Una gesta épica
Los
soldados de la parte frontal del comando creaban camino a base de machetazos,
despejando el intrincado paraje de frondosa selva tropical que, más que
abrirse, parecía que se cerraba estrechamente alrededor de los militares,
amenazando con aislarles en cualquier momento del resto del mundo. Caía una
llovizna ligera; el capitán, atento a todas las perspectivas, como si en
cualquier momento fueran a tenderles una emboscada (“¡porque quizás vayan a
tendérnosla!”, meditaba encabritado), sudaba con profusión como no lo había
hecho en la vida. El día que se presentó voluntario para esa misión no las tenía
todas consigo: mosquitos, fieras salvajes, una terra incognita, ¿cuántas
cosas podían salir mal? Sin embargo, una conversación con el cartógrafo de
guardia en la base militar le convenció:
-La
región del Suroeste tiene vastas regiones de tierras cultivables. Y oro. Mucho
oro. El que regrese tras conquistarlas volverá en un manto de victoria y fortuna.
Aunque
nunca se lo hubiera confesado a sus compañeros, le encantaba el ambiente
(especialmente el olor) de la habitación donde trabajaba el hacedor de mapas.
Ese aroma a papel y a tinta, el delicado brillo del compás abierto sobre un
mapa secreto, la tenue luz ambarina procedente de la sección superior de las
velas, le sumían -no sabía expresar muy bien por qué- en una atmósfera de
tranquilidad.
-Pero
nadie realmente ha visitado el Suroeste en muchos años, ¿no es así?-inquirió el
capitán, buscando convencer a una parte de sí mismo.
-No,
eso es cierto; pero numerosos exploradores volvieron con informes muy
prometedores de allí: Losada, Henríquez, Íñigo Montoya… ¿o era Mendoza? En fin,
da lo mismo. Los reportes son coherentes, con lo cual tenemos una idea bastante
exacta de lo que te vas a encontrar allí. Eso no significa, claro, que no
tengas que ir preparado.
Y
por eso, allá atrás, en la cola de la expedición, los porteadores no sólo
cargaban con víveres y armas, con enseres y futuros regalos para tribus
indígenas, así como objetos útiles para toda clase de eventualidades; sino
también con pesadas cargas de libros, en los cuales debían revisar las
anotaciones de los conquistadores que les habían precedido, en el caso de que
algún imprevisto les obligara a alterar el plan inicial.
Pero
la retaguardia de la expedición, al capitán, ahora mismo, se la traía al pairo.
Lo único que le importaba era avanzar hasta llegar al lugar que el mapa marcaba
como punto de inicio del territorio objetivo y, después, desplegar todos los
planes que tenía bullendo en su mente y que deseaba haber ordenado desde ayer.
Y así hoy, y ayer, y el día anterior… Tan enfocado se hallaba frente a la
misión que le había encomendado el destino. Tanto, que casi ni se dio cuenta de
que había dejado de llover.
No
obstante, había un hombre más adelantado que él: una avanzadilla de un solo
hombre que circulaba unos quinientos metros por delante, sin tener que cargar
con el resto de la expedición, y con libertad para moverse a su aire, y también
la libertad de ser el primero a quien liquidasen si se tropezaba con un
ejército rival. Los últimos doscientos kilómetros habían sido muy duros y, a
pesar del machete, tenía la cara sembrada de arañazos por la vegetación que le
había acariciado la cara. Sin embargo, los últimos cien metros le habían dado
un respiro, y se había abierto una pequeña fracción de terreno despejado. De
hecho, divisó un pequeño lago a una distancia no muy lejana. No se había dado
cuenta de la sed que tenía, y lo vacía que estaba su cantimplora.
Se
arrodilló sobre la superficie del agua, y bebió sin rubor con el cuenco de las
manos. Las aguas del lago eran tan límpidas que podía ver su reflejo
cristalizado sobre el agua. La cosa hubiera resultado hasta poética de no
percatarse que, en lugar de un solo reflejo sobre el agua, había tres. La cara
del otro soldado se movió de manera simétrica a la de él conforme la confusión
se expandió en su rostro, para a continuación dar paso al terror. De hecho,
cuando ambos intentaron retroceder, para evitar una roca situada en el margen
del lago, casi se chocaron nariz contra nariz, pero al final el explorador se
dio la vuelta y corrió a toda velocidad hasta estar a punto de estamparse (en
este caso, mentón contra mentón) contra sus propios compañeros.
-¡Mi
capitán, mi capitán!¡Un enemigo al frente!
-¡Maldita
sea, soldado!¿Estás seguro?¡No será una ardilla otra vez!¿O has vuelto a
empinar el codo?
-Mi
capitán, le prometo que…
Sin
embargo, no tuvo tiempo de justificarse, porque sonó un estruendo en la
distancia, y todo el pelotón echó el pie a tierra. El entrenamiento militar
hizo que no hubiera un intervalo demasiado largo para la reacción:
inmediatamente, empezó la ensalada de tiros.
-¡Malditos
volgobianos!¡Ya sabía yo que los muy mamones no se estarían quietos!¡Me cago en
Dios!-blasfemó el capitán.
-¡Cágate
en tu Dios, hijo de puta!-se escuchó desde el otro lado-. ¡No te cagues en el
mío!
