lunes, 8 de septiembre de 2025

El libro y la historia real de septiembre: Tom Crean, "Un héroe olvidado", de Michael Smith

Ésta es una historia irlandesa. Al menos en parte, porque, en realidad, se trata sobre todo de una historia de la Antártida. Tom Crean nació en la isla esmeralda, pero pronto se sintió llamado a la aventura y se enroló en la marina británica, donde, mezcla de sus inquietudes y de las circunstancias del momento, fue reclutado para una expedición polar al mando del capitán Scott. Y luego participó en dos viajes más, dos de los periplos polares sobre los que más se han escrito, entre otras cosas porque acabaron en desastre. Michael Smith se recrea en estos hechos no sólo porque es la manera de hablar de un compatriota que no suele salir mencionado en la historia de las expediciones a la Antártida (a pesar de que su sangre fría, su coraje y su tesón fueron imprescindibles para que éstas no terminaran peor aún), sino también porque constituyen una buena excusa para hablar de temas que nos encantan: grandes epopeyas, gestas humanas, abnegación, riesgo vital. O, en definitiva, el viaje de Scott al Polo Sur que derivó en tragedia, y el épico relato de los marineros del Endurance al mando de Shackleton.

Contado de esta manera, pudiera parecer que Tom Crean no era sólo (como refleja su biógrafo) un tipo simpático, fuerte, voluntarioso e intrépido, sino, sobre todo, el hombre con más mala suerte del mundo. Claro que había varios condicionantes para que, de sus tres expediciones polares, las dos últimas se cubrieran de penalidades. La primera es que, por supuesto, todo viaje a la Antártida, y más en aquella época, es un riesgo, y lo más normal es que las cosas salgan mal. La segunda es que la lectura de este libro deja muy claro al lector que los ingleses no estaban preparados para el Polo. Sacudidos por el ánimo heroico de la época, que llevó a los británicos a conquistar las regiones en los extremos del mundo, incluyendo las más altas cumbres, y a batir toda clase de récords, los viajes a la Antártida fueron planificados en general con un amateurismo impensable hoy en día, organizadas por hombres que no tenían experiencia, no aprendieron de las lecciones de los habitantes de las regiones polares (cosa que sí hizo Amundsen, noruego, quien copió muchas técnicas de los innuits), e incluso, desde los cuarteles generales, fueron diseñadas por individuos que se basaron en estrategias ya desfasadas en el momento en que se aplicaron, y que les acabaron costando más de un disgusto.

Tomemos por ejemplo el segundo viaje de Crean, en el que acompañó al capitán Scott a la conquista del Polo Sur. Scott confió poco en los trineos tirados por perros o en el esquí (las bases de la campaña de Amundsen), métodos que además no dominaban ni él ni su equipo; se basó sobre todo en ponis (a los que, según el autor, trataba con demasiados miramientos para la dura prueba a la que aquel grupo de hombres fue sometido), vehículos a motor -que fallaron con frecuencia en la Antártida- y tracción humana, una técnica horrorosa que obligaba a los expedicionarios a recorrer miles de kilómetros bajo el frío y la nieve arrastrando sus propios trineos, cargados de pesados fardos con cientos de kilogramos de material. No es extraño que el viaje saliera tan mal, con Scott y los otros cuatro hombres que conquistaron el Polo Sur (aunque quedaran segundos, superados por Amundsen) fallecidos durante el viaje de retorno, y con Crean teniendo que realizar un esfuerzo casi sobrehumano para salvarse a él mismo y a sus compañeros de equipo. Los detalles os los dejo leer en el libro -donde se analiza a fondo el plan de Scott y las diferentes posibilidades-, pero comprobaréis que muchas tácticas del viaje se basaban en que todas las dificultades se superarían gracias al pundonor y el espíritu de sacrificio de los componentes de la expedición, muchos de ellos (como Crean) miembros de la marina británica. Una filosofía muy bonita sobre el papel, pero que obligó a que los viajeros pasaran por una serie de trabajos innecesarios y penalidades horribles, sin obtener, en buena parte de las ocasiones, el fruto esperado.

