Hace muchos, muchos años, en mi familia reproducíamos con asiduidad un viejo chiste privado. Todo partió de una noticia según la cual, en Madrid (un lugar muy lejos de la Almería donde entonces habitábamos), un juez había mediado una disputa entre una señora que quería sentarse en un banco del parque, y una vagabunda que dormía en él y le había impedido a la primera sentarse. El juez -seguramente sin ganas de discutirle a la mendiga la autoridad de su pequeño mundo- dictaminó que la estancia durante un largo período en un emplazamiento concreto equivale a la posesión y que, por tanto, el banco del parque era propiedad de la vagabunda. Regocijados y entretenidos por el veredicto, en mi familia teorizábamos con la idea de viajar a Nepal, sentarnos en uno de los escalones de los largos caminos de subida necesarios para el acceso a los templos, aguardar el tiempo suficiente y, con la autoridad que emanaría de los muchos meses apoyados sobre nuestras posaderas, cobrarle el equivalente de un euro a cada uno de los muchos creyentes que cada día ascendieran o bajaran por las escalinatas. Era nuestro sueño anhelado, el retiro ideal: vivir de sentarse en unas escaleras, disfrutando del aire puro, de la espiritualidad religiosa, y de la paz del entorno. Porque, ¿qué demonios puede pasar en un país como Nepal?
El antiguo palacio real de Nepal. Del moderno (donde tuvo lugar la tragedia) no poseo fotografías, pues no nos estaba permitido tomarlas.
El recorrido por el infausto jardín es, en el fondo, el réquiem final por una institución que ya no existe. Poco después del incidente, ante la muerte de los herederos de la casa real nepalí, un tío del príncipe heredero asumió la corona. El tío, de hecho, en un momento determinado, derrocó al gobierno elegido por el parlamento y puso el país bajo la ley marcial. Lo cierto es que mucha rumorología apunta a que el famoso episodio del príncipe heredero no fue sino una cortina de humo para efectuar un golpe de estado orquestado por el futuro soberano para apoderarse del país. En esta tragedia propia de Hamlet, y durante un período muy tenso, la guerrilla maoísta que desde hacía tiempo se hallaba combatiendo en las montañas de Nepal ganó fuerza y simpatía popular, y al final se hizo con el control del estado. Con el tiempo, el país ha adquirido una nueva constitución y ha recuperado la paz social, aunque quizás no sea todavía el paraíso idílico que se había dibujado en nuestra imaginación en el pasado. Los tiempos de soñar en vivir de sentarse en las escaleras, seguramente, no volverán.
Un tiempo más tarde, llegaron nuevas noticias de Nepal. En este caso, más cercanas y personales. Una familiar se casaba con un nepalí. Y, por supuesto, la boda tenía que ser en Nepal: además, del modo tradicional. Este último implicaba ocho días de celebración, aunque por lo visto iban a reducirlo a tres. Una pre-fiesta en Katmandú, un evento -dos días después-, también en la capital (el cual constituiría la boda propiamente dicha), y luego una tercera ceremonia que se celebraría en el pueblo natal de la familia del novio y que implicaba un acto ritual durante el que entre otras cosas se cocina un pescado (al final, por lo visto, milagros de la modernidad, era posible sustituir esto último por pagarle a alguien para que lo haga, cosa que fue lo que acabó ocurriendo). La familia de la novia, ubicada en localizaciones tan dispares como el Alto Aragón y Madrid, fue invitada a las dos primeras secciones de la celebración, mientras que la tercera se preveía un poco más recogida, en parte debido la dificultad de los medios de transporte. Aunque gente curtida en viajes, había que reconocer que la idea de que un grupo de hispánicos nos encontráramos en mitad de Katmandú resultaba tan exótica como una panda de samurais en la Puerta del Sol, o la estampa de Paco Martínez Soria recién llegado a la gran ciudad en una película de los años 60; pero a pesar de todo (o precisamente a causa de ello), el reto nos entusiasmaba tanto que teníamos claro que no nos lo podíamos perder. Así que hacia allá partimos.
