Como algunos recordaréis, hace un tiempo colgamos en este blog la primera entrega de un (¿relato largo?¿novela corta?) inspirado de manera muy libre en la antigua Roma. Os ofrecemos ahora el final. esperando que, tras leerlo, os entren ganas de construir un acueducto, vestir toga, o levantar un imperio. Que lo disfrutéis:
R.O.M.A.
(Segunda parte)
-Oye, Cindy, ¿no sabrás donde
está Bruto? Tengo que hablar con él una cosa sobre la operación de mañana.
El
agudo tono de voz de su secretaria se hubiera escuchado incluso para alguien
que sólo estuviera mirando a Caesar escuchar el teléfono desde un lado. A éste
no le gustaba el timbre de la chica (ni tampoco sus habilidades como
secretaria, las cuales consistían básicamente en poseer un busto que ocupaba
casi toda la mesa), pero menos aún las noticias.
-De
acuerdo. Si le ves por ahí dile que le estoy buscando, ¿de acuerdo? Que en
cuanto pueda, que me intente llamar.
Pero
Caesar no se quedaba tranquilo dejando el recado. El cuerpo le pedía hacer
algo, actuar, la acción. Por ello, bajó por el ascensor del servicio, sin que
nadie le viera, al garaje. Allí, el ya advertido chófer, con el aire de sigilo que
le caracterizaba, le tenía el coche dispuesto y con la puerta abierta, sin que
hubiera necesidad de hacer preguntas. Aún así, se arriesgó:
-¿La
dirección, señor?
-La
habitual de los jueves –esgrimió Caesar, y con ello no hubo necesidad de nada
más.
El
automóvil de alta gama se deslizó por entre las calles grises, repletas de
personas que no miraban a los laterales, atentas sólo a las imágenes de sus
teléfonos móviles o a posar frente a vasos de plástico de lujo un café hecho de
plástico a su vez. En ese contexto, el coche de Caesar pasaba inadvertido para
los viandantes, pero él también les ignoraba a ellos. Tan sólo observaba la
pantalla de su móvil conforme tecleaba el número, escuchaba durante un par de
tonos, y luego volvía la cabeza la pantalla donde salía el nombre de “Bruto”
junto a un auricular tachado, y resonaba de fondo la consabida cantinela: “El
número marcado está apagado o fuera de cobertura…”
El
coche llegó a la entrada de un (de discreto, casi escondido) parking
subterráneo que no tenía ticket para pasar. Solamente un timbre que el chófer
accionó, para luego declarar, a la pregunta que le formularon:
-Ha
llegado el Caballo de Troya.
La
barrera se levantó y les permitieron pasar.
Una
vez llegados a uno de los pisos superiores, a Caesar le acogieron como siempre:
cocktail de bienvenida, unas cuantas muchachas guapas envueltas en boas de
pluma, la Madame conduciéndole con
una conversación entretenida hasta la habitación. Sin embargo, no hicieron
falta demasiados preliminares porque el ritual ya era de sobra conocido. En
poco tiempo, le tuvieron dentro de una sobria habitación donde la chica (o mñas
mujer que chica) vestía con la misma sobriedad de la habitación, como si aquel
se tratara de un lugar distinto al que había venido a parar.
-Eres
un enfermo, Caesar –le escupió Pompeya a la cara, nada más entrar-. Reniegas de
tu mujer y vuelves a ella cuando se ha convertido en puta; y en cambio, a la
puta la conviertes en tu esposa.
-Si
te refieres a Cleopatra, ella no es mi mujer –replicó adusto Caesar.
-No,
ya, el título oficial lo detenta Calpurnia. Por cierto, ¿dónde la tienes?¿En un
viaje de representación, muy lejos, en Hong Kong?¿Qué se cuenta?
-Está
en Singapur. Ha mandado recuerdos por Skype.
-Espero
que no agradables –rechinó Pompeya.
-Decía
que tenía un mal presentimiento. Suele tenerlos unas dos veces por semana.
-Siempre
has desdeñado lo que poseías, y en cambio buscas con ansiedad aquello que no
puedes tener. A Cleopatra la quisiste sólo porque se le encaprichó a Antonio, y
ahora, a mí…
-Yo
nunca quise que te metieras a… prostituta –se atrevió Caesar a confesar la
verdad.
-¡No,
claro!, ¿y qué otras opciones me quedaban?-allí la impresión que Pompeya
proporcionaba no era la de una cortesana, sino la de la esposa que en su día
fue-. ¡Rechazada por su marido, apartada de la empresa, acostumbrada a un tren
de vida, a ver cuántas opciones le quedaban a una por ejercer en esta ciudad!