El viaje del Endurance fracasó menos producto de la organización de Shackleton que de la mala suerte (aunque ahí también hubo problemas; recordemos que el segundo barco que iba en la expedición, aunque no vivió una aventura tan famosa como la de Shackleton y su grupo, también lo pasó muy mal, y en buena parte fue porque no estaban bien preparados): como muchos sabréis, el barco quedó atrapado en los hielos, algo muy común en las regiones polares, para finalmente ser destruido por el agua helada, y los marineros tuvieron que viajar un agotador recorrido primero a pie y luego en lanchas para hallar refugio en una isla remota. Allí, un grupo reducido de hombres se atrevió a cruzar el agitado Océano Antártico para llegar a la isla de San Pedro, situada a 1300 km, pero con presencia humana, y donde sería más probable encontrar ayuda con la que poder rescatar al resto de sus colegas. Finalmente, cuando llegaron a la isla, mientras la mayoría de los ocupantes de aquel frágil esquife se recuperaban del abominable recorrido, tres individuos (Shackleton, Crean y su compañero Worsley) cruzaron las inhóspitas y desconocidas regiones montañosas de la isla durante un trayecto de 36 horas seguidas sin dormir para llegar, con las ropas raídas, suciedad acumulada de un año, y más hambre que el perro de un ciego en un glaciar, a una estación ballenera desde donde se iniciaron las sucesivas operaciones de rescate, que aún se prolongaron varios meses hasta que por fin consiguieron rescatar a sus compatriotas, de los cuales (es importante subrayarlo) sobrevivieron la inmensa mayoría: a Shackleton no le sonrió la suerte en el Polo, pero no puede negarse que se esforzó en que los hombres a su cargo volvieran casi todos, y casi enteros, cuando las cosas venían mal dadas.

Imagen de (de izquierda a derecha) Crean, Shackleton y Worley, ya afeitados y limpios, pero todavía consumidos, después de su heroicidad antártica. La foto está extraída de aquí.

Crean estuvo a punto de embarcarse en una cuarta expedición polar, pero le pudo la nostalgia, o, quizás, la vida familiar: volvió a Irlanda, se casó, tuvo hijos, montó un pub -llamado, con retranca, "La taberna del Polo Sur"-, y colgó las manoplas y los jerseys de lana que, mal que bien, fueron su principal protección contra más de una zambullida en el agua helada. Pasó a formar parte, ahora sí, de la tradición irlandesa, y quizá su modestia, o que no fuera un hombre instruido -como otros héroes del Polo-, o los avatares de la historia (en la Irlanda de aquella época no se llevaba muy bien que alguien hubiera trabajado para la marina británica) evitaron que disfrutara de un mayor reconocimiento, aunque ni Crean lo quiso, ni le faltaron homenajes por parte de sus antiguos compañeros, que sí que sabían lo que había contribuido a salvarles la vida. En todo caso, el autor ha querido rendir tributo a su compatriota, con menos fama que Scott y Shackleton (por cierto, también irlandés), pero cuyas experiencias no son menos valiosas.

Acertadas o no, estas expediciones son una demostración del espíritu general y de los propósitos de una era, y del deseo del hombre por conquistar los rincones inexplorados del globo: uno de los aspectos que, en el fondo, ejemplifican mejor cómo somos los humanos. En ese sentido, Tom Crean resulta un buen espejo donde mirarnos, aunque sólo sea desde el punto de vista del tipo que acata las órdenes y trabaja con denuedo para el bien común. Decía el escritor David Torres, muy aficionado a narrar epopeyas de todo pelaje, que, si andas en una situación entre la vida y la muerte en la Antártida, quieres tener al mando al incombustible Shackleton: yo, además, pagaría por contar a mi lado, codo con codo, con Tom Crean.

lunes, 1 de septiembre de 2025

El relato de septiembre: "Final alterado" (segunda versión)

 Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo (…) No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar.

            Jorge Luis Borges. La lotería de Babilonia.

 

 Basado en una idea original de @agmayan.bsky.social

 

                Todo empezó como suelen comenzar tantas cosas: de manera inadvertida, a la manera de anécdota. Dos amigos discutiendo sobre las diferentes interpretaciones del final de un libro: la discusión va subiendo de nivel, hasta un momento en que se vuelve hasta agresiva. De repente, el grupo de compañeros (un poco harto de aquella situación, porque el plan original era irse a comer unos helados) interviene y alguien pregunta:

                -Pero a ver, exactamente, ¿cuál es el final?

                Uno de los interlocutores de la discusión se lo explica. El otro replica, furibundo:

                -¡Pero no!¡Así-no-es!-pronuncia de manera muy destacada cada palabra.

