Pis de gato
Aminata pasea,
solitaria, por los parajes desiertos del extrarradio de la ciudad. A su lado,
Nasiru trastabilla, aún con caminar vacilante y torpe, tratando de seguir zigzagueante
los pasos de su madre. El lugar por donde transitan, ciertamente, no es el
mejor de los paraísos: está lleno de coches estropeados, y de basura, y de una
sensación de moho y de podedumbre que rodea, con su fétida extensión, los
cuerpos ensimismados de ambos. Pero ninguno de los dos lo huele: no detectan el
olor. Lo cual les resulta beneficioso, pues de allí procederá la cena de esta
noche. Sin embargo, el que sus fosas nasales no aspiren este hediondo aroma no
se debe ni mucho menos a cuestiones utilitarias. Ni tampoco a que se tapen la
nariz con las manos. Es una simple cuestión de saturación de receptores: los
suyos están cubiertos por algo más.
-Hueles
a pis de gato.
Le
expresó su marido a Aminata, con desprecio. Y Aminata no necesitó tocarse debajo de la falda para saber que, en
efecto, estaba mojada, y para reconocer que el hedor desprendido era muy
similar al que dejaban las eyecciones que cierto felino callejero tenía la
indecencia de liberar cuando entraba y salía de la casa, dedicándose a
juguetear con los niños, o apareciendo inesperadamente en el cesto de la ropa
sucia.
-Te ocurre desde el parto –le
exhortó el hombre aún más agrio, a lo cual Aminata, cosiendo cuidadosa mientras
los churumbeles revoloteaban por la cocina, no respondió nada, pues nada podía
hacer.
-Si esto sigue así –determinó él aún
más firme-, vamos a tener que hacer algo.
Y vaya que si lo hicieron.
La Madame de la Orina, la llaman. O
la Reina del Pis, también. Así la denominaban los vagabundos que se iban
encontrando por las ciudades, los cuales se apartaban de ella y la dejaban
aislada en derredor de los fuegos que encendían por la noche para
proporcionarles calor. Con el niño no, al niño estaban siempre dispuestos a
acogerle, sobre todo alguna madre, alguna viuda, cierta mujer que había perdido
un hijo, pero Aminata se negaba; había oído que era prudente desconfiar de la
bondad de los extraños, y no sería ni la primera vez ni la última que a un
muchacho indefenso le obligan a cambiar de progenitores. Por eso no se separaba
de Nasiru ni un segundo, aún en la noche. Eso le obligaba a su hijo a soportar de
forma continua el hedor nauseabundo que emitía su madre. Por eso Aminata
lloraba. Esperaba que las lágrimas atenuaran un poco la peste.
La
fístula vesico-vaginal es una afección relativamente común entre las mujeres
que acaban de atravesar un parto, sobre todo si éste ha sido complicado, es el
último de numerosos alumbramientos, o si la mujer es muy joven, aspectos todos ellos
que suelen concurrir entre las esposas africanas. El origen del problema es
sencillo: como consecuencia de una lesión, se crea un pequeño conducto que une
las paredes de la vejiga urinaria con la vagina, de tal manera que entre ambas
cavidades se establece una comunicación. A causa de ello, y al llenarse la
vejiga umbilical, el líquido tiende a viajar por esta abertura, yendo a parar la
vagina, y mediante esta vía sale al exterior de manera no controlable. De ahí
el síntoma principal, la incontinencia urinaria. Esta enfermedad existe también
en Occidente, y de hecho es bastante frecuente que las parturientas padezcan de
incontinencia durante los días posteriores al parto. No obstante, allí el
problema es menor, ya que basta una sencilla operación (apenas un corte y un
par de puntos bajo anestesia local) para ponerle fin al problema. Pero en
África, incluso un pequeño paso como éste constituye un obstáculo insalvable.
Las afectadas lo sufren, y padecen también el rechazo y la deshonra de su casa
y su comunidad, al no conservar, además, la posibilidad de engendrar más hijos.
La mayor parte de las veces, sus propias familias las obligan a marcharse.
Ninguna de ellas llega a volver.
Se quedaron con los niños. Su
cuñada, su suegra, dijeron que estarían mejor
a su lado, que debían quedarse con ellas. Se los arrebataron, se los
robaron, se los arrancaron, como si lo hubieran hecho desde su mismo vientre.
