una manera de apoyarle, como había jurado en sus votos, “en la salud
y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza”?
La
explicación tenemos que hallarla en la propia María, siempre “la otra”, mujer
que, día tras día, lava la ropa manchada de sangre de su marido que queda
después de cada noche, y a pesar de que él haga como que no pasa nada, y que ella
actúe como si no lo supiera, la mujer sólo se hace la tonta, pues sabe
perfectamente de qué vienen esas manchas. Proceden de que su marido es un
psicópata, un asesino, alguien que tiene que matar personas cada cierto tiempo porque
es su pulsión, su enfermedad oculta, algo que su mujer considera aberrante,
pero que no impide que, una noche más, ella vuelva a lavar su ropa para que no
le pille la policía y vuelva a sonreírle a su marido en el desayuno para que él
no se tenga que preocupar. Y es que cada noche llora, sufre y reza un responso
por las víctimas…
…
pero no puede evitar que, en la madrugada, cuando suena la sirena de la
policía, reza más fuerte todavía, porque esas sirenas no sean por su marido,
porque por favor no lo vayan nunca a atrapar…
* * *
A
lo largo de estos años, María sólo tuvo en dos ocasiones dudas. Una fue la
segunda vez; la segunda vez que “aquello” ocurrió. La primera, como una tonta,
creyó –quiso creer- la versión de su marido sobre que la cosa se había
descontrolado. Que la chica había muerto por accidente. Puso por delante, por
supuesto, la inocencia de su marido, y pensó: “Después de todo, la muy guarra
se lo ha buscado; ella, como las otras, sólo venía aquí por medrar”. La segunda
ya no. La segunda ya no podía ser un error o una casualidad. Entonces, para su
dolor, descubrió qué clase de persona era. Era alguien que no estaba preparada
para separarse de su marido. De su amor. Que no soportaba la idea de ver a su
hombre maltratado entre rejas. Antes se mataría a ella, o las mataría a todas,
ésas que sabía en su fuero interno que existían pero que, hasta entonces, no
quiso reconocer, no quiso desentrañar. La segunda vez en la que dudó sobre si
debía hacer algo al respecto fue cuando se dio cuenta de que las mujeres ya no
venían voluntariamente, como antaño. Que las risas de alborozo y coqueteo se
veían sustituidas por gritos ahogados por la mordaza y gemidos de pánico. Que
las féminas de trayectoria vital hasta cierto punto cercana a la de su marido
iban siendo sustituidas por personas sin edad específica, incluso en ocasiones por
debajo de los dieciocho años. María escuchaba todo desde su habitación, y se angustiaba,
obligándose a sí misma a captar cada uno de los ruidos, que a veces sólo podía
adivinar que estaban ocasionando un tormento atroz. Y aún así, después de tanto
tiempo ocultándolo, constató que su actitud no iba a cambiar, que iba a seguir
haciéndolo. Se sintió despreciable al percatarse, más todavía de lo que se
sentía. Pero qué le iba a hacer. Ella era así. O su amor era así. Ya no lo
distinguía.
¿Cómo
habían llegado hasta aquí? Era difícil retomar el hilo que lo había comenzado
todo. Especialmente porque al principio daba la impresión de que, a partir de
aquel pespunte, se iban a tejer unas líneas brillantes. Su marido era joven,
era guapo, tenía una prometedora carrera en la universidad. María no entendía
nada de los temas que él mencionaba, y que él refería como su trabajo, pero le
parecía maravillosa la forma en que los explicaba, la cual le hacía partícipe
de aquellos descubrimientos como si ella fuera parte esencial de su
inspiración. María, de vez en cuando, se preguntaba abochornada cómo era
posible que su marido la hubiera escogido a ella, una simple ama de casa
iletrada, como sujeto de su amor, en lugar de personas mucho más interesantes como
las que él tenía a su alrededor. Una vocecilla intrigante y maledicente, que la
sacudía de vez en cuando desde su fuero interno, susurrándole siempre la
versión retorcida de las cosas, apareció por primera vez en su matrimonio para
advertirle: A lo mejor es que le gusta
tener al lado a alguien que considera más tonto que él para así sentirse
superior. Desdeñó a esa voz, como en otras ocasiones. No le hizo caso.
