lunes, 24 de febrero de 2025

Las historias cortas de febrero: títulos que lo dicen todo

 Títulos de cuentos en una sola frase:

-El niño que pisó a la hormiga reina para darles libertad

-El libro de las 365 historias, una para cada día del año, de las que tu hijo sólo quiere escuchar las de pajaritos, así que en tu casa siempre es 8 de julio ó 15 de abril.

-La bruja de “Zurroatodoelmundo”.

-Éramos dos monstruos que, en lugar de desgarrarnos a zarpazos, nos dábamos las garras de acuerdo a las convenciones sociales.

lunes, 10 de febrero de 2025

El libro y la historia real de febrero: "Revolución. Indonesia y el nacimiento del mundo moderno", de David van Reybrouck.

 

El libro del que tratamos hoy es descomunal, en muchos sentidos. En el físico: tiene más de 600 páginas. En el volumen de lo que cuenta: aunque el relato principal se centra en cuatro años (de 1945 a 1949, cuando se certificó la independencia indonesia), el texto realiza un relato sobre la historia del territorio desde sus orígenes, sobre la cual se va profundizando conforme avanzan los siglos, dedicándole una mirada especial a la colonización holandesa, los primeros intentos revolucionarios, la invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, el período de descolonización y sus consecuencias posteriores. Es impresionante también respecto a sus fuentes: no es sólo que cuente con un sin número de referencias bibliográficas, sino que se sustenta muchísimo en testimonios directos (bastantes de ellos, ya nonagenarios, a punto de perderse en la noche de los tiempos) recogidos en lugares tan distantes como Holanda, Indonesia, Japón o el Himalaya. Finalmente, es un libro que ha causado un gran impacto: un belga escribiendo sobre un tema holandés y que mira en muchas ocasiones desde la perspectiva asiática. No es extraño que algún político de los Países Bajos haya mandado al autor al infierno, mientras que este sesudo análisis histórico ocupa escaparates en buena parte de las librerías indonesias.

Pero el esfuerzo, desde luego, ha merecido la pena. Es un texto apasionante, que me ha obligado a dedicarle un día entero leyendo para devolverlo a tiempo a la biblioteca de donde lo saqué como simple documentación para un viaje a Indonesia. Por supuesto, lo ha complementado y me ha hecho comprender muchas cosas, algunas de las cuales quiero compartir aquí.

Para empezar, muchos creen que la colonización neerlandesa en Indonesia fue suave, comparada con otras experiencias. Supongo que todos los antiguos países colonizadores piensan lo mismo de su caso particular. Pero no: en muchas ocasiones fue brutal, despiadada, y fuente de un enorme descontento. Los Países Bajos administraron sus dominios primero como un negocio (a través de la Compañía de las Indias Orientales, con el fin sobre todo de garantizar el monopolio de las especias), y luego, conforme las circunstancias fueron cambiando, como un estado avasallador que se aprovechaba de las ricas materiales primas de un territorio que cada vez se fue haciendo más grande y estructurado. Por supuesto, ello generó toda clase de interacciones, algunas positivas, como una cierta sección de la población indonesia que recibió educación y pudo compartir algunas de las responsabilidades de la colonización. Pero incluso ellos (especialmente la población mestiza) notaron que los europeos siempre se encontraban un escalón por encima -el libro realiza muy buena analogía con las distintas cubiertas de un barco de aquella época- y eso, como en muchos lugares del mundo, sembró las semillas del rencor y las ansias de libertad. Hay varios episodios del libro que ilustran muy bien este odio acumulado: 1) cuando los japoneses llegan para invadir Indonesia, en busca sobre todo de petróleo, sus habitantes les reciben como libertadores. Y a pesar de que luego el hambre y el propio colonialismo japonés rompen esa luna de miel, aquel período (en que los indonesios alcanzaron mayor autonomía, y fueron instruidos en el arte miliar por sus nuevos amos asiáticos) fue clave para entender que, después de la Segunda Guerra Mundial, las cosas no podían seguir igual; 2) cuando los neerlandeses vuelven tras la guerra, creen que les van a acoger con los brazos abiertos. En lugar de ello, se encuentran con una población abiertamente hostil. Ante ello, los Países Bajos repiten los mismos errores, y creen que la fuerza lo solventará todo. De hecho, es increíble leer lo que a finales de los años 40 llegaron a hacer los Países Bajos (un pueblo asfixiado, poco tiempo antes, por el yugo alemán) en cuanto a crímenes de guerra en una región que decían estar liberando y pacificando, y lo poco que se han castigado y puesto de relieve esas matanzas -tanto, que quienes las han confesado han recibido, por parte de neerlandeses, terroríficas amenazas de muerte-. Para que nos hagamos una idea de lo radicales que llegaron a volverse las posturas, un partido de derechas bastante importante a finales de los años 40, liderado por un ex-primer ministro del país, dijo que, antes de entregar las colonias, habría que disolver el gobierno, y planeó un golpe de estado que hubiera supuesto el asesinato de numerosos líderes neerlandeses. No sé si a los lectores les sonará a otros contextos en que el tema territorial ha entrado en un bucle de obcecación tan fuerte que ha llegado a originar ideas extremadamente delirantes y antidemocráticas.

