Este relato se basa en la circunstancia (la cual ha inspirado ficciones de otros autores, y que -hasta el punto en que es posible averiguarlo- en principio es real) en diversos lugares del mundo, de que hombres ancianos paguen por pasar la noche con una joven dormida a su lado, bajo condiciones diversas. El relato (que ofrece un par de vueltas adicionales de tuerca a este supuesto) es de hace unos años y no cuenta con demasiadas rondas de corrección, con lo cual os ruego, como en otras ocasiones, que seáis benevolentes. Pasad una buena noche en compañía de los personajes. Un saludo.
El
extranjero
La
mujer negó con la cabeza. Sus ojos reverenciaban un temor ancestral.
-No quiero. No puedo hacerlo.
El hombre que se hallaba a su lado,
de ojos rasgados, le replicó:
-Tienes que hacerlo. Es mucho
dinero. Nos vendrá muy bien.
La geisha le contempló con ojos
asustados. Giró la cabeza para apartar ligeramente las cortinas, y contemplar
al hombre del que estaban hablando.
Volvió la mirada hacia el otro
hombre.
-Además, es extranjero.
Dijo ella, como evocando una palabra
prohibida, con un cierto deje de desprecio. El otro maldijo en un susurro.
-No digas tonterías. Te acuestas con
extranjeros todos los días. No hables como si no hubieras salido jamás de
Japón.
La geisha dudó. Volvió a contemplar
de nuevo al americano. Era anciano, se apoyaba de forma pesada en un bastón,
tenía el pelo canoso, y un grueso bigote. El bastón estaba adornado por ricas
joyas: la geisha recordó los rumores de que allá, en el Oeste, los aventureros
estaban descubriendo pepitas de oro en los ríos, y estaban constantemente a la
búsqueda de minas recubiertas del dorado metal. El anciano levantó la vista, y contempló,
por un instante, a la atemorizada geisha, que se ocultó precipitadamente tras
las nacaradas cortinas, decorada con motivos orientales.
-Entonces, ¿qué?-le preguntó el
otro-. ¿Lo harás?
La geisha meditó. Por un lado, sería
sólo una noche. Quedarse dormida, con la garantía de que el americano no la
tocaría, y esperar hasta la mañana siguiente. Pero luego, despertarse,
contemplar a su lado el cadáver, aún todavía caliente, o quizás frío...
-¿Pero seguro que esta noche va a...?
-Yo no lo sé. Él lo cree así. Con eso me basta.
Meditó sobre el largo insomnio que le depararía esta noche, en la
sensación de pensar, casi continuamente, Estará muerto en estos momentos, o no
lo está, quién lo sabe, Te atreverás a dar la vuelta, para mirar al otro lado.
Ese desconocimiento, de no saber si hay una vida o no al otro lado, el separar
esa diferencia tan sólo unos pocos centímetros, centímetros insalvables, tanta distancia, como
si un giganteco vacío se abriera debajo de ellos. Tomarle cariño a lo largo de
las horas, a un hombre, del que no conoces de nada, que hace unos segundos era
un explotador y un extraño, que sin embargo te apena, porque sabes que esta
noche va a morir... Todo ello, sin incluir los temores de estar incurriendo en
una blasfemia.
-Está prohibido por todas nuestras
tradiciones –asintió firmemente.
Hubo un nuevo bufido por parte del
otro.
-Ya conoces a los americanos. Las
tradiciones no van con ellos.
La geisha bajó los párpados, pero
sin llegar del todo a cerrarlos. Ella era consciente de lo que había: las
geishas, jóvenes muchachas inocentes que llegaban aquí a Boston en un manto de
promesas, esperaban continuar con exactamente la misma labor que desarrollaban
en Japón. Sin embargo, a los occidentales, eso de una dama del placer que no
desarrollara el sexo era absolutamente inconcebible. Al final, todas las
geishas tenían que tragarse sus muchos años de estudios, y acabar ejerciendo de
vulgares prostitutas, y a este hecho acababan resignándose todas. No obstante,
esto que le había propuesto el americano sobrepasaba todos los límites.
-¿Y no podría ser otra?
El otro negó con la cabeza.
-Ha insistido en que seas tú. No aceptará a ninguna otra.
Sin volver la vista hacia su interlocutor, como contemplando un
punto infinito del espacio, asintió resignada con la cabeza.
-De acuerdo; lo haré.
El japonés asintió. Se acercó de nuevo al hombre, dejándola sola.
La mujer contempló cómo de un par de labios silenciosos –los de de su
compañero, y los del americano-, salían las palabras que iban a decidir su inmediato
futuro. Silenciosa, se retiró.
