Hoy es un día movidito. La ciudad está de fiesta.
Nuestro hombre lo nota. Cuando sube en el metro, a las [ruido
estremecedor del convoy al arrancar, no se escucha la hora exacta] y dos
minutos de la noche –es lo que tiene esta época del año, se hace de noche en
seguida; o no tanto; en fin, para aclararnos, más o menos el tiempo que tarda
en terminar el día–, con una pequeña maleta a un lado, las calles están llenas
de colorido y sabor. Gente vestida de variopintos disfraces, ataviada con
máscaras, matasuegras y accesorios de lo más estrafalario. Abundan las chicas y
chicos, jóvenes y no tan jóvenes; se exhiben con profusión el amarillo, el
rojo, el verde, el naranja, los olores tropicales, el sabor de las frutas
exóticas: todo, en definitiva, lo que nos haga olvidar por una noche que somos
nosotros mismos, y fingir, a veces de manera desesperada, que en realidad
consistimos en otra persona.
Mientras tanto, el oficinista se acuerda tan sólo de que le ha
echado un último repaso al salón de su casa, ha mirado los muebles que no va a
poder transportar consigo –es una pena, se dice,
pero no queda más remedio; en fin, no es una pérdida irreparable–, y ha apagado
las luces. Luego se ha marchado, no sin echar (la fuerza de la costumbre) los
tres cerrojos detrás de él.
De nuevo en el mundo exterior, el ambiente se ha activado más todavía.
Es increíble la de gente que ha llenado la calle en tan poco tiempo. Sigue siendo
de noche, pero casi parece que refulja el sol de mediodía. El metro se halla
atestado: suenan música, bailes, un tambor en el andén… El tren que el
oficinista ha tomado va además en dirección al centro, allá donde se encamina la
cabeza de esta serpiente (cuyas escamas son personas) tan gigantesca como
agitada, que circula en dirección al enclave principal de la apabullante y
fractal celebración, con gente inmóvil en sus asientos que, sin embargo se
siente desplazada hacia todos lados. <<También es mala suerte>>, se
lamenta nuestro protagonista: <<podría trabajar en un lugar menos
concurrido>>. Pero sabe que no sirve de nada quejarse. Hoy el metro
presenta el mismo olor a sudor reconcentrado y a marea humana de otros días, aunque
a nadie da la impresión de importarle: todos están demasiado atentos con que no
se rompan sus trajes, o con guiñarle un ojo a su acompañante para que así se
fije en él. Nuestro hombre, con la gabardina encima, ajustándose las gafas (se
las ha puesto, no tanto porque las necesite, sino porque cree -de manear
instintiva y un poco irracional- que, con ellas, como un Clark Kent cualquiera,
pasa más desapercibido), no pega nada con este ambiente, que podría haber
salido perfectamente de una película de tribus africanas, en la cual los
nativos danzan con faldas de paja al trepidante ritmo de un tam–tam. <<De
todos modos, hoy no tengo tiempo de hacer fiestas. Esta noche huyo, y sólo hay
una cosa que me retiene aquí. Voy en busca de esa cosa>>.
Cuando el metro se detiene, estalla de golpe una explosión de
júbilo. La multitud cimbrea las maracas, entona canciones de moda, surgen
improvisados aspirantes a reyes de la fiesta. A pesar de la climatología
reinante allá afuera, tirando a fresco –quién lo nota, entre la muchedumbre,
más aún en el metro, donde siempre hace un calor sofocante–, las chicas y los
chicos exhiben desnudas ciertas partes de su cuerpo, por lo común más cubiertas.
Bastantes de ellas están tan blancas que parece que no les hubiera dado durante
meses el sol, aunque unas cuantas siluetas extremadamente morenas lucen sus carnes
con orgullo. Nuestro hombre se siente arrastrado por la colmena sin propósito
colectivo, de camino hacia el exterior. Las escaleras mecánicas al completo asemejan
estar bailando una conga. El oficinista espera que, al llegar arriba, cuando los
viandantes sientan el frío de la calle, la cosa se calme un poco.