Llegamos por distintas vías de comunicación y a través de diversos trayectos. En particular, mi chica y yo efectuamos antes un acelerado periplo por la India que incluyó Varanasi (Benarés), Khajuraho, Agra, Nueva Delhi y una gastroenteritis por cabeza. Estuvimos a punto de perder los zapatos en un templo sij y tuvimos la ocasión de comprobar que la comida india de verdad no es como la de los restaurantes: en Oriente, los platos que se supone que son útiles cuando no te apetece regodearte en el picante, por supuesto, abrasan las papilas gustativas sin la menor clase de piedad. Desmentimos la idea de que los indios conducen por la izquierda (en realidad el sentido, y por supuesto los carriles, son una religión que no piensan adoptar nunca), y verificamos la célebre hospitalidad de los humildes por la cual una familia nos ofreció comida durante el viaje en uno de los míticos ferrocarriles indios. Cuando llegamos a Katmandú ya estábamos curados de espanto, a pesar de lo cual coincidimos con las impresiones de viajeros pretéritos -algunos de ellos, decimonónicos- respecto a que la ciudad será muy bonita el día que terminen de construirla. Cosa que resulta imposible porque entre los terremotos que provocan que la mitad de los edificios estén en ruinas, la perenne pobreza del país, y un cierto gusto de los nepalíes por lo caótico, damos por descontado que la ciudad seguirá durante los próximos años apenas sin asfaltar, con sus calles levantando polvo a causa del tránsito entrecruzado de hombres, motos y bestias. De todos modos, es un lugar muy interesante para quien gusta de disfrutar de "lo auténtico" (eso que nunca existe, pero que puede aproximarse hasta cierto grado), y contemplar la mezcla de hippies desfasados, montañeros, turistas embobados y elementos locales conviviendo sin molestarse los unos a otros.
El primer evento fue bien, chistoso y divertido, con todos los invitados vestidos a la manera nepalí, como mandaba la etiqueta. Entre otras cosas, todo transcurrió sin contratiempos porque la novia (mis aplausos para ella) había aprendido nepalí a una velocidad extraordinaria y se le daba muy bien organizar al personal de acuerdo a la idiosincrasia local. También tuvimos que dar las gracias a Flora, Fauna y Primavera, tres simpáticas componentes de la familia del novio -cuyos nombres nunca supimos, de ahí que las denominemos como a las madrinas de la Bella Durmiente- que echaron una mano a las mujeres españolas en la difícil misión de colocarse de manera adecuada esas prendas de vestir denominadas saris (doy fe en que hay que hacer un máster avanzado para ponérselas). Aunque si creíamos que con esto acababan las incidencias a lo largo de la boda, nos hallábamos muy equivocados.
El plato fuerte se reservaba para la segunda celebración. Punto primero: aprendes que organizar una boda es cuestión de toda la familia. Tanto que, durante el desayuno del día anterior, nos encargaron una misión: "Necesitamos un voluntario", indicó el padre de la novia, "para ir a buscar el pastel junto a Sadam Husein". Para los que hemos vivido desde la televisión dos guerras de Irak, el nombre no deja de trastocar todas tus concepciones mentales (por supuesto, me presenté voluntario en cuanto averigüé la naturaleza de la misión). Resulta que Sadam era un pariente del novio -aunque la familia era mayoritariamente hinduista, había cierta sección musulmana-, el cual no tenía la culpa de que sus muy comunes nombre y apellido coincidieran con los de uno de los dictadores más conocidos en los últimos tiempos. Pronto, sin embargo, los cometidos se multiplicaron. A varios de los primos de la novia les encargaron que se hicieran responsables de "la parte del jarrón". Esta sección consistía en que el novio tenía, durante cierto momento de la ceremonia, que intentar atrapar un jarrón que sus "nuevos primos" tratarían, de manera fingida, de escamotearle: en suma, era una manera tan jocosa como cualquier otra de indicar que había entrado a formar parte de las bromas y pullas bienintencionadas habituales en toda familia. Asignados cada uno a sus tareas, llegó el gran día. En esta ocasión, Flora, Fauna y Primavera se reencarnaron en unas amabilísimas camareras de hotel que, sin necesidad de compartir con las españolas ninguna clase de idioma común, flotaron cual pajaritos alrededor de las muchachas hispanas para conseguir que los saris se mantuvieran en su sitio. Cumplida esta primera cuestión, fuimos al lugar de la boda. Quizás es momento de extendernos sobre algunos detalles de la ceremonia.
