HÉROE
“Desde que volví a España,
este país parecía lleno de personas que, de
una manera u otra, se habían echado -o las habían echado a perder-. Quemados,
arruinados, zombies vivientes. Individuos que transitaban por el metro como si
pudieras atravesarlos, vacíos de sustancia y de ánimo, sin nada que lograr,
pero tampoco demasiado que perder ni fuerza para cambiar todo aquello.
Noté a la gente deprimida, apagada,
expectante, como si anduvieran -apagado el interruptor-, en espera de una droga
o de un acontecimiento que les devolviera la esperanza en el futuro y les
hiciera rejuvenecer.
Lo natural parecía que, más tarde o más
temprano, de una manera u otra, todo desembocara en una espiral de sangre y
violencia.
Y entonces llegó él.
Era justamente lo que necesitaban”.
La
verdad es que, desde el principio, la situación era atípica. Y difícilmente
explicable era el proceso por el cual había sido concebida. Había quien le
había echado la culpa al funcionario alemán de turno, que había empaquetado “la
cosa” (por llamarlo de alguna forma) sin encomendarse a Dios ni al diablo
acerca del descalabro más bien predecible que podía provocar todo aquello. Y
también le caía la bronca al director artístico de Hamburgo, quien seguramente
pasaba las vacaciones en Mallorca y había visto como un bonito gesto para con
su país de acogida de turisteo llevarse aquella roca tan interesante que habían
traído los germanos de Venezuela a una exposición en España, aunque en vez de
en el Mediterráneo mallorquín fuera en una ciudad más cercana al Atlántico, y
aunque en lugar de encontrarse en un museo se hallara expuesta en mitad de una
plaza junto a un árbol centenario, un ágora que se había llenado de curiosos
los cuales desconcertaban a los conservadores teutones cuando estos últimos les
preguntaban a los presentes de dónde venían y ellos les respondían una cosa
extraña acerca de La Línea (“¿qué línea?”, se preguntaban los teutones; “¿a
lápiz o a boli?”, interrogaban) que no conseguían del todo aclarar. Pero lo que
terminó de convertir aquello en surrealista fue la llegada en barco de aquellos
indígenas, con su aspecto -más que de otro continente-, como de otro planeta,
sus ropas entre proletarias y hippies, y aquellas pancartas proclamando:
“Queremos a nuestra abuela”. Muy bien, yo también quiero a la mía, argumentaban
los gaditanos, pero eso no es razón para venir aquí a… que no, que no, que ésa
es nuestra abuela. ¿Ésa?¿Cuál?¿La roca que han traído los alemanes? Y los indígenas
sudamericanos se explicaban. Por lo visto, aquella roca gigantesca, de la
altura de por lo menos tres hombres, era su antepasado. No era que los
representara, ni que la adoraran como una encarnación de ellos, no. Era porque
para su religión, de alguna extraña manera, esa roca era como su abuela, igual
que otros pueblos consideran que los valles, las montañas y la flora y fauna
con la que viven son tan parientes suyos como sus primogénitos y sus hermanos
de sangre. Por lo visto, el gobierno venezolano había entregado aquella roca
tan significativa y tan especial (“la verdad es que es bonita la jodía”,
repetía el pueblo llano, al observar sus colores jade, rosáceos y lapislázuli)
, en un gesto de buena voluntad para con el pueblo alemán, sin preguntarse si
la roca pertenecía a alguien que quizás estuviera allí antes que ellos, y ahora
los indígenas venían a reclamarla para llevársela, decían, al barco que tenían
amarrado en el fondeadero del puerto, y que pertenecía en virtud de los
convenios internacionales a la república venezolana, y por tanto su suelo era
tan venezolano como si se encontrase en el mismo centro de Caracas. Y ahí fue
cuando se empezó a montar el lío. Porque los alemanes fueron prudentes, se mostraron
bastante más comedidos: que esto se hablaría, que se lo comunicarían a los autoridades,
que si se alcanzaría un acuerdo satisfactorio para todas las partes, etcétera. Pero
los españoles, ni eso. Con tal de no quedar mal con los extranjeros, se
cerraron completamente en banda y dijeron que no había nada que hablar sobre el
asunto. Y claro, la gente empezó a encabritarse. Hay que entender también el
contexto. Eran épocas muy difíciles. Estábamos con la historia de si rescate o
no rescate, que si la Merkel, que si los alemanes imponiendo cosas, y venían esos
indígenas diciendo que les habían robado a su abuela, con aquellas caritas de
