lunes, 19 de octubre de 2020

Un relato por entregas: la vieja tradición de los folletines. "El ladrón entró por la página" (I)

En el siglo XIX, era común que una publicación periódica (frecuentemente un diario) publicara por entregas una determinada obra literaria. Los Miserables o El conde de Montecristo se hicieron famosas, entre otros motivos, porque se iban publicando por entregas, terminando cada capítulo en ocasiones en un momento dramático que no podría resolverse hasta la siguiente semana (reíros del concepto actual de cliffhanger), o con el riesgo de que la obra pudiera concluir en cualquier instante con un final abrupto o la muerte inesperada (el primero que inventó el recurso fue Dickens) del protagonista. A lo largo de las próximas semanas, vamos a retomar la tradición del folletín con un relato que expondremos en varios capítulos y que constituye, en sí mismo, una oda de amor a la literatura. Espero que os guste. Sin más preámbulos, el primer golpe viene con la primera frase:

El ladrón entró por la página.

 

                                                                       No puedo ser otra cosa más que literatura.

                                                                                               Frank Kafka.

 

            ¿Sabes cuando te has enganchado a un libro y no puedes parar?¿Cuando aprovechas cualquier momento, en cualquier lugar, en un descanso del trabajo, en la bañera, en la comida, literalmente, en cualquier parte? A mí me ha pasado un par de veces en la vida. Al fin y al cabo, soy un ávido lector. Pero como aquella vez, ninguna otra. Y eso que, extrañamente, el libro era un best-seller de éstos que hacen que los cimientos de las editoriales se vuelvan aún más sólidos, vamos, del tipo que no me suelen gustar. Por una vez, podía compartir con la gente, en el metro, por la calle, en el trabajo, las intrigas y nuevas aventuras del zorro de París, la serpiente de Venecia, el profanador del Cairo, tantos y tantos nombres para una sola persona, cuya auténtica identidad todos desconocíamos y que, para aquellos que nunca habían leído sus libros –que cada vez eran menos-, se trataba, simplemente, del ladrón del Ojo Dorado, denominado así por su primer y uno de los más espectaculares robos: un diamante de perfección exquisita, y de valor prácticamente incalculable, ubicado en Londres, hasta que una mano misteriosa, pero conocida por todos, lo arrebató de su lugar para aparecer, sorprendentemente, en el Museo Egipcio del Cairo, de donde, según el ladrón, nunca debería haber salido. Aquél era el enemigo al que los más afamados investigadores parecían querer enfrentarse: el héroe a quien todos idolatrábamos.

 

            El argumento de las, hasta ahora, siete novelas, era sencillo en principio: todo gira alrededor de un escenario decimonónico, fijado previamente antes de la partida por el Esbirro de Satán (como le llamaron los ofendidos heresiarcas de la secta Sisna de Moscú), a través de una carta a las autoridades. La carta, ya de inicio, ha aparecido de una manera misteriosa, que implica que el ladrón se ha introducido en el seno mismo de aquel lugar que pretende atacar. A partir de entonces, la policía, los responsables de museos, los coleccionistas privados, se ponen en guardia para tratar de responder al ataque del ladrón del Ojo Dorado, y proteger la valiosísima joya, diamante, colgante o corona que éste pretende robar. Es entonces cuando comienza una de las partes más emocionantes de la novela: entre el escepticismo, el temor, la arrogancia, la precaución, los sentimientos encontrados que despierta la oscura -pero palpable- amenaza se entrelazan con la vida de los auténticos protagonistas de la historia. Son los personajes arquetípicos de la novela romántica por excelencia: la mujer fatal, los enamorados, el detective implacable, el joven audaz, el millonario sin escrúpulos, y, al mismo tiempo, personajes que nunca hubieran encajado en un libro del siglo XIX: cómicos, pragmáticos, maquinantes, héroes sin sentido o villanos con buen corazón, todos ellos en un entramado de intriga, amor, misterios insondables del alma humana... La llegada del ladrón a sus vidas enfrenta al rico con el pobre, al hombre ético con el amoral; consigue, a través de extrañamente concatenadas –pero nunca casuales- aventuras, que el amor finalmente triunfe, o se difumine entre la niebla... Toda una epopeya, con dimensiones de tragedia griega, que finaliza con la llegada del ladrón, el cual, con métodos cada vez más inverosímiles y sencillamente geniales, consigue apoderarse del apreciado tesoro que anunció desde el prólogo que iba a robar. Los ya mencionados apelativos -zorro, serpiente, águila, rata-, bien ofensivos, bien admirativos, se referían en gran medida a los medios empleados por el ladrón, ora anunciados previamente –y aun así ejecutados-, ora inopinados, con sorprendentes hazañas y rocambolescas huidas. El ladrón nunca era atrapado, apenas era intuido; su silueta era lo que más se había podido atisbar: sólo una vez lo atraparon –y no era sino una parte más de su plan para escapar- y nadie había avistado jamás su rostro, oculto tras una máscara veneciana o un sombrero de ala ancha, embutido, además, en una oscura capa. El botín, mientras tanto, era robado la mayor parte de las veces a millonarios y coleccionistas de éxito, para los cuales dichos abalorios constituían mucho más que dinero; tesoros los cuales desaparecían para siempre, en la inmensidad de los tiempos, a causa de las artes del ladrón. A excepción, como dijimos, del primer libro, donde el Ojo Dorado acabó en manos de los egipcios, a los cuales les fue arrebatado anteriormente por los dominadores británicos. Aquel gesto de nobleza fue el que definitivamente le encumbró a la fama.

