lunes, 23 de septiembre de 2019

El relato de septiembre: "Tocata y fuga".


Tocata y fuga

            Llegó para quedarse seis meses, y lleva allí más de cuarenta y seis años.

            El preso XXXX (no mencionaremos su nombre, por respeto al anonimato), número de ficha 5362203, continúa todavía entre rejas. A estas alturas, ya nadie recuerda por qué crimen vino a parar aquí. Unos dicen que por robo, otros, en cambio, que por algún otro tipo de delito menor. Ya nada importa.

            Hoy todos le conocen como el rey de las fugas.

            Desde su cuartel general, una oscura y diminuta celda de tres por tres metros, su mente trabaja de nuevo. Los pequeños mecanismos (que, como la maquinaria de un reloj, se apoyan el uno en el otro, favoreciendo el tic-tac final del conjunto, como si todo lo que hubiera detrás no importase, cuando el mismo movimiento, en realidad, es mucho más importante que el resultado) se ponen otra vez en marcha. Y aunque tan sólo sea en realidad una sencilla celda de una recóndita penitenciaría, enclavada en algún lugar en el extrarradio de cualquier lóbrega y ceniza ciudad, aquello se transforma en la tienda improvisada por Napoleón en Austerlitz, en el tugurio destartalado donde se gestó el Gran Robo del Tren, en aquel laboratorio debajo de un campo abandonado de fútbol donde se ideó la bomba atómica. Porque en ese momento, el tiempo se para, el mundo se detiene, y sólo existe un lugar, y objetivo: salir de la ciudadela. Paradójicamente, y a pesar de lo mucho que algunas personas necesitan entrar en algunos sitios, algunas, en cambio, desean desesperadamente salir. Qué mal repartido está el mundo.

            En el comedor, entre el resto de sus compañeros, se reparten apuestas sobre cómo será el próximo intento: si por tierra, por mar (de hecho, una vez acabó inundando de agua toda la lavandería, y salió de ella arrastrado por un chorro de agua que inhabilitó el comedor durante meses), o por aire como las aves, estrategia que aunque menos accesible, se ha utilizado una o dos veces. Los guardianes, aunque oficialmente se quejan y protestan de forma airada por este tipo de fugas, que les meten en toda clase de follones y descalabros inciertos, en el fondo, muy en el fondo (y sobre todo, a escondidas), participan también en la porra, y elucubran divagaciones, entre risitas, sobre cuál será el próximo movimiento en esta interminable partida de ajedrez que tiene al alcaide de cabeza, hasta tal punto que no tolera la mención del nombre del preso en su presencia, individuo al cual, por muchos regímenes de castigo y coartación de libertades que se le impongan, nunca consigue doblegar. Todo es cuestión, al final, de quien acabe ganando. El alcaide parece llevar siempre la delantera: pero la amenaza constante, continua, de la derrota, hace que se le indigeste y no la sea capaz de administrar a gusto.

            Pero, sobre todo, para los recién llegados –los cuales nada más preguntan, hacen que se forme un coro a su alrededor, de personas, y de historias, de movimientos de manos y exageraciones, exaltando, “han sido mil, no, mil quinientas”, y el agujero fue así de grande, y el ácido todavía más fuerte-, pues bien, para los recién llegados, siempre está sobrevolando la mente la misma pregunta: por qué. Por qué un hombre que, con un mínimo de paciencia, hubiera salido en seguida de prisión, se ha empeñado, a fuerza de contravenir las normas, en convertirse ya en un anciano que va a acabar derrochando la mayor aparte de su vida entre salidas al patio y estancias interminables en las celdas de castigo.