-No
entiendo por qué me echas a mí la culpa de esto.
-¡Ah,
claro!¡Va a resultar que no fuiste tú el que me repudió!
-Ya
te lo dije… No tenía más remedio. Después de que Clodio irrumpiera en… vuestra soirée, vestido de mujer, había
demasiadas sospechas de adulterio.
-Pero
tú mismo dijiste que me creías inocente…
-Aún
así, la gente…
-¡Oh,
sí, ya me sé esa cantinela!-replicó despectiva Pompeya-. “La mujer de Caesar no
debe sólo ser honrada, sino parecerlo”. Tú y tus frases hechas… Parecen hechas
de cara a la galería, para que puedan soltarse en cualquier ocasión en los
próximos mil años… Pero no tienes ni idea de lo mal que le sientan a la gente
que tienes alrededor.
-Pompeya,
eres lo suficientemente lista como para entenderlo. Aquello era una crisis;
ponía en duda nuestro matrimonio; y cuando una unión marital implica poseer el
50% de las acciones de una compañía, estas cuestiones se vuelven extremadamente
delicadas. Los inversores estaban inquietos: tenía que apaciguarlos de alguna
forma.
-¡Echándome
de comer a los perros!¡Arrastrándome a la indigencia!¡Apartando lo que era
posible de mí!
-Era
el papel institucional que me tocaba hacer en ese momento… Debía dar la mayor
impresión de firmeza posible… Pero te ofrecí dinero, Pompeya. Lo hice de otra
manera, escondida, secreta, bajo mano. Fuiste tú la que no aceptaste.
-¡Dinero,
dinero! Tú siempre has solucionado las cosas de esa manera, Caesar… No eran
vulgares monedas las que en aquel momento yo necesitaba de ti.
Pompeya
se sentó y encendió un cigarrillo. A Caesar no le pasó desapercibido cómo su
piel se había avejentado como consecuencia del nuevo estilo de vida que llevaba
desde hace tiempo. Sintió una punzada de culpabilidad a causa de ello, pero
procuró enterrarla al fondo de su cerebro, como hacía siempre. Aquel desván ya
se encontraba demasiado lleno, pero la puerta, de momento, conseguía aguantar.
-La
verdad, la auténtica verdad, Caesar, es que a mí nunca me quisiste como a
otras. Siempre he sabido que sólo te casaste conmigo porque era la nieta de
Sila, tu enemigo, y el anterior jefe de la compañía. Todo el mundo entendía la
hábil estrategia desde el punto de vista de la política de la empresa, incluso
yo lo asumía. Pero al menos quería, a cambio de eso, un poco de disimulo…
quizás algo de amor.
-Cumplí
con mis deberes de marido –se defendió Caesar.
-A
veces simplemente cumplir con tu deber no es suficiente –mordió como una
tigresa atacada Pompeya-. Como hiciste con Cornelia cuando mi abuelo te ordenó
que te divorciaras de ella y tú te negaste y saliste huyendo. Aquello era algo
más. Aquello era pasión.
-Lo
hice todo por puro tacticismo –se escudó de una extraña manera Caesar.
-Pues
engañaste a muchos –contestó Pompeya-; tal vez con que me hubieras engañado de
la misma manera, yo hubiera tenido suficiente. Hubiera sido… feliz.
Pompeya
apoyó un par de dedos sobre el lugar donde confluían la nariz con sus ojos.
-Me
duele mucho la cabeza.
Se
levantó del puff de enardecidos colores eróticos donde se sentaba y se acercó a
un armarito, de donde sacó una estilizada botella de color ambarino, y una caja
de pastillas. Se tragó varias de golpe, y un sonoro trago de alcohol también. A
Caesar le preocupaba lo mucho que Pompeya bebía en los últimos tiempos. Por no
hablar de otras cosas. Sin embargo, como ella se encargaba de recordarle, ya
había perdido toda incumbencia para poder opinar sobre este asunto.
-¿A
qué has venido entonces?-preguntó Pompeya, con pinta de que quería dar por
zanjada esta conversación cuanto antes-. ¿A darme dinero, como otras veces, a
preguntarme cómo estoy para sentirte menos culpable?¿O esta vez te vas a cobrar
algo más y vas a exigirme que tengamos un breve y tórrido caliqueño? Aunque te
lo advierto, te va a salir más caro y te va a saber peor que cuando yo era tu
mujer.
