lunes, 28 de octubre de 2019

Las historias cortas de octubre: "De la noche en que se visitan los nacimientos"

De la noche en que se visitan los nacimientos.

1.

            En ese día especial en que se cruzan los muertos y los vivos, pocos han estudiado los efectos terroríficos que tiene esta situación sobre los muertos. Serenos en su salón, de repente se les aparecen seres vivientes pletóricos de actividad, que les ponen la música a todo volumen, les cambian los muebles de sitio, se les cruzan por en medio como anticipados fantasmas. Les hablan de atroces guerras mundiales o les cuentan cómo fallecieron, a causa de la heroína, sus bisnietos. Los escandalizados fallecidos, aterrados, rezan a sus descendientes por que, por favor, el resto del año les dejen en paz.

   2.

            La chica colocó una mirada a medio camino entre la súplica y la firmeza delante del curandero y exigió, más que rogó: “Necesito que resucites a mi madre”. El hechicero se negaba: aducía la peligrosidad de retornar un alma a la vida; las consecuencias que aquel embrujo antinatural podía desencadenar. Pero la muchacha insistió tanto, y de forma tan desesperada, que al final tuvo que ceder. Tras una complicada y brutal ceremonia, la muerta se levantó: su cadáver se plantó enfrente de su hija, y tendió los brazos para alojarla. Entonces, la muchacha avanzó, y sobre el regazo que le ofrecía su madre, clavó el puñal de manera repetida, para cumplir su necesidad de mandarla al infierno por segunda vez.

martes, 22 de octubre de 2019

La historia real de octubre. De cómo la biología influye en la cultura: el baile de San Vito y el camino de Santiago

Todo comienza con una mujer, en un pequeño pueblo, que empieza una danza, y que no puede parar de bailar.

Cuadro de Brueghel el Joven (por lo visto a partir de apuntes de su padre, Brueghel el Viejo) mostrand afectados de coreomanía, o danzantes del "baile de San Vito".

Esta entrada he decidido escribirla a partir de una serie de hechos históricos que han atraído la atención de otros blogueros y autores, los cuales ya han documentado con profusión dichos fenómenos. Sin embargo, en todas esas entradas, pese a la ingente cantidad de información, me ha dado la sensación de que faltaba algo: un final de la historia, una evolución completa, con exposición de causas y consecuencias, que lo ligara y explicara todo. En ese sentido, no he querido en este post mostrarme excesivamente prolijo en detalles (para eso hay otros textos, que enlazo, y que os pueden servir de referencia), pero sí añadir esa direccionalidad a la que os hacía referencia antes.

La mujer a la que hacemos referencia al principio del post pudo ser aquella que empezó su danza en las calles de Estrasburgo en 1518. Pero podría haber sido otra. Existen constancia de este tipo de episodios desde el siglo VII d.C. y, posteriormente, a lo largo de toda la Edad Media en Europa, especialmente. En todos los casos, las circunstancias son muy similares: alguien empieza a bailar sin motivo alguno, se le unen unos cuantos, y a las pocas semanas, ya son decenas o centenares los danzantes. Los afectados no tenían capacidad para cesar aquel baile frenético, ante el cual las autoridades no sabían cómo obrar. Una propuesta habitual era permitir que bailasen hasta que se cansasen (pensando que sólo llegando al límite podrían llegar a curarse de su mal), para lo cual se contrataba a músicos, se alquilaban locales, y se recurría incluso a bailarines profesionales para ayudar en su coreografía a los afectados, hasta que quedaran exorcizados de su mal. Pero, en lugar de eso, los enfermos fallecían al cabo del tiempo, agotados por aquel esfuerzo ininterrumpido y fatal.