Uno de los puntos fuertes del libro es que te indica que, al contrario de lo que muestran las películas, hay muchos casos individuales que se escapan a lo común: un intelectual independentista indonesio que vive en Holanda y acaba en un campo de concentración nazi; un mestizo indo-holandés que es capturado por los japoneses y le cae la bomba atómica de Nagasaki encima; un tripulante de submarino alemán que es arrestado por los japoneses al final de la contienda; soldados nacidos en Nepal, quienes trabajan para la corona británica, los cuales tratan de pacificar la recién liberada Indonesia, pero que se encuentran con el rechazo de la población (saben que la entrada del Reino Unido es el anticipo de la llegada de los holandeses para recuperar la joya del reino), con lo cual asiáticos terminan enfrentados contra asiáticos, y japoneses y británicos han de colaborar juntos para garantizar la paz. Para mí, una de las escenas más sorprendentes es cuando los americanos, durante la Segunda Guerra Mundial, llegan a la zona de Papúa (donde sus habitantes viven aún en el Neolítico) y, mientras empiezan a construir aeropuertos, les prometen a los nativos 25 céntimos por cada japonés -la prueba del objetivo cumplido es una oreja- que maten en la huida desesperada de los nipones a través la selva. Por lo visto, aquel año, muchos soldados americanos enviaron orejas asiáticas a casa como regalo. En este libro, desde luego, hay muchos casos que darían para espectaculares adaptaciones cinematográficas.

De hecho, entre los muchos actores, poliédricos, entre dos culturas y dos perspectivas, cargados de matices, me ha llamado la atención aquellos neerlandeses que, a pesar de la cerrazón de sus gobernantes, tenían claro que los indonesios merecían aquella misma libertad que, a ellos mismos, los nazis les habían negado. Por ejemplo, el Partido Comunista Holandés, que siempre estuvo a favor de la independencia indonesia; los 8.000 miembros del Partido Socialista que se dieron de baja, descontentos con la postura que habían adquirido sus líderes con el proceso descolonizador; el 50% de hombres y el 38% de mujeres de la población de los Países Bajos que estaban en contra de mandar tropas a las colonias; o el caso de un soldado neerlandés que, al darse cuenta de que le llevaban para matar indonesios, se escapó de noche, llegó a la zona del enemigo, gritó "¡Merdeka!" ("libertad" en indonesio"), le contó a la población local los planes de sus jefes, y fue acogido como un héroe (aunque fue encarcelado a su vuelta a los Países Bajos). Demostrando que disidentes y auténticos amantes de la libertad los ha habido siempre en todos lados.

En el otro lado, el pueblo indonesio dio enormes muestras de paciencia y resiliencia, aunque, al final, por supuesto, tantos excesos llevaron a reacciones violentas (en muchos casos exageradas y que pagaron inocentes), pero que son fáciles de entender después de lo que habían vivido, y que al final fueron las únicas que los colonizadores llegaron a entender. Frente a ello, hubo muchos personajes y políticos que mediaron, contemporizaron, y de verdad intentaron poner lo mejor de su parte. Entre los nombres más destacados están Sukarno (futuro primer presidente de Indonesia, y que pactó con Dios y el diablo para conseguir su propósito; de hecho, fue capaz de hablar con fascistas japoneses, colonizadores holandeses, islámicos y comunistas indonesios, y también de defraudar a todas esas colectividades) y Sutah Sjahrir, un hombre culto y conocedor de las costumbres europeas, atrapado entre dos fuegos, que acabó enfrentado con la siguiente ola revolucionaria, y que hundió su carrera política, como muchos, para tratar de evitar un derramamiento de sangre. En el proceso, quedó claro que había posturas contrapropuestas (por ejemplo, una generación mayor que optaba por pactar y ser pragmática, y una más joven que apostaba por la violencia revolucionaria), en elecciones que eran siempre complicadas porque el poder de la fuerza en su abrumadora mayoría estuvo del lado neerlandés.