Tan sólo le dejaron conservar a Nasiru, ya que debido a su corta edad aún
necesitaba la leche de de su madre para poder sobrevivir. Por eso, se lo cargó
a la espalda, como si se tratara de un bulto más del equipaje (que no tenía) el
cual debía arrastrar a lo largo del camino (que tampoco existía). El trayecto
lo iría creando, conforme avanzara a cada paso.
La
fístula vesico-vaginal está íntimamente asociada a fetos recién nacidos muertos
–con lo cual la pérdida es doblemente dolorosa-, y al desamparo social que
lleva consigo. La mayor parte de las mujeres, perdida su condición de futuras
madres (prácticamente la única por la que se les considera útiles), encuentran
como sola salida la mendicidad o la prostitución. Se calcula que existen hasta
doscientas mil mujeres afectadas por esta dolencia, sólo en el norte de
Nigeria. En el resto de África, los datos son desconocidos. El primer síntoma
de pobreza es la falta de estadísticas.
Aminata se dirige hacia el barco. Ha
escuchado que hay al norte, y al oeste, en algún punto ilocalizado de la costa,
un barco repleto de cirujanos, de médicos blancos, procedentes de distintos
países, y que hablan distintas lenguas. Estos cirujanos se dedican a ayudar a gente
como a Aminata, y a librarles de su enfermedad. Aminata no se acaba de creer
esta historia; piensa que se trata de un cuento, como los que le relata a
Nasiru por las noches para ayudarle a dormir. Pero la sola esperanza de que
acaben con su problema es estímulo suficiente para seguir caminando. Incluso
aunque le salgan ampollas en los pies; incluso aunque ya no le queden zapatos.
Otra
causa muy frecuente de la fístula vesico-vaginal es el gishiri. El gishiri se realiza a aquellas mujeres que son demasiado jóvenes para mantener
relaciones sexuales, y por tanto tienen la vagina demasiado estrecha. Consiste
en un corte aplicado desde la vagina hacia el periné, cuyo objetivo es el de
ampliar el tamaño del conducto vaginal, haciéndolo accesible para la
penetración. Este gesto puede causar hemorragias, perforación de la vejiga y
del recto, y en el caso de que la mujer sobreviva, una fístula vesico o
recto-vaginal. El gishiri se practica
en numerosas aldeas africanas, y su nombre proviene de la voz de origen hausa
que significa “sal”. Esto es debido a que el largo cuchillo con el que se
practica esta incisión es muy similar al que empleaban los comerciantes árabes
que cruzaban el desierto (y hacían tratos con las tribus africanas) para
separar los bloques de sal que determinaban para la venta. De ahí que el gishiri
se denomine también “el corte de la sal”.
Así comienzan la mayor parte de las mujeres su vida sexual en África.
Cuando alguien salva tu vida de una
maldición que no comprendes, ese alguien se llama Dios. Por eso, Aminata ha
escuchado que muchas de las mujeres que se curan en este barco se vuelven de la
religión de la gente que las han ayudado. Dicen que ésta es más tolerante, y
que les trata mejor. No obstante, muchas de ellas siguen siendo musulmanas, o
de cualquiera de las muchas creencias que pueblan este vasto continente. Estas
mujeres afirman que lo importante de las religiones no es el nombre del Dios:
sino ese toque sutil, pero necesario, que constituye la disposición del alma
con la que se profesan.
En
realidad, todas estas variantes no son sino expresiones exageradas de un
concepto que se encuentra ampliamente arraigado en África y en los países
musulmanes: el del sexo seco. Esta práctica se basa en el hecho de considerar
que el acto sexual consiste en la simple y pura penetración (casi sin
lubricación además), de tal manera que se olvidan los preliminares, las
caricias, e incluso el contacto con otras partes erógenas. Muchas mujeres
contribuyen a perpetuar esta idea introduciéndose arena u otros materiales en
la vagina, los cuales aumentan la sequedad en la misma, produciendo un mayor
placer en el acto sexual para el hombre y un dolor muy desagradable para la
mujer. En realidad, esta costumbre se encuentra relacionada con la creencia de
muchas religiones de que el sexo es un motivo de tabú y de vergüenza, meramente
destinado a obtener hijos, y es en muchos casos una forma más de opresión de
las mujeres a través de la negación de su sexualidad, aspecto íntimamente
imbricado con la (por desgracia demasiado conocida) tradición de la ablación
del clítoris. Para algunas personas muy mezquinas, el amor se fundamenta, por
definirlo con precisión, en que el ser amado no lo sepa.