Entonces
Caesar la miró. Y se sintió de golpe muy cansado. Sin ganas de luchar. Él, que
en circunstancias adversas, era cuando más se crecía. Él, que se sintió en su
salsa aquella vez que le secuestraron los terroristas chíitas. Que alcanzó el
máximo poder cuando más acosado se encontraba por las deudas. Ahora, en cambio,
no tenía ganas de discutir en absoluto. Y de hecho, sorprendentemente, le salió
un inesperado:
-Mira,
vengo a… No sé a qué he venido en realidad –confesó-. Pero ya que estoy aquí,
quería… Sólo quería decir que lamento cómo ocurrieron las cosas. Y que quizás
no te sirva de nada, pero al menos quería decirte que lo siento.
Dicen
que este tipo de declaraciones te libera de un peso interior. A Caesar, aquella
revelación a tumba abierta. no se le produjo esa sensación. Puso los brazos en
jarras y se plantó delante de Pompeya:
-¿Satisfecha?
Ella,
exhalando tranquila su cigarrillo, curiosamente serena, se atrevió a
argumentar:
-No
lo sé. Quizás sí. No te voy a decir que gracias, o que estás perdonado. Pero,
joder, sí, lo necesitaba.
Se
colocó el pelo para no perder ni un ápice de elegancia.
-¿Qué,
vas a querer un polvo, aún así?
Caesar
amagó una mueca.
-No,
qué va; se me han pasado las ganas.
* * *
Caesar,
sin embargo, mentía. Se le habían pasado las ganas, pero era con Pompeya. Un
par de minutos más tarde, se encontraba en la sauna del edificio, detrás de los
glúteos de una chica oriental. “Quiero una reina bárbara”, había exigido a la
Madame del establecimiento. Aunque, por los gritos y el sudor que chorreaba
ahora mismo, no reflejaba una imagen demasiado regia.
Unos
instantes después, Caesar trataba de relajarse dentro de la sauna, con el
cuerpo casi por entero sumergido por el agua. Ignoraba por completo a la
muchacha, la cual se recuperaba inescrutable en un rincón. El silencio se
mantuvo hasta que a Caesar le dio por fijarse en la decoración del sitio.
-¿Ésa
es una estatua de Pompeius?-inquirió incrédulo. La chica volvió con desgana la
vista.
-Creo
que sí. Digo que creo porque en realidad nunca le llegué a ver en persona. Le
asesinaron mucho antes de que yo entrara a trabajar aquí. Por lo visto, se dejó
mucho dinero en este sitio.
<<Apuesto
que sí, viejo zorro>>, maldijo en voz baja Caesar para sus adentros.
Hasta podía ver, reflejada en el mármol de la estatua, la cara de sátiro de su
viejo compinche.
-Me
voy a buscar unas bebidas –dijo la chica, visiblemente hastiada de quedarse
allí sin hacer nada-. ¿Quieres algo?
Caesar,
indiferente, negó con la cabeza. Él seguía bebiendo de la copa con la que había
empezado su sesión con la muchacha. Cuando la joven se alejó, Caesar se quedó
un rato tranquilo, pensando. Más o menos hasta que la estatua de Pompeius
rompió a hablar.
-¿Qué
tal andas, Caesar?
El
aludido se encogió de hombros.
-Supongo
que dormido, porque una estatua me habla en sueños. O tal vez es que me he
vuelto definitivamente loco.
-Tal
vez se trate de los remordimientos, ¿no crees?
-Yo
de eso no fumo –negó displicente Caesar.
-Dime,
amigo mío, ¿cómo te ha ido desde que no estoy?¿Te sirvió de algo mi sacrificio?
-Yo
no fui quien lo busqué; supongo que tus fuentes al otro lado te habrán
informado. De hecho, lamenté de manera amarga tu muerte delante de los que
contrataron a los sicarios.
-Por
desgracia, Caesar, lo único que no saben ver los muertos son las intenciones de
los vivos; sobre todo, cuando éstos son capaces de fingir lo contrario de lo
que desean. En todo caso, reitero mi pregunta, ¿qué tal te va?¿Desembarazado de
tus enemigos, duermes tranquilo por las noches?
-Tú
bien sabes que, llegados a cierto punto, nunca se dejan de tener enemigos. Eso
sólo significaría que te has retirado de la partida.
-¿Y
tus noches, Caesar?¿Son serenas?
Ante
una interpelación tan directa, Caesar ya no encontró manera de zafarse con más
evasivas. Por otra parte, ¿mentirle a un muerto, qué sentido tendría?
