lunes, 26 de octubre de 2020

Un relato por entregas: "El ladrón entró por la página" (II)

Continuación a partir de aquí.

                                                                                    *

               Era una mujer.           

            Las deliciosas curvas, embutidas bajo el ceñido traje negro, me atraían con una mezcla de fascinación y horror simultáneas y unívocas.

            Era extremadamente atractiva. Rubia, ojos verdes, pero con alteraciones azulado-anaranjadas según la orientación de la luz. Una larga cabellera rubia recogida en una coleta. Piel tersa; casi me atrevería a decir -aun sin tocarla- suave. Y una mirada inteligente, desafiante, provocadora. La barbilla firme, señalándome, como un rayo procedente de la profundidad de la tormenta. Y, entre sus labios, una frase.

            -¿Qué pasa?¿No soy tal y como te imaginabas?

            Yo, aún sorprendido, balbuceé una poco importante respuesta:

            -No... no pensaba que fueras una mujer.

            Ella sonrió.

            -Las cosas no son siempre como nos imaginamos... o tal vez sí.

            Se acercó.

            -Al fin y al cabo, soy un producto de tu imaginación. Lo confieses o no, tu subconsciente ha querido que sea yo la que esté aquí, y no otra persona. No has querido un hombre, tampoco has aspirado a un ser sin rostro. Me has imaginado a mí. No puedes negarlo. Al fin y al cabo, estoy aquí.

            Fruncí el ceño. Todavía no acababa de comprenderlo.

            -¿No deberías ser como te imagina tu autor?

            -¿Autor? Vamos a dejar las cosas claras, querido. En primer lugar, los personajes no son como los imagina el autor, sino como los construyen los lectores. Piensa en Sherlock Holmes; pese a que Doyle le consideraba tan sólo un drogadicto egoísta, el resto del mundo le adora. O en Peter Pan: cuando terminaron su estatua en Londres, alguien gritó desde la multitud, “¡No tenéis ni idea del monstruo que alberga en su interior!”. El individuo era J.M. Barrie.

            -La historia de Peter Pan de Barrie no es la misma que la de Disney. En el primer caso, era un adolescente egoísta y malcriado.

            -La historia que perdura es la que el público quiere que perdure.

            Me tembló el labio inferior.

            -¿Y en cuanto a lo segundo?

            -En cuanto a lo segundo-dijo arrojando el pasamontañas sobre el sofá-, no existe autor.

            -¿Cómo que no?¿Y quién escribe tus novelas?

            -El editor las encuentra sobre su mesa cada vez que es necesario.

            -Eso es imposible.

            -Pero es; tan sólo una breve nota acompaña el manuscrito, y convence al editor de que no se apropie de la autoría de la obra, si no quiere que le denuncien por plagio, o que se agote la gallina de los huevos de oro. No hay galeradas, no hay correcciones editoriales con decisiones incómodas. El sueño de todo escritor.

            -Pero eso quiere decir que tú eres la autora.

            -Que no, cariño, que no te enteras -susurró sensualmente-. No hay autor, ni nadie escribe los libros. Las cosas, simplemente, ocurren. Los libros aparecen. No son sino reflejo de la verdadera historia.

            -No me lo creo.

            -¿Ah, no?-carcajeó-. ¿Crees acaso que, si existiera autor, la editorial no lo hubiera anunciado?¿Tú sabes lo que se gana con las firmas de libros en los centros comerciales?¿O con el idiota de turno garabateando vagas dedicatorias en la feria del libro?¿Te crees acaso que el presunto misterio del autor genera la mitad de beneficios que podría ganarse con el tipo en circulación? No hay autor porque nunca lo ha habido, y jamás lo habrá. En todo acaso, si lo crees o no, eso no es importante. La única cuestión es si vienes.

            Se me elevaron las cejas tres cuartas al escuchar esta aseveración. Ella se dio parcialmente la vuelta.

            -¿Venir?¿Adónde?

            Me mandó una insinuante sonrisa de refilón.

            -¿Pues adónde va a ser?¿O cómo quieres que termine la novela?

            Me pasé la mano por el cabello. Todavía estaba confuso.

            -No... no puede ser.

            Ella elevó una ceja.

            -Te dijeron que iba a revolucionar el mundo de la literatura. Bien. Tienes la capacidad de montar tu propia historia. Recuerda: nos están esperando. Harrington, con rencor acumulado desde la última vez, está aguardando con un revólver en el interior. Liz se está a punto de escapar con Robert para nunca más volver. Y en cuanto a Zsoldar... bueno, no tengo ni idea de dónde se habrá metido ese engendro.

            Así era. Todo el mundo nos estaba esperando allí. En Roma.

            -¿Y va a ser así?¿Tan fácil?

            -Hombre... no ha sido muy complicado hasta ahora... ¿verdad?

            Me pellizqué. Me hice bastante daño. En los sueños, al menos en los míos, la cosa está tan fragmentada que no te da tiempo a tomar demasiadas decisiones. En la vida real, sueles actuar de manera conservadora, y tiendes a quedarte siempre un paso atrás. Pero, en las novelas de aventuras, los héroes, inconscientes, independientes, están dispuestos a tomar cualquier estúpido riesgo, con tal de no dejar que la aventura le domine a él. Si nos hallamos dentro de una novela romántica, habrá que comportarse como tal. Es mi sueño, y hago lo que me de la gana. Sólo había un problema.

            -Tengo un par de dudas.

            Ella se colocó de nuevo el pasamontañas.

            -¿Tan sólo? Muy bien. Pareces más inteligente que los otros.

            Escruté su mirada.

            -¿Qué otros?

            -Eso ya no se admite como pregunta. Así que escupe.

            Di un par de vueltas por el salón.

            -¿Cómo es que no te he visto con las cámaras otras veces? Sí, ya sé que la posición del libro influyó, pero después de llegar a este punto, las cosas no pueden ser una casualidad. Así pues...

            Ella cogió el libro; dejó un dedo en la página señalada, y lo cerró.