Al final, a pesar de que por supuesto hay muchos factores implicados, la independencia indonesia se logró por dos motivos principales: 1) aunque, a través de la violencia, los Países Bajos recuperaron casi la totalidad del territorio tras la Segunda Guerra Mundial, nunca lo controlaron del todo. La resistencia indonesia en forma de guerrillas convirtió aquello en un anticipo de lo que sería más tarde la guerra de Vietnam, quedando claro que unas centenas de miles de hombres no pueden gobernar un país donde millones conspiran subterráneamente en contra. Tener colonias, desde luego, ya no era rentable; 2) los EEUU, el gran mediador internacional, cambiaron de opinión. Si al principio estaban a favor de los Países Bajos porque temían que éste cayera bajo la influencia del comunismo, los movimientos en contra de esta doctrina política por parte de Sukarno les convencieron de que apoyarle a él -uno de los pocos actores moderados que quedaba en pie en el archipiélago asiático- era la única manera de garantizarse de que Indonesia no cayera bajo las redes de la Unión Soviética. Con ello, el país pudo conseguir el logro de ser libre, aunque pagó caro su éxito: económicamente, sobre todo al principio, las condiciones fueron muy ventajosas para los Países Bajos y, además, EEUU siguió utilizándolo como bastión contra el comunismo. Tanto que, en los años 60, favoreció un golpe de estado que causó centenas de miles de muertos e inauguró una dictadura que duró 32 años (y de la que todavía quedan reminiscencias y cicatrices en el país). Sin embargo, el autor de "Revolución" se centra sobre todo en los aspectos positivos: Indonesia -el cuarto país más poblado del mundo- fue el primer estado que, tras la Segunda Guerra Mundial, proclamó su independencia, y constituyó la inspiración para procesos descolonizadores que se iniciaron por todo el mundo. Aunque luego muchos de esos procesos sufrieron traumas, sabotajes, traiciones, quedaron desvirtuados, o se asomaron a un sin fin de problemas que venían derivados o eran independientes del colonialismo (en realidad, el capitalismo y la corrupción fueron los mayores responsables), en el balance, a inicios del siglo XXI, esos pueblos son un poco más autosuficientes y más libres, y han demostrado que se puede hacer política donde el centro de todo no sea la raza blanca. Teniendo en cuenta lo horrorosa que suele ser la Historia humana, a veces una victoria de este orden -por muy pírrica que sea- es suficiente.

Por último, el libro habla, para mí proféticamente, de cómo los seres humanos colonizamos no sólo los territorios, sino también el futuro: como el autor de "Revolución" dice, la gente de los años 20 del siglo XXI explotamos los recursos y comprometemos el destino de los habitantes del 2080. La destrucción de la naturaleza (de la que Indonesia, por desgracia, es una privilegiada avanzadilla) nos pasará las cuentas tarde o temprano. Pero esas son revoluciones que otras generaciones -sí, también nosotros- tendremos que liderar.

sábado, 1 de febrero de 2025

El relato de febrero: "Y por fin, el descanso"

                Jorge Luis recogió la hoja de avisos como cada mañana y supo, de inmediato, que aquel iba a ser un día extraordinario. Aunque no se pudo figurar de qué manera.

                -¿A qué te refieres con que hoy va a ser horrible?-preguntó Terry. A Terrance -o Terry, como prefería que le llamaran sus amigos- nunca se le había quitado aquel acento de su región natal de Inglaterra que llamaba la atención entre los allegados de su país de acogida. De hecho, cuando él y Michael (su amigo del alma, de origen teutón) se ponían a discutir en el pub de la esquina aquellas cuestiones tan abstractas sobre la vida, la muerte, y las criaturas imaginarias de la literatura fantástica, el acento de ambos se volvía tan marcado que sólo Jorge Luis era capaz de seguirles; tal vez porque era el único que comprendía las palabras tan extrañas que pronunciaban.