El mal tuvo muchos nombres: baile de San Vito (pues, muchas veces, las epidemias se producían en torno a la festividad de san Vito, el 15 de junio), danza de San Juan, fuego de San Antón. Algunas de las elucubraciones de aquella época apuntaban a que eran castigos enviados por algún santo, de ahí las asociaciones a San Vito o San Juan, mientras que San Antón hace más bien referencia a los hospitales que las orden de San Antonio distribuyeron a lo largo de toda Europa para atender a los enfermos. ¿Las causas reales, bajo la luz del siglo XXI y de la medicina actual? Hoy en día, todavía no se hallan del todo claras. Algunos hablan de movimientos religiosos y órdenes heréticas, que habrían empezado estas danzas como parte de sus rituales, o como una forma de teatralización. Otros apuntan a que el sufrimiento extremo de algunas épocas de la Edad Media (un tiempo en el que abundaron guerras, hambrunas, plagas, conflictos varios) llevaba a determinados individuos a una especie de trance donde el baile fue la única manera de expresar su angustia. Se ha atribuido también a episodios de histeria colectiva. Aunque, por otra parte, hay autores que avalan causas de origen biológico.

Muchos proponen que se trataba de algún tipo de corea: las coreas son enfermedades que se caracterizan por movimientos espasmódicos de los miembros, los cuales podrían ser confundidos con pasos de baile. De hecho, el término de "baile de San Vito" ha acabado siendo identificado con las coreas (y a estos bailes de los danzantes de la Edad Media se les denomina "coreomanías"). La teoría tiene sus defensores, pero también sus detractores: estas dolencias consisten en muchas ocasiones de enfermedades raras, de origen genético, que afectan en mayor medida a determinados colectivos (la corea de Sydenham es típica de niños, la enfermedad de Hungtinton se observa en hombres maduros), y las convulsiones que se producen pueden ser bruscas y descoordinadas, difíciles de confundir con un baile (una enfermedad similar en este sentido es la epilepsia, que comparte con la corea el hecho de que afecta a individuos aislados y, aunque los movimientos espasmódicos afectan a todo el cuerpo, también es complicado confundirlo con un baile). Sin embargo, existen también otras teorías alternativas.

Uno de los nombres con los que se define a la enfermedad, fuego de San Antón (recordemos, debido a los hospitales de la orden de San Antonio que atendían a los enfermos), fue identificada en épocas recientes con el ergotismo. El ergotismo es una enfermedad debida a un hongo, el cornezuelo del centeno, el cual crece con frecuencia en lugares donde se acumula esta planta, empezando por supuesto por los silos donde se almacenaba este tipo de grano, harto habituales en la Edad Media. Este hongo genera una toxina, la ergotamina, la cual provoca unos efectos muy similares al LSD: insomnio, alucinaciones, convulsiones. Un tremendo mal viaje. El problema es que, en la Edad Media, era habitual que todo el mundo se nutriera, en cada pueblo, a partir de un único tipo de alimento, casi siempre un cereal. Es decir, que todo el pueblo comía centeno, extraído del mismo silo contaminado con el cornezuelo. Eso explicaría por qué la enfermedad afectaba a tanta gente. Por supuesto, esta hipótesis también tiene sus puntos en contra: el ergotismo provoca otras afecciones, como úlceras o gangrenas, y aparte de que esos son síntomas que destacan por sí mismos, independientemente del baile (y que apenas se describen en las crónicas), la gangrena de los miembros hubiera hecho difícil que los danzantes pudieran realizar aquellos movimientos continuos durante un tiempo excesivamente largo. Por otra parte, hay un aspecto que sí que favorece la teoría del ergotismo como causante del enfermedad, y se refiere a la forma en que se resolvían los síntomas (aparte de con la muerte). Y aquí entramos en un capítulo igualmente apasionante.

¿Qué se podía hacer contra la dolencia de estos enfermos? Aparte de que los sacerdotes intentaran toda clase de ceremonias religiosa, poco más. En Italia (de manera relacionada con la idea que mencionamos antes acerca de seguir bailando hasta la extenuación), se desarrolló una curiosa teoría: puesto que el movimiento de los danzantes asemejaba a los movimientos de una araña, se creía que la causa era la picadura de esta clase de artrópodo, y se especuló que si se realizaba una danza similar a la de ciertos tipos de araña, se llegaría a la curación. Nace así la tarantella, un tipo de baile tradicional que goza de tremenda popularidad en el sur de Italia.