angustia, y claro, aquello te toca la fibra sensible. Y por un momento esos
hombretones y mujeres que pasaban por situaciones crudas todos los días, que
borboteaban un nivel de palabras malsonantes que hubieran acojonado a un capo
de la mafia, que hablaban con esa voz en grito tan típica de los países
mediterráneos que hace que la advertencia tronante de Yahvé en el desierto se
te antoje un silbidito en comparación el alarido de llamada de una madre de barrio
a su niño, pues ves a todos esos imaginándose que en lugar de esa roca está su
yaya en el sofá, obligada a permanecer allí en medio de desconocidos, y bueno,
era de imaginar que cosas buenas por la cabeza no se les tenían que estar
pasando. Pero la realidad era la que era. La roca pesaba varias toneladas,
estaba custodiada por policías y agentes públicos de variado tipo, y lo que
estaba muy claro es que en aquel momento no iba a irse a ninguna parte. El
gentío se marchó a su casa y la multitud se fue dispersando… Los indígenas
venezolanos habían hecho amago de colocarse en una sentada muy separaditos
entre sí, rodeando a su ancestral figura, en paz y en silencio, y parecía que
iban a aposentarse allí durante horas, pero los guardias municipales no se
anduvieron con chirigotas y los sudamericanos, con tal de no armar jaleo,
decidieron partir con sus caras largas y el corazón abatido y hacerles
finalmente caso. Parecía que el espectáculo se había desmontado y así iba finalmente a concluir todo.
Salvo
porque alguien apretaba el puño mientras no paraba de pensar…
* * *
Un
chico camina, concentrado y en silencio, por las calles de una barriada
gaditana.
Éste
es un barrio deprimido. De ésos que los que gustan de eufemismos disfrazan de
“humildes”, y los que no entienden de ellos tachan de “jodidos”. El paro es
superior a la mitad de la población. A falta de otro estímulo mejor, los
jóvenes no encuentran otra salida que la droga: o bien tomarla o bien
comerciarla, pero cuando te ha dado tanto de lado la vida no puedes permitirte
quedarte al margen de tanto negocio. Las camisetas no tienen mangas y aquí
nadie ha oído hablar del reciclaje ni tampoco de las leyes antitabaco. Éste se
trata de un universo aparte, independiente de las normas de la física, la
química y hasta del censo. Ahora, bajo la luz perezosa de la tarde, cuando todo
el mundo duerme la siesta, parece casi como si estuviera encantado, casi
muerto. Como si esperara el beso de una princesa para despertar…
El
chico parece errático, algo meditabundo. No ha tenido una vida fácil. Tampoco
habla mucho. Se diría que es otro más de los chicos del barrio, pero su mirada
revela que alberga en su interior algo especial… Ha tenido que enfrentarse
diariamente a una decisión desde su más tierna infancia, una opción que de
manera constante ha ido eludiendo y postergando, pero que sabe que algún día
tendrá que afrontar… Sin embargo, sólo
mencionarlo en voz alta haría que todo el mundo le dejara de tomar en serio y
se convirtiera en una guasa (piensa para sí mismo, sin dejar de darle vueltas).
“Héroe”, y más con el apelativo de “súper” delante, es algo que se puede decir
en Nueva York, en Washington, o en las Molucas, donde quiera que fuere que
estuviera eso… Pero no en el Cerro del Moro. No con tu madre delante. Estas
cosas aquí no pasa. Hay problemas tan chungos que no los resuelve ni Spiderman.
A lo mejor, incluso, al hombre-araña le roban los calzoncillos si se le ocurre
aparcar en doble fila.
Pero
hay cosas que te tocan. En el interior de las casas ocurrirá de todo y se
blasfemará cada cinco minutos, pero rara es la viejecita que no tiene una
estampa de la Virgen del Rocío a un costado de la cama…
Hay
cosas que pueden provocar que los puños se empiecen a apretar…
* * *
Vigilar
una roca de varias toneladas es un coñazo. Para empezar, por su inutilidad.
¿Quién cojones se la va a llevar? Otra cosa son los actos de vandalismo. Pero
no parecía que en aquella noche fuera a pasar nada raro. El vigilante,
entonces, podría permitirse una meadilla. ¿O no? Claro que sí… Que se nota
todavía el peso de las cervecitas. Eso sí, un poquito alejado, donde los
matorrales. No sea que encima por un descuido vaya a acabar pringando la
puñetera roca sagrada y tengamos un incidente internacional.
Bueno,
pues ya está -dice después de un rato-, asunto concluido, remata cerrando la
cremallera. Ahora vuelvo a mi puesto y entonces…
No
está.