Pero qué va, ni muchísimo menos. La gente sale a trompicones y
continúa la farra, la cual se anima recíprocamente con el ambiente del ancho
mundo. Algo que no resulta extraño asimilar conforme giras la cabeza y adivinas
lo que ocurre en la avenida principal, por donde se avistan las carrozas y los
carruseles, sobre las cuales hombres y mujeres bailan juntos y tocan palmas,
junto a la banda sonora que constituye el sonido cada vez más ensordecedor de
la multitud. Nuestro protagonista intenta zafarse de esa marabunta tamaño premium
mientras se dirige hacia su bendito cruce, tratando de localizar algo de paz y
reposo.
Le cuesta llegar. El tráfico está imposible; los coches bloquean
la calzada debido al atasco. Los autos comienzan a pitar –sin ningún sentido,
por otra parte: nadie los escucha entre el bullicio–, y cuando encuentran el
más mínimo hueco libre, avanzan a toda prisa, con atrevimiento casi suicida. El
oficinista sufre horrores para arribar a su destino. Suda a goterones y, sin
embargo, cuando se le abre un pliegue de la gabardina, nota la corriente gélida
que le hiela la camisa y los sencillos pantalones marrones; cómo es posible, se
pregunta, que el resto de la gente no pase frío en esta noche tan ventosa. <<Será
que el carnaval castiga la vulgaridad>>, le replica su yo interior, pero decide
no hacerle caso, atento a otras cuestiones más apremiantes.
Nuestro hombre cruza al lado del puesto de kebabs. El dueño debería
hallarse con el ánimo en su cénit, ya que, en medio de la algarabía, el entorno
que circunda su carrito, cargado de bombas alimenticias, se encuentra lleno a
rebosar. Sin embargo, el comerciante se lo toma con calma; a pesar de tratarse
de un puesto pequeño, se permite el lujo de agarrar la escoba y salir a barrer
su trocito de calle, acto que parece fútil, pues en seguida se volverá a cubrir
de confeti y guirnaldas de colores. En cuanto atisba por el rabillo del ojo al
protagonista de esta historia, le reconoce, y no tarda ni un segundo en
abordarle.
–¡Ah, ha venido!¿Se ha convencido ya?¿Va a probar uno de mis
kebabs?
–¡No!–grita el hombre, desabrido; sin embargo, el turco no se
rinde.
–¡Vamos, señor, es carnaval!
–¡Por favor, tengo prisa!–le espeta el aludido. “Pero bueno”,
medita indignado, “¿es que no ve que voy con una maleta?”. Encima una bolsa de
mano, que es más difícil de transportar. <<No es culpa mía que no pueda
atenderle>>, se siente obligado a justificarse a sí mismo. Porque claro,
el problema viene por otra parte: su prometida se ha empeñado en guardar en
casa de sus padres (donde está viviendo hasta que se celebre la boda) las
maletas de ruedas, para así preparar el equipaje del viaje de novios, ya que
todavía guarda la esperanza de convencerle de que se acaben marchando a algún sitio.
Con lo cual, esta vieja bolsa de mano es lo único a lo que he podido recurrir.
El hombre aprieta el botón del semáforo. En la esquina opuesta del cruce, el
joyero tiene pinta de hallarse a punto de cerrar. <<Me cae bien este
hombre>>, cruza un pensamiento rápido por la mente a nuestro protagonista.
Así, tan callado, tan silencioso, siempre tan atento a su trabajo; cuando desliza
las joyas entre los dedos, es como si estuviera tratando con pequeños seres
vivos. Las maneja con tanta delicadeza que parece que temiera hacerles daño;
como si creyera que, por apretarlas demasiado, corren el riesgo de dejar de
respirar. Ahora, sin embargo (se reprende), no es momento de fijarse en estas
cosas. Mientras debate consigo mismo, el semáforo se pone en verde; atraviesa
el paso de peatones, y un coche a demasiada velocidad está a punto de atropellarle.
