Esta historia (o reflexión, como queráis llamarlo) comienza con los agradecimientos de mi tesis. Para los no iniciados, ésta es en muchos sentidos la parte más importante del documento final que se entrega a un tribunal especializado con el propósito de obtener el título de doctor. Esta sección tiene relevancia por dos motivos: primero, porque allí tus jefes y compañeros van a ver recompensados los esfuerzos de haberte aguantado y ayudado durante un período de cuatro a seis años y, dos, porque debido al contenido científico de la tesis, estas pocas hojas resultan lo menos complicado del texto y por tanto lo único que muchos van a leer. En mi caso, yo personalmente me sentía un poco cansado del formato clásico que consiste en soltar una larga ristra de nombres, dedicándoles unas pocas palabras amables para cada uno. En ciertos sentidos, me recuerda a las invitaciones de una boda: llega un momento que, entre los imprescindibles, los que te apetecen, los necesarios, las obligaciones, y una larga colección de gente que a tú crees que no deberían estar en la fiesta, pero que se sentirían mal si no contaras con ellos (en mi caso, el de la tesis, las cuestiones se complicaban más todavía), se acumulan fácilmente de trescientos a mil invitados, que es justo lo más parecido que yo me imagino a un infierno hecho boda. Quizás por eso, cuando me ha dado por la ocurrencia de casarme, he organizado sólo celebraciones particulares, pequeñas, con diminutos grupos de amigos separados, reservando sólo una celebración más grande para la familia porque no encontraba mayor manera de subdividirlos. La cuestión es que, para la tesis, tomé una decisión que me pareció más adecuada: no nombraría a nadie en concreto (salvo los directores de tesis, porque su implicación era evidente), sino que sólo mencionaría de modo general a la familia, los amigos y los compañeros de laboratorio. El argumento era sencillo: los que realmente se lo merecían se sentirían incluidos (como escribí en el texto, "ellos ya saben quienes son", y no es una frase hecha, sino que procuro que lo sepan), y los que no, al menos no se sentirían rechazados o podían tratar de creer (o convencerse a sí mismos) de que también iba por ellos. La segunda elección que tomé fue la de dar un cierto tono literario a los agradecimientos, para de ese modo hacer la lectura más amena (me permitía, además, ser más atrevido con las metáforas, que para mí era la mejor forma de homenaje a mis seres queridos). Para ello, escogí comparar la tesis con un viaje (en cierto modo, en muchos modos distintos, lo es), y en concreto con la Odisea, la madre de los viajes literarios. En un momento determinado, nombraba -aquí llegamos al quid de la cuestión- a aquellos compañeros que, como hábiles marineros trabajando en equipo, velando los unos por los otros, me habían advertido de la presencia de algún Polifemo o alguna Circe. Ambos eran personajes genéricos y abstractos (no había nombrado a los compañeros elogiables, así que obviamente no iba a mencionar a los que detesto), y se referían a las adversidades que localizas a lo largo del camino: Polifemo, el gigante de un solo ojo que está a punto de devorar a los protagonistas de la Odisea, y Circe, que transforma a los compañeros de Ulises en cerdos, encantamiento del que se libra el héroe aqueo gracias a una protección especial que le otorga Mercurio. De todas formas, por razones históricas y circunstanciales, la gente (ya sabéis cómo es) quiso pensar que Circe representaba a una persona con nombres y apellidos del laboratorio, y tuve que responder un par de veces por esa referencia. Fue entonces cuando un amigo me trajo a colación una particular versión del mito de Circe. Él decía que, en el fondo, Circe no era la villana de la historia, a pesar de que en las múltiples versiones que se han hecho de la Odisea se la pinte así. Circe, en efecto (ejercía de abogado defensor mi amigo), convirtió a los compañeros de Circe en cerdos pero, ¿qué otra cosa iba a hacer cuando un grupo de hombres fornidos y armados se plantaron en su isla?