Pero, en la mayor parte de los casos, la única opción (como ocurría con todas aquellas enfermedad a las que se temía, aunque no se supiera si eran contagiosas o no, tales como la peste o la lepra) era expulsar a los afectados del pueblo. Se generaban entonces caravanas de bailarines viajantes, (como muestra la imagen en la parte de arriba del post), ilustradas por numerosos pintores. Muchos de ellos peregrinaban en busca de conventos o lugares sagrados, esperando que aquel acto les sanara: iban a centros religiosos asociados a San Vito o San Antonio, los patrones asociados a la enfermedad. Claro que, en ocasiones, algo extraordinario sucedía: y era que, en efecto, se curaban. Hay un hecho, en este punto, que resulta sorprendente, y es que muchos de los que sanaban habían decidido dirigirse a Galicia para realizar la ruta conocida como el camino de Santiago.

¿Tiene alguna explicación racional?¿Va a ser verdad que ese santo, montado en un caballo blanco, que se les apareció en mitad de una batalla a los descendientes de los visigodos en su contienda contra los musulmanes en el norte de España, y cuyas supuestas reliquias se encuentran en Santiago de Compostela, concede bendiciones divinas a quienes se encaminan a esta localización a lo largo de un ruta que en buena parte corre paralela a la cornisa cantábrica? La realidad, como casi siempre, es mucho más prosaica, aunque a veces resulta más fascinante. Resulta que muchas de estas epidemias de baile ocurrían en el norte de Europa, donde, casualidades de la vida, crece con abundancia el centeno. Pero, conforme los pacientes se dirigían hacia el sur, se encontraban con países (entre ellos España) donde, en cambio, crece con más facilidad el trigo. Es decir, que los danzantes de San Antón dejaban de alimentarse con centeno contaminado (en ocasiones a causa de los calores del verano, lo que explicaría la frecuencia alrededor de la fecha de San Vito), y empezaban a consumir pan de trigo, el cual los restablecía. Y así es como Santiago curaba la enfermedad, y por qué la ruta de Santiago se hizo tan popular entre los peregrinos.

¿Descarta esto el resto de las hipótesis? Es difícil decirlo. Siempre se ha dicho que la coreomanía sería un fondo de saco donde meter distintos tipos de enfermedades que provocaban síntomas similares, volviéndose por tanto indistinguibles. Incluso dentro de cada brote, es posible que el fenómeno fuera debido a una mezcla de varias causas. De hecho, aunque un factor biológico como las coreas o el ergotismo constituyeran la causa inicial, es probable que la mayor parte de los danzantes les acompañara en un proceso de histeria colectiva. En ese sentido, será siempre imposible establecer a ciencia cierta el origen exacto de la enfermedad. No ya sólo porque las descripciones que nos hayan llegado sean incompletas; sino también porque las enfermedades, cuando contienen un componente psicológico, se ven afectadas por la cultura (sólo hay que ver los síndromes culturales, como el amok o el koro) y la época (por poner un ejemplo, la histeria: ésta fue una enfermedad característica del siglo XIX, estudiada entre otros por Freud y Charcot, la cual hoy ha desaparecido y ha sido sustituida por otras enfermedades psicosomáticas; también, en otro sentido, las visiones de los santos son ahora consideradas alucinaciones propias de la esquizofrenia), de tal forma que la manifestación de estas dolencias nunca será similar a la actual. De ahí la dificultad del diagnóstico.

Sin embargo, para mí, de toda esta historia, lo más curioso es cómo una serie de síntomas que son probablemente de origen biológico (una enfermedad) han influido en nuestra propia cultura: han creado un baile (la tarantella), han influido en arte a partir de numerosas pinturas, y ha hecho popular toda la fenomenología alrededor del Camino de Santiago.

