Y ésto es lo que yo he pergeñado. A ver si os convence:
Eso no se…
“Tantos años con la oscuridad
constituyendo mi mejor amiga y aliada, y ahora, ¿voy a tenerle miedo? No, por
supuesto que no”, me digo a mí mismo.
Y, si lo tengo tan claro, ¿por qué
tiemblo?
Al fin y al cabo, siempre guardé de
ello consciencia lúcida: no hay que tenerle miedo a lo sobrenatural. Hay que
albergarles, en cambio, pánico a los hombres. Y la consecuencia lógica de todo
esto es que yo también puedo hacer temblar. Por eso siempre he preferido ser,
antes que presa, cazador de almas. Y la otra persona que ocupa este espacio es
–o era, mejor dicho- muy consciente de ello. Después de todo, fui yo el que
deslicé el veneno en su copa.
Aún así, desplazarme a través del
pasadizo en dirección a tu última morada, tu lugar de descanso eterno, como la
repetida fórmula suele pronunciarse, me produce cierta sensación de incógnita,
de desconcierto. Quizás porque yo –como hombre previsor, precavido, prevenido-,
acostumbrado a leer tantas veces los protocolos y fórmulas de cada una de las
acciones de las que me toca formar parte, desde el boato de los desfiles hasta
las instrucciones de las ponzoñas, me siento desnudo al tener que manejarme en
esta tradición que, en palabras de los propios sacerdotes de Ofir, “nadie ha
escrito, nunca se ha revelado al pueblo. Está destinada a ser revelada sólo a
aquel que va a convertirse en faraón. El encuentro con su antecesor, dentro de
la tumba de este último, constituye un instante mítico, sagrado. Nadie debe
saber que va a ocurrir, salvo los iniciados en los grandes misterios de la
ultratumba. Tiene además una función de seguridad: no queremos que nadie que no
deba se acabe encontrando aquí”. Y aunque esta última afirmación en parte me
consuele, y me convenza, no termina de reconfortarme del todo. Quizás por eso
mis pasos hacia la parte más inferior de la pirámide sean veloces e
incontrolables. Quizás por eso no puedo parar de temblar.
La cosa se calma un poco, sin
embargo, cuando diviso tu sarcófago. Ahora, hijo de Amón, ya no puedes salir de
este sitio. Con todo tu prestigio y tu omnipotencia, te ves ahí, reducido a
contenido de una simple caja. Desde donde estoy ahora mismo, donde no existe ni
el tiempo el espacio, te puedo hacer el chiste sobre el gato de Schrödinger,
pero claro, yo por aquel entonces no lo conocía, como tampoco sabía lo que me
quedaba por averiguar. En aquel momento, yo era sólo un hombre (El hombre), que
contemplaba aquel muñeco de tamaño natural donde habían colgado tus ropajes, y
me disponía a ponérmelos, para heredar la vestimenta de faraón que tus esclavos
(ahora los míos) te habían retirado hace poco del cuerpo. Me estaba invistiendo
del poder real, y lo hacía como el único ser vivo en aquella tumba, como la
única presencia real (y Real) en aquel sitio.
O al menos, eso era lo que yo creía
hasta entonces.
Porque claro, entonces se reveló el
hecho. El que lo trastocaría todo. Debí haberme imaginado algo parecido. Al fin
y al cabo, cuando un pueblo decide que alguien se convierta en monarca, no lo
hace al azar, no escoge a un hombre cualquiera. Éste debe presentar unas
características que le hacen único, irrepetible. Lo que no me imaginaba era que
tu poder oscuro era la inmortalidad. O, mejor dicho, que fueras capaz de morir
y levantarte de nuevo. Claro que cada resurrección tiene un precio: en un
inicio tu cuerpo queda corrompido, arrugado, arrastrado por la putrefacción y
el cieno, hasta que encuentras carne fresca que devorar, con la que adquirir
fuerzas suficientes como para salir de nuevo a la luz del día. Carne fresca
como yo.