¿Qué hubiera hecho una débil e indefensa mujer en su sano juicio ante una banda de que podía abusar de ella, o tal vez algo peor? En cambio, reclamaba mi amigo, Circe al final acaba congraciándose con Ulises, enamorándose incluso de él, y le proporciona indicaciones para el resto del camino con el objeto de hacer más seguro su viaje y conducirle sano y salvo hacia su destino. En aquel momento, yo tenía bastantes objeciones que replicar al alegato de mi amigo, tanto si en su interpretación se refería a la supuesta persona del laboratorio que habría inspirado a Circe, como respecto a la propia hechicera en sí. Al fin y al cabo (pensaba yo) Circe era una maga poderosa, en principio superior en fuerzas y habilidades a los miembros de la expedición que llevaba perdida desde la guerra de Troya, y había sido un exceso convertirles en comestibles cochinillos sólo por si acaso, sin darles siquiera la posibilidad de explicarse. Pero luego, poco a poco, empecé a congraciarme con la idea, y no sólo porque observé que había gente tan de acuerdo con esa teoría que le había puesto el nombre de Circe a sus hijas. Y es que, con tantas cosas que hemos visto en este mundo, tanto a nivel tanto individual como colectivo, tantas veces, tantas bandas de soldados descarriadas, tantas manadas malditas y desenfrenadas, es natural que Circe, por mucho poder que supuestamente poseía (que quizás no era tanto, aunque tal vez me lo pareciera debido a lo sugerente del personaje), Circe, en fin, tuviera miedo, como casi cualquier mujer ante la brutalidad cruel que en ocasiones pueden exhibir los iracundos machos, y creyera que, en caso de duda, siempre es mejor prevenir que curar. La desconfianza: atacar primero para que no te ataquen a ti. El principio a veces tan excesivo que llamó a muchos americanos a creer en la falsa guerra de terror de George Bush (falsa porque sus propósitos eran distintos a los que prometía), o a que armemos una coraza de púas a nuestro alrededor que impide que nadie pueda dañarnos, a costa de nuestro contacto con los otros. Conforme reflexioné sobre esto, pensé también en la multitud de ocasiones en que la desconfianza nos hace perder el tiempo en esfuerzos inútiles (entre otras cosas, por imposibilitar el trabajo conjunto), o evita que llevemos a cabo acciones mucho más productivas que las que desarrollamos cuando no nos hemos deshecho aún de los recelos iniciales. En ese sentido, se incluyen en esta categoría todo el trabajo defensivo de los estados para desarrollar ejércitos (la Guerra Fría al completo fue una pérdida de energías a escala mundial), las competiciones entre colegas que se pisan los méritos en sus respectivos empleos, las negociaciones entre partidos políticos y sectores sociales, y un largo etcétera. Claro que hablo de desconfianza incluso suponiendo que todos los actores tienen intenciones honestas y apuestan en conjunto por el bien común: si ya mencionamos a individuos sin escrúpulos, con intereses egoístas, frente a los que la desconfianza se encuentra plenamente justificada, entonces ya ni hablamos. Medité entonces, a continuación (como una sucesión en cadena de pensamientos) sobre hasta qué grado la desconfianza es o no la moneda común entre personas que contactan por primera vez (cuando conoces previamente a la persona, entonces puedes recelar o no, pero con razones fundadas), y si no nos iría mejor en general si concediéramos la presunción de inocencia desde un inicio. Y los primeros ejemplos que me vinieron a la mente fueron los encuentros entre pueblos que en un principio se hallaron incomunicados entre sí y cuyas vidas acabaron por cruzarse. Me vinieron a la mente las imágenes de navegantes, exploradores, conquistadores. Comerciantes, viajeros, trabajadores en busca de un salario. Turistas, mochileros, inmigrantes. El continuo y eterno viajar, y las interacciones, positivas y negativas, que se producen durante el proceso.