            -Las novelas son muy engañosas. Hacen que las coincidencias evolucionen de manera dramática, para crear la situación más angustiosa, o la más feliz. Es una característica que han cultivado Dumas, Víctor Hugo, Maurice Leblanc o Gaston Leroux. Los hechos se manipulan, los personajes no actúan como lo harían si fueran lógicos y, sobre todo, las coincidencias existen. De no ser así, las novelas serían como la vida real: lógicas, inconexas, inconclusas, sin inicio ni final. Aunque, quién sabe, a lo mejor crearíamos así un nuevo estilo de literatura. Las cosas evolucionan: sin ir más lejos, hace unos siglos la sola idea de una novela era impensable. En todo caso… ¿algo más?

            Asentí.

            -Sí; hay algo más. ¿Por qué esos robos?¿Fue tan sólo por atraer mi atención?      

            Ella, como si no le hubiera preguntado nada, como si no se hallara delante de mí, se estiró acompasadamente, a semejanza una gata cuando ronronea.

            -Se ve que me equivoqué: eres menos inteligente de lo que supuse -sentenció-. ¿Por qué crees que robaba todas esas cosas a toda esa gente?¿Por el dinero?¿Porque me gusta el riesgo?

            Yo me encogí de hombros.               

            -Las motivaciones humanas son tan variadas como los mismos seres humanos.

            Se acercó aún más a mí.

            -¿Por qué te diste cuentan de que faltaban?

            Preguntó.

No me dio tiempo a responder.

            El Ladrón del Ojo Dorado abrió el libro, y lo volvió a cerrar de nuevo.

-Aún no he terminado contigo.

            Sentí cómo me volatilizaba ante mis propios ojos...

lunes, 19 de octubre de 2020

Un relato por entregas: la vieja tradición de los folletines. "El ladrón entró por la página" (I)

En el siglo XIX, era común que una publicación periódica (frecuentemente un diario) publicara por entregas una determinada obra literaria. Los Miserables o El conde de Montecristo se hicieron famosas, entre otros motivos, porque se iban publicando por entregas, terminando cada capítulo en ocasiones en un momento dramático que no podría resolverse hasta la siguiente semana (reíros del concepto actual de cliffhanger), o con el riesgo de que la obra pudiera concluir en cualquier instante con un final abrupto o la muerte inesperada (el primero que inventó el recurso fue Dickens) del protagonista. A lo largo de las próximas semanas, vamos a retomar la tradición del folletín con un relato que expondremos en varios capítulos y que constituye, en sí mismo, una oda de amor a la literatura. Espero que os guste. Sin más preámbulos, el primer golpe viene con la primera frase:

El ladrón entró por la página.

 

                                                                       No puedo ser otra cosa más que literatura.

                                                                                               Frank Kafka.

 

            ¿Sabes cuando te has enganchado a un libro y no puedes parar?¿Cuando aprovechas cualquier momento, en cualquier lugar, en un descanso del trabajo, en la bañera, en la comida, literalmente, en cualquier parte? A mí me ha pasado un par de veces en la vida. Al fin y al cabo, soy un ávido lector. Pero como aquella vez, ninguna otra. Y eso que, extrañamente, el libro era un best-seller de éstos que hacen que los cimientos de las editoriales se vuelvan aún más sólidos, vamos, del tipo que no me suelen gustar. Por una vez, podía compartir con la gente, en el metro, por la calle, en el trabajo, las intrigas y nuevas aventuras del zorro de París, la serpiente de Venecia, el profanador del Cairo, tantos y tantos nombres para una sola persona, cuya auténtica identidad todos desconocíamos y que, para aquellos que nunca habían leído sus libros –que cada vez eran menos-, se trataba, simplemente, del ladrón del Ojo Dorado, denominado así por su primer y uno de los más espectaculares robos: un diamante de perfección exquisita, y de valor prácticamente incalculable, ubicado en Londres, hasta que una mano misteriosa, pero conocida por todos, lo arrebató de su lugar para aparecer, sorprendentemente, en el Museo Egipcio del Cairo, de donde, según el ladrón, nunca debería haber salido. Aquél era el enemigo al que los más afamados investigadores parecían querer enfrentarse: el héroe a quien todos idolatrábamos.

 

            El argumento de las, hasta ahora, siete novelas, era sencillo en principio: todo gira alrededor de un escenario decimonónico, fijado previamente antes de la partida por el Esbirro de Satán (como le llamaron los ofendidos heresiarcas de la secta Sisna de Moscú), a través de una carta a las autoridades. La carta, ya de inicio, ha aparecido de una manera misteriosa, que implica que el ladrón se ha introducido en el seno mismo de aquel lugar que pretende atacar. A partir de entonces, la policía, los responsables de museos, los coleccionistas privados, se ponen en guardia para tratar de responder al ataque del ladrón del Ojo Dorado, y proteger la valiosísima joya, diamante, colgante o corona que éste pretende robar. Es entonces cuando comienza una de las partes más emocionantes de la novela: entre el escepticismo, el temor, la arrogancia, la precaución, los sentimientos encontrados que despierta la oscura -pero palpable- amenaza se entrelazan con la vida de los auténticos protagonistas de la historia. Son los personajes arquetípicos de la novela romántica por excelencia: la mujer fatal, los enamorados, el detective implacable, el joven audaz, el millonario sin escrúpulos, y, al mismo tiempo, personajes que nunca hubieran encajado en un libro del siglo XIX: cómicos, pragmáticos, maquinantes, héroes sin sentido o villanos con buen corazón, todos ellos en un entramado de intriga, amor, misterios insondables del alma humana... La llegada del ladrón a sus vidas enfrenta al rico con el pobre, al hombre ético con el amoral; consigue, a través de extrañamente concatenadas –pero nunca casuales- aventuras, que el amor finalmente triunfe, o se difumine entre la niebla... Toda una epopeya, con dimensiones de tragedia griega, que finaliza con la llegada del ladrón, el cual, con métodos cada vez más inverosímiles y sencillamente geniales, consigue apoderarse del apreciado tesoro que anunció desde el prólogo que iba a robar. Los ya mencionados apelativos -zorro, serpiente, águila, rata-, bien ofensivos, bien admirativos, se referían en gran medida a los medios empleados por el ladrón, ora anunciados previamente –y aun así ejecutados-, ora inopinados, con sorprendentes hazañas y rocambolescas huidas. El ladrón nunca era atrapado, apenas era intuido; su silueta era lo que más se había podido atisbar: sólo una vez lo atraparon –y no era sino una parte más de su plan para escapar- y nadie había avistado jamás su rostro, oculto tras una máscara veneciana o un sombrero de ala ancha, embutido, además, en una oscura capa. El botín, mientras tanto, era robado la mayor parte de las veces a millonarios y coleccionistas de éxito, para los cuales dichos abalorios constituían mucho más que dinero; tesoros los cuales desaparecían para siempre, en la inmensidad de los tiempos, a causa de las artes del ladrón. A excepción, como dijimos, del primer libro, donde el Ojo Dorado acabó en manos de los egipcios, a los cuales les fue arrebatado anteriormente por los dominadores británicos. Aquel gesto de nobleza fue el que definitivamente le encumbró a la fama.