-¡Cállate, tarado! Cómo me
fastidia lo capillitas que son los volgobianos -gruñó el capitán junto a su
sargento, que seguía disparando a discreción-. Parece como si hubieran parido
ellos al niño Jesús.
-¡Te estoy oyendo, hijo de mil
hienas!¡Y que sepas que es ilegal que estés aquí!¡Este lugar es nuestro según
lo que firmasteis en el tratado de Cienfuegos!
-¡Mentira, mentira y cuatro mil
veces mentira, especie de concha de sapo gordo!¡Ese tratado lo invalidasteis
vosotros el mismo día que atacasteis Maldagadia!¡Este territorio es nuestro, y
así lo avalan numerosas resoluciones internaciona…!
-¡Vete a cagar, engendro de
rábano!¡Además, incluso aunque fuera verdad esa estúpida tesis que afirmas,
ningún acuerdo os autoriza a acercaros a menos de 200 metros de la orilla este
del lago!
-¿De la orilla este?¡Pero qué
dices, anormal?¿Cómo vamos a estar a 200 metros de…?¿Y por qué se te oye tan
alto?¿Dónde estás? -dijo el capitán, incorporándose, como si se hubiera vuelto
inmune a las balas.
-¿Dónde estás tú?-contestó su
adversario, quien hizo idéntico gesto. Los soldados detuvieron el
enfrenamiento, indecisos sobre lo que hacer.
El capitán se acercó al lago.
Ahora que lo veía, se le antojaba excesivamente pequeño. De hecho, era más un
charquito que otra cosa.
-¡Un mapa!¡Quiero un mapa!¿Dónde
cojones está el mapa?
Un subordinado le acercó un
plano. El capitán empezó a escudriñarlo. Rápidamente, el capitán enemigo se
acercó también a observarlo. Al poco tiempo, varios soldados formaron un
círculo a su alrededor. Alguno trajo un par de los pesados volúmenes que habían
acarreado con el resto de los bártulos de la partida.
-Mira, esta es la referencia que
plantó Losada en 1882…
-¿Ese bosque? Pues desde aquí me
parece un puto árbol.
-¿Y dónde supone que está la
cordillera Almeda?
-¿Te refieres a ese grupo de
rocas de ahí?
-¿Y la isla en medio del lago?
-Bueno… allí hay una tortuga…
Poco a poco, al ver la cara de
desolación que habían adquirido sus respectivos líderes, los soldados se fueron
prudentemente alejando… Las caras largas de ambos capitanes, sentados sobre un
par de rocas oportunamente colocadas por ahí en medio, lo querían decir todo.
-¿Cómo han podido confundirse
tanto los mapas? Vaya mierda de cartógrafos.
El jefe del grupo enemigo movió
las cejas, expresando incertidumbre.
-A lo mejor… puede que el primer
conquistador se equivocara…
El capitán se giró hacia su
némesis:
-¿Cómo, equivocarse?
-A mí me pasó algo parecido.
Volví de una misión… Les conté lo que había visto… pero bueno, ya sabes...
Exageras un poco…
-¿Un poco?¿Has visto esa mierda
de cordillera? -el capitán cruzó tanto los brazos como las piernas, como si se
cerrara a la evidencia-. ¿Y cómo explicas lo de los otros exploradores?
-Bueno… tú eres conscientes de
cómo va esto… Te acercas, te cuesta… Te comen las arañas, las serpientes, los tábanos…
Te dan ganas de darte la vuelta. En un momento determinado, a lo mejor te has
perdido. O no encuentras el lugar que has venido a buscar… Pero si retornas sin
nada, haces el ridículo… Entonces, dices que has visto lo que ha visto todo el
mundo antes que tú… Si acaso, lo adornas un poquito…
-Sí, te entiendo… Porque como no
digas nada nuevo, olvídate de la financiación para el siguiente viaje. Como
mínimo, has de bautizar con el nombre del rey una montaña. E inventarte alguna
especie animal nueva.
-Claro, por supuesto, qué me vas
a contar…
Los dos se callaron un tiempo,
oteando el paisaje. Los pájaros piaban como si todos aquellos trazados y
fronteras les dieran igual.
-O sea, que al final, el
territorio por el que nuestras dos naciones han estado a punto de ir a la
guerra, y que iba a costar varios millares de muertos, resulta que apenas da
para un jardincito mal puesto.
-Si al menos tuviera oro… Porque
se suponía que tenía oro, ¿no?
-Yo me he encontrado flores
amarillas… y algo de pirita por allí. De oro… quizá podamos hallar unos gramos…
-¿Ni siquiera hay especias?¿Plantas
medicinales?
El capitán se pasó la mano por
el mentón.
-Creo que no… Pero si cogemos la
corteza de aquel árbol, podemos decir que es canela a la que le falta llegar a
su momento óptimo de maduración.
El otro se rascó la cabeza.
-¿Tú crees que colará?
-No sé. A Colón le funcionó un
tiempo, ¿no?
Los dos se levantaron y
empezaron a inspeccionar sus nuevos dominios, sopesando qué contarían de aquel
lugar a su regreso, y qué indecentes maravillas añadirían a su descripción.