Es
verdad que su marido no era perfecto. Como todos los hombres -¡no iba a ser el
único que no!- también tenía sus defectos. Al igual que suele ocurrir con los
grandes terremotos antecedidos por suaves réplicas, empezaron a notarse en
detalles nimios, sin consecuencias. Quizás poseía una tendencia mayor de la
cuenta a desechar aquellas noticias o ideas que no le gustaban. Puede que en
ocasiones se hiciera el loco con determinados aspectos de la realidad que no
encajaban con la imagen que tenía de sí mismo o de su futuro. Incluso María le
pilló alguna vez soltando una mentira trivial, de ésas que se sostienen tan
poco tiempo que quedan desenmascaradas a los cinco minutos, con lo cual nunca
tienen sentido que se digan pero, de alguna manera, para él era importante
mantener esa fachada durante esos cinco minutos más; bien porque de esa manera,
cuando se descubría la verdad, ya se hallaba lejos de allí, bien porque lo
prefería a pesar de que tuviera que afrontar que le habían pillado en un
renuncio en vivo, momento en el cual solía callar discretamente, cambiar de
conversación, marcharse a otro lugar con más discreción todavía, o esgrimir una
maravillosa sonrisa pícara que provocaba siempre que María le perdonara. Por
otra parte, pensaba esta última, ¿era aquel defecto tan grave? Al fin y al
cabo, ¿a quién le gusta confrontar de manera directa los aspectos más negativos
de nosotros? A todos nos gusta vernos más altos, más guapos, más listos de lo
que somos. Alguien que nos dijera todo el día que no valemos para nada, no
sería una persona beneficiosa para nuestra personalidad. Todo el mundo, de
manera usual, se acaba concentrando en el lado bueno, en la versión optimista
de la vida. Ella misma, por ejemplo, también se dedicaba a poner una tapa
encima del agujero de aquel oscuro pozo de donde de vez en cuando efluía esa
voz irritante tan maligna que le soltaba cosas como: Dicen que en realidad no es tan buen profesor. Se aprovechó primero de
contactos y luego de un error legal para obtener su plaza. Todo eso de que es
un destacado erudito a nivel mundial son ínfulas. O la aún más infame: Dicen que tontea con jovencitas. Estudiantes
o becarias a las que les hace creer que tiene alguna influencia para conseguirles
un puesto, o que quedan atraídas por su aire de intelectual. El tipo de idiotas
tan inocentes como tú. Pero, como decimos, María no le hacía mucho caso. Su
marido le había dado todo; constituía la parte central de su vida. Y entre una
sospecha cizañera sin base alguna, y las demostraciones continuas que le
entregaba su marido de su amor, ¿a quién iba a creer? La decisión era
transparente como el agua.
Eso
fue hasta que una noche, cuando su marido se hallaba ausente debido a una cena
con otros miembros del profesorado, ella se fue a la cama pronto y escuchó, en
mitad de la noche, sonidos en el salón. Se acercó con cautela creyendo que eran
ladrones, pero cuando entrevió por la puerta, se encontró su marido magreándole
los muslos –bien torneados, por cierto- a una chica jovencita, “una niña”,
pensó María, aunque muy adulta en comparación con las que vendrían después. A
la mujer se le sulfuró la sangre y se le crispó el puño, pero decidió irse a su
cuarto, por temor a cometer una locura de las que se pudiera lamentar. Cuando
cesaron los ruidos y escuchó el cierre de la puerta, allí estaba, solo, su
marido: dormido, tumbado de cualquier manera en el suelo y (reconoció por el
olor) completamente borracho. Lo achacó al efecto del alcohol, a un despiste
como el que puede tener cualquiera. No le quiso dar importancia. Se marchó a la
cama y supo, cuando se despertó, que su marido se había marchado antes de ella.
Lo limpió todo y cuando retornó su esposo, no mencionó una palabra. Así fue
como empezó.