 

Él éxito, como pueden suponer ustedes, era rotundo. La salida del libro se veía precedida de ríos de tinta en todos los periódicos; se publicaban hipótesis sobre su título, se pretendía averiguar su final. La primera edición apenas duraba un par de días. En cuanto al autor, la editorial guardaba un estricto secreto sobre su identidad, según ellos, por ser una persona (ni tan siquiera revelaban el sexo) celosa de su intimidad; según otros, porque el misterio de la pluma que había detrás de las obras añadía aún más fuego al enigma, y aumentaba exponencialmente las ventas. De hecho, se habían propuesto muchas hipótesis: desde reconocidos autores hasta desconocidos que se habían proclamado como el auténtico genio creativo, esperando que el embuste atrajera, al menos, alguno de dinero a sus cuentas. A pesar de todas las teorías, el creador de tan maravillosas páginas seguía siendo desconocido... e infinitamente admirado, al mismo tiempo.

 

            ¿Qué era lo que hacía que todos nosotros nos sintiéramos tan atraídos por los libros de tan insólito personaje?¿Sería su misteriosa apariencia, el insondable drama que se escondía detrás de su figura, el desconocimiento absoluto que teníamos sobre él?¿Serían los personajes secundarios, que aparecían mucho más que el protagonista, y que eran representativos de cómo lo que podía haber constituido un folletín ligero y comercial se convertía en una novela profunda y significativa, de ésas que te dejan un poso en el alma y desgarros en el corazón?¿O sería la propia estructura de la obra, el argumento, los giros dramáticos, las sorpresas, los falsos enemigos, los héroes sin nombre? No se sabía. Mucho se había escrito sobre aquello. El caso era que a sus seguidores los veías por todas partes, desde el estudiante en el metro hasta el ama de casa en su sofá. Comenzaban a aparecer los primeros cursos universitarios sobre esta obra, la cual, a libro por año, iba atesorando un cada vez mayor número de impacientes lectores. Se decía que las sagas, a excepción de algún muy destacado caso infantil, habían muerto. Sin embargo, “El Ladrón del Ojo Dorado” rompió todos los esquemas. Surgieron miles de copias y plagios: pero sólo el original alcanzó una resonancia tal.

 

            A mí, personalmente, lo que me atraía de estas novelas eran -más que ninguna otra cosa- las sorprendentes maneras en que el ladrón, del que conocíamos tan poco, conseguía escapar de sus perseguidores. Eran métodos factibles, pero que, de puro sorprendentes e inesperados, se asemejaban imposibles para el lector, lo cual te dejaba, en tu interior, la sensación de que habías caído en la trampa de la misma forma que el resto de los personajes. Yo ya había comprado los siete libros, y me sentía tentado incluso de adquirir alguna de las prolongaciones que habían salido (tomando alguno de los personajes de los anteriores libros, y desarrollando su propia historia), cuando surgió el rumor acerca del octavo libro.

 

            Éste prometía ser la madre de todas las novelas. Se decía que rompería con todos los tópicos. Que revolucionaría las mismas bases de la teoría literaria. Después de leerlo, se suponía, nada volvería a ser igual. Exagerado o no, estaba claro que había que comprárselo. Cuando por fin salió a la venta, esperé impaciente un par de días, para intentar evitar las aglomeraciones del primer momento. Traté (todo lo que pude) no escuchar nada sobre el libro, ni siquiera los más nimios detalles. Finalmente, estaba allí, en mi casa. Y entonces, fue cuando los fenómenos extraordinarios empezaron a suceder.

 

            Yo tengo una costumbre particular: siempre leo en el mismo sillón del salón de mi casa, justo al lado de la mesa de cristal. No me gusta devorarme los libros del tirón, incluso aunque me encanten; prefiero dejarlos, saborear el momento; pensar en lo que ha sucedido en la narración, en lo que va a ocurrir; en los personajes, en qué significan para mí y para ellos mismos... Y dejo siempre el libro encima de la mesa de cristal, abierto por la última página, incluso aunque tenga que dañar ligeramente la pasta de la cubierta para que esto sea posible: como si el libro me invitara a seguir leyéndolo, como si me llamara, cual sirena tentando a Ulises. Sé que son hábitos extraños, pero cada uno tiene sus pequeñas rarezas. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y, además, hoy en día, cuesta tanto definir lo que es una persona normal, que no habría rocas suficientes para lapidarnos. En todo caso, esta costumbre podría haberme costado un disgusto. Sólo que eso aún no lo sabía.

 

            Como digo, abrí el libro, y comencé a leer, desde el principio. Era buenísimo; apenas pasadas unas páginas, ya supe que iba a ser el mejor de todos ellos; con diferencia, la novela más alucinante que había leído jamás. Pero, como digo, y a pesar de que las páginas me absorbían hacia el interior, decidí dejarlo. Además, eran ya las dos de la madrugada. Así que lo dejé encima de la mesa, abierto por la última página por la que me había quedado.

 

            Al día siguiente, me levanté. No me puse en marcha inmediatamente. Dejé que el suave influjo del libro me atrajese. Me preparé un fuerte desayuno. Era una mañana de domingo. Todo parecía estar dispuesto para una agradable lectura. Y entonces, miré a la puerta del frigorífico. Y hubo algo que eché en falta.