Somos aquello con lo que convivimos. Hemos creado constelaciones (y leyendas sobre las mismas) alrededor de la disposición de aleatoria de la cercanía con la que se presentan en nuestro cielo algunas estrellas. Hemos generado animales imaginarios a partir de las vagas descripciones que nos llegaron de otros reales. Los virus y bacterias a nuestro alrededor nos influyen, tanto en lo biológico como en nuestra forma de pensamiento. Quizás, algún día, contactemos con civilizaciones extraterrestres y les hablemos de las leyendas asociadas a la Osa Mayor y los unicornios y, desde nuestra excepcionalidad, a seres del cosmos entero, nos resultará difícil explicarnos. Quizás, algún día, el ergotismo y el baile de San Vito, junto a un minúsculo hongo, consigan también su cuota de universalidad.

Actualización: me indican que, en Galicia, se dice que hay ciertas zonas pobres donde (al contrario de Santiago, donde suele crecer el trigo) abunda el cultivo del centeno, y es probable que esto explique los episodios de brujería que se han descrito en esta región. Quizás nuestro comportamiento y nuestra historia tenga más implicaciones con la biología de las que imaginamos. Os dejo descubrirlo y opinar al respecto.

lunes, 14 de octubre de 2019

El libro de octubre: "Mansiones verdes"


No deseo describir en exceso esta obra, pues sin conocimiento previo se deslizó en mi vida y creo que de la misma forma debe en la vuestra entrar. Tan sólo un par de apuntes: fue escrita por William Henry Hudson, escritor argentino que emigró a Inglaterra y modificó por ello la escritura de su nombre. El argumento es aparentemente sencillo: un revolucionario venezolano debe escapar de su país y, retrospectivamente, narra cómo durante el curso de esa huida estuvo viviendo en la selva de la Guayana. Allí contactará con los nativos y descubrirá mucho más: la sombra de una presencia que modificará su vida para siempre. Esta novela, con una adoptación cinematográfica (bastante libre y que pierde buena parte de la esencia original), ha inspirado frases en las que se la relaciona con Conrad -quien la alabó, por cierto, bastante-, sin embargo a mí me recuerda sobre todo a Alejo Carpentier y su novela "Los pasos perdidos", a pesar de que esta última tenga bastantes más derivaciones. Además de la curiosa manera en que un elaborado lenguaje (construido con el mimo de una catedral gótica) te lleva hasta una casi espectral historia, este libro constituye un canto a la naturaleza -a un temprano pensamiento ecologista incluso- y también a las múltiples formas que puede adoptar nuestra vida, el amor y la pérdida. Aunque el final arroja una sensación huérfana, como si esperaras que ocurriera algo nuevo, distinto, al pasar la última página uno siente que ha merecido la pena el camino recorrido. Un libro sobre descubrimientos personales, así que yo os aconsejo a vosotros que os permitáis descubrirle a él.