A pesar, sin embargo, de su terrible
olor, Aminata y Nasiru han podido relacionarse con otras comunidades humanas, y
mantener un contacto más fuerte con ciertos individuos aislados. Han conocido a
algunos de los viajeros que se dirigen hacia el norte, hacia Mali o Mauritania,
con el objetivo de poder embarcar en una barcaza rumbo hacia el norte, en
dirección a esos países de nombres tan intrincados que no saben ni pronunciar.
Muchos llevan años en el camino; han quedado encarcelados antes de llegar a su
sueño; han acabado separados de sus familiares o los amigos con los que
viajaban; y sin embargo, a pesar de su soledad, y de la pérdida de los sueños
compartidos que los ausentes llevaban consigo, esas personas vuelven a recuperar
la ruta, anhelantes, en cada ocasión que tropiezan, una vez más. También (a
pesar una vez más del insoportable hedor), han sabido rodearse de una pequeña
comunidad de viajeros, quienes se dirigen a lugares más o menos comunes, y
entre los cuales se incluyen una pareja de niños, dos ladronzuelos, los cuales
son su principal soporte para sobrevivir. Pese de la diferencia de edad, ese
par de zagalillos se dedican a juguetear alegres con Nasiru: lo tratan como si
fuera su muñeco, porque efectivamente, casi lo es, sosteniéndole, así, tan
pequeñito entre las manos. Cuando Aminata los ve, agacha la cabeza y sonríe.
Aprovecha esos momentos para lavarse la ropa. Quiere que cuando su hijo vuelva,
la encuentre oliendo a rosas.
Pero
muchas veces, el sexo seco no se debe a una cuestión de intolerancia o de
creencias religiosas, sino a un aún más primitivo y endémico mal: la
ignorancia. Se da el caso de cierta monja que fue a predicar a un punto remoto
del África subsahariana. Allí se encontró con que muchas de las mujeres que
venían a consultarle mantenían una prácticamente nula relación con sus maridos,
y que sus vidas eran apagadas, tristes y oscuras. Y, con toda probabilidad,
aquello no era lo mejor que se le podía pasar por la cabeza a una monja, pero a
ésta se le ocurrió -por una extraña asociación de ideas-, que el concepto con
que las mujeres se veían a sí mismas, en relación al acto conyugal, se
encontraba en estrecha relación con cómo se consideraban -en el aspecto social-
como entes pasivos, en lugar de activos y partícipes de sus propias vidas. Por
eso, y aunque en un principio le daba cierto reparo (de acuerdo, era para una
práctica dentro del matrimonio, pero Dios santo, ¡era “sexo”!), la monja se
puso a leer más y más libros sobre sexualidad, y a proporcionarles a las
mujeres a las que atendía algunos valiosos consejos, recién aprendidos, sobre
este singular y muy estudiado tema. Los resultados, sorprendentes, no se
hicieron esperar.
Un día, los ladrones decidieron adentrarse
en terreno peligroso. Llevaban varios jornadas sin comer, y aquella incursión
era fundamental para la pitanza de esta noche. El premio: una jugosa y
reluciente pierna de cordero, colgada de un garfio de la grasienta carnicería,
custodiada por un terrible cancerbero de orondas carnes y un grandísimo
cuchillo de cocina en las manos. La táctica era muy simple, digna del mejor
estratega napoleónico: uno de los muchachos despistaría al carnicero, mientras
que el otro agarraría la pata de cordero, y saldría corriendo. Un momento de
tensión se sucedió en el ambiente, y también en los corazones y en los
estómagos de la pandilla de desarrapados que seguían la batalla en directo
desde detrás de un escondrijo. El muchacho cubrió con sus brazos el ansiado
premio, y comenzó a escapar con toda la velocidad que le permitían sus piernas.
El coloso carnicero corrió detrás de él, amenazándole desde lejos con el
gigantesco cuchillo de cocina, asemejando que tenía la intención de arrojárselo
a la cabeza en cualquier momento. La persecución se siguió frenética,
implacable, a través de las estrechas callejuelas de los barrios, mientras el
carnicero se iba poniendo más y más colorado, resollando con cada vez más enojo;
parecía que en un momento iba a caerse redondo para no volverse a levantar.