 

            Se trataba de una fotografía... una fotografía que tiene un cierto recuerdo especial para mí. De una chica que conocí hace mucho, con la que estuve durante un tiempo, tres años. Luego lo tuvimos que dejar: ella se marchó a Nueva York, yo me quedé aquí, en España. Pero, a pesar de la distancia, mantuvimos siempre una buena amistad; nos llamábamos de vez en cuando, y nos manteníamos, aun a miles de kilómetros, y con nuevas parejas de por medio, como una especie de amor platónico el uno del otro. Esa fotografía era de una de las primeras veces que fui a Nueva York a verla por vacaciones. Realizada con la Estatua de la Libertad de fondo, y firmada por ella misma. Pues esa fotografía, que había puesto en aquel sitio tan poco romántico, con el propósito de contemplarla cada vez que me levantase por las mañanas, no estaba allí.

 

            Y eso sí que era un misterio.

           

            Miré en el suelo, corrí el frigorífico del sitio, en los cajones... No estaba. Medité todas las posibilidades, por dónde podrían haberla dirigido al azar las corrientes de aire... Pero, cuanto más lo pensaba, más me convencía de que la fotografía no podía haber desaparecido sin una intervención humana. Así pues, sólo me quedaba una conclusión: alguien había entrado y me había robado.

 

            Revisé la casa en busca de pruebas. Intenté hacer un inventario de lo que me habían sustraído... pero no encontré nada sospechoso. Las tarjetas en su sitio, los objetos de más valor intactos. Lo único que había desaparecido era la fotografía. Lo cual era lo más extraño de todo: ¿por qué iba un ladrón a entrar en casa, y sólo llevarse una foto, por muy guapa que fuera la chica? Y otra pregunta: ¿cómo había entrado? Vivo en un sexto piso, tengo una puerta blindada, alarma conectada a la policía, nadie más tenía la llave del apartamento... ¿Había el ladrón evadido todas estas medidas de seguridad, como si fueran puertas transparentes?

 

            El cómo -ya supondrá el lector, dado el inicio de mi relato- llegué a relacionar este hecho con el Ladrón del Ojo Dorado tiene, al igual que todas las conclusiones bizarras a las que llegamos a lo largo de nuestra vida, un camino zigzagueante y tormentoso... No bastó con un solo hecho: se requirieron muchos más.

 

             Primero fue la fotografía. Luego, uno de mis libros favoritos, de filosofía, al que le tenía un cariño especial, porque me lo había entregado un profesor del Instituto con el que mantuve una gran amistad. Más adelante, una pequeña escultura que me habían cedido mis padres por mi cumpleaños, cuando era niño. Y después, una caja de música con ranitas danzarinas, que me regaló mi primer amor en un aniversario. No eran cosas valiosas: no darían un euro por ellas en el mercado. Y aun así, eran importantes. Importantes para mí. Determinaban momentos esenciales de mi vida, personas que habían significado mucho. Constituían una porción indispensable de mi existencia.

 

            Y estaban despareciendo.

 

            Instalé nuevas alarmas, y mandé instalar cámaras. Nada nuevo ocurrió. Seguían desvaneciéndose, poco a poco, regularmente, uno cada día, así hasta una semana. Hasta que aquello me inquietó tanto que dejé de leer el libro, y lo coloqué, cerrado, sobre un estante de mi biblioteca.

 

            Y, aquel día –o, al menos, así fue en apariencia- no desapareció nada.

 

            Primero lo atribuyes a que todo se ha detenido, y que puedes reiniciar tu vida normal. Comienzas a leer de nuevo. Vuelve a ocurrir. Y te intranquilizas. Y empiezas a repasar, mentalmente, si tiene algo que ver contigo, si hay algo que hagas o dejas de hacer que se relacione con estas idas y venidas. Y lo encuentras. Sólo hay un hecho común. Ocurre siempre que la última página del libro está abierta. La frase clarificadora, como un titular de periódico, flota instintivamente hacia la superficie de mi mente.

 

            El ladrón entró por la página.

 

            Extraño, ¿verdad?¿Por qué un hombre, aparentemente racional, inteligente, universitario, que jamás ha creído en curanderos, exorcistas, ateo para más inri, se va a creer que un ladrón imaginario está entrando en su casa, a través de las páginas de un libro, para robarle sus pequeñas y más sentimentales tonterías?¿Por qué iba yo a suponer nada semejante?

 

            Pero todos hemos vivido entre libros, y entre películas, y nos hemos planteado dilemas fascinantes: si es verdad, como dijo Platón, que la auténtica realidad se halla en otro lugar, del que nosotros tan sólo contemplamos las sombras; si es verdad que en realidad todo lo que vivimos es un sueño, que somos nosotros los únicos que existimos y que los demás están allí para representar su papel ante nosotros. ¿No es acaso cierto que todos nos hemos sentido angustiados ante los personajes de las películas que cuentan cómo algo fantástico les ha acontecido, y cómo nadie les cree, cómo nadie tiene la capacidad de creer...? Hemos vivido demasiadas cosas, a partir de historias contadas por los demás, como para no acabar creyendo que formaremos parte de una de ellas. Para algunos significa, incluso, una consecuencia lógica de la trayectoria vital.

 

            Somos lectores. Formamos un club aparte, pero no restringido, admitido a cualquier que se atreva a asomarse al vacío de las páginas del libro y, como dijo Nietzsche, permitir que el abismo nos devuelva la mirada. Somos coleccionistas de historias, de sentimientos, de miedos, de angustias, de gente que se viene y que se va, de personajes que han llegado a ser tan importantes en nuestras vidas como algunos de nuestros mejores amigos. Qué sería de los intrépidos sin D´Artagnan, de los tétricos sin Poe, de los dramáticos sin Flauvert; qué sería de los sudamericanos sin el realismo mágico, de los alemanes sin Fausto, de los rusos sin su guerra y sin su paz. ¿Viviríamos, acaso, pensando que todo es correcto si Bastián no hubiera salvado Fantasía? No; no podemos. Nos extendemos. Nos negamos a morir, por muchos Fahrenheit a los que pretendan carbonizarnos; y nos reproducimos, como hacen aquellos que, inspirados en las novelas de sus noches, deciden convertirse también en los miembros de ese club maldito que es de los escritores, el de los creadores de historias, los que, por mucho que les duela, acaban siendo mucho menos importantes que sus personajes. Somos insobornables; somos exigentes; somos ingobernables. Nos negamos a dejar de creer...

