La batalla final
Los
dos, ella y él, vestían ropas ninjas; uno de blanco, otra de negro; los dos de
pie, muy rígidos, hasta que sacaron las espadas. Se hallaban en el salón.
Comenzó
la lucha sin cuartel.
Estocadas
rápidas, precisas, aunque terminaban todas su destino fútil en el acero del
otro. Movimientos tan rápidos como sinuosos, apenas perceptibles, imposibles de
captar del todo hasta que no se habían producido. En un momento determinado,
uno ejecutó un arco con la katana a media altura para segarle las piernas, pero
el contrario casi voló para evitar el fatal desenlace. El salto en el aire
llevó al oponente a otro sitio; su enemigo le siguió.
Ahora
estaban en el pasillo.
En
esta ocasión, ambos se hallaban montados sobre un caballo; blanco uno, azabache
el opuesto. Cargados de armaduras medievales, lanza en ristre, con las monturas
bufando, dispuestas a pelear con más brío aún que sus jinetes. Los cascos
removieron el suelo antes de romper a cabalgar como si les llevaran diez mil demonios.
Los guerreros se aproximaron. Las lanzas rompieron contra los escudos con
estrépito. Del impulso del choque, ambos salieron desplazados hacia la abertura
contigua que se presentaba a un costado.
Ahora
se encontraban en el baño.
En
mitad del verde de la losetas, en contraste con el azul de las cortinas y el
blanco virginal de la loza, ahora llevaban kimonos orientales. Muy a lo “Bola
de dragón”; hasta lucían el mismo color ridículamente teñido del pelo. Ambos
concentraron las manos para formar sendas islas de energía.
-¡Kame-kame-ha…!
Las dos bolas blancas
impactaron entre sí.
Ahora,
de repente, sin concesión, habían aparecido en la cocina. Ambos vestían unas
gruesas corazas a la altura del pecho, como unos exagerados personajes de
dibujos animados con mucho más tronco que piernas. Las espadas eran futuristas,
con un filo en corte de sierra y el otro a la manera de alfanje. Ni un instante
de tregua se concedieron: comenzaron el duelo y, ya desde el primer momento, obtuvieron
dos tajos respectivos que penetraron hasta el tuétano. Pero no por ello cesaron
de lidiar. De hecho, sólo se detuvieron un par de segundos porque las armas se
enredaron entre sí, como dos serpientes que mueren, durante su enfrentamiento,
ahogadas. A los dos les costaba respirar.
En
esa situación, así como estaban, heridos, sudorosos, con las espadas pugnando
por escapar del freno que suponía el arma enemiga, amenazando de manera
inminente con clavarse sobre la carne, amputar miembros y acabar con toda
existencia en medio de un baño de sangre, se miraron a los ojos…
Un
par de segundos después, estaban en una sala vacía, de pie, enfundados en ropas
normales. Mucho más encogidos y pequeños, o al menos así lo parecían sin las armas,
los escudos y demás zarandajas baratas. Se observaron casi de reojo, con la
cabeza gacha, avergonzados. Ella sugirió:
-¿Nos
sentamos en la cama?
Él
asintió. Ambos se juntaron en ese mueble que, un parpadeo antes, ni siquiera se
hallaba presente en la habitación. Que había surgido como de la nada.
-Tenemos
problemas, ¿verdad?-enunció con voz queda él.
Ella
movió la cabeza. Como si asumiera una verdad dolorosa, ya hace tiempo aceptada
pero que, a pesar de todo, hasta muy poco antes no había querido reconocer.
-¿Y
qué podemos hacer para arreglarlo?
Preguntó
uno. Nunca se supo, de entre los dos, quién.
-Me
ha faltado ser más comprensivo -admitió él-. Me ha faltado sentir tu dolor. En
vez de enfadarme, debería haberme dado cuenta de que, lo que hacías, era a
causa de que tenías problemas. Y que no se ganaba nada al reprochártelo, sino
que debería haberte echado una mano.
Tragó
saliva. Le costaba mucho hablar.
-Pero
quiero ser positivo. Quiero ser como tú. Quiero pensar que todo va a salir bien,
a pesar de que no haya ningún motivo, y transmitirte ese optimismo, aunque sea
un poco idiota, como tú me lo infundiste a mí cuando yo lo necesitaba. Yo
también quiero ser ese apoyo, como tú lo fuiste conmigo cuando a mí me hacía
falta. Por eso es por lo que te quiero preguntar qué es lo que quieres que
haga; a qué puedo contribuir para que estés bien.
Ella
apretaba mucho los labios. Se sentía al borde de las lágrimas.
-Sólo
quiero que estés junto a mí y me sostengas… -balbuceó-. Solamente necesito que
me escuches; no hace falta que busques ninguna solución…
Él
la cogió de la mano.
-Pero,
cariño, si tenemos problemas, alguna cosa tendremos que hacer para remediarlos,
¿no es cierto? Porque, con quedarnos parados, no se va a arreglar nada, ¿verdad?
Aunque sea más cómodo.
Ella
suspiró:
-Sí.
Es más cómodo.
Pero,
de alguna manera, le daba la razón y lo corroboraba.
-Anda,
ven conmigo -digo él, levantándose y acercándose a la mesa, que también parecía
haber salido de ningún sitio, junto a dos sillas. Él se sentó y, de manera
mágica, portaba en su mano un papel y un lápiz-. Vamos a trazar un plan.
Luego,
cuando ella se sentó, él se dio cuenta de que algo fallaba y le cedió el lápiz:
-Venga.
Empieza tú. Quiero que lleves la voz cantante.
Y
ambos empezaron a dibujar. Quizás algo no precioso, quizás no hermoso, porque
trataba de dolor y de amor y pena, pero algo que les permitiera sobrevivir y
soñar.
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