            La respuesta: nadie la sabe. Teorías, sin embargo, hay para todos los gustos. Unos dicen que es por una promesa que le hizo a un compañero que murió durante su primera fuga –cómplice que nadie sabe si existió a ciencia cierta, y que ya ha entrado de una manera u otra en el terreno de la leyenda-. Otros afirman, en cambio, que se debe a una extraña enfermedad, que los psicólogos de la prisión no han sabido determinar, a pesar de toda clase de pruebas y mediciones antropométricas; y los más cínicos prefieren apuntar a que en realidad nuestro hombre, sin oficio conocido antes de entrar en la prisión, se encontraría perdido, desamparado, fuera de ella, y que en cambio de esta solfa, con una tremenda popularidad fuera y dentro de las celdas, es un personaje respetado, hasta venerado incluso, que ha sabido labrarse su hueco, y su cuota de felicidad. Hay quien dice, más agresivo incluso, que sin alguna vez saliera de prisión, comenzaría a temblar de miedo y pena, y daría golpes contra la puerta para que le dejaran volver a entrar. Aunque esta versión no suele entusiasmarle a los presos, muchos de los cuales son conscientes de que, cuando imaginan el túnel de luz al final del cual se sitúa la libertad -más allá de una rutina a la que se han acostumbrado y en la que han logrado ubicar una utilidad y una función-, no hallan consuelo y esperanza: sino tan sólo un vacío, un abismo carente de sentido, y una profunda angustia vital...

            (A tales contradicciones conduce la vida: y de esta manera transforma la cárcel a los hombres, haciendo que los matones más duros e independientes se conviertan en mantequilla, y sollocen como chiquillos, cuando afrontan años después, con el mundo entero en contra, el tener que volver a empezar... un proceso que, la primera vez, ya salió mal).

            Pero probablemente la hipótesis más correcta –que no la más difundida-, la que más se ajuste a la realidad de nuestro preso, sea la que enunció un día un novato, de gafitas redondas y cara de alelado, al que trasladaron de cárcel cuando llevaba tan sólo unos pocos días, y a quien nadie (ni tampoco a su teoría) volvió a ver: y es que al preso 5362203, de nada le vale esperar.

            Podría haber estado seis meses, sí. Seis meses mano sobre mano, simplemente suspirando, y le hubieran abierto las puertas de prisión, y se hubiera plantado allí, libre, ufano, con toda una atmósfera que explorar como si se tratara de un pájaro... salvo porque no tendría alas. Podría haber aguardado, tal vez sí, pero esos seis meses, sin poder hacer nada, más que dejar pasar su destino, hubieran sido para él angustiantes, catatónicos, castrados de sentido y aún de sabor y de gusto, restrictivos de corazón y de alma: los filetes le hubieran sabido a ceniza, las páginas de los libros (que leería en su resignada celda) se le antojarían cubiertas de cuchillas. En cambio, mientras pensaba en la fuga, todo ello se olvidaba en su cabeza: tan sólo estaba presente un objetivo, un único propósito al cual por encima de todas las cosas estaba dispuesto a llegar. Y así, todos los libros eran el Conde de Montecristo, todas las sábanas un eventual modo de escape, cada uno de los presidiarios, en lugar de simples transeúntes con los que sobrellevar el día a día, un nada improbable compañero de fuga. Y de esta manera, las cosas escondían una causa, una lógica y una direccionalidad: la vida tenía un principio, un alfa y un omega, orientados todos ellos hacia una empresa final. Y aunque como consecuencia había alargado sensiblemente la pena, esta condena, por muy larga que fuera, no era ni mucho menos tan terrible como la otra, ante la cual, por no sufrirla, se había arriesgado a pecar...

            Hay cosas que no se entienden. Modos de pensar, que son particulares de cada uno, y en los que, por mucho que lo intentemos, nunca nos podremos implicar. El hombre es tan variado como lo son las diferencias entre los granos de un campo de arroz... Asemejan todos iguales: pero de ser así no latiría, con esa energía, su intensidad por transmitir (por encima de otros) la vida a su descendencia, y su pasión por ascender, a pesar de su pequeñez, hasta el cielo...

            Y mientras le relatamos esta historia, un viejo de más de sesenta años, continúa planeando, una vez más, su golpe maestro. Esperando que esta vez, consiga salir...