-He
tenido últimamente sueños crueles… extraños.
-¿Alguna
vez has tenido sueños premonitorios?
-No
sé decirte… No sabría contestar…
Caesar
escrutó de manera penetrante la estatua de Pompeius, pero sus ojos sin pupilas
no supieron decirle nada.
-Dime,
Pompeius, ¿has aprendido lo suficiente en el mundo de los muertos para decirme
por dónde debería llevar mi camino?
-Si
algo se aprende a este lado, y aprecia que he utilizado el condicional, es que
las cosas no las hicimos en su día por el destino al que nos llevaban, sino
porque era lo que queríamos hacer en cada momento, y que eso sería lo que
volveríamos a hacer. Así que no tiene mucho sentido tratar de corregir el rumbo
de nadie. No funcionará.
-Al
menos, dime si es posible buscar otra vía. Si, actuando de manera distinta,
seré más feliz.
-¿Desde
cuándo la felicidad ha sido tu objetivo, Caesar? Era el poder lo que te
llenaba.
-¿Y
si ya no lo hace?¿Hay una posibilidad de hacer otra cosa?¿De cambiar?
-Los
hombres como tú y yo, Caesar, no podemos cambiar de vida. Si volviéramos a
tener otra, a disfrutar de una segunda oportunidad, tan sólo sería para cometer
nuevos errores. Nuestro cuerpo sólo puede descansar tranquilo cuando hemos
muerto o cuando hemos alcanzado la posteridad eterna: sólo caminamos hacia la
inmortalidad. Ése es el único momento en que podemos relajar el ánimo.
-¿Y
cuántas cosas se dañarán por el camino? Incluyendo a nosotros mismos.
-Hay
consideraciones que no se tienen en cuenta mientras ocurren los grandes
sucesos. ¿Te has fijado que en las películas, da igual que en medio haya muerto
un pueblo entero, que si el protagonista sale vivo, se dice que terminan bien?
Pues lo mismo ocurre con nosotros: da igual lo que ocurra para llegar a nuestro
objetivo, lo principal es que se acabe llegando.
-Pero
se supone que el héroe trabaja para el bien común. ¿Nosotros lo hacemos?¿Lo
hacíamos, Pompeius?
-Caesar,
bien sabes que, para R.O.M.A., lo que es bueno para el líder es siempre bueno
para el bien común. Es la definición básica del liderazgo.
Caesar
no se quedó muy convencido.
-Me
da la sensación de que tendría que haber algo más. Que, cuando hubiéramos
llegado, habría una cinta roja, una meta flotante que indicara, “ya está aquí,
lo has logrado”. Y que, de alguna manera, me sentiría mejor.
Pompeius,
desde sus pétreos labios, sonrió.
-La
cumbre es un lugar muy solitario, Caesar. Y cuando has escalado una montaña,
normalmente lo único que se te presenta es una nueva cima que hay que asaltar.
Y en cuanto te quedas dormido, alguien aprovechará y cortará de la cuerda. Como,
por ejemplo, ahora mismo.
La
temperatura de la sauna se había elevado. Caesar se inquietó conforme
aparecían, en el agua, nuevas burbujas.
-¿A
qué te refieres?-le preguntó inquieto.
-En
estos momentos en que estás dormido, han entrado desconocidos y han empezado a
rebuscar entre tus pertenencias. No debiste tratar tan mal a la prostituta; el
amor propio pesa, también en estas mujeres, y se acaban vengando. Ahora mismo
los hombres están sacando tu cuerpo del agua para ver si llevas alguna joya
valiosa encima.
-No
–replicó con frío aliento Caesar-… Eso no puede ser… Yo me habría dado cuenta.
-El
sedante de la bebida ha dado buenos resultados. Mientras tanto, en tu casa
están rastreándolo todo en busca de material comprometedor. Deberías saber que
en la traición, en este juego, es una preciosa tirada. Mientras tanto, aquí, te
han empezado a atar con las toallas. Un tipo se te está arrodillando hacia ti.
-¡Joder,
calla, no!
-…
la navaja que afeitar que saca recorre tu cuello… Sale de allí un brusco chorro
de sangre…
* * *
Caesar
se despertó entre sus sábanas, envuelto en un helado sudor. Se llevó las manos
a la garganta, y durante unos segundos le costó ubicarse. Cuando finalmente
rememoró, y distinguió la realidad de la ficción, no consiguió hilar un
recuerdo claro de cómo había llegado hasta allí desde el prostíbulo. Aunque, de
lo que consultó por su reloj, no debían haber pasado demasiadas horas.
