lunes, 29 de mayo de 2017

Opinión: ¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

            Es uno de los clásicos más inolvidables del cine de todos los tiempos. La película “El ángel exterminador”, de Luis Buñuel, cuenta cómo un grupo de aristócratas, tras una fiesta, descubren que no pueden salir de la habitación en la que se encuentran. No hay ninguna barrera física, en apariencia ninguno de los allí presentes ha enloquecido y, sin embargo, una especie de muro invisible les obliga a permanecer enclaustrados, excusa que el director español (pues, por lo demás, la película es casi por completo mexicana) emplea para diseccionar las reacciones de los distintos personajes ante esta circunstancia. Lo que en ningún momento se llega a explicar es el porqué de ese extraño fenómeno. Aunque, tal y como últimamente ocurren las cosas, casi podríamos aceptarlo como un hecho normal.
            Hay un axioma en ciencia que dice que “si una cosa se puede hacer, se acabará haciendo”. Sin embargo, esta idea está trasladándose de manera peligrosa al mundo real. En un mundo con siete mil millones de personas, donde las estadísticas dicen que siempre hay un porcentaje residual para casi todo, da la impresión de que cualquier actividad es posible. Entre tantísima gente –empezamos a discernir-, cualquier tipo de pensamiento, por irracional o aberrante que nos parezca, tiene por probabilidad aleatoria altas posibilidades de acabar ocurriendo. Pueden tratarse de cuestiones insignificantes (como el tipo que se pasa horas delante del ordenador para batir el insulso récord de llegar hasta el final de una hoja de Excel –algunos ni siquiera sabíamos que una hoja Excel tuviera final-); en algunos casos, de puro bizarro, pueden ser hasta graciosas (como la afición de los coreanos de ver comer por Youtube en silencio a otra gente, o de millones de usuarios a ver lamer a otras personas pomos de puertas como si se tratara de un espléndido manjar -sí, ya me imagino que detrás de esto se esconde algo más sórdido. Pero permitidme abstraerme de ello, no quiero ni imaginármelo-); y en otros, sólo cabe calificárselas sencillamente de terribles y delirantes (individuos que se dedican a realizar actos violentos con el único objetivo de grabarlo en vídeo, colgarlo en Internet y ganar sus quince minutos de fama; quemar a un mendigo a lo bonzo, por poner un ejemplo). En este mundo que ahora se ha calificado de adicto a la “posverdad” –para ser sinceros, un término acuñado en gran medida por algunos periódicos sobre las opiniones que no les gustan, y también por diarios que no tienen en cuenta cómo muchos de sus artículos envenados pueden haber contribuido a generar esa “posverdad”-, escuchar a gente que apoya a Donald Trump, la homeopatía o las teorías de la Tierra hueca se han vuelto tan habituales que no son siquiera noticia de portada, puesto que no nos escandalizan ya. De hecho, a veces te encuentras pretensiones tan disparatadas como asociaciones de mormones gays (que piden ser considerados, dentro de la comunidad mormón, en igualdad de derechos con los heterosexuales para poder discriminar juntos a negros y nativos americanos), grupos de latinos nazis, o incluso gente que dice ser de izquierdas y a la vez votar a Susana Díaz. En fin, “hay gente p’a tó”, que dijo aquel torero al ser presentado a un filósofo, pensando seguramente que era una profesión muy idiota comparada con el noble arte de matar (y que me disculpe Thomas De Quincey, autor de “Del asesinato como una de las bellas artes”). A veces me pregunto, cuando en una encuesta sale un porcentaje ínfimo de personas que mantienen a la vez opiniones contradictorias, sin argumento alguno o carentes de base, si ese grupo de individuos han sido colocados allí por el estadístico para que le salga el estudio, o si son personas reales, con su par de manos y pies, su DNI y su número de la seguridad social. En otras ocasiones, en que la cosa es al contrario -cuando aparecen reportajes sobre que hay más gente en Estados Unidos que cree en los ángeles que en la teoría de la evolución, o que en el Reino Unido hay más personas que opinan que Sherlock Holmes existió que las que defienden que Winston Churchill fuera real-, ya se te quitan directamente las ganas de conocer a quienes les han pasado la encuesta.