            ¿Y qué hará cuando salga?

            Eso no le importa: ya lo planeará cuando llegue. Lo único importante ahora es disfrutar...

domingo, 15 de septiembre de 2019

La historia real de septiembre: unos cuantos apuntes acerca de la primera vuelta al mundo

Muchos habréis escuchado a lo largo de los últimos meses cómo se suceden los homenajes a la primera vuelta al mundo, de la que se conmemora este mes el quinto centenario. Da la casualidad de que he tenido la oportunidad de pasarme por algunos de los lugares que dicha expedición (encabezada primero por Magallanes y rematada por Elcano) atravesó en su largo periplo, y también se ha dado la circunstancia de que han llegado a mi entorno ciertos libros que entran en detalle acerca de este episodio. Sin duda, conoceréis los conceptos generales alrededor del mismo, pero existen algunos pormenores los cuales, por azares del destino, no parecen ser muy conocidos entre el gran público, aunque creo a unos cuantos os pueden resultar de gran interés. Aunque sea, tan solo, porque así me lo han parecido a mí.


Magallanes y Elcano, extraído de este enlace

Para empezar, comencemos con las motivaciones. Aquí os recomiendo un libro de Jack Turner cuyo título es ilustrativo sobre el origen de todo el proceso: "Las especias". Sin frigoríficos ni medios de conservar los alimentos, los europeos tenían que recurrir a las especias para -aparte de dar sabor a las comidas- que los manjares a su mesa les duraran unos cuantos días más y no se les pudrieran en sus despensas. Entre estas partículas mágicas, se hallaban pequeños milagros en forma de polvos y hierbas como el clavo, la pimienta o la nuez moscada. La mayor parte de ellas, procedentes de las partes no comestibles de las plantas, con funciones defensivas que explican el sabor picante y también algunas de las propiedades medicinales que se les atribuyen. El problema es que nadie sabía a ciencia cierta de dónde venían. Teólogos y filósofos proclamaban que eran originarias del paraíso, transportadas a través de los grandes ríos (entre ellos el Nilo, el Ganges, el Tigris y el Eúfrates). En términos prácticos, sin embargo, las especias llegaban a Europa a través de Constantinopla, desde los venecianos y otros mercaderes italianos se hacían de oro como intermediarios de tan pingüe negocio. ¿Pero qué había más allá de Constantinopla? Una serie de reinos casi míticos, descritos en su día por Marco Polo: Catay (hoy denominada China), Cipango (Japón), la India. Y algunos incluso más legendarios que reales: el reino de Saba, el de Preste Juan, lugares donde individuos con cabeza de perro convivían con otros que caminaban cabeza abajo. Pero entre los europeos y los habitantes del país de las especias, multitud de pueblos, muchos de ellos musulmanes, en hostilidad permanente con los cristianos (particularmente desde las cruzadas), y que también se llevaban su tajada en el comercio de aquel oro verde, marrón, rojo o anaranjado, pues colorido y variado era el aspectos de estos preciados polvos y fragmentos vegetales de propiedades y nacimiento casi mágicos.

El problema era que tanto intermediario encarecía el precio de las especias y, por eso, nada más la tecnología de la navegación empezó a evolucionar un poco, algunos tuvieron la idea de utilizar el mar como una ruta más sencilla para comprarle tan preciados artículos directamente a los productores. El primero en intentarlo fue Colón, quien, con cálculos erróneos sobre las dimensiones de la Tierra, creía que podía llegar a los países donde crecían las especias en poco tiempo. Las previsiones le fallaron (de hecho, le mentía a su impaciente tripulación, haciéndoles pensar que habían recorrido menos trayecto del que realmente habían navegado) pero, durante el error con resultados más prósperos de la historia, consiguió llegar a un nuevo continente, que más tarde se conoció como América. Sólo que Colón no lo sabía, y su expedición no se consideró ni mucho menos exitosa, porque el navegante a cargo no fue capaz de encontrar especias. No obstante, aquel mismo marino que jamás aclaró su país de procedencia, y que había mentido a su tripulación a lo largo camino, volvió a abrir el cajón de los embustes, y trajo a España supuestas "especias" que no se parecían en nada a las originales, pero cuya diferencia justificaba el Almirante por haberlas recogido de forma inadecuada o en un estado incorrecto de maduración. Colón se había equivocado al buscar el país de las especias: él había encontrado algo mejor, un nuevo mundo. Claro que sus contemporáneos no vieron igual el proyecto, que consideraron un fiasco: ni las tristes piñas que Colón trajo de sus viajes (el inicio de una larga lista de frutas y verduras que aportaría, a la dieta de los europeos, el Nuevo Mundo) consiguieron disimular el sabor del fracaso.

