lunes, 26 de julio de 2021

El relato del mes: Eterno retorno

Eterno retorno

<<No quisiera yo haber vivido en aquellos tiempos>>, subrayaba extasiado, en mitad de una carcajada, un jovial Julian Mankis sobre el estrado de la Asociación de Periodistas del Chicago durante la recogida del Premio al Mejor Cronista de la Ciudad de aquel año, mientras relataba la historia de ibn-Jasana, el hombre que había constituido su principal fuente de inspiración: <<Entre otras cosas>>, retomaba la historia Mankis, <<porque murió atropellado por una caravana de camellos>>. Risas entre la multitud. <<Pero, ciertamente, se trataba de un personaje fascinante>>, prosiguió. <<Aunque hijo de un camellero (quizá por eso el destino le reservó aquella irónica muerte), supo ganar los contactos suficientes entre las clases altas para situarse cerca de los más destacados dirigentes de aquel tiempo. Y, aunque sin duda alcanzó aquella preclara posición gracias al amiguismo y a las habilidades sociales desplegadas durante las fiestas, actitudes con las que los presentes no nos identificamos en absoluto>>, leve tos cómplice y cómica, nuevas risas entre un público entregado, <<aprovechó este lugar de privilegio para narrar de manera fidedigna las tramas y conspiraciones que se urdían a su alrededor, en un inmenso tapiz humano del que ibn-Jasana nos ofreció una reproducción exacta. De hecho, lo hizo de manera excepcional para la época, pues siempre buscó, como explicación para los hechos, causas y consecuencias humanas, sin atribuir los sucesos al designio de algún dios o a aquel fatalismo determinista tan propio de la época y de la comunidad islámica. Salvo, quizás, durante aquella ocasión excepcional en la que, conmovido por el relato que escuchó acerca de una lluvia roja, como producida por sangre -hoy sabemos que probablemente se debía a la influencia del polvo del desierto-, especuló con que los ominosos acontecimientos que tuvieron lugar a continuación pudieron ser augurados por este signo de pronóstico infausto. Pero incluso el cronista más incólume posee espacio, en su corazoncito, para algo de poesía, una pizca de romanticismo y un fragmento de humanidad. Salvo yo, por supuesto>>, apuró el orador la copa mientras la rendida audiencia prorrumpía en un estruendoso aplauso.

Al abandonar la gala en su flamante deportivo, Mankis se hallaba eléctrico, exacerbado por el hecho de haber alcanzado la cresta de la ola de su profesión y, por supuesto, lo que menos le apetecía era irse a la cama. Por ello, se dirigió a un lugar donde no estaba seguro de lo que se estaba cociendo, pero de lo que sí tenía certeza es que sería algo interesante: la mansión Hamilton. No iba por supuesto en busca del viejo Hamilton (cuya fortuna iba a la par con los años que cargaba a la espalda), sino del joven heredero, el apolíneo Mark Henry Jr., un chico que a la tierna edad de treinta años ya había sido bendecido con casi todas las virtudes y dichas que puede recibir un hombre y, a partir de entonces, con esa galante desenvoltura de la que hacen gala los que siempre han tenido dinero y, además, poseen la suerte de atesorar talento, se había dedicado a exprimir la vida al máximo. Filántropo, viajero, inversor, doctorado en Estudios Clásicos, con un grupo de amigos excepcionales que uno sólo puede fraguar en Eton y Cambridge (esta última opción fue una elección personal, para llevar la contraria a su oxfordiano padre), había hecho hasta sus pinitos en el teatro interpretando a un Casio bastante notable, a decir de los más inclementes críticos. Pero, como Oscar Wilde, Mark Henry Jr. reservaba el talento para sus actividades profesionales, y en su vida sólo desplegaba un derroche incesante de genialidad. Por eso, Mankis se sorprendió al hallarle en su mansión, aquel viernes por la noche, solo en medio de su salón, en compañía de una copa de vino, en medio de una tan escasamente estimulante actividad como atender a un documental de leones que ponían en la televisión, sin ninguna perspectiva de celebración o desmadre a largo de las próximas horas.