 

Él éxito, como pueden suponer ustedes, era rotundo. La salida del libro se veía precedida de ríos de tinta en todos los periódicos; se publicaban hipótesis sobre su título, se pretendía averiguar su final. La primera edición apenas duraba un par de días. En cuanto al autor, la editorial guardaba un estricto secreto sobre su identidad, según ellos, por ser una persona (ni tan siquiera revelaban el sexo) celosa de su intimidad; según otros, porque el misterio de la pluma que había detrás de las obras añadía aún más fuego al enigma, y aumentaba exponencialmente las ventas. De hecho, se habían propuesto muchas hipótesis: desde reconocidos autores hasta desconocidos que se habían proclamado como el auténtico genio creativo, esperando que el embuste atrajera, al menos, alguno de dinero a sus cuentas. A pesar de todas las teorías, el creador de tan maravillosas páginas seguía siendo desconocido... e infinitamente admirado, al mismo tiempo.

 

            ¿Qué era lo que hacía que todos nosotros nos sintiéramos tan atraídos por los libros de tan insólito personaje?¿Sería su misteriosa apariencia, el insondable drama que se escondía detrás de su figura, el desconocimiento absoluto que teníamos sobre él?¿Serían los personajes secundarios, que aparecían mucho más que el protagonista, y que eran representativos de cómo lo que podía haber constituido un folletín ligero y comercial se convertía en una novela profunda y significativa, de ésas que te dejan un poso en el alma y desgarros en el corazón?¿O sería la propia estructura de la obra, el argumento, los giros dramáticos, las sorpresas, los falsos enemigos, los héroes sin nombre? No se sabía. Mucho se había escrito sobre aquello. El caso era que a sus seguidores los veías por todas partes, desde el estudiante en el metro hasta el ama de casa en su sofá. Comenzaban a aparecer los primeros cursos universitarios sobre esta obra, la cual, a libro por año, iba atesorando un cada vez mayor número de impacientes lectores. Se decía que las sagas, a excepción de algún muy destacado caso infantil, habían muerto. Sin embargo, “El Ladrón del Ojo Dorado” rompió todos los esquemas. Surgieron miles de copias y plagios: pero sólo el original alcanzó una resonancia tal.

 

            A mí, personalmente, lo que me atraía de estas novelas eran -más que ninguna otra cosa- las sorprendentes maneras en que el ladrón, del que conocíamos tan poco, conseguía escapar de sus perseguidores. Eran métodos factibles, pero que, de puro sorprendentes e inesperados, se asemejaban imposibles para el lector, lo cual te dejaba, en tu interior, la sensación de que habías caído en la trampa de la misma forma que el resto de los personajes. Yo ya había comprado los siete libros, y me sentía tentado incluso de adquirir alguna de las prolongaciones que habían salido (tomando alguno de los personajes de los anteriores libros, y desarrollando su propia historia), cuando surgió el rumor acerca del octavo libro.

 

            Éste prometía ser la madre de todas las novelas. Se decía que rompería con todos los tópicos. Que revolucionaría las mismas bases de la teoría literaria. Después de leerlo, se suponía, nada volvería a ser igual. Exagerado o no, estaba claro que había que comprárselo. Cuando por fin salió a la venta, esperé impaciente un par de días, para intentar evitar las aglomeraciones del primer momento. Traté (todo lo que pude) no escuchar nada sobre el libro, ni siquiera los más nimios detalles. Finalmente, estaba allí, en mi casa. Y entonces, fue cuando los fenómenos extraordinarios empezaron a suceder.