 

            ... y, por eso, estamos dispuestos a pensar muchas  tonterías.

 

            Por eso, aquella noche, no lo pude evitar. Al fin y al cabo, quien no ha soñado nunca, es que no le merece la pena haber vivido. Así pues, coloqué el libro encima de la mesa. Leí previamente un poquito, para atraer los demonios. Me senté en la cocina y me preparé, matando el tiempo con comida, mirando a través de las pantallas una de las cámaras enclavadas en el salón. Esperé.

 

            Tuve que hacerlo un par de horas.

 

            Pero, finalmente, dio sus frutos. Fue apenas un bizqueo, un guiño de ojos, pero, cuando había perdido la vista, volví a mirar...

 

            ... y allí estaba.

 

            Era tal y como me lo imaginaba. La misma silueta, sinuosa y eterna, alargándose a través de las sombras que reflejaban las tenues luces procedentes del exterior. Se movía con ligereza, con sigilosos, cuasi reptilianos movimientos. Me di cuenta de que no le había podido ver otras veces porque, anteriormente, había colocado el libro de una forma tal que no podían vislumbrarle las cámaras. Al fin y al cabo, quién iba a pensar que penetraría desde dentro. Pero allí se hallaba. Con la misma figura con que me lo había imaginado durante este tiempo. Ahora, estaba allí. Pero, esta vez, con un traje negro y un pasamontañas.

 

            Penetré en el salón. Él, entonces, como si todo hubiera sido calculado, se quitó el pasamontañas, y se mantuvo estático ante mí.

 

            Dio un paso al frente. Los refulgentes rayos lunares le iluminaron el rostro.

 

            La contemplé con fervor.


CONTINUARÁ...

lunes, 12 de octubre de 2020

El libro de octubre: "Recursos inhumanos", de Pierre Lemaitre

Pierre Lemaitre es un escritor que lleva unos cuantos años imprimiendo una profunda huella en la literatura y el cine francés. Aunque esta afirmación tiene una parte de falsedad, dado que -si bien Lemaitre ha ejercido de guionista-, casi han llamado más la atención las adaptaciones de sus novelas, a pesar de que él no se hallara personalmente implicado en su traslación cinematográfica. En ese sentido, es destacable "Nos vemos allá arriba", obra ganadora del premio Goncourt que aún no he tenido la oportunidad de leer, pero cuya versión en pantalla demostraba una perfecta combinación de sensibilidad y aprovechamiento del contexto histórico que no se veía, quizás, desde "Largo domingo de noviazgo" de Jean Pierre Jeunet. Pero en este post no quiero hablar de esta obra, ni tampoco de "Vestido de novia", un homenaje a Hitchcock de la que se han escuchado críticas dispares pero que sin duda dio bastante que hablar en su momento. En este caso, pretendo escribir unos pocos comentarios acerca de "Recursos inhumanos", un relato furibundo que trata de las presiones del mundo laboral, y la historia también de un hombre contra el monstruo del capitalismo.

No son pocas las ficciones (desde el "Germinal" de Zola hasta la película "Recursos humanos", por circunscribirnos exclusivamente al ámbito francés) que han tratado el tema de las relaciones laborales, aunque quizás no tanto desde la precariedad y la deshumanización a la que se asocian en el siglo XXI. De entre las más señaladas, por supuesto la estupenda "Los lunes al sol" de Fernando León de Aranoa, o la correcta pero más aséptica "Arcadia" de Costa-Gavras, un experto en las lides del cine social, que esa ocasión nos narraba cómo un desempleado se dispone a conseguir un puesto de trabajo por el expeditivo método de liquidar a sus competidores. "Recursos inhumanos" ahonda en esta última línea: un ejecutivo cincuentón, en paro desde hace bastantes años (al menos, en lo que respecta a su especialidad), el cual sólo ha conseguido enganchar un trabajo-basura detrás de otro, contempla cómo lo que a priori era sólo una situación temporal se está convirtiendo en un pozo sin fin que amenaza con engullir sus ahorros, su casa y hasta el futuro de su matrimonio. El protagonista, al inicio un padre de familia ejemplar con dos hijas ya mayores y que no cuenta en su debe más que el hecho de no soportar a su yerno (cosa con la que el lector, al comprobar cómo es el interfecto, seguramente conculque), nota cómo se le va amargando el carácter y la vida ante la falta de ocupación. Por eso, cuando surge la solución en forma de oferta de trabajo, decide apostar el todo por el todo e hipotecar su presente, su futuro e incluso el de su familia para conseguirlo. Sin embargo, en la antesala de lo que debería de constituir su gran triunfo, el hombre descubre que la oportunidad de su vida era un engaño, así que decide tomarse la justicia por su mano y subir la apuesta bastantes grados más, hasta llegar a un límite irreversible. A partir de ahí, toma cuerpo un trepidante thriller que constituye un titánico juego de voluntades, una encarnizada lucha entre un tigre de Bengala y un mucho más pequeño pero desesperado gato doméstico (al cual no le quedan vidas con las que conformarse), de la cual no se puede salir sin que uno de los contendientes acabe sin cabeza, y el otro como mínimo pierda una extremidad.