lunes, 7 de octubre de 2019

Circe y sus demonios

Esta historia (o reflexión, como queráis llamarlo) comienza con los agradecimientos de mi tesis. Para los no iniciados, ésta es en muchos sentidos la parte más importante del documento final que se entrega a un tribunal especializado con el propósito de obtener el título de doctor. Esta sección tiene relevancia por dos motivos: primero, porque allí tus jefes y compañeros van a ver recompensados los esfuerzos de haberte aguantado y ayudado durante un período de cuatro a seis años y, dos, porque debido al contenido científico de la tesis, estas pocas hojas resultan lo menos complicado del texto y por tanto lo único que muchos van a leer. En mi caso, yo personalmente me sentía un poco cansado del formato clásico que consiste en soltar una larga ristra de nombres, dedicándoles unas pocas palabras amables para cada uno. En ciertos sentidos, me recuerda a las invitaciones de una boda: llega un momento que, entre los imprescindibles, los que te apetecen, los necesarios, las obligaciones, y una larga colección de gente que a tú crees que no deberían estar en la fiesta, pero que se sentirían mal si no contaras con ellos (en mi caso, el de la tesis, las cuestiones se complicaban más todavía), se acumulan fácilmente de trescientos a mil invitados, que es justo lo más parecido que yo me imagino a un infierno hecho boda. Quizás por eso, cuando me ha dado por la ocurrencia de casarme, he organizado sólo celebraciones particulares, pequeñas, con diminutos grupos de amigos separados, reservando sólo una celebración más grande para la familia porque no encontraba mayor manera de subdividirlos. La cuestión es que, para la tesis, tomé una decisión que me pareció más adecuada: no nombraría a nadie en concreto (salvo los directores de tesis, porque su implicación era evidente), sino que sólo mencionaría de modo general a la familia, los amigos y los compañeros de laboratorio. El argumento era sencillo: los que realmente se lo merecían se sentirían incluidos (como escribí en el texto, "ellos ya saben quienes son", y no es una frase hecha, sino que procuro que lo sepan), y los que no, al menos no se sentirían rechazados o podían tratar de creer (o convencerse a sí mismos) de que también iba por ellos. La segunda elección que tomé fue la de dar un cierto tono literario a los agradecimientos, para de ese modo hacer la lectura más amena (me permitía, además, ser más atrevido con las metáforas, que para mí era la mejor forma de homenaje a mis seres queridos). Para ello, escogí comparar la tesis con un viaje (en cierto modo, en muchos modos distintos, lo es), y en concreto con la Odisea, la madre de los viajes literarios. En un momento determinado, nombraba -aquí llegamos al quid de la cuestión- a aquellos compañeros que, como hábiles marineros trabajando en equipo, velando los unos por los otros, me habían advertido de la presencia de algún Polifemo o alguna Circe. Ambos eran personajes genéricos y abstractos (no había nombrado a los compañeros elogiables, así que obviamente no iba a mencionar a los que detesto), y se referían a las adversidades que localizas a lo largo del camino: Polifemo, el gigante de un solo ojo que está a punto de devorar a los protagonistas de la Odisea, y Circe, que transforma a los compañeros de Ulises en cerdos, encantamiento del que se libra el héroe aqueo gracias a una protección especial que le otorga Mercurio. De todas formas, por razones históricas y circunstanciales, la gente (ya sabéis cómo es) quiso pensar que Circe representaba a una persona con nombres y apellidos del laboratorio, y tuve que responder un par de veces por esa referencia. Fue entonces cuando un amigo me trajo a colación una particular versión del mito de Circe. Él decía que, en el fondo, Circe no era la villana de la historia, a pesar de que en las múltiples versiones que se han hecho de la Odisea se la pinte así. Circe, en efecto (ejercía de abogado defensor mi amigo), convirtió a los compañeros de Circe en cerdos pero, ¿qué otra cosa iba a hacer cuando un grupo de hombres fornidos y armados se plantaron en su isla?¿Qué hubiera hecho una débil e indefensa mujer en su sano juicio ante una banda de  que podía abusar de ella, o tal vez algo peor? En cambio, reclamaba mi amigo, Circe al final acaba congraciándose con Ulises, enamorándose incluso de él, y le proporciona indicaciones para el resto del camino con el objeto de hacer más seguro su viaje y conducirle sano y salvo hacia su destino. En aquel momento, yo tenía bastantes objeciones que replicar al alegato de mi amigo, tanto si en su interpretación se refería a la supuesta persona del laboratorio que habría inspirado a Circe, como respecto a la propia hechicera en sí. Al fin y al cabo (pensaba yo) Circe era una maga poderosa, en principio superior en fuerzas y habilidades a los miembros de la expedición que llevaba perdida desde la guerra de Troya, y había sido un exceso convertirles en comestibles cochinillos sólo por si acaso, sin darles siquiera la posibilidad de explicarse. Pero luego, poco a poco, empecé a congraciarme con la idea, y no sólo porque observé que había gente tan de acuerdo con esa teoría que le había puesto el nombre de Circe a sus hijas. Y es que, con tantas cosas que hemos visto en este mundo, tanto a nivel tanto individual como colectivo, tantas veces, tantas bandas de soldados descarriadas, tantas manadas malditas y desenfrenadas, es natural que Circe, por mucho poder que supuestamente poseía (que quizás no era tanto, aunque tal vez me lo pareciera debido a lo sugerente del personaje), Circe, en fin, tuviera miedo, como casi cualquier mujer ante la brutalidad cruel que en ocasiones pueden exhibir los iracundos machos, y creyera que, en caso de duda, siempre es mejor prevenir que curar. La desconfianza: atacar primero para que no te ataquen a ti. El principio a veces tan excesivo que llamó a muchos americanos a creer en la falsa guerra de terror de George Bush (falsa porque sus propósitos eran distintos a los que prometía), o a que armemos una coraza de púas a nuestro alrededor que impide que nadie pueda dañarnos, a costa de nuestro contacto con los otros. Conforme reflexioné sobre esto, pensé también en la multitud de ocasiones en que la desconfianza nos hace perder el tiempo en esfuerzos inútiles (entre otras cosas, por imposibilitar el trabajo conjunto), o evita que llevemos a cabo acciones mucho más productivas que las que desarrollamos cuando  no nos hemos deshecho aún de los recelos iniciales. En ese sentido, se incluyen en esta categoría todo el trabajo defensivo de los estados para desarrollar ejércitos (la Guerra Fría al completo fue una pérdida de energías a escala mundial), las competiciones entre colegas que se pisan los méritos en sus respectivos empleos, las negociaciones entre partidos políticos y sectores sociales, y un largo etcétera. Claro que hablo de desconfianza incluso suponiendo que todos los actores tienen intenciones honestas y apuestan en conjunto por el bien común: si ya mencionamos a individuos sin escrúpulos, con intereses egoístas, frente a los que la desconfianza se encuentra plenamente justificada, entonces ya ni hablamos. Medité entonces, a continuación (como una sucesión en cadena de pensamientos) sobre hasta qué grado la desconfianza es o no la moneda común entre personas que contactan por primera vez (cuando conoces previamente a la persona, entonces puedes recelar o no, pero con razones fundadas), y si no nos iría mejor en general si concediéramos la presunción de inocencia desde un inicio. Y los primeros ejemplos que me vinieron a la mente fueron los encuentros entre pueblos que en un principio se hallaron incomunicados entre sí y cuyas vidas acabaron por cruzarse. Me vinieron a la mente las imágenes de navegantes, exploradores, conquistadores. Comerciantes, viajeros, trabajadores en busca de un salario. Turistas, mochileros, inmigrantes. El continuo y eterno viajar, y las interacciones, positivas y negativas, que se producen durante el proceso.