            Pero hay cosas que empiezan a no tener ninguna gracia. Como la noticia que se ha revelado hace unos días acerca de una enfermera, en Italia, que fingía vacunar a niños cada día aunque ella (firme defensora de las ideas anti-vacunas) en realidad nunca les llegaba a pinchar. Por lo visto la descubrieron porque sus compañeros de profesión se daban cuenta de que, cuando esta mujer andaba al cargo, los niños nunca lloraban, como suele ser habitual cuando le clavas una aguja a un niño. Aunque la han pillado en su último trabajo, se sospecha que podría haber realizado la misma jugada durante años sin que nadie se diera cuenta (“siempre saludaba”, supongo que dirán ahora los vecinos). El escándalo se produce en un momento en que Italia ha decidido aprobar una ley por la que se obliga a los padres a vacunar a los niños menores de seis años, pues parece ya claro que ni mucho menos de la familia –la más sólida institución por excelencia- se puede uno fiar. La verdad es que yo nunca me he fiado mucho de nada (siempre me ha parecido sorprendente la cantidad de pruebas que se le hacen a los padres adoptivos para hacerse cargo de un niño, y las nulas precauciones que se toman respecto a los padres biológicos), ni de la familia ni de casi institución alguna, pero escuchar cómo los desvaríos de este particular ángel exterminador han provocado que supuestamente 7000 niños estén sin vacunar en Italia (7000 candidatos, por tanto, a morir de una enfermedad evitable), te hace pensar mucho sobre la naturaleza tan gratuita y absurda de la maldad. Uno puede entender que un supervillano quiera conquistar el mundo, que a Amancio Ortega le importe poco –si pretende con ansia montar un imperio- a cuántos niños tenga que obligar a trabajar, o que Rajoy se pretenda enroscar en su silla en el Consejo de Ministros porque, oye, a ver con quién si no va a comentar los viernes las portadas del Marca. Pero una crueldad tan ilógica, tan sin ningún sentido, ni obtener algún beneficio… da que pensar.
                        Me diréis (y con razón) que esta enfermera no se distingue mucho de los talibanes, los terroristas suicidas, los integrantes de las SS y demás extremistas que eran y son capaces de destruir el mundo con tal de ver sus absurdas ideas llegar a la cumbre. O me señalaréis que esa enfermera, en su ignorancia, creía estar haciendo el bien, y que puede que algún día le ocurra como a aquella madre anti-vacunas que acabó teniendo a varios hijos infectados de enfermedades casi olvidadas, y declaró que se sentía “profundamente engañada” (provocando un multitudinaria y unánime: “a buenas horas, mangas verdes”). En ese sentido, me advertiréis, no es nada nuevo. No obstante, llega un momento en que choca el poder y la penetración que están adquiriendo tales ideas, y también la abundancia y variedad de las mismas. Lo dicho, ya no sé a qué echarle la culpa: si a que somos muchos miles de millones de personas, si a que con los recortes en educación cada día estamos peor evolucionados, o si con la contaminación que hay en el planeta nuestros cerebros ya no pueden dar para más. No soy capaz de decidirme. De vez en cuando –he de confesar- me asaltan esas democráticas ideas en las que creo sinceramente acerca de que la decisión de un solo individuo es casi siempre mucho peor que la que toma la mayoría en su conjunto, pero las visiones que tenemos en el imaginario colectivo de las turbas medievales, y la manera en que hemos comprobado últimamente que poniendo voces interesadas y dinero a cualquier tontería ésta acaba por tener una nube de seguidores detrás (y sólo hay que ver ciertos tipos de prensa, o cómo manejaba Esperanza Aguirre las cuentas de su partido cuando llegaban las elecciones) me hacen perder la fé en la humanidad. La poca que todavía no hemos perdido.
            Algunos tipos de escritores y de lectores somos partidarios –al menos, en ocasiones- de los misterios  del tipo rompecabezas lógico: ésos donde una pista te lleva a otra y al final dilucidas un misterio donde todas las piezas acaban de encajar. Las novelas después de Agatha Christe, y la triste realidad de cada día, nos han enseñado que, durante la existencia cotidiana, la vida es por lo general bastante más aleatoria y carente de sentido: que a veces no es sólo que ninguno de los habitantes de la casa donde se ha perpetrado el crimen sea el asesino, sino que éste era un tipo que pasaba por allí, no tenía nada contra la víctima y, cuando le preguntas por qué ha cometido el crimen, te responde: “Era un domingo por la tarde, me aburría, y con algo lo tenía que llenar”. A veces te da la sensación de que en eso consiste el famoso “fin de la historia” en el que nada lleva a ninguna parte. En ocasiones tienes que abstraerte de este tipo de cosas para no pensar que éstas son en realidad lo que Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”.