Los que en cambio tuvieron más suerte fueron los portugueses: Vasco de Gama rodeó África y atracó en la India, donde desembarcaron a un pobre marinero que se empleó como conejillo de Indias para que se aventurara en un mundo desconocido donde lo más probable que le esperaba era la muerte. Allí, en la urbe de Malabar, la ciudad al pie de las montañas de donde se extraía la pimienta, el desventurado cabeza de turco portugués se tropezó con mercaderes indios, árabes, y hasta un par de italianos que se quedaron pasmados al contemplar un europeo y le preguntaron qué demonios hacía allí. Las negociaciones que se iniciaron desde aquel mismo momento fueron difíciles, pero se pusieron más sencillas para los portugueses en cuanto sacaron las armas y cañonearon aquellas ciudades que se oponían a venderles los productos que necesitaban al precio deseado. En poco tiempo, los lusos tuvieron bajo su mando las principales localizaciones de las especias, empezando por Malabar y también por las lejanas y difíciles de hallar islas Molucas: las del norte (único lugar del mundo de donde se obtenía el clavo) y las del sur (el punto exclusivo donde localizar la nuez moscada). La felicidad portuguesa era máxima, y eso se manifestaba especialmente en las cartas que el rey luso enviaba a su suegro Fernando el Católico, presumiendo de las especias que había encontrado, las cuales destacaban más al contrastarla con el exiguo tesoro obtenido por Colón. Aún así, y en el largo plazo, tampoco tenía el rey desde Lisboa motivos para enorgullecerse demasiado: el dominio portugués sería escasamente efectivo (con barcos extranjeros y locales tratando de saltarse todo lo posible su monopolio) y no se obtendrían de verdad unos jugosos beneficios de las nuevas regiones descubiertas hasta que no se las apropiaran los holandeses durante el siguiente siglo . Pero aquí es donde empezamos a entrar en el meollo de nuestra historia.

Visto que había dos imperios católicos en pugna por el control de los nuevos territorios adonde habían llegado los exploradores, España y Portugal le pidieron arbitrio al papa Alejandro VI (por cierto, perteneciente a la familia Borgia) para establecer qué lugares le correspondían a cada uno. El Papa decretó entonces emplear un meridiano para delimitar dos zonas de influencia: un lado (el oeste, al que correspondería a la mayor parte de lo que hoy es la América hispana) le correspondería a los españoles, mientras que el otro, el este (que abarcaría buena parte Asia y, por casualidad, incluía una porción del nuevo continente que constituiría el germen de Brasil) era portugués. El problema (aparte de que ambas naciones estaban dispuestas a saltarse a su conveniencia el acuerdo y, en el caso de Francia o Inglaterra, directamente a no aceptarlo) era que, sin instrumentos de medida adecuados, era muy difícil distinguir por dónde pasaba el meridiano por el otro lado, en lo que se refería a la zona asiática. Por lo tanto, ¿las Molucas (hoy situadas en lo que conocemos como Indonesia) eran españolas o portuguesas? Había un portugués que tenía sus dudas. Se llamaba Magallanes: había estado destinado en la India, y sólo conocía las Molucas por referencias. Cuando volvió a la corte portuguesa, descubrió que su larga estancia en tierras orientales le había impedido medrar lo suficiente en la corte real  como para que sus proyectos fueran tenidos en cuenta. Él, de hecho, tenía una idea en ciernes, y era que, con lo lejos que se encontraban las Molucas, quizás fuera más fácil llegar por el otro lado, navegando siempre al Oeste. Magallanes, como Colón, también manejaba unas dimensiones incorrectas de la Tierra y pensaba que, después de América (a través de la cual debería de haber un paso marítimo que permitiera continuar al otro lado) había un recorrido de pocos días hasta llegar a las islas de las especias. Como sus planes no fueron tenidos en cuenta en su propio país, decidió vender sus servicios al bando contrario: se marchó a España y se lo propuso al rey Carlos I. Éste tampoco sabía a ciencia cierta si las Molucas eran portuguesas o españolas. Pero, ante la posibilidad de un fructífero negocio a cambio de arriesgar unos pocos barcos, ¿por qué no intentarlo?