Finalmente, el muchacho encontró un hueco por debajo de una valla metálica, la
cual constituía su vía de salvación: se introdujo debajo de la valla, pero se
quedó encallado entre el suelo y esta última. El carnicero estaba más cerca, le
iba a alcanzar, le iba a alcanzar, llegó incluso hasta a tocarle, pero, en el
último momento, el niño pasó, y el carnicero se quedó al otro lado, agotado, con
un palmo de narices. Mientras tanto, en ese extremo de la frontera, y por las
callejuelas anexas, los dos ladrones se reunieron, y con ellos todo su grupo de
despechados, que los alzaron a hombros, mientras uno de ellos (el que había
tenido el valor de correr) sostenía la pierna de cordero en lo alto, agarrada
del hueso, mientras le daba la otra mano a su hermano. Para aquel niño negro, aupado
por ese equipo de desahuciados humanos, levantar aquella pierna de cordero,
sosteniéndola como un trofeo -cual un cetro-, era, en su exaltación, como
levantar la Copa, al celebrar la victoria, del Campeonato del Mundo.
Y
efectivamente, los resultados llegaron, de manera súbita, inesperada, y
extraordinaria también. Las mujeres a las que ofrecía sus consejos volvían al
centro social radiantes, con los ojos tintineando juguetones, elevadas en una
nube de la que parecían no querer desprenderse, contándole a la religiosa lo
mucho que habían mejorado sus relaciones sexuales desde que habían incorporado
los preliminares, los susurros escondidos, nuevas posturas y variantes, y sobre
todo, el situar no como hecho principal -sino como último fin de fiesta- el
acto definitivo de la penetración. Estas mujeres les contaban sus experiencias
a otras mujeres, y éstas a su vez a otras distintas, de tal manera que el
secreto de la monja sexóloga fue corriendo con rapidez por toda la aldea, y
haciéndose cada vez más conocido. Pero lo que más le conmovió a la religiosa
fue que, insospechadamente, también los varones vinieran a visitarla,
agradeciéndole los consejos recibidos, y preguntándole si a la oficiante
católica si ésta los practicaba muy a menudo. Y mientras tanto la mujer,
avergonzada, sonreía y se ruborizaba, y no podía parar de pensar en que este descubrimiento
de que las mujeres (aparte de vagina) eran también pechos, labios, boca, palabras,
podía significar al mismo tiempo, para los hombres, un renacer de la valoración
social de sus compañeras, y de su papel -además de como incubadoras de hijos-
como una parte más en el conjunto de la pareja. Ni brujas, ni esclavas.
Simplemente, amigas. Sencillamente colaboradoras, en este difícil trance que nos
impone cada día la vida, y con el que es muy complicado (si estamos solos) coexistir...
Y
Aminata sigue caminando, cansada y sola por la playa iluminada por la luna,
acompañada tan sólo de su hijo, el cual corretea, patitas pequeñas, andando tranquilo
justo a su lado. Pero mientras Aminata continúa avanzando, comienza a detectar
bajo su falda el inequívoco síntoma de la irritación causada entre sus muslos a
causa de tanto orinar sin parar. Se detiene entonces a un lado, justo al borde
de la orilla, para poder tomarse un descanso. Y entonces, Nasiru se acerca a
ella, y medio dormido, la abraza. Aminata trata de apartarle de él.
-Aléjate, hijo. Te abrazo después; aléjate, hijo.
Pero el niño niega mimoso con la
cabeza.
-Si no me abrazo junto a ti, no me
puedo dormir... Necesito tu olor...
Y la madre, frunciendo los labios,
le pega un capón de ésos que duelen más después de un rato.
-¡Ay!-grita dolorido el niño, pero
la madre le reprende, “No te rías de tu madre”.
-Si no me río, de verdad. Necesito
tu olor para irme a la cama. Me huele muy bien. Si no me quedo dormido
oliéndolo, tengo pesadillas todas las noches...
Y la abrazó aún con más fuerza.
-Es tu olor. Es mi olor. Es olor a
mamá...
Y es como en un juego infantil,
gritar: “¡Casa!”, significa lugar seguro, refugio.
Aminata le apretó muy de cerca, para
que Nasiru no pudiera sentirle las lágrimas...
Y mientras tanto, ambos siguen
caminando, siguen desplazándose, en marcha sin pausa hacia un barco que quizás
nunca jamás existió. Pero lo importante, bien lo sabe Aminata, no es el final
del camino...
Es tan sólo disfrutar.
Nota:
el barco que se menciona en la historia existe, y es real. Se llama Mercy Ship,
y se dedica a bordear la costa africana realizando extirpaciones de tumores y
operaciones aparentemente sencillas, pero que arreglan la vida a muchas
personas. Otros dispensarios médicos en África contribuyen a reparar los daños
físicos y sociales de la fístula vesico-vaginal.
Los
hechos narrados en este relato son reales, o basados en los mismos. Con sólo
una excepción.
La
monja (gracias a Dios) no era una monja.