Quizás la mejor manera de recalcar las virtudes del libro sea a base de de contrastar el texto con su adaptación televisiva, llevada a cabo por Netflix (y con el mismo nombre, mientras que el título original en ambos casos es "Cadres noirs"). La versión para la pequeña pantalla, en una mini-serie de seis capítulos, en efecto es un alegato contra el sistema capitalista y el mercado de trabajo, pero quizás se regodee en exceso en ese punto, olvidando que la novela, aun teniendo esta misma base, multiplica sus raíces para que la planta que cultiva crezca vigorosa y fuerte. Uno de los mayores choques entre serie y texto se encuentra en la figura de Eric Cantona, el actor protagonista, que si bien en otras ocasiones ha sabido mostrarse contenido en pantalla (como consiguió de él Ken Loach cuando se interpretó a sí mismo en "Buscando a Eric"), en este caso parece andar siempre como si le acabaran de arrojar un café por la espalda. Si en la novela vemos a un padre cariñoso que acaba evolucionando, debido a la situación en la que se encuentra, hasta convertirse en su ser despiadado que arriesga los sueños de sus hijas -buscando que los medios sean absueltos por el redentor fin-, Eric Cantona tiene ya pinta de cabreado desde el principio, perdiéndose en parte la esencia biográfica de la novela. No obstante, en sendos protagonistas se aprecia un mismo proceso, poco tratado por ambas ficciones pero claramente visible a los ojos del espectador: el hecho de contemplar cómo en un momento determinado el personaje principal -con un plan relativamente elaborado en la novela, y uno bastante más improvisado en la serie- llega a ese punto del que muchos de nosotros hemos sido ya testigos en nuestros padres y amigos en el que, al llegar a una cierta edad, dejan de preocuparse por el amor que puedan transmitir a su familia e hijos, y sólo son capaces de hablar en términos monetarios, y expresar su cariño a través de herencias y cuadros de balances (arriesgándose a sacrificar, en el camino, aquello por lo que supuestamente se pusieron a luchar). También se malogra en la serie un aspecto muy humano de la novela -en pos de enarbolar un alegato último contra el capitalismo-, mediante un final que no desvelaremos, pero que está protagonizado por uno de los personajes más desaprovechados de la versión televisiva: el amigo íntimo del protagonista, Charles. Un pobre tipo, compañero de trabajo en esos empleos precarios que ambos van encadenando, que vive en un coche tan destartalado como él mismo, y que da la sensación de estar a punto de desarmarse en cualquier momento, como un muñeco al que le hubieran dejado de dar cuerda y tan sólo aguantara por pura inercia, pero que sigue sonriendo, a pesar de cada percance, un día más. La forma en que la serie trata a este individuo le hace perder buena parte de la ternura que destila la novela (de hecho, los finales de ambas versiones dejan en posiciones morales muy distintas al protagonista), olvidando que este conflicto, más allá de la cuestión laboral, es uno profundamente personal e íntimo, cosa que sí que refleja Lemaitre en una narración que, a pesar de estos toques de poesía, es capaz de mantener la intensidad y el misterio hasta casi la última línea, sin que sepamos en ningún momento qué es lo que viene a continuación. En definitiva, un texto cargado de adrenalina que, sin embargo, da pie a profundas reflexiones sobre quiénes somos, y qué hace con nosotros esa cosa extraña que, para ganarnos el pan, nos roba al menos ocho horas al día de nuestras vidas. ¿El trabajo dignifica al hombre? Marx, Auschwitz y esta novela están de acuerdo en pocas cosas, pero quizás las tres coincidirían en un veredicto unánime en contra de esta conclusión.

jueves, 1 de octubre de 2020

La historia real de octubre: Ferrer Guardia, una condena atroz

Nos encontramos quizás ante uno de los crímenes más abyectos que haya ejercido el estado español desde que éste intentó mostrarse como un país moderno, respetuoso de la ley y del estado de derecho. Quizás precisamente a causa de eso sea un hecho bastante desconocido. El proceso contra Ferrer Guardia se convirtió un acto abominable, que algunos han comparado con el affaire Dreyfuss en Francia y que sin duda encuentra ecos en la tan execrable como errónea ejecución de José Rizal, héroe de la independencia filipina, por parte del mismo estado español, unos trece años atrás. Está claro que algunos no aprenden de sus propios fallos. Los cuales requieren ser recordados periódicamente, para evitar reiterarse. Quizás por eso, también, no nos hablen con tanta frecuencia de esta figura, a la que en ciertos círculos cubre un velo de oscuridad.

Francisco Ferrer Guardia tiene una vida turbulenta y y poliédrica en una época (nace en 1859) en la que España en general y Barcelona en particular bullen pulsiones revolucionarias y contrapuestas. Como suele decirse de toda crisis, hay un mundo que no termina de nacer, y otro que se resiste a morir, y en esa dinámica lleva inmersa la piel de toro doscientos años. Lerrouxismo, catalanismo, tradicionalismo; Ferrer, nacido en una familia acomodada y monárquica, reacciona basculando hacia al lado opuesto, y educándose de manera autodidacta o mediante ayuda de conocidos en el republicanismo y las ideas internacionalistas. A través de su trabajo como revisor de los ferrocarriles entra en contacto con el mundo político, ejerciendo de secretario de Ruiz Zorrilla, miembro del Partido Republicano Progresista. Una asonada militar de un partidario de su jefe, por la cual se intenta proclamar la república, fracasa y Ruiz Zorrilla y su empleado se ven obligados a exiliarse a París, donde Ferrer sobrevive dando clases de español. Allí entrará en contacto con las corrientes librepensadoras y anarquistas. Quizás toda esta labor de forja intelectual, tan trabajada e intensa, no hubiera fraguado en ningún logro concreto si no hubiera mediado un golpe de suerte. Al igual que con el documental sobre Las Hurdes de Buñuel -que se rodaría gracias al dinero procedente de un billete de lotería-, a Ferrer Guardia le cae en suerte la herencia de una antigua alumna, que le aporta una suma de un millón de francos. Con este dinero, va a hacer la inversión de su vida: fundar una institución que recopile las ideas que había desarrollado sobre la educación y las cristalice en una escuela viva que modifique ciento ochenta grados el paradigma de la enseñanza en España. No sabe en lo que se está metiendo; o sí lo sabe pero, aun así, sigue adelante, porque sin gente que se meta en líos no existiría ninguna manera de avanzar.