                            
Reparto del mundo entre España y Portugal según el tratado de Tordesillas (1494, posteriormente renegociado). Como puede verse, las Molucas pertenecían oficialmente a la zona portuguesa. Extraído de aquí.

La travesía, sin embargo, estuvo lejos de ser el paseo triunfal que hubieran deseado todos. Partieron cinco bajeles, cuatro de los cuales fueron desapareciendo a lo largo del periplo (uno de ellos, de hecho, fue abandonado porque las sucesivas muertes entre la tripulación hacían imposible controlar todos los navíos). Después de cruzar el océano Atlántico, lo primero que les costó fue encontrar el supuesto paso por el que atravesar el continente americano. Lo intentaron varias veces por brechas en la costa donde al final hallaron agua dulce, deduciendo que en realidad eran ríos. Tuvieron que bajar tan al sur que Magallanes encontró pingüinos -una especie de este animal lleva su nombre-, en lo cual emuló a Colón, quien supuestamente había descubierto en sus viajes sirenas (ahora se cree que se trataba de elefantes marinos: eso explica también que Colón escribiera en su diario que las sirenas que no eran ni mucho menos tan bellas que como se describían en la mitología). Finalmente, la expedición localizó un hueco, el llamado paso de Magallanes, que consiste en uno de los múltiples caminos dentro del laberinto formado por islas en la zona que hoy conocemos Tierra de Fuego, y que se denominó así porque la costa, de noche, estaba poblada de hogueras que intimidaron a los hombres de Magallanes. Hoy sabemos que se debía a que allí vivían varias tribus nativas (entre ellos los selknam y los yamaná) que habían hecho del manejo del fuego la mejor manera de supervivencia -tanto que podían hacer hogueras sobre la superficie de sus barcas, y que ni siquiera llevaban ropa encima, sino una capa de grasa de animal que les protegía del frío cuando nadaban-, y que más tarde interaccionarían con los exploradores ingleses que se atrevieron a viajar por allí, entre ellos un escandalizado Charles Darwin. Pero esa es otra historia y merece ser contada en otra ocasión.

Fue sin embargo antes, en la costa atlántica de Argentina, a la altura de la hostil Patagonia, donde tuvo lugar la primera rebelión abierta contra Magallanes, ante las inclementes condiciones del viaje, a lo cual no ayudaba la testarudez que en ocasiones manifestaba el líder de la expedición. La revuelta fracasó, y los líderes de la misma fueron condenados a quedarse en aquella inhóspita región, expuestos a lo que quisieran hacer de ellos los indígenas. Otros marinos, en cambio, fueron perdonados. Entre ellos, había un vasco denominado Juan Sebastián Elcano, más tarde imprescindible en el desenlace de esta historia.