 

            Yo tengo una costumbre particular: siempre leo en el mismo sillón del salón de mi casa, justo al lado de la mesa de cristal. No me gusta devorarme los libros del tirón, incluso aunque me encanten; prefiero dejarlos, saborear el momento; pensar en lo que ha sucedido en la narración, en lo que va a ocurrir; en los personajes, en qué significan para mí y para ellos mismos... Y dejo siempre el libro encima de la mesa de cristal, abierto por la última página, incluso aunque tenga que dañar ligeramente la pasta de la cubierta para que esto sea posible: como si el libro me invitara a seguir leyéndolo, como si me llamara, cual sirena tentando a Ulises. Sé que son hábitos extraños, pero cada uno tiene sus pequeñas rarezas. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y, además, hoy en día, cuesta tanto definir lo que es una persona normal, que no habría rocas suficientes para lapidarnos. En todo caso, esta costumbre podría haberme costado un disgusto. Sólo que eso aún no lo sabía.

 

            Como digo, abrí el libro, y comencé a leer, desde el principio. Era buenísimo; apenas pasadas unas páginas, ya supe que iba a ser el mejor de todos ellos; con diferencia, la novela más alucinante que había leído jamás. Pero, como digo, y a pesar de que las páginas me absorbían hacia el interior, decidí dejarlo. Además, eran ya las dos de la madrugada. Así que lo dejé encima de la mesa, abierto por la última página por la que me había quedado.

 

            Al día siguiente, me levanté. No me puse en marcha inmediatamente. Dejé que el suave influjo del libro me atrajese. Me preparé un fuerte desayuno. Era una mañana de domingo. Todo parecía estar dispuesto para una agradable lectura. Y entonces, miré a la puerta del frigorífico. Y hubo algo que eché en falta.

 

            Se trataba de una fotografía... una fotografía que tiene un cierto recuerdo especial para mí. De una chica que conocí hace mucho, con la que estuve durante un tiempo, tres años. Luego lo tuvimos que dejar: ella se marchó a Nueva York, yo me quedé aquí, en España. Pero, a pesar de la distancia, mantuvimos siempre una buena amistad; nos llamábamos de vez en cuando, y nos manteníamos, aun a miles de kilómetros, y con nuevas parejas de por medio, como una especie de amor platónico el uno del otro. Esa fotografía era de una de las primeras veces que fui a Nueva York a verla por vacaciones. Realizada con la Estatua de la Libertad de fondo, y firmada por ella misma. Pues esa fotografía, que había puesto en aquel sitio tan poco romántico, con el propósito de contemplarla cada vez que me levantase por las mañanas, no estaba allí.

 

            Y eso sí que era un misterio.

           

            Miré en el suelo, corrí el frigorífico del sitio, en los cajones... No estaba. Medité todas las posibilidades, por dónde podrían haberla dirigido al azar las corrientes de aire... Pero, cuanto más lo pensaba, más me convencía de que la fotografía no podía haber desaparecido sin una intervención humana. Así pues, sólo me quedaba una conclusión: alguien había entrado y me había robado.

 

            Revisé la casa en busca de pruebas. Intenté hacer un inventario de lo que me habían sustraído... pero no encontré nada sospechoso. Las tarjetas en su sitio, los objetos de más valor intactos. Lo único que había desaparecido era la fotografía. Lo cual era lo más extraño de todo: ¿por qué iba un ladrón a entrar en casa, y sólo llevarse una foto, por muy guapa que fuera la chica? Y otra pregunta: ¿cómo había entrado? Vivo en un sexto piso, tengo una puerta blindada, alarma conectada a la policía, nadie más tenía la llave del apartamento... ¿Había el ladrón evadido todas estas medidas de seguridad, como si fueran puertas transparentes?

 

            El cómo -ya supondrá el lector, dado el inicio de mi relato- llegué a relacionar este hecho con el Ladrón del Ojo Dorado tiene, al igual que todas las conclusiones bizarras a las que llegamos a lo largo de nuestra vida, un camino zigzagueante y tormentoso... No bastó con un solo hecho: se requirieron muchos más.

 

             Primero fue la fotografía. Luego, uno de mis libros favoritos, de filosofía, al que le tenía un cariño especial, porque me lo había entregado un profesor del Instituto con el que mantuve una gran amistad. Más adelante, una pequeña escultura que me habían cedido mis padres por mi cumpleaños, cuando era niño. Y después, una caja de música con ranitas danzarinas, que me regaló mi primer amor en un aniversario. No eran cosas valiosas: no darían un euro por ellas en el mercado. Y aun así, eran importantes. Importantes para mí. Determinaban momentos esenciales de mi vida, personas que habían significado mucho. Constituían una porción indispensable de mi existencia.

 

            Y estaban despareciendo.

 

            Instalé nuevas alarmas, y mandé instalar cámaras. Nada nuevo ocurrió. Seguían desvaneciéndose, poco a poco, regularmente, uno cada día, así hasta una semana. Hasta que aquello me inquietó tanto que dejé de leer el libro, y lo coloqué, cerrado, sobre un estante de mi biblioteca.

 

            Y, aquel día –o, al menos, así fue en apariencia- no desapareció nada.