El hombre suelta un gritito de queja, aunque no lo suficientemente airado:
nadie le escucha, el coche se ha marchado y la multitud avanza impertérrita y
fluida en dirección a la calle principal de la ciudad. Nuestro individuo, por
fin, se ha plantado delante del cajero. Es el instante crucial de su plan. El
momento álgido, a partir del cual no hay vuelta atrás.
<<Introduzca su tarjeta, por favor>>.
El hombre mete el trocito de plástico: amadas tarjetas, qué sería
de nosotros sin ellas. Se da parcialmente la vuelta, por curiosidad, para
contemplar el edificio de la silueta. Tiene capacidad para verlo porque, como el
bloque de viviendas que alberga el cajero está un poco adelantado respecto al
otro, puede observar la construcción desde ese lado sin alejarse demasiado, y
hasta atisbar, si le pone mucho empeño, detalles concretos. Le echa una ojeada
general, clasifica sus distintos pisos. En la parte de abajo hay un restaurante
chino: ésta es una zona de muchos locales exóticos, recuerda mientras se le
revuelven las tripas acordándose del kebab; ya hemos dicho que no le gusta
probar los sabores nuevos. Lógicamente, no ha querido pisar un chino en su vida
y, cuando le han obligado, ha pedido siempre lo mismo, un inmaculado arroz
blanco. Dentro del restaurante trabajan cuatro o cinco personas, probablemente
todos emparentados entre sí: entran, salen, entregan y devuelven platos a un
ritmo vertiginoso, hablando entre ellos en su idioma natal. No cometen ningún
fallo, con eficacia de autómatas, concentrados de manera absoluta en su empeño.
Luego, arriba del todo, en este bloque de pocas plantas, puede observar al
matrimonio que contempló salir del edificio esa misma mañana. Dan la impresión
de continuar enfurruñados: ella sigue en bata y zapatillas, la bata por cierto es
roja, mientras las zapatillas lucen cuadros de color verde oscuro alternados
con otros de tono claro (el calzado no lo ve el oficinista desde su posición,
pero los aspectos que él no sea capaz de distinguir ya los comentaremos
nosotros). La mujer se encuentra preparando la cena; él, en cambio, lee el
periódico en la mesa de la misma habitación, pero no se hablan, ni tan siquiera
se miran. Un piso más abajo, se divisa un cuarto con las luces encendidas,
varios flexos enfocando de manera convergente en un punto: es el piso que ha
contemplado esa mañana, el del joven del piano. El muchacho parece obsesionado,
estudiando unas partituras, el pelo mucho más desarreglado que esta mañana;
algo debe de ir mal con la composición, o eso indica el creciente desorden entre
sus papeles. El muchacho toca varias teclas del piano. Entonces, vuelve la
vista de manera brusca hacia la pared. Desde su posición, nuestro protagonista
no sabe qué es lo que ha ocurrido, pero se figura que ha escuchado un sonido
procedente del otro lado. Y, por la cara del tipo, y su forma de abandonar el
piano, el oficinista imagina que el pianista quizá ha captado del otro
apartamento un par de golpes, como si, en respuesta a la música, le hubieran
devuelto la jugada de aquella mañana. El voyeur a nivel de la calle desplaza
entonces su mirada hacia la vivienda contigua (sólo un poquito, no tiene ni que
mover la cabeza) y encuentra las persianas cerradas. Se acuerda de la escena
que contempló aquella mañana, y el rubor le sube a los pómulos. Durante las
numerosas ocasiones que ha pasado por ese cajero, se ha fijado recurrentemente
en aquel edificio, y ha sido muy frecuente encontrar las persianas bajadas.