Una vez cruzado el estrecho de Magallanes (años más tarde, otros descubrirían rutas alternativas para dirigirse del Atlántico al Pacífico: el corsario Sir Francis Drake a través del paso que lleva su nombre; el capitán Fitzroy por el canal que bautizó como su barco, el Beagle, el mismo que tiempo después transportó a Darwin), se abrió una zona de mar que, después de las tormentas padecidas en las siempre turbulentas aguas de Tierra de Fuego, a los viajeros les debió parecer un plácido estanque. Por eso quizás lo denominaron Pacífico. A partir de allí, según los cálculos de Magallanes, sólo debían de transcurrir dos o tres días hasta llegar a las Molucas. Atravesaron por el contrario un océano que ocupa la mitad de la Tierra y, claro, llegaron la enfermedad y el hambre. Buena parte de los expedicionarios fallecieron durante aquel período.

No obstante, la fortuna favoreció temporalmente a los hombres de Magallanes, que tocaron tierra en la isla de Bohol, de la cual, como de otros lugares del archipiélago filipino, hemos hablado en anteriores ocasiones. En la isla de Bohol, dicen las crónicas, en una de las playas, se firma el primer pacto de colaboración y paz entre la raza blanca y las razas marrones/nativas/aborígenes/indígenas/como queráis llamarlas (en resumen: no blancas). Lo cierto es que el primer contacto con los nativos parece amistoso. Los exploradores se trasladan a la cercana isla de Cebú, donde toman contacto con las autoridades locales. Allí, hacen amistad con el rey de la isla y le regalan a la reina una talla de un niño Jesús con el que, se cuenta, la reina jugaba como si se tratara de una muñeca (hoy se denomina "el Santo Niño", y es objeto de peregrinación desde todas las regiones de la católica Filipinas). 

Pero de repente, las cosas empiezan a torcerse. No sé sabe muy bien cómo, el rey de Cebú se lleva a los viajeros a la cercana isla de Mactán, probablemente porque creía que, ahora que tenía a estos soldados de su parte, podía arreglar viejas cuentas con un viejo enemigo, el jefe de tribu Lapu-Lapu, dueño y señor de aquella isla donde hoy se planta un aeropuerto. Bien sea porque Lapu-Lapu desconfiaba de los recién llegados, o porque éstos llegaban acompañando a un rival, éste se enfrentó desde un primer momento a los españoles, que se vieron atrapados en una guerra que no les iba ni les venía. A pesar de las mortíferas armas de fuego españolas, los hombres de Lapu-Lapu eran muchos, y tuvo lugar una carnicería donde resultaron muertos muchos de los navegantes, incluyendo el propio Magallanes. Sobre la suerte del mismo, hay discusiones: existe una cruz levantada por los españoles donde el líder de la expedición cayó y, más o menos "a una lanzada de distancia" (la frase es de la guía Lonely Planet), los filipinos alzaron una estatua con la efigie del aguerrido y musculoso Lapu-Lapu, el hombre que supuestamente se la arrojó, y que hoy es considerado como el primer héroe nacional filipino. No obstante, crónicas más certeras afirmaron que fueron varios los indígenas que trataron de ensartar a Magallanes con sus armas, y que de ellos acertaron dos que no incluían al líder (como vemos, parece que las tradiciones tanto de emplear a los extranjeros para los conflictos internos, como de alterar la historia para ensalzar al líder, no son exclusivamente occidentales). Otro motivo de polémica podemos encontrarlo en las últimas palabras que suelta Magallanes mientras sus compañeros salen corriendo hacia la playa para tomar los barcos, dejándole abandonado a su suerte: mientras que los relatos del tiempo dicen que Magallanes les exhortó a marcharse y les deseó buena suerte en su viaje, yo veo más realista imaginárselo lanzando imprecaciones tanto en portugués como en español, maldiciéndoles en todas las lenguas posibles.