Recuerdo, a propósito de este asunto, una visita al Museo Nacional en Zürich, Suiza. Allí, se intentaba (quizás para revertir el sentimiento de xenofobia que está creciendo en los últimos años en ese país concreto) dar relevancia a los hombres que han hecho grande a Suiza desde su variada procedencia de distintos países de origen, y que constituyen casi todos los grandes prohombres del país: Hermann Hesse (alemán), Nestlé (también alemán), Maggi (italiano). Un panel del museo agregaba, aleccionador: "Todos los humanos procedemos de África. Salvo allí, nadie pertenece de verdad a sus países de nacimiento. Todos somos inmigrantes". Una idea parecida me vino a la mente cuando me comentaron el reciente descubrimiento de que todo el oro del universo -y los metales pesados, en general- proviene de explosiones masivas producidas a partir de colisiones de estrellas de neutrones (sé que la relación parece extraña, pero no se preocupen, todo tendrá su explicación). Desde allí, el oro ha viajado para acabar en las minas de la Tierra donde reposa el sueño de los justos y es extraído (dado su escasa utilidad industrial) para dar brillo a las joyas de quien pretende mostrar poder, o acabar fundido en lingotes para ser escondido en otra mina bajo tierra -en ocasiones llamada banco- donde también duerme el sueño de los justos, y sirve para hacer creer a algunos que son poseedores de riqueza y para demostrar poder también. Es decir, en el fondo -y volviendo al tema que nos ocupa-, el oro es un inmigrante llegado a la Tierra, como quizás las primeras moléculas de la vida, como Superman, con todas las implicaciones filosóficas que estos diversos hechos lleguen implicar (¿por qué, preguntado sea de paso, nos entusiasman tanto tanto las cosas que brillan?). Pero es que (reflexioné también), en el fondo, todos los elementos químicos son en su origen exógenos a la Tierra. Salvo el hidrógeno, todos los elementos generados (el helio y el litio durante el Big Bang, el resto en el interior de de supernovas y estrellas) lo han sido a partir de procesos de fusión nuclear en ambientes muchos más calientes de los que alguna vez ha poseído la Tierra. Es decir, como se ha proclamado tantas veces, somos polvo de estrellas, restos de los eventos cósmicos que han tenido lugar en el universo. Y esos inmigrantes de distintas procedencia han tenido forzadamente que contactar unos con otros. En el caso de los elementos químicos, vemos sus interacciones como algo natural, ya sea mediante reacciones químicas, enlaces, repulsión o explosiones. En el caso de los humanos, en cambio, resulta un poco más complicado. Sobre todo por los daños que las explosiones generadas pueden provocar entre ellos.
Desconfianza. Desconfianza (o al menos cierta precaución) hubo la primera vez que los indígenas americanos contactaron con los europeos que arribaron alrededor de los siglos XV y XVI a sus tierras. Por eso les enviaron lejos, en busca de lugares donde, según decían, se acumulaban oro (mira, otra vez el oro) y riquezas míticas, que siempre estaban muy lejos, siempre al oeste, siempre en otro lugar que no era allí. Eso, porque no les conocían; si llegan a saber lo que los europeos pretendían, seguramente no hubieran tratado de engañarlos, sino que los hubieran liquidado allí mismo. En un ejemplo más actual, en los países africanos, hoy en día, los lugareños de lagunas regiones se muestran recelosos ante los sanitarios occidentales que vienen distribuir vacunas, porque saben que, en ocasiones pasadas, los servicios secretos del Primer Mundo aprovecharon este sistema para recabar información, y ahora ya no se fían ante los voluntarios que pretenden prestar servicios de prevención sanitaria a niños y ancianos, aunque éstos acudan con la más desinteresada de las intenciones. Hasta puede que hubiera quizás también desconfianza en la actitud de Circe tras congraciarse con los griegos pues, ¿quién nos dice que, una vez descubierta, no fingió el amor con Ulises -que no era tampoco un santo, precisamente, como tampoco lo eran sus hombres- para evitar una violación en grupo, y sólo les mandó en un seguro viaje de vuelta como la mejor manera de quitarse de encima a todos ellos, de asegurarse de que no les volviera a ver? Desconfianza surgida de la decepción, de las malas experiencias, de la desdicha, del conocimiento del género humano. A veces, como hemos dicho, contraproducente, porque te impide realizar esfuerzos conjuntos, pero en ocasiones imprescindible, porque sabemos cómo es el otro, porque sospechamos que, si le damos la mano, amenazará con arrancarnos el brazo, porque en un alto porcentaje tenía razón Hobbes cuando pontificaba aquello de que "el hombre es un lobo para el hombre"... Y, sin embargo, existe una noción evidente: si todos nos preparamos para la guerra, entonces ésta se convertirá en inevitable. Con lo cual, la única consecuencia lógica es luchar en favor de la paz. Sin embargo, y en un desenlace previsible de la teoría de juegos, todas nuestras acciones van encaminadas a no constituir, en una hipotética batalla futura, el único y doliente perdedor. Lo cual nos lleva inexorablemente al enfrentamiento y, por tanto, a que caigamos derrotados todos. Destrucción mutua asegurada. Como casi ocurrió en la Guerra Fría, donde la paranoia con que el otro pudiera atacar primero estuvo a punto de conducir a que el mundo entero se extinguiera de una vez.