¿Quién vivirá ahí?, se preguntaba de vez en cuando. Había visto a la inquilina
más de una vez, pero quería conocer más detalles acerca de ella. Cuando se lo
comentó a su novia, así de pasada –sin decirle, por supuesto, por qué se
encontraba él en aquella esquina, ni lo que estaba haciendo allí–, ella le
contestó, como si de una verdad evidente se tratara, <<Seguro que es una
prostituta>>. ¿Cómo una prostituta? Pues claro, cariño, en ese barrio, en
ese tipo de casa, ¿quién querría tener cerradas las persianas todo el día? “Pues
alguien a quien no le gusta que los vecinos cotilleen lo que ocurre dentro. Me
parece una forma de pensar muy retorcida”, había contestado nuestro hombre, “¿no
puede ser que le moleste la luz para dormir?””¿Y quién duerme a las doce de la
mañana, me lo explicas, cariño?”, respondió con sorna ella. A su prometido no
le gustó aquella respuesta. Aunque no lo reveló abiertamente, marcó un rictus
de enojo en sus labios, y procuró escapar con premura de casa de su novia, con
un recalcitrante rencor en la boca del estómago y en el corazón. Desde luego,
aquel día estaba enrabietado: ¿por qué tenía que meterse su prometida con la
otra muchacha, fuera quien fuera, sin conocerla, ni tan siquiera haber estado
allí? Había miles de razones para que una persona tuviera las persianas
bajadas, ¿por qué tenía que ser necesariamente la que dejara en peor lugar a la
persona implicada? Y sobre todo, le irritaba ese aire de superioridad, esa
sensación de <<Ya verás cómo tengo razón>>, como si él no supiera
nada ni fuera capaz de hacer ninguna deducción alternativa por su cuenta, como
si todas las ridículas suposiciones de su prometida constituyeran verdades
absolutas. Y por eso miraba a la ventana cada vez que estaba allí, para ver si
descubría el secreto de esa casa, pero la persiana, día tras día, y casi de
manera ininterrumpida, volvía a encontrarse cerrada. El hecho de que la escena
de aquella mañana –aunque ni mucho menos confirmatoria– apuntalara la teoría de
su novia, por supuesto, le provocaba mayor exasperación todavía.
Pero basta, basta de perder el tiempo, se dijo. Al girar la
cabeza, se estuvo a punto de dar un golpe con el inmóvil cajero: tengo prisa,
el plazo se agota, el avión saldrá dentro de no mucho, a las doce y un minuto (no
le ha mentido a su jefe, partirá el sábado). Y de repente se pregunta, <<¿cuánto
durará el engaño hasta que ella averigüe que me he marchado a
Ginebra?¿Resistirá más de un lunes la teoría de que mi traslado debe mantenerse
en el más absoluto de los secretos? No creo que nadie sospeche que provoqué el
presunto ataque informático tan sólo para tener una excusa por la que huir; más
bien, supondrán que aproveché la ocasión para evadirme de un compromiso al que
me creía completamente abocado, y al que habría acudido si no hubiera
encontrado un pretexto. Y para cuando ella lo averigüe, bueno, Ginebra está muy
lejos, las cosas siempre son más fáciles así, en medio de la boda tendrá a
familiares y amigos para consolarla>>, reitera las ideas exculpatorias de
aquella misma tarde, <<y, como proclaman el refrán y los físicos, el
tiempo y el espacio todo lo curan>>. <<Eso dicen algunos>>,
interrumpe su vocecilla interna; <<otros, en cambio, opinan que el
alejamiento y el paso de los días lo hacen aún peor>>.