El viaje prosigue, con sucesivos cambios de jefe de la expedición conforme la muerte o la desdicha van cebándose sobre los agraciados. No obstante, por fin algo de éxito: los españoles llegan a las Molucas del Norte y se instalan en una de las islas, venciendo a la débil guarnición portuguesa. Cargan sus bodegas de la valiosa especia conocida como clavo, demostrando que se puede llegar a las Molucas por esta vía (aunque a qué precio), y obteniendo un lujoso cargamento que vender para rentabilizar la expedición. A partir de ahí, hay que tomar decisiones acerca de cómo volver: un barco que necesita quedarse un tiempo en tierra para realizar reparaciones opta por retornar a través de la ruta originaria de vuelta a España. Sin embargo, explosivas tormentas en el otrora benefactor Pacífico les obligan a dar marcha atrás, de nuevo hacia unas islas Molucas donde ya los portugueses han tomado cartas en el asunto, poniendo en marcha la medidas para capturar a los españoles que allí permanecían y encerrándolos para recuperar el control de la isla. Los más afortunados de este grupo tardaron muchos años en volver a España.

La otra parte de la expedición realiza un fatigoso camino bordeando Asia y África hasta desembarcar en Sanlúcar de Barrameda casi tres años después de su inicio. En medio, han perdido más de doscientos hombres (sólo volvieron dieciocho de los 239 originales). El beneficio económico de la expedición no fue excesivo. Si descuentas los sueldos que no hubo que pagar a los muertos, las pérdidas materiales y demás imprevistos, la expedición salió rentable por muy poco, y todo eso gracias al clavo que la nave sobreviviente, la Victoria, llevaba en sus bodegas, una ínfima muestra de la riqueza que se podía llegar a lograr. Pero no podía terminarse el viaje sin un nuevo infortunio: el rey español Carlos I decide que no quiere meterse en una complicada dinámica sobre si las Molucas son o no españolas, y decide negociar con los portugueses para renunciar definitivamente a ellas a cambio de una suma con la que pagará su inminente boda. Los asesores del rey que, tiempo ha, habían apoyado el proyecto de Magallanes, se llevan las manos a la cabeza: la suma que recibirá el reino por la transacción sería (calculan) el equivalente a los beneficios que les proporcionarían las Molucas durante sólo diez años, y encima serán dilapidados en festejos reales. Parece que casi todos los esfuerzos han sido en vano, y eso que la tan dificultosa meta fue a pesar de todo conseguida.

No obstante, la aventura traería otras consecuencias consigo. Además de ser la primera demostración fehaciente de la esfericidad de la Tierra (se acabó el "aquí hay dragones" y las cascadas interminables del fin del mundo en la mitología), el descubrimiento de Filipinas llevaría a la posterior colonización de la que constituiría una excelente base de operaciones para el comercio con Asia, y el llamado galeón de Manila llevaría periódicamente a España toda clase de productos procedentes del sudeste asiático (entre otros, el famoso mantón de Manila, de origen chino). De la suerte de los expedicionarios, sobre quien más conocemosmos es de Elcano, que se hizo grabar como lema, en su escudo de armas, de "El primero que me dio la vuelta" (acompañado de un globo terráqueo), pero su empeño en conseguir de Carlos I una pensión vitalicia en pago por ese logro nunca fue recompensado. Aunque hubo otros barcos que dieron la vuelta al mundo, la falta de motivaciones prácticas provocó que ningún otro navío español lo volviera intentar a corto plazo, al menos a propósito. Hubo que esperar hasta el siglo XIX, en que la fragata Numancia se dirigió, vía Atlántico, hacia la República de Perú, donde unas tensiones diplomáticas absurdas con el embajador implicaron a la Numancia en medio de una estúpida guerra en la que tenía todas las de perder. Enemistada tanto con Perú como con Chile, las naciones que tenía que rodear, decidió volver por el Pacífico para un viaje para la cual no estaba preparada y sufrió el hambre y la desolación, como describió en una de sus novelas ejemplares Pérez Galdós. Pero ésta también es otra historia distinta, que deberá ser contada en otra ocasión.

lunes, 9 de septiembre de 2019

La historia corta de septiembre: Dedicadas a Eduardo Galeano (VIII).