Después,
pasó mucho tiempo sin que ocurriera nada, pero su marido acabó volviendo con
otra. María supuso que la primera ocasión lo hizo de nuevo borracho, pero
después, no estaba tan segura. Claro,
como no le has dicho nada las primeras veces, las siguientes ha tomado
confianza. Hay gente que es así, que explora los límites y las posibilidades
que les ofrecen los demás, estirando las normas todo lo posible. Él tiene la
caradura de hacer eso porque tú lo dejas. María acalló una vez más su
vocecilla interior y siguió sin decir nada. Así hasta una noche en que la
realidad, literalmente, llamó a su puerta. De nuevo el sonido de la entrada
abriéndose, de nuevo los sonidos pecadores, de nuevo el furor de la lujuria que
a su vez la convertía a María en una tea fulgurante… pero entonces los sonidos
se empezaron a ir de madre. Se escuchó un golpe retumbante y otros cuantos a
continuación, algo más sordos. María temió que a su marido le hubiera pasado
algo, pero no se atrevió a acercarse al salón por temor a revelar lo que sabía,
o aún peor, por terror a lo que iba a encontrarse. Sin embargo, la solución le
llegó al cabo de un rato al escuchar primero la respiración entrecortada de su
marido, y sus inconfundibles pasos hacia un extremo y otro de la habitación.
Luego, oyó cómo salía del salón y se dirigía hacia la puerta del dormitorio. Su
puerta. Corrió rápidamente para hacerse la dormida. Se escucharon un par de
golpecitos suaves.
-¿Cariño…?
María
ni siquiera recordaba bien los detalles de las excusas que le proporcionó su
marido. “… invité a una doctoranda para comentar unos detalles sobre su tesis…”.
“… resultó que ella quería algo conmigo…”, “… la chica se puso agresiva…”, “…
cuando le dije que no, se puso como loca…”, “… nadie me creerá, cariño, tú
estás viendo este desastre, lo tomarán como lo que no es, me acusarán de
haberla matado a propósito…”. María no dijo nada. Tampoco confesó nada de lo
que había escuchado a través de la pared, ni ésta ni las otras veces. Ella
sabía desde el principio lo que tenía que hacer, y se puso a cargo de la
situación. Lo limpió todo; repasó cada esquina de tal manera que ni el más
experto forense hubiera encontrado un rastro, y envió a su marido a la cama. En
cuanto al cadáver, una solución casera en la bañera a base de cal viva hizo los
suficientes milagros. “Gracias por todo, cariño, no sabes lo que esto significa
para mí”. Parecerá una tontería, pero a María la conmovieron aquellas palabras.
Quizás se creía a pies juntillas la versión de su marido. Al menos, en lo que
tenía que ver con la muerte de aquella chica. Al menos, al principio.
De
nuevo, hubo un parón. Pero, muchas noches después, sucedió de nuevo. Esta vez
apenas hubo sonidos amatorios, y se ahogaron muy pronto los gritos de dolor. De
hecho, todo sucedió muy rápido. Se prolongaron un poco más, muy suaves, los
ruidos que María dedujo que eran de limpieza. Cuando se despertó, todo estaba
perfecto. Bueno, casi; un rastro de sangre en una tubería era el único detalle
que a su marido le había pasado inadvertido. La siguiente noche, había algún
descuido más; para la décima, parecía que su marido se había vuelto perezoso.
Ningún diálogo se intercambiaba entre ellos al respecto, aunque los dos eran
conscientes de que la otra persona lo sabía. María hasta tuvo la ¿decencia? de
dejarle en un armario del salón ropa de cama, productos de limpieza, de
profilaxis de enfermedades, útiles que ayudarían a no empeorar (¿todavía?) más
las cosas. Una vez, incluso, ella encontró en la cocina (hasta allí se habían
extendido sus correrías) un resto de la conflagración de la noche anterior,
recogiendo la prueba cuando ambos estaban presentes, y él se escudó en esa
sonrisa pícara que a ella tantas veces le había encandilado, para
inmediatamente después levantarse y desaparecer de la escena. En aquel momento,
ella se puso tan histérica que no sabía qué hacer, si ponerse a gritar o hacer
añicos la vajilla entera. Entonces pensó que luego le tocaría limpiar toda la
casa, y claudicó. Hasta se rió por su propia ocurrencia: con la de cosas que
estaban pasando, y ella sólo se preocupaba de cuánto iba a tener que limpiar.