Ni
el puesto, ni la roca, ni hostias. Simplemente no está.
“Me
parece que no voy a volver a beber en mucho tiempo”, se dijo el guarda.
Ni
tampoco a mear.
* * *
El
escándalo a la mañana siguiente, al comprobar que la piedra no se encontraba en
su sitio, fue mayúsculo. La ansiedad fue aumentando progresivamente, hasta tal
punto que se cuenta que alguien vislumbró a un delegado provincial de grado
cuarto abroncando en calzoncillos a uno de sus subordinados inmediatamente
inferiores. Pero lo que fue aún más impresionante fue el susto que se pillaron
todos al enterarse de que la roca de marras se encontraba en el barco de los
indígenas venezolanos, los cuales, por otra parte, explicaban que no habían
tenido nada que ver con el tema, pero que ya que su querido ancestro se
encontraba allí y que su barco era tan inviolable como una embajada, que casi
era mejor que partieran, ya se sabe, encantado de conocerles, mande usted
recuerdos a la familia, y si te he visto no me acuerdo, permiso, permiso, ya
nos hemos ido. Mientras la mirada de los alemanes al escuchar al guarda
nocturno narrar aquella desquiciante historia acerca de la desaparición de una
roca de varios cientos de kilos, sin haber intervenido un tráiler o al menos
una tuneladora, reflejaban la más absoluta perplejidad (“las caras de palo más
estiradas y suspicaces que he visto nunca”, declaró con posterioridad el
guardia, quien afirmaba que no hubiera encontrado compañeros más impenetrables
a la hora de jugar al póker), desde las autoridades españolas se decidió
abordar el problema desde una perspectiva más sistemática. Es decir, el
presidente del gobierno le empezó a pegar gritos al ministro, el ministro al
secretario de Estado, el secretario al jefe de policía, el jefe de policía al
comisario, y el comisario a los agentes, así hasta que quedó muy claro que el
hecho de que cada uno de los subordinados obtuviera resultados era el único
motivo que podría hacer que sus superiores dejaran tal vez de gritar. Y aquello
debió estimular bastante a los agentes, porque lo cierto es que al poco tiempo
empezaron a obtenerse pistas, ya fuera una minúscula fibra de tejido, una más
que borrosa suela de zapato o un insignificante cabello. Lo cierto es que las evidencias
resultaban (sobre todo al contrastarlas entre sí) sumamente contradictorias,
pero obviando los incoherentes detalles, al sumar todas éstas, de una manera o
de otra, apuntaban a un lugar que de puramente inesperado, ya constituía en sí
mismo un indicio sospechoso: el cerro del Moro. A alguno le sorprendía que un
acto tan revolucionario y al mismo tiempo tan altruista como el que había
ocurrido en aquellos lares tuviera precisamente su origen en un lugar que no
había destacado a lo largo de los tiempos por sus virtudes cívicas precisamente.
Pero por otro lado, para los dignatarios políticos, aquella era justamente la
punta de flecha que en aquellos momentos necesitaban para señalar con el dedo y
mandar a la policía a castigar con mano dura a aquellos que estaban destinados
–desde el momento en que aparecieron en escena- a recibir el escarmiento y servir
de cabeza de turco. De nada sirvieron las llamadas a la precaución de los
inspectores, argumentando que había que investigar más, que aquello debía tener
responsables concretos, y que de nada serviría entrar a saco contra la
población de todo el barrio, sino que tan sólo impediría actuar con la
precisión quirúrgica necesaria para encontrar a los auténticos culpables,
quienes quedarían confundidos con el resto de la barriada. Los concejales,
obstinados, negaron con la cabeza; para un robo así tendría que haber
intervenido mucha gente, y cuanta más mierda removieran, más posibilidades
sabrían de sacar algo en claro. Con lo cual los inspectores se encogieron de
hombros, dijeron aquello de donde manda patrón, etcétera, etcétera, y
procedieron a llamar a los grupos de asalto, los cuales, por otro lado, se
encontraban entusiasmados de poder participar.
Pero
las circunstancias cambian un poco cuando te vas a meter de verdad en harina. A
pesar de los cascos y de las porras, de los escudos de material transparente, de
los uniformes antidisturbios hechos para durar, entre los policías no circulaba
mucha tranquilidad frente a aquel movimiento. Y quizás a ello contribuyera la
aparente calma chicha del barrio, que permitía escuchar el sonido de los
dientes castañetear en un radio de decenas de metros. Tanta placidez era
sospechosa, y más todavía en aquellos instantes. Vale que el lugar era de común
bastante desangelado de por sí. Vale que se vaciaba aún más cuando se olía la
presencia de algún “pitufo”, y la verdad es que para eso tenían un olfato de lince.