               Era un hombre de estrictas rutinas: nada más empezar el día, su café, su tostada, y su periódico.

            Pero un día, cuando se encontraba con todo dispuesto, abrió el periódico, y se encontró que todas las páginas, salvo la portada, estaban en blanco.

            Había habido un error de imprenta. Pero como buen administrativo, lo debía rellenar todo, absolutamente todo. Así que empezó a completar las páginas con las noticias que a él le hubieran gustado que ocurrieran.

            Aquel día, llovieron ranas en Cuenca; una pareja de novios se reconcilió; bajó el precio de la gasolina.

lunes, 2 de septiembre de 2019

El libro de septiembre: "La revolución de la luna", Andrea Camilleri


El recientemente fallecido Andrea Camilleri fue sobre todo conocido por la creación del comisario Montalbano, homenaje al escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán (cuánto le echamos de menos) y a su célebre personaje, el detective Carvalho. Montalbano, respecto a su homólogo gallego residente en Barcelona, tenía varias cosas en común: en primer lugar, una desmedida afición por la cocina (especialmente en su vertiente local, degustando arancini, canoli, boquerones y mariscos variados cada vez que se le presentaba la ocasión). Y, como segundo punto a anotar, una capacidad innata para captar los aspectos más oscuros del hombre a través los crímenes que se producen en su entorno, los cuales constituyen un reflejo de la sociedad y problemática local, factor que, hablando de Sicilia, es decir mucho. Montalbano se ha enfrentado a la mafia, a los que pretenden barrer sus delitos debajo de la alfombra de la mafia, a los políticos corruptos, a los periodistas comprados, y también a las bajas pasiones humanas (codicia, amor y sexo incluidos) que se pueden encontrar en cada individuo. De Montalbano se publicaron -y se publicarán, pues por lo visto la pasión por escribir de Camilleri era compulsiva- decenas de libros y relatos, de los cuales os puedo recomendar alguno: "El olor de la noche" (con un curioso juego literario basado en un relato de Faulkner), "La paciencia de la araña", "Un nido de víboras", "El ladrón de meriendas", "La forma del agua", etcétera, etcétera. Pero Camilleri también escribió otros libros que no tenían nada que ver con Montalbano y que ni siquiera pertenecían misterio. Entre otros, "La revolución de la luna", que tuve la oportunidad de leer en un viaje a Sicilia, ya que no pude encontrar mejor ocasión.

"La revolución de la luna" se basa en un hecho real, aunque Camilleri lo adapta para consagrarlo a sus propósitos. En la época en que en España reinaba Carlos II, Sicilia estaba sometida bajo el dominio español, quien tenía a un virrey al cargo para que organizara el territorio. El virrey, sin embargo, contaba relativamente con poco peso político, pues los virreyes van y vienen, y los nobles locales, obispos, etc, permanecían día tras día, haciendo y deshaciendo a su antojo, consiguiendo de variadas maneras llegar a acuerdos con el virrey, o directamente estafarlo. Un día, el virrey muere y, por una serie de carambolas, es su mujer la que hereda el puesto. A partir de ahora, esta mujer va a revolucionar la forma de hacer las cosas en Sicilia, pero por supuesto no le van a faltar enemigos, a los que hará frente con mucho ingenuo, astucia, y unos cuantos y poderosos aliados.

Una breve anécdota histórica que habla sobre el poder, el feminismo, la admiración, el respecto, los personajes fuertes y la forma en que, de vez en cuando, los desposeídos pueden conseguir revertir la tendencia general y obtener de vez, de manera ocasional, una breve victoria. Recomendable para leer en Sicilia, o en casi cualquier sitio.

Posdata: en el de caso de que, por Camilleri, porque habéis viajado allí, o a causa de cualquier cosa, quedáis como yo también fascinados por Sicilia, podéis acercaros también a la isla a través de "Gotas de Sicilia", un conjunto de cuentos, historias y vivencias de Camilleri, ambientadas en su tierra natal. Disfrutadlas.