Recuerdo, a propósito de este asunto, una visita al Museo Nacional en Zürich, Suiza. Allí, se intentaba (quizás para revertir el sentimiento de xenofobia que está creciendo en los últimos años en ese país concreto) dar relevancia a los hombres que han hecho grande a Suiza desde su variada procedencia de distintos países de origen, y que constituyen casi todos los grandes prohombres del país: Hermann Hesse (alemán), Nestlé (también alemán), Maggi (italiano). Un panel del museo agregaba, aleccionador: "Todos los humanos procedemos de África. Salvo allí, nadie pertenece de verdad a sus países de nacimiento. Todos somos inmigrantes". Una idea parecida me vino a la mente cuando me comentaron el reciente descubrimiento de que todo el oro del universo -y los metales pesados, en general- proviene de explosiones masivas producidas a partir de colisiones de estrellas de neutrones (sé que la relación parece extraña, pero no se preocupen, todo tendrá su explicación). Desde allí, el oro ha viajado para acabar en las minas de la Tierra donde reposa el sueño de los justos y es extraído (dado su escasa utilidad industrial) para dar brillo a las joyas de quien pretende mostrar poder, o acabar fundido en lingotes para ser escondido en otra mina bajo tierra -en ocasiones llamada banco- donde también duerme el sueño de los justos, y sirve para hacer creer a algunos que son poseedores de riqueza y para demostrar poder también. Es decir, en el fondo -y volviendo al tema que nos ocupa-, el oro es un inmigrante llegado a la Tierra, como quizás las primeras moléculas de la vida, como Superman, con todas las implicaciones filosóficas que estos diversos hechos lleguen implicar (¿por qué, preguntado sea de paso, nos entusiasman tanto tanto las cosas que brillan?). Pero es que (reflexioné también), en el fondo, todos los elementos químicos son en su origen exógenos a la Tierra. Salvo el hidrógeno, todos los elementos generados (el helio y el litio durante el Big Bang, el resto en el interior de de supernovas y estrellas) lo han sido a partir de procesos de fusión nuclear en ambientes muchos más calientes de los que alguna vez ha poseído la Tierra. Es decir, como se ha proclamado tantas veces, somos polvo de estrellas, restos de los eventos cósmicos que han tenido lugar en el universo. Y esos inmigrantes de distintas procedencia han tenido forzadamente que contactar unos con otros. En el caso de los elementos químicos, vemos sus interacciones como algo natural, ya sea mediante reacciones químicas, enlaces, repulsión o explosiones. En el caso de los humanos, en cambio, resulta un poco más complicado. Sobre todo por los daños que las explosiones generadas pueden provocar entre ellos.