Lo primero de todo es que la familia del novio arriba al lugar donde se celebra el show (digo, el asunto), a cuya puerta aguarda el padre de la novia -lo sé porque una de las funciones improvisadas que me tocaron ejercer aquel día fue la de traductor oficial del mismo mientras no llegara alguien que pudiera transmitirle los mensajes en inglés al español-. Dicha llegada familiar es una especie de fantástico desfile triunfal sin mucho orden ni concierto, lleno de música, color y, sobre todo, vestidos fastuosos. Uno podría tener dudas sobre quiénes son los novios en una boda india porque todos los trajes son espectaculares: hasta que los ve, momento en el que le queda claro, porque son más rutilantes todavía. Aquí tenemos que expresar una cierta diferencia cultural entre los dos mundos que nos ocupan. En algunas civilizaciones, la moda es minimalista: menos es más; en la India y Nepal, se han quedado en el barroco: más es siempre más. A aquella exhibición sólo le faltaban los elefantes. De todas maneras, en aquella boda hubo una particularidad especial: resultó que durante el segundo evento, la mayor parte de los occidentales vestíamos ropas tradicionales, mientras que los nepalíes llevaban puestos trajes y corbatas. Fusión cultural así no la encontráis ni en un restaurante de lujo. Después del desfile exterior, la multitud penetra en el recinto donde se celebra la boda, cada familia por un lado, de tal manera que ambos grupos humanos (con los contrayentes como punta de lanza) se encuentran en la parte superior de unas escaleras donde confluyen novio y novia junto a un séquito de acompañantes, en un gesto que simboliza la unión de los futuros cónyuges y de sendas colectividades. Creo que estaría prohibido (o, al menos, sería de mal gusto) sentarse en las escalinatas y cobrar un euro a los participantes, aunque si lo hubiéramos llevado a cabo nos hubiéramos puesto las botas. Terminado el proceso del encuentro de los novios, comienza la ceremonia propiamente dicha.
Hay dos cuestiones que incrementan la confusión en una boda nepalí. En un enlace occidental, primero tiene lugar la boda propiamente dicha, luego el convite y al final el baile. En la celebración nepalí, las tres fases tienen lugar simultáneamente (por tanto, mientras los novios están a lo suyo, hay quien disfruta con su sufrimiento, hay quien baila, y hay quien se aproxima a la mesa a deglutir a ambos carrillos). La segunda cuestión se refiere al oficiante, que en nuestro caso era un hombre, acompañado de dos mujeres mayores las cuales iban repartiendo marrones (o tareas) al primero que veían, y que eran quienes designaban las líneas maestras de la ceremonia, aunque de vez en cuando se contradecían. A buena parte de los congregados les se les adjudicó un rol -o, mejor dicho, una misión-. Mi chica tuvo que reunir a cuatro mujeres casadas de la familia para un extraño ritual que incluía colocarse un cuenco relleno de cosas en la cabeza. El primo de la novia asignado a la ceremonia del jarrón la dirigió con tanto celo que, durante unos minutos, temimos que los prometidos no llegaran a casarse. El padre de la novia y su futuro yerno tuvieron durante un tiempo que obedecer extrañas consignas del oficiante que requerían trasvase de líquidos y variadas ofrendas. A mí (liberado ya de las labores de traductor, una vez la novia se incorporó a la parte religiosa del asunto) me tocó a continuación participar en una insólita invocación a la cosecha en la que seis nepalíes, el padre de la novia y yo tuvimos que golpear el extremo de un palo sobre un cuenco para simbolizar el aplastamiento del arroz para obtener harina. Como podéis constatar, la cosa estaba como para aburrirse.