La Escuela Moderna, como se denominó, y que empezó a desarrollarse en Barcelona (aunque luego surgieron réplicas en otras poblaciones de la provincia, así como en Valencia y Zaragoza), practicaba métodos y teorías opuestas a la mayor parte de lo que se había llevado a cabo hasta entonces. Uno de los pilares fundamentales es que sería laica, en contraposición a la enseñanza religiosa que adoctrinaba la mayoría de los cerebros infantiles por aquella época. Era una educación que se basaba en la libertad, donde el maestro era menos un transmisor que una guía. Se hacía hincapié en la higiene, la salud personal y pública, así como el equilibrio con el entorno natural. Desaparecía la dinámica de premios y castigos (¿nos parecen muy modernas las teorías actuales?) y, aunque la financiación de la escuela obligaba a que la matrícula tuviera un cierto coste -y por tanto restringía el acceso a estudiantes sin poder adquisitivo-, se estimulaba, en compensación, a que los alumnos se inscribieran en el movimiento obrero, para lo cual se realizaban excursiones ya desde niños a fábricas de la zona que debían imbuir del conocimiento acerca de la problemática de este particular universo. Por supuesto, las reacciones frente a esta forma de enseñanza fueron furibundas: para empezar de la iglesia católica, que veía amenazada la exclusividad que tenía de la escasa y mediocre educación que se impartía en aquellos momentos en España. Pensadores conservadores como Unamuno (recordemos su vena cristiana, con tanto peso en su obra) veían peligroso que el movimiento lo liderara un anarquista: "Enseñar física o química para demostrar la no existencia de Dios y la injusticia de que haya Estado es un disparate tan grande como enseñarlas para demostrar que hay Dios y que debe haber Estado".

Un paralelismo claro de la Escuela Moderna se encuentra con otro movimiento contemporáneo, de inspiración similar, con aspiraciones un poco más ambiciosas tanto en el ámbito geográfico como de amplitud de objetivos, aunque menos radical en cuanto a la profundidad de algunos de los mismos: la mucha más conocida Institución Libre de Enseñanza, fundada por Francisco Giner de los Ríos. Como la Escuela Moderna, sus principios se fundamentaban en la no competitividad, el desarrollo integral de la educación del niño, el humanismo, y el pensamiento científico como base de un aprendizaje crítico, racional y desarrollado en libertad. Aunque los logros de la Institución Libre de Enseñanza no fueron ni mucho menos generalizados (el problema al que se enfrentaban era inmenso), su influencia fue enorme no sólo a través de ella misma, sino de otras estructuras con las que colaboró y que contribuyó a diseñar: la Junta de Ampliación de Estudios, que tuvo a su frente a Ramón y Cajal y fue el primordio a partir del cual nació el CSIC; la Residencia de Estudiantes donde intercambiarían conceptos Lorca, Buñuel, Dalí y otros grandes hombres y mujeres, pues la Residencia de Señoritas formaría a toda una generación de féminas intelectuales, de un modo como nunca antes se había intentado en la historia española; o también las Misiones Pedagógicas, las cuales buscaban otorgar unas briznas de instrucción en el vasto océano de incultura en los pueblos pequeños de España (aportando profesores, actividades culturales u obras de teatro, en las que participó con frecuencia el grupo La Barraca, co-fundado por Lorca), en un intercambio de doble sentido entre el campo y la ciudad, puesto que tanto a Ferrer Guardia como a Giner de los Ríos y al ayudante de este último, Cossío (el principal impulsor de las Misiones Pedagógicas) les encantaba salir ellos mismos y sacar a los alumnos al campo y a las zonas rurales siempre que se podía. Si la Institución Libre de Enseñanza no llegó a hacer más (sus logros fueron reducidos y, en muchos casos, no se alejaron demasiado de Madrid) fue debido a la falta de presupuesto, de medios, a la oposición continua de la iglesia y los sectores tradicionales, y también a una Guerra Civil que arrancó de cuajo todo su duro trabajo de zafa previo. No obstante, las tendencias que puso en marcha, muy modernas para la época, sirvieron como base a métodos educativos alternativos que, por fortuna, fueron sustituyendo a los más caducos hasta convertirse, en muchos sentidos, en el sustento de los actuales.

Pero volvamos a Ferrer Guardia. Desde luego, no lo tuvo fácil, con todos los enemigos que se alzaron en su contra. Pero la Escuela Moderna funcionó de manera intermitente entre 1901 y 1909, con una constelación de actividades (charlas, boletines, recitales, teatro, una universidad popular para adultos) impartidas en igualdad a niños y niñas, de manera no segregada, lo cual era escandaloso para ciertas mentes. Al mismo tiempo, Ferrer Guardia daba pie a otras inquietudes: fundó el periódico La Huelga General, pues era un defensor de esta estrategia de presión obrera. El problema llegó cuando, en 1906, el traductor y bibliotecario de su escuela, Mateo Morral, arrojó un ramo de flores cargado con una bomba contra la comitiva de la boda de Alfonso XIII. El atentado fracasó, pero Morral fue atrapado (murió durante la detención; nunca se ha llegado a determinar si abatido por la policía o en un acto de suicidio), y se juzgó y condenó a varios integrantes del movimiento anarquista por haber colaborado en su huida. Ferrer Guardia fue detenido durante trece meses, acusado de complicidad, pero nunca se encontraron pruebas claras, y se le absolvió. Esto implicó, sin embargo, que Ferrer Guardia nunca pudo reabrir su Escuela Moderna. Durante los siguientes años, viaja a Francia y Bélgica, donde se mantiene en contacto con las corrientes pedagógicas modernas de las que había bebido su centro educativo, mientras mantiene abierto en España el boletín de la Escuela Moderna. Como en las mejores tragedias griegas, el destino te permite un breve respiro, tras el primer golpe, para luego reaparecer -con toda su fuerza- en el movimiento que conduce a tu destrucción.