En este sentido, embriagan y llenan de alegría aquellas situaciones, excepciones históricas, donde la base del encuentro de los pueblos no es la desconfianza ni la lucha sino, por el contrario, la confianza o la colaboración. Hace poco, estuve en la región de Misiones, en Argentina, donde se destacaba el experimento sociológico -involuntario como experimento, aunque no por ello menos atrayente- tan original en el que los jesuitas crearon poblados (las llamadas "reducciones") para enseñarles la cultura occidental a los indígenas, incluyendo la lengua castellana y un oficio, con el objetivo de que pudieran ser dueños de su propio futuro en el día de mañana. Desde nuestro punto de vista moderno, tal actitud por parte de los religiosos nos puede parecer paternalista -y sin duda lo era-, pero lo que pretendo destacar es que la interacción no era exclusivamente unilateral: los indígenas tomaban las enseñanzas que les impartían los jesuitas (sobre todo en el arte y la música) y las reinterpretaban a su modo, y los sacerdotes hicieron un esfuerzo por aprender y conservar el guaraní, la lengua de sus aplicados alumnos. Desde luego, no era una relación de igual a igual pero, para los siglos XVII y XVIII, constituía, desde luego, como intercambio cultural, de lo más avanzado que había. Aunque para mí hay un ejemplo todavía más impactante. En ese mismo viaje, estuve en una región situada al noreste de la Patagonia, donde en el siglo XIX se fundó una colonia por parte de viajeros galeses. Una cuestión a destacar es que, durante los primeros tiempos, no tuvieron contactos con los nativos de la región. Y eso que los tehuelches (así se denominaban los aborígenes de aquella zona) las habían tenido crudas con los colonizadores previos; entre ellos, los españoles, uno de cuyos fuertes asaltaron para arrasar a cuchillo con todos sus ocupantes. Pero claro, la actitud de los españoles había sido otra: ellos eran hombres armados, como los hombres de Ulises. Los europeos disparaban y después preguntaban, con el mismo axioma en el que se basaba la desconfianza de Circe (o porque querían conquistar esa tierra a toda costa, como de hecho llegaron a lograr). En cambio, los galeses portaban herramientas de labranza; araban la tierra, se habían traído consigo a sus mujeres y niños. Aun así, el contacto se demoró un período de hasta dos años, momento en que una pequeña representación de tehuelches aparecieron en mitad de una boda galesa trayendo unos cuantos dulces. A partir de entonces, y a pesar de que se produjeron una serie de desencuentros y roces, en general hubo una coexistencia pacífica entre ambos grupos, incluso una cierta colaboración: los galeses les enseñaron a los nativos a cultivar la tierra, mientras que éstos les mostraron a los antiguos antiguos británicos cómo dar caza a los animales de la zona. Quizás la superación de la desconfianza sea esa: no pensar tanto en la intranquilidad que el otro genera, sino en qué puedes hacer tú por él. No responder al miedo con el miedo, o al temor de la agresión con la agresión; sino más bien al contrario, dejarlo descolocarlo, superando las barreras al ofrecer lo contrario de lo que esperan. Dar, como mejor manera de que luego ambos sean capaces de recibir. Quizás sólo se trata de que Circe escuche sólo un par de segundos antes de convertir a los hombres en cerdos, para al menos confirmar o desmentir si se merecen permanecer en esta guisa. Tal vez el camino para erradicar la desconfianza y, por tanto para la paz, es que nos arriesguemos un poco a perder (o perdamos un poco) para así darnos una oportunidad también a nosotros mismos. Porque sólo si trabajamos juntos, en este mundo cada día más interconectado y complejo, en el que todas las soluciones son globales, seamos capaces de conservar una mínima posibilidad de ganar.