-¿Qué te ocurre, amigo mío?¿Te encuentras mal?¿Enfermo acaso? -inquirió Mankis.

-Sólo un poco melancólico -esgrimió el multimillonario-. El otro día me currió una cosa extraña.

Empezó su relato. No duró mucho, apenas unos cuantos minutos. Pero hubo un apartado que a Mankis le llamó poderosamente la atención: <<... atravesamos un desierto de roca con el jeep. En medio, empezó a caer una lluvia densa, plomiza. Nos fijamos en que ésta posería un tono rojizo. No nos atrevimos a salir del coche: tenía un tacto barroso, pesado, inquietante. El vehículo llegó a la ciudad como si le hubieran vertido una tonelada de pintura roja. Luego nos enteramos, a través del servicio metereológico, de que por lo visto se había debido a un tipo especial de lluvia ácida. Muy extraño. Ése es el tipo de acontecimientos que te hace reflexionar sobre el futuro del mundo. En general, es de esta clase de cosas que te hace pensar...>>.

Mark Henry Jr. no conocía el discurso que Mankis acababa de dar en la entrega de premios. El tono conmovido de sus palabras, además, incitaba a pensar al periodista que aquello no se trataba de ninguna clase de broma o de jugarreta, sino de una genuina meditación a partir de un hecho excepcional. Así pues, aquella extraña semejanza con la narración de ibn-Jasana, ¿constituía tan sólo una casualidad afortunada? Bien pudiera ser, meditó el periodista: bien sabemos que este tipo de fenómenos existen, y que, si bien no poseen ese poder omnímodo para modificar el argumento de una historia o el curso de una vida, como ocurre en las novelas del siglo XIX, han de atribuirse más a la aleatoriedad del mundo que a cualquier clase de maquiavélica conspiración. Así pues, Mankis no le concedió mayor importancia al hecho y, a pesar del tono meditabundo de su amigo, consiguió migrar la conversación hacia temas más agradables y mudanos.

Pero hete aquí que, un par de días más tarde, llegó la segunda coincidencia a sus vidas, y allí Mankis encontró una suerte de confirmación. En apariencia, el hecho no podía ser más anecdótico: Mark Henry Hamilton Jr. se había enamorado. Mankis era sabedor de que, para el volátil y atractivo vástago, aquello no era una novedad. Al fin y al cabo, cual Romeo atolondrado, el bello Aquiles encontraba al amor de su vida unas dos veces por semana, y se desenamoraba, sin mayores consecuencias, con la misma facilidad. Pero en aquella ocasión fue distinto. En sus ojos había un candor, un punto de fe incalculable, que no existía en ellos unas cuantas noches antes. Era como si, del cínico, el vividor, el que no se tomaba nada en serio, hubiéramos pasado al hombre que ha apostado absolutamente todas sus cartas a una causa, y sabe que ya no habrá marcha atrás. La pura fuerza de aquella pasión lo obnubilaba y, de la misma manera, perturbó el corazón de Mankis. Más aún cuando le reveló la identidad de la agraciada: se llamaba Claudia de Nó, y era descendiente de Lorente de Nó, un conocido gángster de la época en que las disputas en Chicago se arreglaban a tiros; quien, para limpiar su escudo familiar y aportarle una pátina de respetabilidad a la estirpe, se había cambiado el nombre a Lawrence de Nó, más acorde con el anglicismo imperante. Pero ahí fue donde las campañas resonaron con furia en el cerebro de Mankis y, sin apenas mediar palabra, mientras su colega de farra le detallaba absorto el sentimiento profundo de su alma, el periodista pergeñó una excusa para abandonar al heredero con sus musas y sus flores, y marchó de inmediato a la biblioteca a releer concienzudamente a ibn-Jasán.