Sólo
entonces se dio cuenta de que el teléfono sonaba insistentemente a su lado, y
era lo que le debería haber despertado. Lo cogió, como si fuera un arma, entre
las manos.
-¿Diga…?-se
dio cuenta de que sonaba cascado, cazallero, agonizante…
-Señor
Caesar –sonó una profesional y eficiente voz femenina al otro lado-, sólo era
para recordarle que el Consejo ha convocado una reunión de emergencia para
mañana para mañana.
-¿Una
reunión? No tenía ni idea. ¡Maldita sea!, ¿pero no se supone que esas cosas
sólo las puedo convocar yo?¿Cómo no me he…?
-Señor,
es posible que se le haya pasado chequear su mail. Debe recordar que una
minoría de un tercio del consejo tiene derecho a…
-¿Esto
es cosa de Bruto?¿Dónde está Bruto?¡Joder, no hay forma de encontrarle con
ningún lado!¡Páseme con Bruto ahora mismo!
-Señor,
no me hallo con el señor Bruto en este momento, pero puede comunicarse a través
de los canales habituales…
-¡Oiga
usted, mamarracha!¡A mí no me trate como si fuera un contestador automático, o
un cliente cualquiera de la compañía!¡Soy el puto jefe, joder, y si yo digo que
me ponga con Bruto, entonces…!
-Señor,
no puedo responderle si se pone así…
-¡Deje
ya de darme excusas y póngame con Bruto de una maldita vez!-fue entonces cuando
Caesar se dio cuenta de que, como con el despertador que le había sacado de su
sueño de sangre, ahora había un pitido insistente en su oreja. Un Caesar no muy
ducho en recientes tecnologías se dio cuenta de que tenía una llamada por la
otra línea. Seguramente la mujer se dio cuenta, o si no creyó haber encontrado
una buena excusa para salir de aquel atolladero, porque Caesar escuchó un:
-Señor,
si tiene otros asuntos que atender, puede…
-¡No
se crea que se va a librar de esto tan fácilmente!¡Espero que sea Bruto el que
esté al otro lado de la línea, pero tanto si es así como si no, luego voy a
hablar con usted y se va a enterar de lo que vale un peine!¡Voy a… voy a… mire,
no sé lo que voy a hacer, pero más vale que no lo haya pensado para cuando
vuelva!¡Y tú…!-dijo tras apretar el botón para dar paso a la otra línea,
dispuesto a lanzarle una diatriba a Bruto.
-¿Papá?
Entonces,
todo se paralizó. Se detuvo el mundo. Sí, era él. Ni lo había pensado, era él,
Cesarión. Caesar se derrumbó y se sentó sobre la cama.
-¡Hola,
hijo!, ¿cómo estás?-dijo sin poder reprimir sus emociones-. ¿Estás a gusto en
el interna…?¿Estás a gusto en Suiza?¿Te tratan bien los maestros y los otros
niños?
-Sí,
papá, lo estoy pasando muy bien –dijo el niño, con un ligero frenillo en la
lengua propio de los niños de su edad-. Aquí hacemos cosas muy divertidas y lo
pasamos muy bien. Pero te echo de menos. Y también a mamá…
-Oh,
mi ángel, mi cariño, mi tesoro, yo también te echo de menos… Quizás… quizás
podamos hacer algo para que volviéramos dentro de poco a vernos. Quizás…
-Oh,
sí, papá, estaría muy bien, podríamos irnos los tres a Suiza. Papá, mamá, yo,
todos nosotros. Aquí se está muy bien, es muy bonito. Tengo ganas de abrazaros,
y de daros besos… Pero, ¿qué te pasa, papá?¿Estás llorando?
-No,
nada, hijo, nada, es simplemente que estoy muy contento de volverte a escuchar.
Tienes que llamarme más a menudo…
-Es
que mamá tiene una línea para poder hablar gratis con ella…
-Bueno,
eso está bien, hijo, eso está muy bien, pero eso no es excusa. Quiero que me
llames más a menudo, ¿de acuerdo?, yo también quiero escuchar que ti.
-De
acuerdo, papá. Tengo que irme, aquí es por la mañana y me esperan en el
colegio. Pero no te preocupes, te volveré a llamar.
-Muy
bien, corazón, me parece estupendo…
-Y
otra cosa…
-¿Sí?
-Te
quiero, papá.