lunes, 22 de mayo de 2017

El relato de mayo. "El invitado".

El invitado

                El grito llegó abrupto desde el dormitorio.
                -¿Qué ocurre?-pregunté.
                -Fran -escuché un tono de indudable pánico-… Corre… Tienes que ver esto.
                En aquel instante miré la hora. Cómo no, tenía que ser así: faltaba poco para las once. Una de las cosas que más he temido siempre son las urgencias de noche o de madrugada. Siempre he tenido miedo a que me sorprenda una situación angustiante, de ésas que no puedes eludir (un conato de muerte, una emergencia, una circunstancia que te obliga a segregar adrenalina), a ese tipo de horas. No hay nada que me agarrote más que llegar a casa agotado del trabajo y pensar: “justo como surja una emergencia ahora…”. La gente que ha vivido esa clase de situaciones, para tranquilizarme, suele decirme que, cuando éstas aterrizan de verdad en tu vida, te da igual qué hora es, porque a lo único que le pones atención en aquel momento es a tratar de solucionarlas. No obstante, en mis ensoñaciones diurnas, le rezo a un Dios en el que no creo por que, el día que me tenga que llegar una de éstas, sea a primera hora de la mañana, con el cuerpo fresco y los sentidos alerta, a ser posible después de un buen café. Puede parecer una visión un poco frívola, pero ya me lo diréis cuando os toque una de ésas, y aparte del estrés y la urgencia te encuentres encima dormido y hecho polvo (y, en este caso, al final de un largo día de mudanza). La cuestión es que en aquel momento me temí que fuera alguna de aquellas. Aunque lo que me esperaba allí, en realidad, fue bastante más impactante.
                Cuando Sheila señaló debajo de la cama, lo primero que temí fue que se tratara de un ladrón (¿quién no lo hubiera pensado en esas circunstancias?), y tras agarrar un paraguas que se encontraba por allí cerca, volteé el somier y me dispuse a atacarle. Aunque lo cierto es que apenas fueron un par de bastonazos mal dados, porque la impresión general que producía aquel ¿ser?¿individuo?¿muchacho?, distaba mucho de una figura amenazante, y me daba más la sensación -a pesar de haber aparecido debajo de mi cama- de que era yo quien le estaba maltratando. Su edad era bastante indefinida: oscilaría entre cuarenta muy juveniles o diecisiete muy mal llevados; el rostro ceniciento, las ojeras pronunciadas, las ropas ajadas, y un pelo pajizo que asemejaba que en cualquier momento se le iba a caer a jirones. Tenía las manos elevadas en un gesto que solicitaba a la vez comprensión y auxilio, y las palabras con las que nos abordó, mientras se defendía del ataque del paraguas con mango de cabeza de loro, nos dejaron paralizados:
-¡Ellos me dejaron!¡Ellos me dejaron aquí!
Sin embargo, fueron sus siguientes palabras –proferidas ante la pregunta de qué diablos hacía allí- las que nos descolocaron:
                -Soy el espíritu de la relación de la pareja que vivía aquí antes. Ellos me dejaron abandonado en esta casa.
                No puedo transcribir con palabras lo que aquel sorprendente desconocido nos explicó a lo largo de la siguiente hora. Porque estoy seguro de que si lo hiciera, no sonaría verosímil, y eso no haría justicia a la impresión que nos causó. Al contrario, lo que nos contó aquella noche, absurdo y desquiciante como suena (y más procedente de aquel tipo con pinta de yonki), en aquel momento nos pareció tremendamente veraz, incluso aunque una opción como ésa, dentro de una mente racional, no sea en absoluto posible. Con una forma de expresarse tan desmañada como desarreglado era aquel individuo, el recién llegado (en realidad, nos enteramos de que llevaba un día entero en la casa, manteniéndose oculto durante todo el tiempo que había durado nuestra mudanza) nos confesó que, al darse cuenta de que sus ¿dueños?¿padres?¿anfitriones? se habían marchado, primero pensó que les había pasado algo; estuvo por llamar a la policía, al 112, a los hospitales. Sin embargo, luego se dio cuenta de que su mayor temor se había cumplido: de que -así de francamente- le habían abandonado. Como quien arroja a la basura un peluche viejo cuando se hace mayor, o deja tirado el despertador roto en una esquina porque no le cabe en las maletas. Y aunque aquel “espíritu de relación” sentía el mismo desamparo que a un hijo al que han dejado solo jugando en una gasolinera (pensando, en su ingenuidad mental, no sólo que volverán sus padres, sino que quizá siga todavía por los alrededores el abuelito que dejamos allí el año anterior), era consciente aún así que su presencia en la casa era un hecho difícil de justificar ante las autoridades. Por ello, cuando escuchó el sonido de nuestras llaves girando y abriendo la puerta, había corrido a esconderse debajo de la cama, y llevaba allí