Todos los días, al salir del trabajo, cojo el metro. Es un trayecto largo, con bastante escalas, alguna más prolongada que otra. A veces me llevo un libro, otras no tengo ninguno, me aburro sin más. Un día, me di cuenta de que había un hombre al que me encontraba bastante a menudo a la misma hora en mi mismo tren, en la línea Circular. Pensé, Otro que sale más o menos a la misma hora de trabajar, y que comparte conmigo parte del trayecto. Entonces decidí hacerme amigo de él: así al menos, tendría alguna compañía durante ese tramo.
Era un hombre medio calvo, de pelo blanco, y de ojos vivaces. Vestía casi siempre una corbata negra, un traje azul claro, y un maletín que agarraba continuamente del asa. Nos pusimos a hablar. Tenía un acento porteño muy simpático. Me contó toda clase de cosas sobre su vida, sobre su trabajo, sobre su familia, una familia a la que adoraba muchísimo y a la que procuraba satisfacer todos sus caprichos, siempre que podía, se los llevaba de excursión. Su sueño era, un día, ahorrar lo suficiente para cogerse unas vacaciones, y que sus hijos pudieran contemplar por primera vez (y él y su mujer de nuevo) el Río de la Plata atravesando Buenos Aires.
Llegó un día en que, justo después de terminar de trabajar, me dediqué a salir de copas con los amigos. Estuvimos de parranda hasta bien prolongada la madrugada. Cuando acabó la noche, algo así como a las tres, cogí el metro. Y entonces, me lo encontré. Me encontré a mi amigo.
También se encontraba hablando, con otro hombre esta vez. Le contaba cómo acababa de salir de trabajar, sobre su trabajo, su familia, amigos. Y entonces, cuando le miré a los ojos, y él me miró, me di cuenta de que no había ninguna mujer, ni ningún hijo. Quizás tuviera un trabajo, probablemente sí, pero en todo caso, cuando salía de él, se dedicaba a dar vueltas por el metro, a contarle a todo el mundo sobre esa familia que tanto ansiaba y tanto deseaba encontrar, y cuando llegaba al final del viaje, se cogía a otro metro, a ver si ese camino le llevaba esta vez a casa, pero nada, otra vez, y así continuamente, esperando que un día, de tanto repetir tantas distintas variantes de la historia, a tantas personas desconocidas, un día, de veras, se hiciera realidad...
La contemplación de ese hombre, y de su cara de angustia al ser descubierto, me dejaron un vacío en el alma. Durante las siguientes semanas, no volví a ver al hombre hacer su trayecto habitual, en la línea Circular.
Finalmente, le encontré. Sin pensarlo mucho lo abracé, con cariño, como se abraza a la gente que realmente deseas ver, hasta que tus brazos recuerdan como era rodear ese cuerpo. Le invité a mi casa a cenar, y al día siguiente a comer. Hoy en día es, para todos, el tío Rubén. Por fin tiene una familia que encontrar al final de la vía.
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