Allí estaba, en efecto: el pasaje donde el príncipe Ahmed (personaje altivo y heroico; inspirador, entre otroa, de narraciones de <<Las mil y una noches>>, de una cautivadora película de los años 30 elaborada a base de formas chinescas, y de una simpática comedia de animación protagonizada por un dicharachero djinn), impactado todavía por el espectáculo de la lluvia rojiza, cae prendado, cual sacudido por un hechizo, de la princesa Jaida, descendiente de una tribu de bandoleros del desierto que habrían trocado el antiguo negocio por uno muy similar, el de políticos y comerciantes. El amor entre Ahmed y Jaida se presentaba como ingenuo y puro, pero oscuras fuerzas se cernían amenazadoras a su alrededor, entre otras razones por el tradicional enfrentamiento que se había desplegado entre familias. Mankis recordó que entre Lorente de Nó (contrabandista durante la Ley Seca) y el abuelo Hamilton (policía, en una época en la que se llegaba a comisario por recomendación familiar) se habían producido sus más y sus menos. ¿Era posible que aquel evidente paralelismo se debiera a algo más que a la aleatoriedad en las relaciones humanas? Sólo se le ocurría a Mankis una manera de averiguarlo, a tenor de la información de la que disponía, y por tanto se levantó, recogió la tarjeta con la invitación que le había entregado Hamilton aquella misma mañana, y se dirigió al lugar donde rezaba, para sus adentros, por no observar ninguna clase de maravilla.

La recepción de la Fundación del Patronazgo para las Ciencias de Chicago destinaría el dinero recaudado por la cena benéfica a laboratorios donde se cultivarían bacterias, y sufridos jovenzuelos se esforzarían por renovar sus becas, pero lo que desde luego no faltaba en aquel evento eran ni brillos ni oropel. Abrigos de visón antiguos alternaban con lustrosos anillos modernos, pero Mankis no se detuvo en ninguno de estos aspectos para redactar crónica alguna, sino que se dirigió a tumba abierta en dirección al ostentoso automóvil que se hallaba aparcando en la puerta de entrada, cuya portezuela se abrió para dejar paso a un exultante Hamilton Jr. acompañado del brazo de una despampanante joven de hermosos cabellos rubios recogidos en un moño, un deslubrante vestido de lentejuelas negras que dejaba al descubierto los níveos hombros, y un collar de perlas refulgentes que servían sobre todo para destacar aún más la esbeltez del hueso de su clavícula. Aunque, sobre todo, entre su bien perfilada nariz y unas cejas tan bien perfiladas como dominadoras de la situación, se abrían unos ojos enormes... y heterocrómicos: verde un irs, azul el contrario. Ya no cabía duda, se estremeció Mankis: no era posible tanta casualidad. La historia se estaba repitiendo, punto por punto, en el caso del príncipe de Ahmed y en el de su amigo Hamilton. Ya eran demasiadas notas de azar en la misma melodía. La similitud entre ambos acontecimientos se hizo aún más exacta cuando en mitad del evento de la fundación, para pasmo y aplauso de la concurrencia, la pareja anunció su compromiso, el cual sellaron (entre dos ávidas bocas) con un sensual y atropellado beso. Pero aquel momento en apariencia tan romántico, para el periodista, se trataba de un pronóstico infausto. Porque aquello significaba que, dentro de una semana exactamente, su amigo iba a morir.