veinticuatro horas, contemplando nuestros tobillos entrar y salir mientras vigilaba todos nuestros pasos. A pesar del susto de muerte que le había dado a Sheila, y de lo intrusivo que había sido descubrir aquellos detalles sobre su ubicación (“¿Qué hubiera pasado si nos hubiéramos puesto a follar?”, interrogué a mi novia cuando más tarde nos fuimos a la cama), a mi chica le dio pena e insistió en que cenase las croquetas que habían sobrado y durmiera en la cama de invitados. Creo recordar que yo protesté un poco (Sheila creía recordar que yo protesté bastante), pero quizás la pereza de pensar en llamar a la policía o los servicios sociales -¿os he mencionado ya lo mal que me sientan las urgencias a las once de la noche?- me hizo plegar las alas y consentir en que durmiera allí, “pero sólo una noche”, afirmé rotundo. Aún así, pese a las palabras tranquilizadoras de mi compañera durante la discusión que tuvo lugar en mi dormitorio el rato siguiente, no me quedé muy a gusto. De hecho, tardé mucho en conciliar el sueño, y creo que permanecí con el ojo abierto buena parte de la noche.
                Al día siguiente, no obstante, las cosas se presentaron bajo una luz muy distinta. Sobre todo, porque esa misma luz del amanecer alumbraba el rostro prístino de aquel zagalín con cara de ángel y melena rubia como la de un joven aprendiz de futbolista, que no podía aparentar más allá de siete años. Si me había levantado con ganas de pensar que lo que habíamos vivido el día anterior era un sueño o un manifiesto timo, aquella imagen me desarmó por completo. Dadas las circunstancias, era mucho más difícil tanto echarle de casa como llamar a cualquier clase de funcionario municipal para explicarle lo que había ocurrido. Supongo que entonces Sheila vio cómo se materializaba un largo anhelo: “¿Y si lo adoptamos?”. Yo empecé a elaborar en mi mente una larga lista de obstáculos burocráticos. Pero entre que, pensándolo con frialdad, ésta asemejaba a priori la solución, más sencilla, además de los ojos de gacela ilusionada con que mi chica me miró, no quise ser el león que devorara su sueño; así que consentí, en espera de que con el tiempo, se nos ocurriera una solución mejor. La cual, por supuesto, nunca llegó. O al menos, no acudió a tiempo de evitar que se precipitasen los acontecimientos.
                Hay que decir que el chaval era encantador. Tenía ese aire ingenuo y brillante de las personas que no han vivido lo suficiente, ese fulgor de inocencia y pureza que muchos mataríamos por recuperar. Esa confianza en la vida que proporciona el hecho de que nadie te haya traicionado nunca. Parecía que todo era fresco y nuevo para él. Daba gusto hasta verle sorber la leche. Sheila le acariciaba maternal su melena y le limpiaba con mimo los berretes de lo que sobre los labios del pequeño Cupido tenía apariencia de restos de divina ambrosía, al menos tal y como la degustaba y sonreía inmediatamente después. Durante esos primeros días, todo era maravilloso, pues era como haber tenido un hijo de pronto (un niño ideal, un querubín de los que desearía cualquier padre) sin tener que haber pasado por la fase de los pañales ni haber llegado a la época de contestación adolescente, con la doble satisfacción de que cada mirada de felicidad del muchacho reflejaba la salud de nuestra propia situación. En aquellos días podríamos haber pasado por la típica familia de anuncio de agencia inmobiliaria, y hasta a mí, que soy poco dado a ese tipo de poses, me salía una sonrisa por la que hubiera matado un publicista de clínicas dentales. Por supuesto, si hubiera sabido lo que me esperaba, firmado porque el cuadro se hubiera quedado fijado allí.
                Obviamente, sin embargo, hasta el contrato de alquiler de Adán y Eva tenía fecha de desistimiento; y algún día habría de cesar de comerle el hígado a Prometeo el águila. Primero fueron detalles sencillos, sin importancia. Un corte aquí. Una espinilla acá. Las cosas típicas de los niños. El problema es cuando, sin previo aviso, le aparece una verruga. ¿Eso qué quiere decir?¿Es que hay algo que no va bien?¿Y es por parte suya o por la mía? Supongo que Sheila se está preguntando lo mismo. Al fin y al cabo, los problemas son siempre de dos, aunque sólo pasen por la cabeza de uno. Aquella preocupación te reconcome, y puede que a causa de eso la verruga se haga más grande, y comience a brotar algo de acné. El día que se levantó con ojeras, ambos nos contemplamos con mirada culpable, y al mismo tiempo culpabilizadora. Cuando apareció la primera cana, tuvimos una gran discusión.