El oficinista comprueba de nuevo el estado de su cuenta: ya lleva
varias veces en el día, más aún en estas últimas jornadas, pero es su forma de
ser; le gusta certificar las cosas mil veces. Guarda en el banco una cantidad
que sería equivalente al precio de un muy buen coche; podríamos nombrar el
monto exacto, pero habría que traducir a la divisa del lector la moneda que se
emplea en esta gran urbe que ahora mismo se halla de fiesta: Nueva York, Madrid,
Barcelona, Colonia, Buenos Aires, Nueva Orleans, Río de Janeiro, Cádiz, quién
sabe, hay tantas ciudades donde se celebra de un modo u otro el carnaval… A
Dios gracias –o porque él lo ha querido así; de
hecho, la ha modificado de manera premeditada con esta intención–, su tarjeta
tiene un límite muy alto para sacar dinero. Su cuenta también permite que el
contenido de la misma se reduzca a un saldo muy bajo, de tal manera que, aunque
se vea obligado a dejar un depósito en el banco, éste será ínfimo. El
oficinista, mientras tanto, lleva semanas sacando poco a poco dinero, a
intervalos variables, para no levantar sospechas, hasta dejarlo en la máxima
cantidad que podía sacar de golpe. Monto que va a extraer ahora, gracias al
amplio nivel de efectivo disponible en el cajero –en este punto no hizo falta
cambiar de banco, allí el destino le sonrió–. Lo unirá al resto que ha ido extrayendo
a lo largo de los últimos tiempos, y portará entonces encima (dentro de la
maleta que lleva consigo) prácticamente todo lo que es, lo que ha sido, y
cuanto tiene de valor –salvo, como hemos mencionado, los pocos muebles que le
pertenecían, los cuales se quedarán dentro de la casa de alquiler. Más tarde
mandará a alguien a recogerlos; o tal vez no lo haga, que le aprovechen al
siguiente, qué más da. También tendrá que avisar al casero, por supuesto: se
acabó la idea de comprar un piso a medias con su esposa una vez estuvieran
casados, eso habrá que dejarlo para una siguiente ocasión. Pero ahora me voy, se
instiga a sí mismo el hombre. Aquí, ahora, en este punto, en esta calle, en
esta fecha, es el lugar donde se resuelve la decisión más radical, más en
extremo arriesgada –qué sudores le dan tan solo pensarlo–, más audaz o más
cobarde, y más trascendental de su vida…
Introduce la cantidad numérica a extraer en la interfaz del
cajero. Éste te pide confirmación antes de sacar una suma tan significativa de
golpe. De todas maneras, no será un peso muy arduo: la moneda de este país
permite sacar cantidades relativamente altas de dinero en tan sólo unos pocos
pero valiosísimos billetes. Por fin, se muerde nuestro individuo el labio
inferior. Sólo tengo que apretar a <<Aceptar>>…
El ruido, las luces, el sonido atronador de las calles; la multitud,
la fiesta, los tambores, los comercios que empiezan a cerrar; la vida, la
muerte, gente que se despierta y gente que se marcha a dormir… Ahora, en este
momento, parece como si toda su vida, todas sus experiencias, las canciones que
ha bailado, los lugares de los que ha oído hablar y que nunca ha visto, se
hayan ido a concentrar allá… Sólo tiene que accionar el botón…
Y de repente, no ve nada. ¿Cómo es esto?¿Quién ha obrado este
maléfico milagro?¿Es que he quedado ciego?
–¡No veo… No veo…!–balbucea. Y de repente, se da cuenta, de que no
es él. De que le ha ocurrido a todo el mundo.
–¿Qué pasa?¡No veo nada!.
–¡Ey, ten cuidado!¡Que eso con lo que estás tropezando es conmigo!
–¡Qué siga la fiesta, hermano!
–Ahora os jodéis –grita un ciego en una esquina–. Os habéis
quedado como yo, hijos de puta.
Nuestro hombre gira en redondo: echa una ojeada a la calle,
contempla la otra acera, refugia la mirada en un portal, mientras escucha con
estruendo los bocinazos de los coches, y el sonido de algún “crash” entre
sendos cuartos delanteros de un par de autos. Y entonces se da cuenta de que goza
de una visión de la que no ha disfrutado jamás, porque contempla por primera
vez esta esquina (la cual ha visitado de modo tan habitual en los últimos
tiempos) desde una perspectiva nueva… sin luz. Hasta puede divisar mejor las
estrellas.
Apenas ha bastado un segundo, comentan los transeúntes:
parpadearon un poco, un instante, y entonces, de repente, el mundo al completo se
fundió.
–¡Se han ido las luces!–gritan varios al unísono, como si fueran los
únicos que se han dado cuenta.
Se ha producido un apagón.
El hombre vuelve la vista hacia el cajero.
La pantalla está en negro. La tarjeta se ha quedado dentro.
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