Lo sorpredenten es que, mientras hacíamos todo esto, la boda seguía su curso. Yo participé en el rito del palo, me fui en un coche a buscar el pastel -por lo visto Sadam Huseim iba en el auto, aunque en aquel momento pensaba que le habíamos perdido., volvimos sin saber lo que había que hacer con la tarta (descubrimos que, sobre este dilema, la familia nepalí estaba tan perdida como nosotros, lo cual desconozco si nos unió o nos distanció culturalmente) y, mientras tanto, a la novia siguieron pidiéndole que hiciera cosas cada vez más complicadas. De lo poco que entendí de la ceremonia, debe de haber un cierto interés en hacer sufrir hasta el límite de sus fuerzas a la contrayente del enlace, por motivos que desconozco. Aun así, ella aguantó con relativa entereza un proceso que duró numerosas y largas horas hasta que, en un momento determinado, supongo que asumieron que no iba a rendirse y la soltaron. Ya de manera más distendida, como digo, se sucedían a la vez el convite y al baile. Al respecto de este último, he de decir que no soy muy fan de "Paquito Chocolatero", pero ver a unos nepalíes bailar esta canción no tiene precio. Sobre esta última, y a pesar de su gran desaparpajo, los asiáticos decían que el problema de las canciones españolas es que no entendían las letras, lo cual me producía una sonrisilla al recordar las coreografías de Bolllywood que los españoles habíamos efectuado de manera bastante jocosa en el primer evento. Lo más curioso del banquete -y aquí reenganchamos con la parte política- es que, en Nepal (como en otras partes del mundo; yo mismo participé en Túnez en una boda en la que sólo conocía a una amiga de los contrayentes), la cuestión de los invitados es bastante laxa. No llegaron hasta el punto de invitar a todo el pueblo de la familia al ágape, como he visto que ocurre en algunas localidades pequeñas, pero se considera que la gente entra y sale de las bodas con relativa facilidad. Por ejemplo, el lado musulmán de la familia solamente hizo acto de presencia durante un tiempo. Como el novio pertenecía a la casta de los guerreros -una de gran consideración social-, allí en nuestra gran boda nepalí había también un cierto número de políticos. Hasta creo recordar que el Primer Ministro se pasó a saludar. Fue curioso observar cómo el padre de la novia departía con ellos: él no sabía nepalí, ellos no hablaban castellano, y el dominio de ambos contendientes del inglés era bastante relativo. Pero ya conocéis la innata capacidad de comunicación del ser humano, más si es español, y más en las bodas. Sobre lo que conversaron los antiguos guerrilleros maoístas de las montañas, ahora reconvertidos en congresistas, con un individuo nacido en Castilla que ha estado tanto en el ejército como en una comuna (y sin duda no desentonaba en ninguno de los dos ámbitos), sólo podemos especular.
Nepal es un país que tiene muchos problemas. Pobreza, un pasado de inestabilidad política que esperemos haya quedado atrás, terremotos... Puedes adorar sus ancestrales tradiciones, la belleza de sus montañas y la riqueza de su cultura a la vez que lamentas la forma en que la contaminación ensucia sus ríos o que los problemas de la globalización y el cambio climático amenazan la esencial industria del alpinismo. Por otra parte, no tengo queja con respecto a los nepalíes: prácticamente todos los que conocimos, tanto de lejos como de cerca, familia política o no, se portaron de una manera encantadora y cordiabilísima con nosotros, pese a que sin duda las diferencias culturales hacen que tengamos perspectivas distintas sobre muchas cosas (aunque, qué queréis que os diga: entre el caos mediterráneo y el nepalí, no veo demasiadas diferencias; quizá por eso nos parecen tan divertidos, y no tan lejanas sus tradiciones). Un país tan lleno de contradicciones y paradojas merece la pena. Yo he querido compartir con vosotros la manera en que éste ha entrado en mi vida, a múltiples niveles, entrecruzándose la esfera política y la familiar. A cada uno nos ocurre algo parecido con uno o dos lugares distintos. Espero que los vuestros os deparen tantas alegrías como a mí.
Una porción del Himalaya saludándonos desde la ventanilla del avión.
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