                Ahora sé lo que sentía Dorian Gray, pero por partida doble. Veías en el rostro del niño la mala leche de tu pareja, sus momentos flacos, sus defectos y miedos, pero sobre todo, también los tuyos. Contemplas en una cara humana, dibujada como si lo hubiera hecho Velázquez, tu propia maledicencia, egoísmo y mezquindad. Los dos nos reprochábamos la fealdad hiriente que se le estaba quedando dibujada y, en nuestras violentas discusiones, el chico no sabía dónde meterse, acabando siempre por refugiarse en los brazos de Sheila, quien me reprochaba mi escasa comprensión. En aquellos momentos, yo rememoraba aquellos debates estériles que tuvimos en su día acerca de si debíamos escolarizarlo o no, y me decía a mí mismo que aquella alteración en sus facciones nos había hecho ser conscientes por fin de que no se trataba de un niño, sino de una criatura fantasmal surgida de algún inextricable infierno. “Como nuestra propia relación”, pensé en un destello fugaz e involuntario. Y entonces le salió, de golpe, en su otrora perfecto rostro, una arisca arruga más.
                Así fue como el muchacho volvió a parecerse, de manera paulatina, de nuevo a aquel vagabundo desmañado que nos hallamos en un principio. “No me extraña que lo abandonaran”, pensé, aunque supe que Sheila me hubiera reprendido por pensar eso –y seguramente lo hiciera, ahora que podía leer mi mente tan fácilmente a través del rostro del chico, que con el tiempo se iba haciendo menos joven-. Lo que empezó con comentarios irónicos siguió con pullas, más tarde con gritos, finalmente con platos volando hacia la cabeza. En medio de aquel desbarajuste, la cabeza piensa en alguna manera de huir de casa, de escapar de las preocupaciones, de largarse de allí. Quizás cometes algún desliz que no debías. Fue entonces cuando un día llegué a casa tarde, a las diez de la noche, y me encontré lo que más temía: una situación que no podía rehuir. Una pelea monumental de ésas que te obligan a hacer la maleta y buscar un hotel o llamar a un amigo que te acoja en casa de manera imprevista. Una emergencia del tipo del fin del mundo: el fin del mío, de mi mundo. En pleno centro del torbellino, con tantas voces arrojadas de un lado a otro como olas que zarandean a un barco que no tiene más opción que zozobrar, no nos acordamos de dónde estaba el muchacho, y sólo nos dimos cuenta cuando escuchamos el crujido de apertura de una ventana, ésa que nunca abrimos. Sheila y yo nos miramos a los ojos y salimos corriendo. Nos dio tiempo a verle, volviendo un segundo la cabeza con aquel rostro pálido y demacrado, contemplándonos con una mezcla de esperanza y desesperación, antes de arrojarse al vacío. Durante un segundo, permanecimos paralizados, esperando un sonido que no nos atrevíamos a escuchar.
Cuando sacamos la cabeza por la ventana, sin embargo, no encontramos los morbosos restos humanos despanzurrados que temíamos y al mismo tiempo no queríamos hallar. La calle estaba desierta, fría, mojada. Era como si aquel ser humano, que había entrado en nuestras vidas como surgido de un sortilegio mágico, se hubiera volatilizado en el aire…
Nos quedamos un rato en silencio. A retazos, nos contemplábamos de vez en cuando, sin atrevernos del todo a mirarnos. Tras ese tiempo, nos abrazamos.
Nos fuimos a la cama sin decir nada más.
*                                            *                                            *
A la mañana siguiente, habíamos acumulado el valor suficiente para hablar de ello. Y para darnos cuenta de que todo aquello –por mucho que no quisiéramos reconocerlo- lo habíamos hecho nosotros. Que, a pesar de no haberle puesto la mano encima a aquel extraño ser con el que habíamos convivido, era como si le hubiéramos matado con nuestras propias manos. Que nosotros, personas civilizadas, cultas, de ésos que nos creemos “buenas personas”, le habíamos convertido en todo aquello.
                Sheila y yo estuvimos hablando durante un rato. Al final, nos besamos. Decidimos que nos daríamos otra oportunidad. Y que luego lo dejaríamos o no, pero en todo caso, si fuera así, sería distinto, de otra manera. Sheila encontró en el baño uno de los mechones de pelo de nuestro ¿invitado?¿amigo? que se le habían caído cuando le empezó a entrar alopecia. Lo plantó en una maceta de cristal que teníamos hasta entonces vacía, sin saber muy bien qué esperar.
                Han pasado seis meses desde aquello. Ahora estamos mejor. Más felices. Dicen que al primer amor se le quiere más, y al segundo mejor. Quizás hayamos aprendido a hacer lo segundo con el primero. Del mechón de pelo plantado en la maceta ha empezado a crecer una planta. Pero lo más sorprendente es que dentro de la tierra, por debajo, a través de las paredes transparentes de la maceta, y oculto por una capa de tierra muy tenue, empieza a vislumbrarse un huevo. Dentro de él, algo parecido a un pequeño homúnculo parece atisbarse, aunque es difícil distinguirle el rostro, oculto por una gran mata de pelo.