Desconfianza. Desconfianza (o al menos cierta precaución) hubo la primera vez que los indígenas americanos contactaron con los europeos que arribaron alrededor de los siglos XV y XVI a sus tierras. Por eso les enviaron lejos, en busca de lugares donde, según decían, se acumulaban oro (mira, otra vez el oro) y riquezas míticas, que siempre estaban muy lejos, siempre al oeste, siempre en otro lugar que no era allí. Eso, porque no les conocían; si llegan a saber lo que los europeos pretendían, seguramente no hubieran tratado de engañarlos, sino que los hubieran liquidado allí mismo. En un ejemplo más actual, en los países africanos, hoy en día, los lugareños de lagunas regiones se muestran recelosos ante los sanitarios occidentales que vienen distribuir vacunas, porque saben que, en ocasiones pasadas, los servicios secretos del Primer Mundo aprovecharon este sistema para recabar información, y ahora ya no se fían ante los voluntarios que pretenden prestar servicios de prevención sanitaria a niños y ancianos, aunque éstos acudan con la más desinteresada de las intenciones. Hasta puede que hubiera quizás también desconfianza en la actitud de Circe tras congraciarse con los griegos pues, ¿quién nos dice que, una vez descubierta, no fingió el amor con Ulises -que no era tampoco un santo, precisamente, como tampoco lo eran sus hombres- para evitar una violación en grupo, y sólo les mandó en un seguro viaje de vuelta como la mejor manera de quitarse de encima a todos ellos, de asegurarse de que no les volviera a ver? Desconfianza surgida de la decepción, de las malas experiencias, de la desdicha, del conocimiento del género humano. A veces, como hemos dicho, contraproducente, porque te impide realizar esfuerzos conjuntos, pero en ocasiones imprescindible, porque sabemos cómo es el otro, porque sospechamos que, si le damos la mano, amenazará con arrancarnos el brazo, porque en un alto porcentaje tenía razón Hobbes cuando pontificaba aquello de que "el hombre es un lobo para el hombre"... Y, sin embargo, existe una noción evidente: si todos nos preparamos para la guerra, entonces ésta se convertirá en inevitable. Con lo cual, la única consecuencia lógica es luchar en favor de la paz. Sin embargo, y en un desenlace previsible de la teoría de juegos, todas nuestras acciones van encaminadas a no constituir, en una hipotética batalla futura, el único y doliente perdedor. Lo cual nos lleva inexorablemente al enfrentamiento y, por tanto, a que caigamos derrotados todos. Destrucción mutua asegurada. Como casi ocurrió en la Guerra Fría, donde la paranoia con que el otro pudiera atacar primero estuvo a punto de conducir a que el mundo entero se extinguiera de una vez.