Ojalá a eso se resumiera todo.
Porque
María no había estado presente (al menos, en la misma sala) durante aquellos
crímenes execrables, pero a fuerza de perseguir sus resacas, había llegado a
conocer todas sus menudencias y los detalles más abyectos. Primero, la llegada
de las mujeres, en un inicio por su propio pie, en los últimos tiempos
maniatadas después de un trayecto en el coche, cazadas por sorpresa durante
correrías nocturnas. Chicas que volvían tranquilas de fiestas, viajes,
reuniones con amigos, para un día desaparecer y que los telediarios dijeran
toda clase de barbaridades sobre ellas -empezando porque era su culpa-, para no
volver a su casa jamás. Después llegarían al asalto sexual, la humillación, la
violencia. Y más tarde, el horror… La sangre, las cavidades horadadas, los
miembros cercenados, la monstruosidad inenarrable y absoluta… A María le
resultaba imposible creer que esto pudiera hacerlo su marido. Tenía que
tratarse de otra persona distinta, alguien que se comportara de modo opuesto a
como lo hacía con ella. María pensó muchas veces que estaba enfermo, que
necesitaba ayuda… En ocasiones se planteaba si su amor por ella no constituiría
parte de esa misma enfermedad demencial.
A
estas alturas, en que por las noches escuchaba ya con claridad primero las
risas a la entrada, más tarde los jadeos eróticos, a continuación los chillidos
de espanto, y al final los sonidos de ocultación de pruebas, su vocecilla
interior no paraba de chillar histérica: Pero
bueno, ¿es que no te dan pena esas pobres chicas?¿No te dan los mil males al
saber la de jóvenes inocentes que están perdiendo la vida por tu culpa de tu/mi
marido? Y claro, por supuesto que me dan pena, responde María para sí
misma: cómo tienes el valor de decirme que no me la dan, si cada cuchillada que
escucho la siento como si se clavara en mis carnes… Pero una mezcla de devoción
(aún así, a pesar de todo) al hombre al que permanece unida y que el noventa
por ciento del tiempo sigue siendo la persona maravillosa de la que se enamoró,
y también de temor a lo que puede ocurrir si afronta la situación de manera
directa (momento en que su burbuja de autoengaño se romperá a causa de las
aristas de dolorosa realidad) la impelen a permanecer callada, una noche sí y
otra también, sin que la solución de llamar a la policía -¿cómo explicarles
todo esto?, se pregunta; ¿cómo empiezo a contarlo?- llegue la balanza a
desequilibrar. De vez en cuando, le entran ganas de mandarlo todo a la mierda y
llamar a alguna autoridad, la que sea, y que le lleven a la cárcel a su marido,
a ella, a todo el mundo. Pero algo debe de transparentarse en su piel en ese
tipo de momentos, porque más o menos por esas fechas su marido suele comprarle
algo bonito, o invitarla a un restaurante caro, y se muestra tan encantador
como lo era antaño, y todo vuelve a ser como cuando eran jóvenes, y su esposo le
suelta a santo de cualquier cosa una frase del tipo: “Eres tan comprensiva… tan
fantástica… De verdad que no te merezco”. Frase que podría sonar a cualquier
cosa, empezando por una mentira, pero que a María le hace pensar qué clase de
castigo podría recibir su marido en la cárcel si le descubrieran, no tanto por
el sistema (aunque a veces se lo imagina en un manicomio, con la conciencia
abotargada y los sesos diluidos a causa de las pastillas), sino sobre todo por
los presos, y se convence a sí misma de que denunciarle significa condenarle
por fuerza a la muerte. Y por eso, pospone cualquier opción para otro día, y
luego para otro, y así lo deja pasar. Hay decisiones que si no se toman la
primera vez, es muy difícil adoptarlas nunca. Y quizás las propias decisiones
también lo saben.