Quién sabe lo que puede pasar. Hemos preparado, por si acaso, una maceta más grande. Pero, por si acaso también, ahora duermo con una pala muy cerca de la cama. No quiero que a las doce de la noche de cualquier día, un invitado desnudo de pelo pajizo salga cubierto de tierra y me diga que hay una emergencia porque algo está realmente mal.

lunes, 15 de mayo de 2017

La historia corta de mayo: "El ojo del muerto"

Los niños del pueblo pagaban unos cuantos centavos por el permiso de escudriñar el fondo de aquel ojo ausente de la vieja de la feria. No lo hacían sólo por espíritu morboso, como cabía esperarse, ni tampoco para averiguar –como decía el anuncio- su futuro en los ojos de la bruja. Lo hacían para palpar con delicadeza aquellas innobles cicatrices, sintiendo en las puntas de sus dedos la contradicción entre su frágil juventud y la muerte, como si por ello pudieran anticipar cómo su lozano espíritu se troncharía un día, al igual que -bajo el influjo de un dedo- lo hace una delicada brizna de hierba… Lo hacían, sobre todo, para desentrañar todas las formas posibles en que podía rondarles la Parca y, de esa manera, exprimir hasta el límite su cuerpo de superhéroes hasta que éste ya no pudiera más y se partiera. Lo hacían para sentirse más vivos y, de esa manera, sin apreciar cuán efímero era aquel preciado equilibrio que tenían entre manos, correr presurosos hacia su autodestrucción. Y la función de la bruja era, precisamente, ayudarles en su cometido…

lunes, 1 de mayo de 2017

El libro y la historia real de mayo: "First, We take Manhattan", de Álvaro Ardura y Daniel Sorando