Poco tiempo después, estaba en la cama, desnuda bajo las sábanas.
Al encontrarse en esta situación, se le ocurrió pensar que tal vez el trato
propuesto por el americano era mentira, y que iba después de todo a tocarla,
como hacían el resto de los hombres que solían pasar por allí. Sin embargo, la
idea se le borró de la cabeza en cuanto contempló al anciano cruzar el umbral
de la puerta: en sus ojos no había deseo, si acaso, una necesidad ingente de no
provocar incomodidad por su mirada, de pedir perdón por la misma molestia de
existir. La geisha se dio cuenta de que ese hombre no iba a hacerle ningún
daño, que no la penetraría esa noche: y esto, como nos hace todo lo que
sentimos extraño y desconocido ante nosotros, la inquietó todavía más que la
primera posibilidad.
El americano comenzó a desvestirse. Abrió su maleta, y sacó de
esta última un raído pijama de cuerpo entero, de mangas largas, de franela de
color rojo, que hacía bolitas de todas partes, y que tenía en la parte del
trasero una pieza de tela que se unía por unos botones y que, si se
desabrochara, dejaría al aire aquella región donde la espalda pierde su nombre.
El anciano se fue desvistiendo poco a poco, tanteando con dificultad los
esquivos botones de su camisa, apartando con cierto tembleque sus pantalones,
con un tenue nerviosismo al pensar que, mientras se los quitaba, se podía caer,
y también, pensó la geisha al contemplar sus miradas esporádicas, con una
cierta vergüenza al desnudarse, él tan mayor, ante una señorita tan joven.
Finalmente, el hombre quedó vestido con su pijama rojo de franela, y se
introdujo en la cama, tras apartar cuidadosamente las sábanas y la manta,
procurando en todo momento no destapar el cuerpo de la otra, como pretendiendo
no dilucidar la cuestión sobre si estaba desnuda. La japonesa pudo percibir,
ahora que se encontraba más cerca, que el bigote de este anciano estaba formado
por cabellos cortados exactamente al mismo nivel, que algunos cabellos lacios
le colgaban hacia delante del mismo, separados del resto, y que todo el
mostacho le daba una apariencia bienhechora, como de anciano entrañable, que va
a traernos presentes por Navidad. Sin embargo, el viejo no presentaba ni muchos
menos los ojos tranquilos de aquel que sólo reparte dicha: sino que mostraba,
en sus pequeñas cuencas, una especie de arrepentimiento vital, que tenía
sensación de exteriorizar.
Y por eso, la geisha supo, desde el principio, pese a hacerse la
dormida, que aquel hombre le iba a acabar hablando. Que, antes de terminar la
noche, se daría la vuelta y le confesaría sus penas. Y que en ese momento, ella
tendría que escucharle.
No tardó mucho tiempo.
-Señorita... ¿está despierta? Si... si me permite... me gustaría
contarle una historia.
<<Yo era juez. Juez de un pueblo de varios miles de
habitantes en el Medio Oeste. Administraba con severidad la justicia: llevaba
una de esas pelucas que tanta fama han hecho de nuestra profesión, y era
conocido por dos cosas. La primera de ellas, por ser tajante en mis sentencias,
por adecuar de forma rigurosa la cuantía de la pena a la gravedad del castigo.
La segunda, se decía, por no errar un solo veredicto jamás: al menos, eso
aseguraban mis condenados, incluso aquellos que defendieron su inocencia hasta
un segundo antes del veredicto. Pero eso se debía a una cualidad muy sencilla
de comprender: yo podía intuir, con tan sólo mirar a los ojos del acusado, si
éste era inocente o culpable, más allá de toda duda razonable. Puede que suene
pretencioso decir esto desde la silla de un juez. Pero no es vana jactancia. Yo
no soy un juez que ha adquirido tanta práctica que sabe distinguir cuando le
mienten: sino que, al saber distinguir desde siempre cuando me mentían, había
decidido ser juez.
No sé de dónde procede esa cualidad:
alguna cosa intuí desde niño, que me permitió averiguar cuándo mi madre, una
mujer católica, honesta, trabajadora hasta la médula, de carácter duro y cierta
aspereza en los modos, me estaba revelando, a mí, su hijo de cuatro o cinco
años, una absoluta verdad, o la más irreal de las mentiras. No lo sé; en todo
caso, en mi larga experiencia, he acabado por encontrar unas cuantas verdades
fundamentales. Primero, que las mentiras, cuanto más impresionantes, cuanto más
gordas, más creíbles son por parte de la gente. Y segundo, que nuestra
percepción para creer o no a los mentirosos se debe en gran parte al deseo
mismo que tengamos de creerles. Yo, podía afirmarlo con rotundidad, había
superado esas ofuscaciones del espíritu.