Mientras
se escuchaba el clic del teléfono al colgarse, Caesar se quedaba con el
teléfono en la mano y el alma partida, con la boca entreabierta, sin saber, por
primera vez en mucho tiempo, qué decir o qué acción ejecutar…
Y
el conquistador de mundos hizo lo primero que se le ocurrió: rompió a llorar
como un niño.
* * *
Cuando
resonó el tintineo de llaves, él aún se encontraba encogido sobre sí mismo
sobre la cama. Luego, para su sorpresa, en la habitación apareció Cleopatra.
Cargaba un montón de bolsas de tiendas de ropa exclusiva. Extrañamente, se
arrodilló ante él.
Caesar
la miró con aspecto de derrota. Las lágrimas eran evidentes aún en su cara por
el espacio que habían dejado los surcos.
-Ha
llamado Cesarión.
-Lo
sé –respondió ella, contemplándole con una extraña serenidad que no se
correspondía en absoluto con la actitud con la que había salido de la casa tan
sólo unas horas antes-. Me he encontrado una llamada perdida en mi iPhone. He
querido conectar la llamada a casa pero he visto que estaba comunicando. Y sólo
se me ha ocurrido que pudieras haberlo cogido tú.
Caesar
no reaccionó ante esta cadena de acontecimientos.
-Anda,
ven aquí –le dijo ella, con mirada de quien lo sabía todo-. Te prepararé un
baño.
Unos
veinte minutos más tarde, Caesar se encontraba metido en la bañera hasta el
cuello, cubierto de espuma, respirando plácidamente de la tranquilidad y del
olor a jabón. Necesitaba hacía mucho tiempo este descanso.
Escuchó
el débil sonido de la puerta al abrirse. La vaharada de la fragancia de Cleopatra
penetró por todas partes. Por el rabillo del ojo, y a través de los espacios
entre las traslúcidas cortinas que rodeaban la ominipotente bañera, vislumbró a
Cleopatra quitándose el albornoz. Su nuca recortada por la extrema rectitud por
debajo de su peinado, y sus hombros y su espalda gráciles quedaron al
descubierto. Había que reconocer que en algunos aspectos, más que en otros, se
había conservado bastante mejor…
Apareció
sobre la bañera con una toalla cubriéndole los senos, y llegándole de manera
justa hasta la parte superior de los muslos. Estaba maquillada
superficialmente, como si lo hubiera hecho de un modo descuidado, pero Caesar
sabía que le había conllevado un tiempo de años llegar a conseguir ese efecto.
-¿Qué
se contaba Cesarión?¿Le va bien en el colegio?-dijo tendiéndole un vaso cargado
de hielo y whisky.
Caesar
asintió mientras bebía un sorbito. Sonreía, además, porque Cleopatra le sonreía
plácidamente.
-Siempre
me he arrepentido de meterle en ese internado. En aquel momento, claro, nuestras
carreras, los problemas, los rivales inmediatos, los problemas logísticos… pero
a la larga… Extraño verle de manera habitual.
Cleopatra
se apoyó sobre el filo de la bañera.
-Ya,
a mí también me pasa lo mismo. Muchas noches, en mitad de la madrugada, me
despierto y pienso en él. En esas noches que sueño en lo mucho que hemos
perdido.
Caesar
apoyó el vaso sobre el borde de la bañera.
-Eran
tiempos felices, ¿verdad?, cuando nació. Tú, yo… son los tiempos que él aún
recuerda. Los tiempos en que nos quisimos.
Cleopatra
apretó los labios en una línea muy fina. Y entonces, elevó las cejas y sonrió
muy ligeramente, como si llevara mucho tiempo desentrañando un misterio y por
fin lo hubiera comprendido todo.
-¿Sabes?,
lo que me gustaba de entonces de ti era eso. Tu… generosidad. La generosidad
que mostrabas con Cesarión a pesar de saber que cada mimo que le regalabas a él
le proporcionaba argumentos a tus enemigos para meterse con tu política. Tu
generosidad en los regalos, en los momentos, en el tiempo que podías entregarle
a él aunque te absorbiera de otras cuestiones determinantes. Esa capacidad de
perdonar que tenías cada vez que se equivocaba. Como hacías también con tus
rivales, algunos de los cuales se convirtieron en tus mejores amigos. Como Cicerón.
-Hmm,
no me siento muy satisfecho de cómo he tratado a Cicerón esta noche.
-Como
Bruto.
-Ando
buscándole todo el día. No sé dónde se ha metido. Nadie le ha podido encontrar.