El libro de hoy, en múltiples sentidos, es una excepción. En primer lugar, porque se trata de un ensayo de sociología, un tipo de género que no solemos abordar aquí. Y en segundo, porque tengo el privilegio de conocer a alguno de los autores, aunque trataré de que este hecho no me nuble demasiado el juicio. Y es que, por lo general, no os ofrecería un ensayo académico (aunque con propósito divulgativo) que incluye citas a autores de enrevesados nombres. Sin embargo, creo que el libro es lo suficientemente accesible -y, sobre todo, lo suficientemente estimulante- para que lectores interesados, no expertos en la materia como es mi caso, puedan aprender un poco gracias a él. Sobre todo, si el tema del que trata es acerca de la "gentrificación". Algunos escucharéis esta palabra por primera vez (como dice una frase al respecto, "Gentrificación no es un nombre de señora"), pero a otros os sonará porque es un concepto bastante utilizado últimamente. Se trata del fenómeno por el que un barrio céntrico, inicialmente deprimido, de habitantes con pocos recursos e incluso deshabitado, empieza a albergar nuevos inquilinos (artistas, jóvenes inquietos, colectivos hasta cierto punto estigmatizados) a los que les atraen los bajos alquileres del barrio, pero que al mismo tiempo arrastran consigo las nuevas tendencias culturales. La llegada de estos primeros "pioneros" pone de moda el barrio, y es entonces cuando gente de mayor poder adquisitivo quiere conseguir un piso en medio del meollo. El barrio se vuelve entonces lleno de tiendas elegantes y sofisticadas, y es entonces cuando el precio de los alquileres sube tanto que los primeros pobladores del barrio (e, incluso, algunos de los que empezaron el proceso de gentrificación) ya no pueden permitírselo y tienen que marcharse. El proceso parece aparentemente sencillo aunque, como revela el libro, debajo de la superficie hay mucho que rascar.