No cabía duda: por más que repasara tanto las fuentes originales (siempre había que volver a ellas, recordaba Mankis para sus adentros, para así huir de las mentiras y tergiversaciones con las que otros historiadores habían construido sus carreras) como las diversas intepretaciones que sesudos eruditos habían llevado a cabo a partir de las primeras, no cabía alternativa. Todos los datos apuntaban a que, de allí a una semana, Mark Henry Hamilton Jr. fallecería asesinado bajo los puñales de la familia de su esposa, merced a una traición en la que ésta seguramente jugaba alguna clase de papel. Mankis se hallaba profundamente indignado por esta serie de circunstancias. No sólo porque nunca le había apasionado esta secuencia de acontecimientos descritos por ibn-Jasán (por muy narrativamente interesante que pudiera resultar, venía aparejado con la moraleja de que una familia de bandidos siempre será una familia de bandidos, cosa que a Mankis, por razones tanto ideológicas como personales, no le hacía gracia creer), sino porque le situaba en una encrucijada de difícil salida. ¿Debía el periodista -y amigo de la familia afectada- hacer algo al respecto? Y, de ser así, ¿cómo? Por otra parte, ¿quién iba a creerle?¿Con qué cara se presentaba ante cualquiera y le hablaba de improbables coincidencias y de enterrados cronistas musulmanes?¿Aludiría a las historias circulares de Borges, por las cuales el pasado se repite indefinidamente por idénticos o similares protagonistas?¿Mencionaría el eterno retorno de Nietszche, bajo el cual nos hallamos condenados a cometer los mismos errores los hombres, los hechos, la entera filosofía recurrente de la civilización occidental? Cuanto más lo pensaba, más absurdo se le antojaba, más inverosímil, más difícil de confrontar con ninguna otra persona, salvo quizás con la Casandra de la mitología griega de quien nadie creía sus profecías, la cual se sentíría muy empática al respecto. Aun así, Mankis se creía en la obligación moral de hablar con el joven Hamilton: a pesar del riesgo de incredulidad, de la exposición al ridículo, habían compartido demasiado y le debía demasiadas cosas como para no expresarle sus sospechas.

Por supuesto, no sólo halló incomprensión. Recibió mofa, befa, y hasta descalificaciones personales. El heredero de la fortuna de los Hamilton se lo tomó primero a broma. Pero luego, al darse cuenta de que Mankis acusaba al amor de su vida, ¡a su prometida!, de traición en potencia y de complicidad en su asesinato, el joven millonario estalló. Le acusó de tenerle envidia, de haber caminado siempre a su sombra, de sentirse celoso y pretender ahora ahogar su felicidad para ocultar su propia amargura de patética plumilla, el cual siempre permanecería solo, embebido en su ruin mezquindad. Mankis abandonó la casa de su amigo no sorprendido (ya había augurado el desenlace de la reunión, en forma de fracaso, desde antes de entrar en la mansión), pero sí dolido por las palabras tan abruptas y desabridas que le había dirigido su amigo. Aunque no sabía si ese último término era ya válido para utilizar.

No obstante, había una cuestión que a Mankis le intrigaba sobremanera. ¿Por qué ella? Era evidente, a la luz de los textos que investigaba, que la princesa Jaida (Claudia de Nó 
en una ¿reencarnación? posterior) había tenido algo que ver en las malvadas maquinaciones de su clan, al menos en la parte final de las mismas. Pero, ¿por qué lo había hecho? Su amor asemejaba -entonces y ahora- sincero. Ella sólo tenía que perder con la muerte de su amado. ¿Qué la conducía entonces a participar en la conjura?¿Era verdad al final que, después de todo, la fuerza de la sangre siempre tira, por encima de cualquier otra consideración? Mankis se negaba a aceptarlo. Pero sólo existía una insensata manera de desentrañarlo. "De perdidos al río", meditó para sus adentros, y se dirigió a preguntárselo directamente a la interesada.