Pero esto… ni un alma en las calles. Ni un ama de casa tendiendo la ropa. Ni un
jubilado comprando el pan. Aquello sonaba a la paz que precede la entrada a los
cementerios. Tan sólo hubiera faltado el típico arbusto siendo barrido por el
viento, como ocurre en los viejos pueblos del Oeste. Pero el capitán de la
tropa no podía dar sensación de miedo ante sus hombres, así que ordenó avanzar.
Y avanzar, y avanzar, y avanzar. Y aquello parecía tranquilo. Por un momento
parecía que la cosa había funcionado. Así hasta que empezó a caer la lluvia.
Sólo
que en vez de agua, fue de cerámica, metal y madera.
Cacerolas, tenedores, platos de barro, tostadoras, cuencos y clavijas; macetas cargadas de tierras, jarras llenas de agua, y botellas rellenas de aceite de oliva. Todo un repertorio entero de cocina le empezó a caer a los grupos de asalto desde arriba, desde las ventanas abiertas de los edificios de uno o dos pisos que dejaban un hueco para el cielo bajo el sol iluminado que ahora se oscurecía ante los ojos de los policías ante la batería de instrumentos con los que se hubieran podido cocinar un menú completo de banquete con postre y dos platos, más una riada de cubertería, de no ser porque les estaba golpeando encima de sus cabezas. Nadie pudo aclarar si aquella idea se le había ocurrido a los gaditanos espontáneamente o si en cambio alguien les sopló que sus antepasados lo habían hecho en su día hace doscientos años cuando por aquellas mismas calles entraron –con intenciones bastante idénticas- los soldados franceses napoleónicos (en verdad, aquel acontecimiento histórico ocurrió en un barrio de Málaga: pero, cuando se trata de malmeter para pegarse, ser fiel a la realidad se trata únicamente de una opción). El caso es que poco importaba: el barrio había emitido su dictamen y los policías se vieron obligados a largarse tan rápido como se lo permitieron las piernas. Mucho se discutió en días posteriores sobre lo que habían sentido en bloque los habitantes individuales de aquellas casuchas que a duras penas podían denominarse viviendas. Lo cierto es que el barrio siempre ha tendido a proteger a los suyos, incluso aunque en muchas ocasiones sean culpables (y especialmente, en ocasiones, cuando saben que los suyos son culpables). Pero aquello de cargarle el mochuelo al barrio, en general, cuando estaba claro que gente normal y corriente no había podido hacer esto, les resultaba no sólo absurdo e incongruente sino que además -y después de tanto trabajador despedido, de tanto inquilino desahuciado, de tanto jubilado que sostenía con su efímera pensión a la familia para intentar que al menos los más jóvenes tuvieran la oportunidad de salir del barrio-, aquello les sonaba francamente injusto y hasta macabro. Y por una vez el barrio, que lo había soportado todo demasiado adormilado y sometido hasta la fecha, había dicho basta y había decidido reaccionar. Nadie supo si era verdad que era alguien del Cerro el que había cometido aquel delito por el que se les invadía. Pero poco importaba: para lo sucesivo, era como si lo hubiera hecho, porque el responsable sabía que en el barrio siempre tenía refugio, y que como miembro del tal se podía considerar. Por primera vez en mucho tiempo, pudo decirse claramente aquello de que, de manera oficial, esa pequeña región del mundo se había convertido en zona tomada, independientemente de los órganos de decisión oficiales de la ciudad, de la provincia, del país o de la Unión Europea. El asunto de la roca sagrada quedó en suspenso, mientras ésta se marchaba de vuelta a su tierra junto con sus nietos sudamericanos. Y un rumor cada vez más insistente recorrió la atmósfera: había de verdad un héroe en el barrio. Nadie sabía quién era y todo el mundo se miraba receloso con una mezcla de intriga y desconfianza, preguntándose cuál de sus convecinos sería (en tono cariñoso) “aquel maldito cabrón”. Pero por encima de aquello, flotaba por el ambiente una –por novedosa- desconcertante sensación: el desconocido y sutil aroma, que hacía tanto tiempo que parecía desaparecido del barrio, que emitía el aliento de la esperanza. Un olor que se habían encontrado demasiado tiempo añorando, y que ahora se iban a empeñar con toda intensidad en volver a respirar.
¿CONTINUARÁ...?