A
estas alturas, María se sentía muy cansada. Pero no un día o una semana
concreta, sino un agotamiento vital, provocado por tantos crímenes sufridos
madrugada tras madrugada (muertes que, a este paso, se han convertido en la
suya) y también por el paso de los años, que la han dejado avejentada y
sufrida, como un pañuelo usado cuyo dueño no sabe siquiera dónde se debe tirar.
En su marido, por supuesto, también la edad producía sus estragos: se iban
pronunciando ese asomo de calva y esa barriga. “Pero en los hombres siempre es
distinto”, se decía, a veces les da una apariencia de mayor aplomo, de maduros “y,
sobre todo, el mayor problema con las mujeres es que nosotras nos lo tomamos
peor”. No eras así como esperabas que iba
a ser tu vida, ¿verdad?, le susurraba la voz gilipollas, y María deseaba
matarla, pero a ver cómo estrangulas a un producto de tu imaginación. Además, a
María, por circunstancias personales, le costaba emplear a la ligera la palabra
“matar”…
Un
día se hallaba particularmente rota por dentro. Había visto algo que no debía
–más que otras veces- y aquello le había revuelto las tripas. Se encontraba en
el supermercado, mientras su marido, con el coche, había ido a hacer un recado
a otro establecimiento. Se suponía que iban a verse en el parking. A María le
costaba horrores pasar los productos a la cinta transportadora de la caja, y se
le debió notar más de lo esperado, porque la cajera –una chiquita joven, con
cabellos rojos y pecas en la cara-, le preguntó:
-¿Qué
tal todo?¿Ha ido bien el día?
María
corroboró sin hablar. Había escuchado de esas maniobras comerciales de
supermercado, de fingir interesarse por tu vida para generar “fidelización de
clientes” (lo llamaban), en resumidas, hacer como si de verdad les importara lo
que les estabas contando. El problema era que aquella chica insistía más de la cuenta.
Parecía, para su sorpresa, como si lo estuviera diciendo en serio.
-Si
tiene cualquier problema, me lo puede contar –añadía-. Lo que sea…
Entonces
María se dio cuenta de que la muchacha estaba señalando un cartelito colgando
discretamente a un lado de la caja registradora. Uno de esos que había
repartido el ayuntamiento del tipo “si tienes problemas de violencia de género,
esta persona está dispuesta a ayudarte”. María se rio, y fue la primera cosa
que le provocaba una sonrisa de verdad en todo el día. Pobre muchacha… si ella
supiera la naturaleza de los dramas que su cabeza estaba recordando…
-No
se preocupe, muchas gracias. No es nada que me afecte a mí… Pero gracias de
todos modos.
La
cajera reprime discreta más comentarios, a pesar de la emoción que se refleja
en su mirada. María paga y se va. Cuando llega al parking con las bolsas, su
marido está esperándola, con pinta de haber actuado como espectador, desde el
asiento del coche, de aquel diálogo, aunque sin duda no ha podido discernir de
qué se trataba. Aún así, lanza una larga mirada a la cajera, sin ningún tono
particular…
Esa
misma noche, su marido vuelve a ausentarse para una supuesta reunión con el
profesorado. María ni pregunta. Sin embargo, se agita inquieta en su cama.
Normalmente, cuando presiente que va a ocurrir un nuevo incidente, no es capaz
de conciliar el sueño, aunque en este caso se encuentra más intranquila de lo
normal, si es que a este contexto puede considerárselo normal en algún aspecto.
Escucha el ruido del coche aparcando afuera. Oye de nuevo el tintineo de llaves
que, para ella, ha generado un reflejo pavloviano que la lleva a transpiración,
temor y vello erizado. Escucha gemidos entrecortados y llantos implorantes, y
redobla sus esfuerzos por dormir, esperando alguna vez conseguirlo –quizá, una
noche de éstas, lo acaba por lograr. No obstante, hoy sucede algo distinto; en
algún momento la mordaza que cubre la boca de la muchacha se debe soltar,
porque escucha:
-¡No, por favor!¡No diré nada, lo juro!