 

            Primero lo atribuyes a que todo se ha detenido, y que puedes reiniciar tu vida normal. Comienzas a leer de nuevo. Vuelve a ocurrir. Y te intranquilizas. Y empiezas a repasar, mentalmente, si tiene algo que ver contigo, si hay algo que hagas o dejas de hacer que se relacione con estas idas y venidas. Y lo encuentras. Sólo hay un hecho común. Ocurre siempre que la última página del libro está abierta. La frase clarificadora, como un titular de periódico, flota instintivamente hacia la superficie de mi mente.

 

            El ladrón entró por la página.

 

            Extraño, ¿verdad?¿Por qué un hombre, aparentemente racional, inteligente, universitario, que jamás ha creído en curanderos, exorcistas, ateo para más inri, se va a creer que un ladrón imaginario está entrando en su casa, a través de las páginas de un libro, para robarle sus pequeñas y más sentimentales tonterías?¿Por qué iba yo a suponer nada semejante?

 

            Pero todos hemos vivido entre libros, y entre películas, y nos hemos planteado dilemas fascinantes: si es verdad, como dijo Platón, que la auténtica realidad se halla en otro lugar, del que nosotros tan sólo contemplamos las sombras; si es verdad que en realidad todo lo que vivimos es un sueño, que somos nosotros los únicos que existimos y que los demás están allí para representar su papel ante nosotros. ¿No es acaso cierto que todos nos hemos sentido angustiados ante los personajes de las películas que cuentan cómo algo fantástico les ha acontecido, y cómo nadie les cree, cómo nadie tiene la capacidad de creer...? Hemos vivido demasiadas cosas, a partir de historias contadas por los demás, como para no acabar creyendo que formaremos parte de una de ellas. Para algunos significa, incluso, una consecuencia lógica de la trayectoria vital.

 

            Somos lectores. Formamos un club aparte, pero no restringido, admitido a cualquier que se atreva a asomarse al vacío de las páginas del libro y, como dijo Nietzsche, permitir que el abismo nos devuelva la mirada. Somos coleccionistas de historias, de sentimientos, de miedos, de angustias, de gente que se viene y que se va, de personajes que han llegado a ser tan importantes en nuestras vidas como algunos de nuestros mejores amigos. Qué sería de los intrépidos sin D´Artagnan, de los tétricos sin Poe, de los dramáticos sin Flauvert; qué sería de los sudamericanos sin el realismo mágico, de los alemanes sin Fausto, de los rusos sin su guerra y sin su paz. ¿Viviríamos, acaso, pensando que todo es correcto si Bastián no hubiera salvado Fantasía? No; no podemos. Nos extendemos. Nos negamos a morir, por muchos Fahrenheit a los que pretendan carbonizarnos; y nos reproducimos, como hacen aquellos que, inspirados en las novelas de sus noches, deciden convertirse también en los miembros de ese club maldito que es de los escritores, el de los creadores de historias, los que, por mucho que les duela, acaban siendo mucho menos importantes que sus personajes. Somos insobornables; somos exigentes; somos ingobernables. Nos negamos a dejar de creer...

 

            ... y, por eso, estamos dispuestos a pensar muchas  tonterías.

 

            Por eso, aquella noche, no lo pude evitar. Al fin y al cabo, quien no ha soñado nunca, es que no le merece la pena haber vivido. Así pues, coloqué el libro encima de la mesa. Leí previamente un poquito, para atraer los demonios. Me senté en la cocina y me preparé, matando el tiempo con comida, mirando a través de las pantallas una de las cámaras enclavadas en el salón. Esperé.

 

            Tuve que hacerlo un par de horas.

 

            Pero, finalmente, dio sus frutos. Fue apenas un bizqueo, un guiño de ojos, pero, cuando había perdido la vista, volví a mirar...

 

            ... y allí estaba.

 

            Era tal y como me lo imaginaba. La misma silueta, sinuosa y eterna, alargándose a través de las sombras que reflejaban las tenues luces procedentes del exterior. Se movía con ligereza, con sigilosos, cuasi reptilianos movimientos. Me di cuenta de que no le había podido ver otras veces porque, anteriormente, había colocado el libro de una forma tal que no podían vislumbrarle las cámaras. Al fin y al cabo, quién iba a pensar que penetraría desde dentro. Pero allí se hallaba. Con la misma figura con que me lo había imaginado durante este tiempo. Ahora, estaba allí. Pero, esta vez, con un traje negro y un pasamontañas.

 

            Penetré en el salón. Él, entonces, como si todo hubiera sido calculado, se quitó el pasamontañas, y se mantuvo estático ante mí.

 

            Dio un paso al frente. Los refulgentes rayos lunares le iluminaron el rostro.

 

            La contemplé con fervor.


CONTINUARÁ...

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