                -Porque hoy nos toca la casa de uno de esos tipos.

                -Con “uno de esos tipos” te refieres a…

                -Efectivamente: uno de esos tipos…

                No hacía falta decir más. Con esa definitiva explicación, los dos sabían que se referían a aquellos cadáveres que se han descubierto en una casa después de un largo período tras la muerte del individuo. Las razones por las que esto podía haber ocurrido eran variadas: gente sin muchos amigos, con vecinos demasiado poco cotillas, con síndrome de Diógenes (esos, sin lugar a dudas, eran los peores) o, simplemente, personas que, por una serie de desafortunadas circunstancias, habían fallecido sin que nadie se percatara en las semanas siguientes, para cuando el problema era ya irremediable. Habían tenido un par de casos a lo largo de su carrera, y solían ser asquerosos: bolsas de basuras sacadas casi a paladas, trajes especiales para prevenir la contaminación y, sobre todo, un olor nauseabundo que costaba eliminar de la ropa y que no se apartaba de las fosas nasales durante semanas.

                -Odio estas cosas -protestó Terry-. No por… en fin, lo evidente. Es que normalmente estos casos me parecen deprimentes: suele ser gente triste, abandonada. Es como una historia de derrota que te ves obligado a contemplar aunque ya conoces el final.

                -El final se lo ponemos nosotros, querido amigo -expresó Jorge-. Si es que alguna vez hay un final, en algún sitio.

                No obstante, en el momento en que traspasaron el umbral de la puerta de aquella casa, estos basureros tan particulares supieron que aquel episodio era especial.

                El lugar no estaba mal… dentro de lo que cabe esperarse de un hogar que ha estado sin cuidar durante varias semanas. El apartamento no era un ejemplo perfecto de pulcritud, y de hecho estaba claro desde el principio que acumulaba toda clase de objetos inútiles (eso que, con cariño, en los pisos de las personas mayores, solemos mencionar como “recuerdos de una vida”), pero no era muy distinto de aquello con lo que sueles toparte en la casa de una persona de cierta edad…

                … salvo el salón, claro.

                Cuando divisaron el panorama, los dos se quedaron petrificados, observándolo. Era hipnótico: te horrorizada, y al mismo tiempo no podías apartar la vista tampoco.

                -Léeme otra vez lo que sabemos de la biografía de ese tipo, por favor -solicitó Jorge.

                Terry, tembloroso, llevó las manos a un papel, y aquello pareció menos una lectura que un rezo, un salmo, una plegaria que recitaba…

                -Su esposa murió hace años… Por lo visto, pasaron los últimos momentos de ella juntos, cogidos de la mano. El personal de enfermería destacaba siempre la sonrisa tan amplia que tenía la mujer durante el trance. Por lo visto murió sin dolor, en paz… Luego, él se fue a casa. Por lo visto, desde entonces, no salía mucho. Sí, a veces al parque, a hacer la compra… Los vecinos dicen que intercambiaban palabras con él de cuando en cuando, y que se lo cruzaban con frecuencia en un cine cercano. Pero ya está. Por lo visto, se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en una butaca visible desde el exterior, desde donde podía divisársele al lado de la ventana, viendo la televisión o leyendo algún libro…

                Pero hacía tiempo que nadie podía atisbar nada a través de esa ventana, ya que una mampara bajada, y la orientación concreta del sol en aquella parte de la casa, impedían visualizar nada desde fuera de la vivienda. Eso sí, el hombre seguía ahí, en su butaca. La única diferencia es que había muerto, rodeado de una docena de libros que no quiso o no pudo retirar, apilados a ambos lados de su asiento… y que un árbol que había crecido en el seno mismo del cuerpo de aquel hombre (quizá nacido a partir de una semilla que se había colado por el mínimo resquicio de ventana que había permanecido abierta) había cubierto y englobado, formando un todo con el cadáver de aquel hombre, y con parte de su biblioteca.

                -¿Cómo es po…?

                -Madre mía, desde luego, esto sí que es especial -a Terry se le veía casi contento por la circunstancia.