-En
definitiva –dijo Cleopatra, obviando sus objeciones como las de un viejo
cascarrabias-, ésas son las pequeñas cosas que me entusiasmaron de ti. Las que
me enamoraron…
Caesar
la miró con ojos displicentes.
-No
es verdad. Te enamoraste de otra cosa. Te enamoraste del poder. Sin eso, no
hubiera sido más que otro perdedor que te cruzaste en los bares.
Cleopatra
sonrió diáfanamente. Se inclinó sobre él, apoyando sus brazos cruzados sobre su
pecho, y permitiendo que la toalla se mojara mientras su cuerpo se introducía
en la bañera. No paró en ningún momento de fijar sus ojos en él.
-¿Y
qué más da por qué lo hiciera? Somos viejos. Estamos solos. Hemos sobrevivido,
cada uno a nuestra manera. Nos tenemos únicamente el uno al otro. El resto han
muerto o nos han abandonado. ¿Qué hay de malo en no querer recordar las cosas
malas?¿Cuál es el problema en no querer envejecer?
Caesar
la miró muy firmemente. Estaba guapa. Sí, estaba guapa. No importaba el
maquillaje, las arrugas, los años. Era… el carisma, esa forma magnética que
tenía de atraerte mientras sonreía. Eso nada lo podría alterar.
-Ya
no tenemos las fuerzas… el vigor… la pasión de antaño.
Cleopatra
negó con la cabeza.
-Habla
por ti, cariño –dijo, pasándole la larga y estilizada uña pintada por el
pecho-. Yo en eso, estoy como una doncella todavía sin estrenar.
Y
entonces, con una sonrisa, se quitó la toalla de debajo y se echó para atrás
ligeramente. Su cuerpo se sumergió, como más tarde su cabeza, y su peinado de
peluquería pareció el casco de un submarino cuando se adentra en el mar. Caesar
empezó a notar una sensación creciente en el bajo vientre…
Sus
brazos se apoyaron por fuera de la bañera, y su cabeza se deslizó hacia atrás,
cerrando los ojos, mientras gemía, y no paraba de gozar…
* * *
El
despertar fue tranquilo y relajado. Por primera vez en mucho tiempo, los
párpados de Caesar se levantaron con suavidad, sin esperar que hubiera ningún
enemigo esperándolo, agazapado detrás de sus sueños. Sus sempiternas ojeras no
sólo no habían aumentado, sino que simulaban haber decrecido. Caesar podía
afirmarlo sin temor: había dormido en paz.
-¿Qué
pasa, mi soberano?¿Se nos han pegado las sábanas?
Y
allí, también, sosegada como no la había visto nunca, Cleopatra, envuelta en un
albornoz rosado, cepillándose unos cabellos ya aplicados con un tratamiento
para ser suavizados; sólo le faltaba ronronearse para convertirse en la más
dócil gatita.
-¿Por
qué no te das una ducha, señor mío, y desayunamos después?
Caesar
se relajó bajo el agua caliente, dejando que sus músculos se destensaran
mientras el vapor le envolvía. Hacía mucho tiempo que no se tomaba las cosas
con tanta calma. Salió envuelto en su albornoz blanco y allí le esperaba Cleo:
con la mesa puesta y el desayuno preparado. Caesar se sorprendió: no estaba
acostumbrado a estas atenciones. Menos mal que encontró la excepción que
confirmó el milagro: la poco ducha en tareas culinarias Cleo había quemado las
tostadas. Pero no pasaba nada, le dijo: un poco de pan con aceite, al estilo de
la vieja y lejana Campania, estarían bien.
El
periódico abierto. El cuchillo pasando la mantequilla con calma y método. Las
manos abiertas, naturales, sin temor a acercarse y, si se tocan, sin hallar el
menor reparo. Podría decirse que ésta es una sensación parecida a… ¿la
felicidad? Quién sabe. Hace mucho que nadie mencionaba esa palabra. Hace tanto.
-Estaba
pensando…
Cleo
giró la cabeza mientras terminaba de exprimir el zumo, y su estilizado peinado
se desplazó con ella. Sus manos estaban pringadas de naranja y cubiertas de
pulpa, pero extrañamente, a ella parecía darle igual.
-¿Sí?
Caesar
la miró con una cierta sonrisilla.
-Estaba
pensando que, para el año que viene, a lo mejor Cesarión no tiene que estar
todo el rato en el internado en Suiza. Creo que los métodos pedagógicos
modernos favorecen mucho los intercambios: y qué mejor lugar de intercambio que
Nueva York. Seguro que aprende cuatro o cinco nuevos idiomas.
