Los niños
del pueblo pagaban unos cuantos centavos por el permiso de escudriñar el fondo
de aquel ojo ausente de la vieja de la feria. No lo hacían sólo por espíritu
morboso, como cabía esperarse, ni tampoco para averiguar –como decía el
anuncio- su futuro en los ojos de la bruja. Lo hacían para palpar con
delicadeza aquellas innobles cicatrices, sintiendo en las puntas de sus dedos
la contradicción entre su frágil juventud y la muerte, como si por ello
pudieran anticipar cómo su lozano espíritu se troncharía un día, al igual que -bajo
el influjo de un dedo- lo hace una delicada brizna de hierba… Lo hacían, sobre
todo, para desentrañar todas las formas posibles en que podía rondarles la
Parca y, de esa manera, exprimir hasta el límite su cuerpo de superhéroes hasta
que éste ya no pudiera más y se partiera. Lo hacían para sentirse más vivos y,
de esa manera, sin apreciar cuán efímero era aquel preciado equilibrio que
tenían entre manos, correr presurosos hacia su autodestrucción. Y la función de
la bruja era, precisamente, ayudarles en su cometido…
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