                Tampoco era de extrañar. Jorge Luis se fijó con mayor detenimiento en aquel conglomerado que habían formado literatura, humanidad y vegetación: el árbol había absorbido en tal medida la humedad del cadáver que éste, apergaminado como una momia, no olía como solían hacerlo los cuerpos que se habían estado descomponiendo durante el mismo tiempo. Además, y para terminar de descolocarle más todavía, el rostro de aquel individuo (si es que se le podía llamar rostro, teniendo en cuenta la amalgama que habían formado madera y cara) transmitía -una ¿plácida?, ¿etérea?, ¿inquietante?- sensación de felicidad.

                -¿Cómo calificarías esto?-preguntó Jorge Luis a su compañero-. ¿Esto es bueno… es malo… es un milagro… una abominación…?

                -Ante todo, es trabajo -replicó Terry-. Voy a tener que ir a por una motosierra. Si no, va a ser imposible separar el sillón de las raíces que se han formado.

                Lo cierto es que duró horas. Y como Terry había anticipado, no hubo manera de disgregar la simbiosis que se había formado entre el hombre, sus libros y el tronco de aquella especie vegetal (por cierto, ¿qué tipo de planta era? Ninguno estaba muy seguro, aunque Jorge Luis hubiera afirmado que era una higuera). Con extrema delicadeza -porque no podían imaginarse hacerlo de otra manera-, Jorge Luis y Terry transportaron el conjunto teniendo cuidado de que no se partiera ninguna rama y que las hojas del árbol no se perdieran por el camino, de tal manera que llegó casi intacto al punto de reciclaje.

                -Aquí no podéis dejar esto -les transmitieron los técnicos municipales.

                -¿Por qué no? -protestó Terry-. En la funeraria nos han dicho que aquel no era el sitio, en la Oficina de Jardines y Parques tampoco, así que hemos venido aquí, al Punto Limpio. ¿Éste no es el lugar tampoco?

                -Eeeeehhh… pues no sé si sí o si no, pero es que estamos sufriendo tantos recortes, que no tenemos personal para ocuparnos de esto. De verdad que nos metemos un lío si apartamos a alguno de los operarios que tenemos en marcha de su labor para ocuparse de esto.

                Terry agitó la cabeza. “Esta ciudad se está yendo a la mierda”, musitó.

                -¿Y entonces?-exigió alternativas Jorge Luis.

                El técnico le echó un vistazo por encima a lo que -por lo visto, para él- no era más que un trozo de madera. Jorge Luis se preguntó si este hombre estaba bien de la vista, si no le estaba echado una ojeada lo suficientemente profunda, o qué pensaría este trabajador cuando veía la película “Pinocho”.

                -Para mí, esto no es peligroso a nivel sanitario. Yo lo dejaría en medio del parque que está aquí al lado, a la vuelta. Y que la naturaleza siga su curso, ¿no?

                Cuando Jorge Luis cerró la puerta de la camioneta, los ojos de Terry parecían desprender un brillo de satisfacción.

                -Me parece surrealista. Y, al mismo tiempo, tan gracioso…

                -¿Qué vamos a hacer?

                -¿Es que nos han dejado otra alternativa?-replicó el británico sarcástico.

                Por tanto, así fue exactamente como actuaron: dejaron el árbol en lo que creyeron un buen lugar, en medio del sol y de la sombra, y se marcharon con toda rapidez de allí. No querían ver qué ocurría con lo que dejaban atrás.

                Con el tiempo, la planta enraizó: las ramas engrosaron, enhiestas, y al hacerlo, los libros se elevaron a la altura de los ojos de los hombres, mujeres (y, sobre todo, niñas y niños) se situaban de vez en cuando, para protegerse del sol, en la penumbra del árbol. Con curiosidad y mucho respeto, algunos de ellos rompieron los delicados hilos de tejidos vegetal que se habían formado en el costado de los lomos y, al hacerlo, dejaron expedito el camino a las páginas. Momento en el cual comenzaron a leer.

                Ahora, el árbol se ha convertido en toda una institución en el parque. Pequeños y mayores, a veces familias enteras, acuden para leer y releer los textos de Saramago, Ende, Buero Vallejo, Verne, Asimov, Dumas, que el hombre releía en sus últimos años, cuando ya no le preocupaba tanto leer libros nuevos, y se esforzaba sobre todo en releer los antiguos, lo que más había apreciado en su día.

                Así, de esa manera, llegó el descanso, pero, en cierta medida, el final no fue del todo el final.