Cleopatra
se acercó a él con los vasos de zumo en la mano. Y sólo tras un largo rato
haciéndole dudar, entonces adquirió una expresión pícara.
-Entonces,
habrá que aprovechar antes de que venga y no podamos hacer ruido por las
noches…
Caesar
se rió.
Se
afeitó con parsimonia. Apuró hasta el extremo. Se echó el after shave y se puso el traje. Hoy parecía un nuevo día. Hoy
asemejaba que todo iba a cambiar. O no era nada del exterior; era simplemente
que él había firmado la paz consigo mismo. La más ardua de todas las batallas.
La que al conquistador más le costó ganar.
-¿Qué
vas a hacer por la tarde?-preguntó Caesar, mientras Cleopatra le rodeaba por
los hombros.
Ella
encogió los suyos.
-No
sé. Esperarte, supongo.
Y
le dio un pequeño beso en los labios. Uno de esos ósculos tan castos y
bienintencionados que sólo se dan los novios, o los que acaban de empezar con
eso del juego de ser amantes. Hacía décadas que no recibía un beso de éstos.
-Cuídate
–le dijo Cleopatra.
Era
pues, se dijo a sí mismo, como empezar de nuevo: con todas las cautelas,
sonrojos, cuidados y atenciones de la primera vez. Pero esta vez, más sabios,
más escarmentados, menos atrevidos: conocedores de que toda acción tiene su
reacción, cualquier acto sus consecuencias, y que sólo hasta cierto punto se
puede moldear el cristal, porque a partir de determinada temperatura y presión
se rompe. Con toda la sabiduría bien aplicada de quien ahora conoce por qué hay
algo que merece la pena conservar.
Caesar
bajó por el ascensor de su piso en Manhattan con el hilo musical, pero en su
cabeza sonaba una melodía muy distinta. Él la tarareaba por dentro: era el
sonido de la felicidad.
La
puerta del ascensor se abrió.
Apenas
le dio tiempo a cambiar la expresión del rostro antes de contemplar la visión
de todas aquellas armas apuntándole hacia él.
Se
dispararon casi todas en una ráfaga. A pesar del esfuerzo de Caesar por ocultar
la cara para que no le desfiguraran el rostro, en un poster acto de coquetería,
su efigie quedó poco elegante conforme caía desplazado por el impacto de las
balas.
En
el último vistazo, tuvo tiempo de ver en un último resquicio a Bruto, el cual,
firme y determinado, apuntaba hacia él con toda la convicción.
El
cuerpo de Caesar quedó tumbado, sangrante sobre el suelo, interrumpiendo el
cierre automático de las puertas del ascensor. Los vecinos de su portal lo
miraban y corrían, aunque alguno, más atrevido, hacía gesto de acercarse y
mirar. A lo lejos sonaba la sirena de policía… A unos pocos metros, en la
portería, el pequeño busto de Pompeius, réplica del retrato que Caesar
albergaba en sus oficinas, parecía observar las rodillas de Caesar (lo único
que sobresalía del hueco del ascensor) con absoluta ecuanimidad.
A
pesar de los esfuerzos de la policía, un pequeño grupo de curiosos de variados
peinados y ropajes –esto es Nueva York, aquí siempre hay de todo, desde lo más
moderno hasta la típica señora en bata y zapatillas- se habían congregado por
detrás de las cintas amarillas de seguridad. La gente aguardaba, sobre todo, a
la llegada de Cleopatra: para muchos era la primera vez que la verían, más allá
de las revistas, y se preguntaban si sufriría un ataque de histeria convulsa en
mitad del rellano, o si mantendría su bien conocida y siempre mayestática
dignidad imperial. Muchos se preguntaban qué vestido traería para el caso.
Lo
que nadie observaba (en parte porque estaba oculta por su brazo, en parte
porque había cosas mucho más importantes para contemplarlo) era el rostro
exánime de Caesar. Dentro de poco sufriría el rigor mortis, y más tarde sería
irreconocible. Pero de momento, todavía había una expresión que era posible
adivinar.
La
faz del jugador, siempre serena, que ha perdido a las cartas justo cuando ha
decidido que ya no volverá a jugar más.
Era
la manifestación de la inmortalidad…
BIBLIOGRAFÍA.
·
Rubicón.
Auge y caída de la República Romana. Tom Holland. Planeta, 2005.
· Julio
César. La grandeza del héroe. Hans
Oppermann. Ediciones Temas de Hoy, 1994.