Entonces, cierto día, llegó a mi
tribunal el caso de un hombre acusado de asesinato. Era un crimen horrible,
brutal, perpetrado con una saña tal, que aquel que lo hubiera cometido se
merecería la más enérgica de las condenas. El caso, en un principio, parecía
estar claro: todas las pruebas señalaban hacia el hombre que se encontraba en
la sala. Casi estuve a punto de no hacerlo, ante la cotidianidad del caso. No
obstante, es labor de un buen juez siempre el asegurarse. Por eso, tan sólo iba
a hacerlo unos segundos, le miré a los ojos. Y lo que vi me sorprendió.
Aquel hombre era el ser más inocente
que había visto nunca.
No sólo vi que no era culpable:
también vi que esos actos no los pudo cometer, incluso aunque hubiera estado
bajo el influjo del alcohol o cualquier otra droga. También vi una personalidad
decente, pura, honesta, vi un niño en el interior del cuerpo del adulto,
contemplé al más inmaculado ser que avistaron mis ojos, por mucho que por fuera
estuviera mal afeitado, sucio y con ropas míseras. Y entonces me pregunté, ¿qué
es lo que hago, le condeno culpable?
Por un lado, no podía: hubiera sido
una ofensa a la verdad misma. Y por otro, las pruebas eran claras,
irrefutables. No tenía más remedio que enviarle al patíbulo, o me destituirían
de mi cargo allí mismo, y además, con toda la razón del mundo. En aquel
momento, no podía esperar. Dubitativamente, lleno de congoja mi alma, le
declaré culpable, y le condené a la soga. Para aplacar un poco mi conciencia, y
no tener que seguir tan de cerca el proceso, determiné que la pena que ejecutara
en otro estado: de esa manera, no tendría que asistir yo a la ejecución
personalmente.
No obstante, con el paso de los
días, me lo pensé... Había enviado a la horca a un hombre inocente. Me había
convertido en alguien tan culpable, como aquellos mismos bandidos a los que
ajusticiaba. ¿Qué debía hacer, me preguntaba?¿Qué me ordenaba mi conciencia?
Reflexioné entonces sobre el pasado,
y contemplé la cara de mi madre, agarrada con fuerza la mano a su cruz,
observándome réprobamente... Tomé una determinación.
Marché al estado adonde había
condenado el acusado. Exigí acceso, como juez que era, a la celda donde se
encontraba el reo. Pedí a los guardias que nos dejaran solos. El hombre, hasta
ese momento vuelto de espaldas hacia mí, recostado en su esquina, contra la
pared, se giró. Le rogué, con toda humildad, que se acercara hacia mí.
Se levantó y aproximó su cara: una
vez más, aquellos ojos que revelaban la más brillante de las almas sin mancha
me hipnotizaron sin sentido. Me quedé absorto unos instantes, tan solamente
contemplándolos. Luego, me puse en marcha.
Maquillé su cara, y también la mía,
con potingues que llevaba en mi maletín, para que nos pareciéramos el uno al
otro. Me afeité el bigote, le entregué mi peluca, mi toga, mis ropas, y yo me
puse las suyas. Nos teñimos el pelo, le rocié con perfume para tapar su
nauseabundo olor corporal, tras varias semanas de encierro.
Finalmente, él se marchó. Se marchó
volviendo una última vez la vista atrás, con la peluca blanca y el bigote
postizo bajo su nariz. Como he dicho antes, las mentiras más gordas son las que
más fácilmente se traga la gente. Quién iba a pensar que, bajo esa apariencia
de rectitud y rigor, se escondía un condenado a muerte...
En cambio, yo aguardé. Tuve todo el
rato la vista vuelta, para que no me reconocieran. Finalmente, los guardias me
llamaron. Me cogieron cada uno de un brazo.
Tras recorrer un largo pasillo,
llegamos al exterior. Allí se encontraba el patíbulo. La multitud aguardaba,
expectante, contemplé, como tantas veces, sus ojos sedientos de sangre, esta
vez por la mía, qué más les daba en realidad quién fuera, con tal de que
hubiera espectáculo. Volví entonces la cabeza, y contemplé como la soga, mecida
por el viento, parecía invitarme a subir...>>
Y el extranjero calló. Y entonces la
geisha, acobardada, preguntó con timidez.
-Pero aún te falta una parte de la
historia. ¿Cómo conseguiste librarte de la muerte?
El hombre miraba hacia el techo:
suspiró apesadumbrado.
-No me libré –masculló.
Giró la cabeza hacia ella.
-Lo más triste de todo, es que yo
era culpable.
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