                Los dos debatientes vuelven esa tarde a sus casas para recuperar el ejemplar del libro que alojan en sus respectivas bibliotecas. Al día siguiente, los dos aparecen en la reunión grupal mostrando los ejemplares que les dan la razón… a ambos.

                Como eso no es posible, los amigos miran la última página de sendos libros: y, en efecto, no se trata del mismo final.

                -¿Pero esto qué es?¿Una errata?-pregunta una chica.

                -No sé si una errata puede consistir en varios párrafos -argumenta otra.

                -Me está empezando a recordar a la historia de “La naranja mecánica”. Eso de que el libro original tenía un último capítulo adicional que el editor borró y que, según el autor, cambiaba todo el sentido de la historia. De hecho, Kubrick hizo la película a raíz de esa versión amputada, de la que el escritor siempre renegó.

                -A ver, no nos desviemos del tema. ¿Cuál es el libro “de verdad”?-intervino uno de los contendientes en la discusión-. O dicho de otra manera, ¿cuál es la versión “buena”?

                -Esto ¿dónde se mira?¿En Internet o…?

                -En Internet te puedes encontrar cualquier cosa. Le preguntas a ChatGPT y te da dos finales alternativos. Mejor vamos a una biblioteca.

                Pero ahí es cuando llegó la sorpresa mayor: porque encontraron las dos versiones del mismo libro. Aparentemente la misma edición, misma portada, todo igual… salvo el final modificado.

                -Gente, esto sí que hay que subirlo a Internet. Debe de haber más gente que lo haya visto. Y, si no, esto tienen que saberlo.

                La cuestión es que, cuando la verdad emergió (a través de redes sociales primeros, y luego foros, tertulias, programas de televisión). se dieron cuenta de que no se trataba exclusivamente de ese libro o de aquella edición. Afectaba a un gran número de textos: volúmenes que habían empezado a aparecer y que tenían versiones duplicadas, donde la única diferencia era el final. Las editoriales decían desconocer el origen de aquel fallo, si se trataba de un error de impresión o de una modificación intencionada. En algunos casos, era difícil discernir a qué textos afectaba aquel fenómeno, porque, con mucha frecuencia, la gente tardaba horas en darse cuenta de que aquellas dos narraciones tan distintas que estaban comparando eran, en realidad, el mismo libro, sólo que con una conclusión tan reformada que parecían dos historias diferentes.

                En otras ocasiones, en cambio, eran los propios autores los que contribuían a la confusión, ya que, al ser interrogados por el asunto (que solía iniciarse con la pregunta: “¿cuál es el final de verdad?”), los escritores contrarreplicaban -incluso con cierto cálculo-: “¿Cuál te ha gustado más a ti?”. De hecho, no era raro que editores y agentes jugaran al despiste, sabiendo que la gente iba a comprar el doble de libros, tratando de desentrañar cuál era el punto y final auténtico. Aquello fue particularmente caótico en el caso de ciertas sagas con un fandom muy acusado, pues buena parte de las discusiones se centraron en cuál era el final oficial que debería incluirse en el canon de los libros, o si esas discrepancias (en ocasiones sutiles, en otras de calibre más grueso) iban a influir a la hora de plantear las secuelas de las diversas tramas.

                Aquello empezó a afectar no sólo a los libros modernos, sino también a los clásicos; en algunas circunstancias (con libros muy desconocidos de los que pocos eruditos recordaban los detalles), tuvo que recurrirse a expertos en literatura de variados campos para tratar, al menos, de fijar un texto definitivo que pudieran seguir los estudiantes. En otras ocasiones, como con el último párrafo del Quijote, hubo arduas discusiones -sobre todo entre la escuela europea y la americana- sobre si el nuevo era o no mejor final. Con el tiempo, llegó a haber versiones duplicadas de las páginas relativas a las sucesivas obras, en enciclopedias físicas o digitales. Durante meses, se extendió el temor a que esto afectara también a los productos audiovisuales, y de repente se duplicaran películas y series, modificando completamente el sentido de los spoilers, y abriendo divergencias infinitas e irreconciliables entre los fans.

                Sin embargo, con lo que más se terminó de volver loco todo el mundo fue con el hecho de que se dieron cuenta de que aquello no se trataba de la acción de un individuo o grupo anónimo que se estaba dedicando a sabotear desde dentro el mundo literario: sino que aquellas modificaciones estaban surgiendo de manera automática, por parte de una fuerza desconocida, que ningún ser humano era capaz de controlar.

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