La primera impresión al leer las páginas iniciales de este ensayo puede ser la de cierta inquietud. La aparición de ciertos "palabrejos" hace dudar sobre si va a tratarse de un texto excesivamente técnico, y el tono general lleva a creer que intenta desplazarnos a la deriva, sin aspirar en ningún momento a la concreción. Sin embargo, las siguientes páginas obligan a desmentir ese primer análisis. El libro entra rápidamente en harina, y describe todas las partes del proceso de la gentrificación, poniendo ejemplos concretos en las ciudades donde ha tenido lugar: desde Nueva York (con lugares como el SoHo y Brooklyn), Londres, París, Berlín, hasta barrios de localidades españolas, como -en Madrid- Chueca, Lavapiés y Malasaña, el Barrio Chino (ahora el Raval) en Barcelona, el barrio de la Magdalena en Zaragoza, etc... Uno de los aspectos más interesantes de este libro es que no aborda la gentrificación como un camino "al azar", fruto de una evolución más o menos natural del barrio y de las leyes del mercado. Más bien al contrario, el texto apunta a que, en muchas ocasiones, son las políticas públicas las que contribuyen a desarrollar el fenómeno, exacerbando incluso sus connotaciones más negativas. Pongamos la siguiente situación: un barrio más o menos humilde, situado en una zona céntrica, con habitantes de renta tirando a baja, la mayor parte viviendo en régimen de alquiler. Una serie de políticas públicas favorecen que los propietarios prefieran ser dueños de casas en la periferia -algo que sin duda proporcionará pingües beneficios a quien haya construido viviendas en esa zona-, y traten de vender o derruir los edificios que todavía mantienen en el centro. La presión sobre los inquilinos, mediante una serie de medidas (tendréis que leer acerca de ellas en el libro) consigue que bastantes de ellos se desplacen. Al resto, se les va convenciendo al ir retirando los servicios públicos de la zona. Al cabo de cierto tiempo, el barrio está en parte deshabitado, resulta cada vez más complicado vivir en él, y acaba adquiriendo incluso mala fama. Es entonces -cuando los precios del terreno son más baratos- cuando las empresas privadas se lanzan como buitres a apropiarse de porciones cada vez mayores de él. Luego, poco a poco, se ejecutan medidas que implican la "regeneración" del barrio; se reimplantan servicios públicos que en su día se eliminaron; habitantes de mayor poder adquisitivo se instalan con el tiempo en los pisos vacíos; el barrio se moderniza, y ahora, lo que se ha comprado barato se vende caro. El promotor inmobiliario se hace de oro. Y así es como se ha completado el proceso. (Hablando con un amigo de este tema, éste me comentaba: "Ya, pero esto que me cuentas suena un poco a teoría de la conspiración, ¿no?". Lo primero que pensé cuando me lo dijo fue: "Si a ti, hace unos años, 
te dicen que el partido en el gobierno guarda en unos cuadernos las cuentas de los sobornos que le pagan empresarios a cambio de concesiones en obra pública, ¿a que creerías que es una conspiranoia? Y ahora, piensa en el caso Palau, y piensa en Bárcenas"). Lo cierto es que ese modelo -el de comprar barato y vender muy caro, favorecido por políticos que auspician esa "cultura del pelotazo"- nos suena mucho a los que ya conocemos la dinámica de las burbujas inmobiliarias, que casualmente explotan en un lugar en el momento en que los que las han montado ya han recogido velas y marchado a invertir a otros lugares distintos, donde vuelven a inflarse a su vez. La dinámica, por supuesto, siempre tiene un perdedor: los pobres, los desahuciados, los que no tienen nombre. Los que, en su mayoría (siempre hay un cierto número de individuos realojados, por sistema mucho menor que los desplazados) tienen que mudarse de su vecindario y de las redes de ayuda mutua que éste les proporcionaba. Los que pierden la vida social que habían creado en su entorno, y a cambio aguantaron los tiempos más duros del barrio, haciéndole adquirir el carácter indómito que se ensalza hoy. De hecho, la pregunta que sobrevuela todo el texto es qué pasaría si, en lugar de permitir la consecución de ese modelo de "gentrificación", se apostara por otro, más social, que tratara de proteger a los vecinos que ya habitaban en el barrio, frente a los que habían de venir; de rehabilitar, más que destruir y construir de nuevo; que apostara menos por la iniciativa privada, y lo hiciera en cambio por las personas. En las páginas del libro podéis encontrar esa dicotomía, o mejor dicho esa disquisición, que es una que probablemente haya que preguntarse día a día, pues, como sugieren los autores del libro, imaginar un nuevo tipo de ciudad es la primera manera de empezar a edificarla.

Como he dicho, el texto entra en cada aspecto concreto, aportando jugosos e instructivos detalles: desde los barrios que han sufrido o están en camino en sufrir este proceso, hasta las labores de resistencia (tanto desde el punto de vista de las políticas públicas, como desde el lado de los vecinos) que pueden intentarse para paliarlo. A pesar de tratarse de un texto académico que podría citarse en la universidad, contiene conceptos vitales y acontecimientos recientes que son tema de conversación en periódicos, tertulias y bares; cita a referentes como Leonard Cohen, Bob Dylan, el graffitero Bansky o el escritor Eduardo Galeano. Habla de temas como la droga, los negocios "cuquis" y la inmigración. Y, sobre todo, nos hace ver que el urbanismo, la forma en que construimos y modificamos nuestras ciudades, es también una forma de re-elaborar nuestro modo de vida, nuestros hábitos de consumo, nuestra visibilidad social... En conclusión, quiénes somos y cómo nos unimos (lo cual me recuerda que este libro se financió gracias a un crowfunding), o cómo nos impiden hacerlo. En definitiva, un libro para repensar mejor el papel de las ciudades, y también el modo en el que fluimos dentro de ellas. Pensadlo cuando caminéis por la calle: ¿hace cuánto que no os preguntáis hacia dónde está yendo el barrio?¿Y hace cuánto no os preguntáis hacia donde queréis ir con él? Me despido, mientras lo meditáis, hasta la vuelta de la esquina.