La vivienda de los De Nó era una inmensa casita de muñecas con figurines articulados a escala 1:1, sapicada de lámparas de araña, nervaduras de oro apuntalando vigas, remaches de plata en los cuidadísimos detalles, y tacitas de delicada porcelana que parecían estar a punto de saltar en un baile coreografiado al igual que la vajilla del príncipe Ahmed en aquella película de animación que le dedicaron (¿o se trataba de otro film?). Hasta la servidumbre daba la facha de un conjunto orquestado de autómatas, prestos a aparecer ipso facto ante a la llamada del señor. En este ambiente del siglo XVIII, la imagen de la bellísima Claudia de Nó, con sus tatuajes a la espalda, sus cabellos tintados de rubio, y su vestido de corte vintage con puntillitas y transparencias oscuras alrededor de los hombros, constituía la quintaesencia de la modernidad que ha conquistado e incorporado lo antiguo, como una estrella de rock apalancada en un palacio de rancio abolengo. Sin embargo, a pesar de sus exquisitos modales y su bien medida cortesía, Mankis supo apreciar, en el trato de aquella mujer en apariencia inaccesible por las preocupaciones mundanas, un punto de íntimo pavor. Fue el ligero temblor con el que sostuvo la taza de etérea porcelana lo que le llevó a Mankis a escrutar con detenimiento cada milímetro de la superficie de la habitación hasta encontrar un objeto que a la pulcra dama, en su nerviosismo, se le había pasado ocultar: un test de embarazo. En cuanto lo avistó, volvió los ojos hacia ella, quien agachó la cabeza, tan avergonzada como temerosa. Mankis supo que era el primero que descubría aquel secreto, unos pocos minutos después de ella misma. Sin embargo, en aquel momento lo entendió todo: esto explicaba por qué una pareja tan bien avenida, tan cómplice en sus manifestaciones públicas (y, según decían, privadas; tanto que los que se hallaban alrededor durante sus arranques de fogosidad tenían que marcharse antes de que la cosa pasara a mayores), de repente se iba a romper de manera irreversible, y ella iba a consumar la traición de apuñalarle entre los hombros. Porque ahora, ambos eran dos pero, en cuanto entrara en juego esa tercera persona, ella pasaría a ser dos también, pero con otro ser. Y entonces (sin duda chantajeada por su propia familia, que se enteraría pronto del secreto que hasta aquel momento tan escrupulosamente guardaba) se vería obligada a ceder. y a anteponer la vida del niño a la del amor que lo había concebido, para darle muerte en una orgía de sangre y violencia. Mankis no pudo juzgar a aquella mujer, igual que no podía valorar aquella intempestuosa pasión que a ambos amantes estaba abocando a la degeneración y la violencia y por ello, sin decir nada más, abandonó aquella casa en silencio, arrostrando miles de dudas sobre cuál era el mejor paso que podía efectuar a continuación.

La boda (tan rauda como inesperado el compromiso; y Mankis sabía, al contrario de lo que vituperaban las malas lenguas, que no se debía a un embarazo el cual, en el momento de anunciar el enlace, desconocían: sino a un prístino, arrebatador, trágico amor envuelto en llamas) se celebraba aquel domingo en una iglesia presbiteriana que constituía un buque insignia de la ciudad, a pesar de la oposición de la católica familia de la novia. Mankis estaba oficialmente invitado aunque, después del incidente que había tenido con el joven Hamilton poco tiempo antes, sabía que su presencia no sólo sería de mal gusto, sino aborrecida. Sin embargo, el periodista tenía la necesidad de acudir, de presenciar, de estar allí, quizás para hacer algo o (si al final la predestinación, algo en lo que ibn-Jasán en el fondo creía, se acababa imponiendo de manera inexorable) al menos para ser testigo de los hechos. La novia, hay que decirlo, estaba radiante en su vestido blanco, tan virginal como estimulante para la imaginación; un trémulo movimiento de emoción se apreciaba en los labios, gesto que la concurrencia atribuyó a la felicidad, pero sólo Mankis era consciente de que aquellas lágrimas no eran de alegría. Lo cierto es que se respiraba una calma tensa en el ambiente, como si en cualquier momento fuera a acontecer una desgracia. La manera en que se desarrollaba todo por el carril previsto era tenida más por una inminencia de desastre que como la consecuencia de una ceremonia bien organizada. Cuando al final se pronunció el "sí, quiero", y la pareja se entregó un trémulo beso en los labios que sonó a despedida, ambos se cogieron del brazo y desfilaron hacia la salida. Mankis sentía que caminaban en cámara lenta hacia un Ragnarok del que sólo él era consciente, pero cuyos signos podían, como las profecías de Casandra, intuirse desde hacía mucho.