1909. Semana Trágica de Barcelona. Este acontecimiento es más conocido en la historiografía española aunque, para todo lo que significó, no lo suficientemente publicitado. El ejército recluta un nuevo contingente de soldados para la inacabable guerra de Marruecos (guerra que proporcionaba prestigio y ascensos a numerosos generales, y abundantes fondos a unas cuantas grandes compañías; se ha hablado mucho, de hecho, del papel de Marruecos en el golpe de estado que aupó al poder a Primo de Rivera, y también de la implicación de los militares africanistas en la insurrección armada del 36). Sin embargo, existe la posibilidad de salvarse de la leva pagando una cuota: conclusión, sólo van a la guerra los hijos de los pobres. El ambiente se caldea cuando zarpan los primeros barcos con los reclutas, y empiezan los disturbios, las algaradas, los tiros. El balance final: 80 edificios religiosos quemados, 104 civiles muertos, 8 guardias heridos. El gobierno (liderado, en esta época de la restauración, por el conservador Antonio Maura) cree que esta insurrección no puede acabar así y encabeza una dura represión, que incluye a 600 condenados -59 de ellos a cadena perpetua- y 17 ejecuciones, 5 de las cuales se llegan a perpetrar. Una de ellas, la última, fue la de Ferrer Guardia.

Los estudiosos del caso coinciden en que el juicio fue una farsa; contaminado por su relación con Mateo Morral, Ferrer Guardia fue escogido como chivo expiatorio para tratar de endilgarle la supuesta autoría intelectual y dirección de la revuelta (cuando, en palabras de un personaje de la época, una revolución "no se prepara", sino que surge de manera espontánea cuando encuentra el ambiente propicio). En concreto, el propósito de mostrar a Ferrer Guardia como el líder de los anarquistas españoles era poco menos que descabellado. El proceso, por otra parte, careció de las mínimas garantías jurídicas: se colectaron declaraciones de tercera a mano (nunca a través de testigos directos) en los que se implicaba a Ferrer Guardia en el incendio de edificios religiosos, mientras que las personas que podían haber demostrado su inocencia, como los amigos y familiares de Ferrer, habían sido desterradas a un pueblo de Teruel tan aislado como remoto. Entre las irregularidades del proceso, el abogado de Ferrer Guardia sólo tuvo un día para leer las más de 600 hojas de las que se componía el sumario, mientras que las páginas más desfavorables de éste fueron filtradas a los diarios conservadores de la época (La Vanguardia entre otros) para aumentar la campaña de descrédito contra el pedagogo catalán. Esta campaña tenía tanto o más importancia porque, aunque acalladas en España, había una miríada de protestas por parte de los colaboradores extranjeros de Ferrer Guardia, que calificaban de escándalo todo el asunto. Los escritores más comprometidos con la cuestión española, entre ellos Azorín y Unamuno (quien se consideraba a sí mismo una especie de defensor del acervo cultural nacional), reaccionaron de manera visceral ante lo que consideraron un ataque contra las esencias patrias. El escritor vasco, en concreto, calificó con palabras tan gruesas como "mamarracho" a Ferrer Guardia en una carta privada, aunque no fueron peores ("judío fanático", "snobs", "golfería") las que les dedicó a los intelectuales europeos que se pusieron del lado del anarquista. Luego se arrepentiría de haber participado en aquella barbarie, aunque no sería la primera vez que Unamuno alternaría la defensa encarnizada de su libertad intelectual con el apoyo a grupos que estaban deseando cercenarla y enterrarla por debajo del subsuelo.

<<¡Viva la Escuela Moderna!>>, gritó Ferrer Guardia el 13 de octubre, antes de que el pelotón de fusilamiento liberara la descarga en el foso del castillo de Montjuic, en virtud del delito de sedición en una sentencia que buscaba proporcionar un escarmiento. La carta de súplica que su hija había enviado a Alfonso XIII, rogando clemencia, no había surtido efecto. Las reacciones internacionales fueron tan hondas como expresivas: Anatole France declaró, en una Francia donde lucieron crespones negros sobre banderas españolas (muchas de las cuales ardieron), se dolió de que el único crimen de Ferrer Guardia había sido fundar escuelas. En Suiza, se bramaba "contra España y contra los curas"; en Argentina se arrojaron bombas contra un consulado español; hubo protestas en Petrópolis, en Salónica. En Genóva, los estibadores se negaron a descargar los barcos españoles; en Inglaterra se hablaba abiertamente de asesinato. En España, en cambio, el debate se silenció, aunque Ferrer Guardia tuvo unos pocos apoyos: el neurólogo Luis Simarro (el hombre que le enseña el método Golgi a Cajal, punto de partida de sus futuros éxitos), quien escribió un libro sobre el proceso, o el las palabras que Galdós (cuyas tendencias progresistas han sido ignoradas hasta hace muy poco) exteriorizó -tildando el arbitrario proceso como propio de una moderna inquisición-, en una reunión en la que también estarán presentes Giner de los Ríos y Pablo Iglesias. Este último (fundador y, durante cierta época, único diputado en las cortes del PSOE, tras haber conseguido irrumpir en el amañado sistema electoral de la Restauración) firmó, junto con los diputados republicanos, una petición para reabrir el proceso judicial del educador y anarquista, pero nunca consiguieron reunir los apoyos para restaurar su nombre. Sólo, más adelante, el Consejo Supremo de Guerra revocó la parte de la sentencia que consideraba a Ferrer Guardia responsable civil de los daños materiales subsidiarios de la Semana Trágica, con lo cual permitió que sus bienes fueran traspasados a sus herederos.

Ferrer Guardia tiene hoy un par de estatuas dedicadas; una en Bruselas, delante de la Universidad Libre, y una réplica colocada en 1990 en la montaña de Montjuic, no lejos de donde fue ejecutado en Barcelona. Como mencioné al inicio, su caso es poco reivindicado. Sin embargo, el mejor resarcimiento lo hallaría el pedagogo en pasearse por un instituto o una escuela primaria y ver que muchos de sus principios han sido aceptados aunque, sin duda, él siempre exigiría más de la educación, y seguiría reclamando sus ideas anarquistas, las cuales también han influido mucho en nuestra concepción del mundo (entre otros, en campos como el feminismo o los derechos civiles). Albert Lledó escribió sobre él, en la Revista de Letras, 100 años después de su muerte: <<El 13 de octubre de 1909 es fusilado en el castillo de Montjuïc. Pero sus ideas, el amor a la libertad por las que luchó siempre, son eternas. No mueren con un disparo. Ni con dos. Ni con tres. Sólo con el olvido, y por ello la vital importancia de hacer memoria. Es nuestra obligación ética>>. Por eso, con respecto a Ferrer Guardia, más a menudo, va siendo hora de recordarlo.