Todo esto, claro, no pude en ese
momento reflexionarlo. Yo sólo supe que, mientras me vestía, el sarcófago se
abrió y una figura reptante se deslizó a gran velocidad hacia mí, en menos
tiempo del que necesité para reaccionar. La figura me secuestró -con eficacia
aprendida- la vida, y en unos cuantos minutos pasó a devorar el cerebro, el
corazón, el hígado y los riñones, los órganos que habían retirado los
embalsamadores poco tiempo antes (pues el proceso de momificación, en sí mismo,
no tiene otra función, como dice el propio Libro de los Muertos, que devolver a
la vida), y que restituirían tu existencia, mientras la mía se terminaba para
siempre de eliminar...
No era extraña esta panoplia, por
tanto, este juego de prestidigitación en aras de ocultar la verdad a todo el
mundo. Puede que tu particular mecanismo fascine en su día a generaciones de
alquimistas (a los que en el futuro han decidido denominar “científicos”), pero
dudo mucho que los egipcios hubieran aceptado con facilidad, ¡no ya la historia
de un dios que vuelve a la vida! –eso les resultaría, paradójicamente, de lo
más lógico y cotidiano-, sino más bien el aspecto malsano de tu cuerpo durante los
primeros días, hasta que se completa el proceso de regeneración. Si sus
coetáneos ya miraron con mala cara a Lázaro (tú en aquel momento no conocías
esta historia, igual que yo tampoco lo haría hasta mucho tiempo después), con
qué actitud van a juzgar entonces que en el trono de Egipto se siente, de
manera periódica, lo que muchos llamarían un zombie o muerto viviente. En
cambio, cuando sales de la pirámide, vestido de nuevo con tus ropajes,
encaminado hacia el templo, donde una multitud lejana te aclama, y varias capas
de maquillaje son suficientes para mantener el engaño a distancia, a todo el
mundo le resulta natural adorarme –bueno, en realidad, a partir de ahora,
adorarte a ti. Si acaso, los sacerdotes que te flanquean deben hacer cierto
esfuerzo por contener la respiración, para no aspirar el olor tan nauseabundo
que provocas a tu lado. Pero en fin, es una desagradable molestia que sólo dura
unos días: y a partir de entonces empieza una nueva ocasión, una nueva
oportunidad, de vivir, de mandar, de reinar, una vez como todas, generación
tras generación, un día más.
Es curioso cómo cambian las cosas: yo
creía que te conocía a fondo, todo lo que puede conocerse a un hombre y, sin
embargo, el más importante secreto me lo mantuviste velado. Claro que tú
también pensaste que yo era tu siervo leal -aún más, tu amigo. Y, en cierta
medida, yo te consideraba uno a ti. Es sorprendente cómo han evolucionado las
cosas. Resulta impactante lo que ocurrió (ocurre, ocurrirá) contigo cuando
llegue el crepúsculo del imperio egipcio. Pero yo quería volver a aquel momento
en que nos volvimos a ver y me mataste. Ni siquiera puedo molestarme contigo:
después de todo, lo haces para sobrevivir, y no es distinto del acto que yo
llevo a cabo cuando engullo un filete de vaca. Además, después de como acabamos
(acabé contigo), he reconocer que la cosa tiene un cierto aire de justicia
poética. Hasta puedo aceptar que lo tengo merecido.
Pero fuera de la cuestión, como
pregunta aparte… ¿tenías que devorarme empezando por comerte mis dientes, y
tenías que hacerlo además precisamente con
los pies?
Joder,
cabrón, eso no se hace…
Anexo: incluyo links a las otras respuestas (en forma de relatos a los que tengo posibilidad de enlazar) que han dado algunos de mis compañeros en este reto aleatorio.
-El Olivo de Piedra.
-El último Kaltenerggense.
Vía Facebook, también se han proporcionado un par de microrrelatos... pero ni sé si es pertinente incluirlos, ni estoy seguro (bueno, miento, claro que no) de si son válidos para menores de 18, así que de momento correremos un estúpido velo, esperando que para este reto y para el futuro se apunte más gente. Buenos días y buenos retos.