En este sentido, embriagan y llenan de alegría aquellas situaciones, excepciones históricas, donde la base del encuentro de los pueblos no es la desconfianza ni la lucha sino, por el contrario, la confianza o la colaboración. Hace poco, estuve en la región de Misiones, en Argentina, donde se destacaba el experimento sociológico -involuntario como experimento, aunque no por ello menos atrayente- tan original en el que los jesuitas crearon poblados (las llamadas "reducciones") para enseñarles la cultura occidental a los indígenas, incluyendo la lengua castellana y un oficio, con el objetivo de que pudieran ser dueños de su propio futuro en el día de mañana. Desde nuestro punto de vista moderno, tal actitud por parte de los religiosos nos puede parecer paternalista -y sin duda lo era-, pero lo que pretendo destacar es que la interacción no era exclusivamente unilateral: los indígenas tomaban las enseñanzas que les impartían los jesuitas (sobre todo en el arte y la música) y las reinterpretaban a su modo, y los sacerdotes hicieron un esfuerzo por aprender y conservar el guaraní, la lengua de sus aplicados alumnos. Desde luego, no era una relación de igual a igual pero, para los siglos XVII y XVIII, constituía, desde luego, como intercambio cultural, de lo más avanzado que había. Aunque para mí hay un ejemplo todavía más impactante. En ese mismo viaje, estuve en una región situada al noreste de la Patagonia, donde en el siglo XIX se fundó una colonia por parte de viajeros galeses. Una cuestión a destacar es que, durante los primeros tiempos, no tuvieron contactos con los nativos de la región. Y eso que los tehuelches (así se denominaban los aborígenes de aquella zona) las habían tenido crudas con los colonizadores previos; entre ellos, los españoles, uno de cuyos fuertes asaltaron para arrasar a cuchillo con todos sus ocupantes. Pero claro, la actitud de los españoles había sido otra: ellos eran hombres armados, como los hombres de Ulises. Los europeos disparaban y después preguntaban, con el mismo axioma en el que se basaba la desconfianza de Circe (o porque querían conquistar esa tierra a toda costa, como de hecho llegaron a lograr). En cambio, los galeses portaban herramientas de labranza; araban la tierra, se habían traído consigo a sus mujeres y niños. Aun así, el contacto se demoró un período de hasta dos años, momento en que una pequeña representación de tehuelches aparecieron en mitad de una boda galesa trayendo unos cuantos dulces. A partir de entonces, y a pesar de que se produjeron una serie de desencuentros y roces, en general hubo una coexistencia pacífica entre ambos grupos, incluso una cierta colaboración: los galeses les enseñaron a los nativos a cultivar la tierra, mientras que éstos les mostraron a los antiguos antiguos británicos cómo dar caza a los animales de la zona. Quizás la superación de la desconfianza sea esa: no pensar tanto en la intranquilidad que el otro genera, sino en qué puedes hacer tú por él. No responder al miedo con el miedo, o al temor de la agresión con la agresión; sino más bien al contrario, dejarlo descolocarlo, superando las barreras al ofrecer lo contrario de lo que esperan. Dar, como mejor manera de que luego ambos sean capaces de recibir. Quizás sólo se trata de que Circe escuche sólo un par de segundos antes de convertir a los hombres en cerdos, para al menos confirmar o desmentir si se merecen permanecer en esta guisa. Tal vez el camino para erradicar la desconfianza y, por tanto para la paz, es que nos arriesguemos un poco a perder (o perdamos un poco) para así darnos una oportunidad también a nosotros mismos. Porque sólo si trabajamos juntos, en este mundo cada día más interconectado y complejo, en el que todas las soluciones son globales, seamos capaces de conservar una mínima posibilidad de ganar.

martes, 1 de octubre de 2019

La historia corta de octubre: Historias del metro (12)

   El hombre iba a suicidarse tirándose a una de las vías del metro.

            En principio optó por la estación que más cerca le pillaba de casa. Sin embargo, se dio cuenta de que era muy fea, y que al fin y al cabo, ni siquiera tenía algo de lustre ni de salero. Así que se dirigió a la estación de Sol.

            Nada más bajó del tren, en el andén, le invadió en la nariz sin permiso el penetrante olor de los gofres...

Dejó para mañana lo de suicidarse. Subió las escaleras, y se puso a zampar.

El primer jueves de octubre es el Día Europeo de la Depresión. Este relato, por supuesto, no pretende mostrar ninguna solución mágica a un más que complejo problema, de siempre difícil abordaje. Pero llama a constatar que siempre hay algo a nuestro alrededor que nos puede echar una mano, incluyendo las sensaciones agradables de las que nos enamoramos, o tal vez una voz amiga. La estación de metro de Sol en Madrid olía a gofres hasta hace unos años. Algunos todavía los olemos.