La multitud salió al exterior. Momento de fotos en mitad de las escaleras: con toda la pompa y el boato que dos grandes familias de la aristocracia local podían ofrecer. Mankis se había colocado al pie de las grandes escalinatas de mármol, casi al límite del borde entre la calzada y la acera, con el objetivo de ver el conjunto con cierta perspectiva: divisar cada uno de los actores en el conflicto, localizar patrones y hasta, si era posible, ser capaz de prever acontecimientos medio segundo antes de que acaecieran. En todos los microambientes de aquel cuadro de Rembrandt se respiraba felicidad -hasta en el rostro del novio, pasados los nervios, cual exitoso Paris tras conseguir el mayor logro de su vida-, salvo alrededor de la figura de la novia, lívido su rostro en un blanco céreo, como si acabara de ver llegar a la muerte en Damasco. Y tal vez la vio, conforme el anciano Lorente de Nó (ahora Lawrence) se aproximaba a la feliz pareja. Mankis se envaró: ¿era éste el momento que aguardaba? Agitó la cabeza con incredulidad: no era posible que un hombre tan mayor alzara el puñal mortificador; aunque sí que resultaba más factible que realizara el gesto que incitara a los asesinos a ejecutar su macabra misión. El provecto De Nó saludó primero a la pareja y luego se volvió hacia el resto de la concurrencia para enunciar unas palabras. Mankis casi pudo deletrearlas en los labios con él, porque ya las había leído en alguna otra parte: "Toda mi vida se ha  dicho que mi familia ha sido una de ladrones, cuatreros, asesinos... Me han dicho que las personas no cambian. Y tenían razón". Ahí, sin embargo, hubo un silencio: algo más, se produjo una pausa. Y, después, la música cambió. "Pero el hijo que salga de la unión de esta feliz pareja será distinto: él no será un ladrón". Mankis sintió como si le hubiera atravesado un rayo: de repente, fue como si se cayera el telón y se desarmara la tramoya. La historia (la Historia) había cambiado: el relato ya no se desarrollaba del mismo. Mankis se sintió sobrecogido ante la verdad que le había sido revelada: el mundo no era un mecanismo de relojería ineluctable y preciso; el libre albedrío constituía algo más que una entelequia; las personas tenían la posibilidad de enmendar sus errores, de corregirse y cambiar. Fue como si un rayo se sol se abriera paso entre las opacas nubles e iluminara el semblante de los presentes, hasta el de la novia, a quien le había mudado de la cara el color para presentarse con la lozanía de quien sabe que tiene, delante de sí, todos los días de la primavera. Fue tanto el alborozo que cundió entre el gentío, tan altos se desplegaron los gritos de júbilo y algarabía, que por ello Mankis tardó un segundo de más en escuchar la bocina que le increpaba desde su derecha. Así que sólo cuando se volvió (una décima de instante demasiado tarde) fue cuando el historiador comprendió que en algunas ocasiones la historia rima, sí, pero que nunca se fija en los mismos personajes ni idéntica perspectiva; que algunos cuentos no son los que protagonizan el príncipe o el califa, sino un mísero vagabundo, o un irrelevante cronista oficial; y que, en este eterno retorno, las cosas que se repiten no son necesariamente aquellas en las que nos fijamos los espectadores ajenos, ni mucho menos las que observan ensimismados los que se hallan en el vórtice de la acción. Todo eso le pasó por la cabeza antes de que el camión que circulaba a intrépida velocidad por la calle se saliera por la acera y le arrollara, con el mismo ímpetu y resolución que una caravana de camellos.


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