-¡No, por favor!¡No diré nada, lo juro!
¿De
qué le suena esa voz? Un segundo más tarde la reconoce. ¡Es la cajera del
supermercado! María se estremece bajo la sábana. ¿Y ahora qué hago yo?, se
pregunta.
¿Pues qué vas a hacer, maldita imbécil?,
la vocecilla interior se ha hecho cada vez más faltona con los años. ¡Lo mismo que todas las noches!¿O es que vas
a actuar de manera distinta porque a esta persona la conozcas! Cualquiera de
las otras ocasiones podría haber sido la cajera de otro supermercado, la hija
de alguien, la mujer de alguien. ¿O es que ahora te ha dado por sumar, a tus
pecados, la hipocresía? María, en puridad, a su vocecilla insistente no puede
replicarle nada coherente, pero eso no evita que se revuelva, se levante de la
cama (como no le ocurría desde hace años, desde las primeras veces), y durante
unos segundos dé saltitos agobiada delante de la puerta, como un niño con
incontinencia a la puerta de un baño. En el salón, entre tanto, la mordaza ha
vuelto a ser colocada en su sitio, se han acallado los gritos, pero eso no significa
que el final vaya a llegar pronto. María ha aprendido que, con el paso del
tiempo, su marido ha aprendido a demorarse en los plazos: deja más espacio para
disfrutar…
Venga, deja de hacer el tonto y acuéstate,
duérmete ya, como todas las noches… Eso es, dice la voz mientras ella
vuelve a colocarse bajo las sábanas, lo
sabía… Anda, hipócrita mía, duérmete, y haz eso que tan bien sabes de no
atreverte a pensar.
María se
acuesta en la cama, pero no puede interrumpir el goteo de lágrimas.
Diez
segundos después, María se levanta, sin embargo. Marcha rápidamente y llega
hasta el salón. Abre la puerta de golpe. Encuentra a su marido con el enorme
cuchillo de carnicero en la mano, dispuesto a atacar. Su gesto de sorpresa al
hallar a su esposa allí resulta mayúsculo. El de la cajera del supermercado no
es menor, pero ella se encuentra invadida por un género mucho más complejo de
emociones. María avanza lenta pero sólidamente. Su marido tartamudea al
hablarle:
-María,
apártate… María, no me hagas decirlo otra vez; apártate y échate a un lado.
Pero
ya está bien. Ha llegado el momento. Por fin María va a desgañitarse en decir
lo que ha callado durante tantos años:
-¿Por
qué a ellas?-pregunta-. ¿Por qué a ellas y no a mí?
A
su marido le descoloca la pregunta. No obstante, María sigue avanzando, sin
apartar los ojos:
-¿Qué
te dan ellas que no te dé yo?¿Por qué no lo haces conmigo?
Su
marido la mira muy serio, sin ninguna de sus habituales bromas. Lo más serio
que ha llegado a observarla en todos estos años de casado. Su mujer, con la
misma resolución en la mirada que ha mantenido desde el principio, se da la
vuelta y le quita la mordaza a la cajera de supermercado. No tiene necesidad de
decir nada más pues, tras un brevísimo instante de vacilación, la chica sale de
allí corriendo, huyendo como alma que lleva el diablo. María vuelve a quedarse
frente a su marido, del que le separan tan sólo unos centímetros.
-Yo
he sido siempre la que más te ha querido… la que te lo ha dado todo. ¿Por qué
no soy yo la protagonista de esta parte de tu vida?
El
marido duda, pero María se acerca tanto al cuchillo, ofreciéndose bajo el filo,
haciendo que el arma toque la unión del cuello con el hombro, que se le
enciende la sangre.
-Vamos,
cariño, mátame a mí… Mátame, como haces con tus putas…
El
marido de María no puede evitarlo. Levanta la mano y asesta una cuchillada a
nivel del pecho. Luego otra en el abdomen. Conforme María cae, una más, a nivel
del cuello, destacando la línea de la clavícula, seccionando una arteria vital…
María
cierra los ojos, dichosa, feliz por haber amado, y saber que la han llegado a
amar…