viernes, 24 de octubre de 2014

El relato de octubre. Halloween 2014: Homenaje al club de los suicidas.



Homenaje a El club de los suicidas

                Cuando se acude a una oficina en un día no laborable, el aspecto suele ser desolador. Observar a más personas allí (quizás por el simple hecho de que no deberían estar, o que significa que ellos también tienen trabajar, lo cual lejos de aliviar, suele deprimir el ánimo más todavía) tiene un efecto acrecentador de esta situación.
                Sin embargo, las tres personas que llegaron allí, prácticamente al unísono, no tenían que trabajar hoy. Y aún así, se sentían turbadas, y doblemente turbadas por encontrar a sus otros dos compañeros en esa misma situación. Alrededor de una gran mesa circular, de pie, todavía con los abrigos puestos, se miraron los unos a los otros, casi de manera sospechosa.
                -¿Cómo ha accedido aquí?-preguntó el hombre maduro y corpulento, antes siquiera de presentarse o tratar de aclarar la situación. Suponía que la misma pregunta era compartida por todos.
                La mujer de mediana edad se encontraba aún más confusa. El otro hombre, más joven, se encogió de hombros, sintiéndose incapaz de hacer otra cosa.
                -¿Cómo sabes que ha accedido, de todas maneras?-preguntó la mujer.
                Pero el hombre no tuvo que decir nada, mas que bajar los párpados hasta orientar sus pupilas hacia las tres cartas situadas en la mesa, cercanas a cada una de tres sillas, y también a un sobre central.
                -¿Cómo os habéis enterado?-siguió llevando la iniciativa el hombre-. ¿También por una llamada de teléfono que decía que mirarais vuestro correo?
                -“Asunto de vida o muerte”, decía –rememoró la mujer, resaltando lo obvio-. Bueno, cómo no acudir.
                -Bien, en eso se ha basado para que viniéramos, ¿no?-indicó el hombre maduro, sentándose. Los demás hicieron lo propio.
                Pareció que antes de dar el primer paso, tenían que discutirlo. Y lo primero fue mirarse muy fijamente.
                -Es un tipo muy raro.
                -Eso lo sabíamos –indicó el hombre joven-. Siempre lo supimos.
                -No era el típico cliente normal que te pregunta por la familia mientras decide dónde invertir o solicita información sobre su nómina. Quería ser nuestro amigo. Joder, maldita sea, parecía que quería trabajar aquí.
                -Bueno, no es tan raro –replicó el hombre joven-. El mejor amigo de mi padre fue siempre el cajero que le atendía en la caja de ahorros. Total, los clientes nos cuentan casi todos los aspectos de su vida: que si necesitan dinero para una casa, para la boda de su hija, para sus vacaciones… Somos los confesores de su dinero. Ni un cura sabe tanto como nosotros.
                -Ya, pero esto es distinto: este tipo venía con nosotros. Pasaba el rato. Era peor que un jubilado. ¡Joder, si hasta un día me lo llevé al fútbol!
                -No sé, fue muy raro, ¿no? Todo tan gradual, tan poco a poco… Empezó solo contigo, Andres, ¿no?
                -Sí –indicó el hombre joven-, y luego preguntó unos bonos y yo te lo pasé a ti… Y después me figuro que…
                -Sí, sí, ya, ya –interrumpió el hombre maduro-. Conmigo acabó cogiendo muchas cosas. Incluyendo la hipoteca.
                -Lo cual quiere decir que…
                -Sí –terminó la frase él-: yo fui el que tuvo que acudir al desahucio de su hipoteca.
                Movió la cabeza de un lado a otro.
                -Maldita sea, nunca se me olvidará ese día…

*                                           *                                            *

                El hombre maduro se encontraba mirando cómo la policía rodeaba la casa y la empresa de mudanzas aparcaba al lado. Y sin embargo, aunque aparentemente todo se estaba desarrollando con normalidad, algo que le decía que iba terriblemente mal.
                -¿Qué pasa?-preguntó, cuando los agentes del orden volvieron del interior del edificio.
                El policía se encogió de hombros.
                -No responde a los timbrazos. También he tocado a la puerta, pero no dice nada.
                Levantó una ceja.
                -¿Puede que no esté en casa?
                El grito de una vecina les hizo mirar hacia arriba.
                Es cierto que Federico nunca había sido muy guapo. El hecho de haberse rapado al cero (seguramente para disimular una incipiente), aquella cara pálida y anodina, con pinta de no ser capaz jamás de seducir a las masas, e incluso su insistencia en vestir buena parte del tiempo ropas oscuras (unido ello a un ligero encorvamiento de su figura, nadie sabía si por su natural disposición a permanecer humilde y hasta un punto servil ante todas las circunstancias de la vida) le daban una especie de apariencia de sirviente de las fuerzas del mal para el cual sólo le hubiera faltado un científico loco al lado con una sardónica risa, mientras Federico, portando un candelabro, se preguntaría cómo había acabado él aquí, cuando lo que pretendía era hacer el bien y regar florecitas. Pero ahora, encaramado a la cornisa, con quince metros de vacío extendiéndose delante de él y sin atreverse a mirar del todo hacia abajo, la pinta no hubiera enamorado nada más que a los que sufrieran un atractivo irresistible por la viva imagen del desconsuelo. El agente a cargo del operativo silbó y le gritó a sus compañeros con toda la fuerza sus pulmones:
-¡Arriba, arriba, arriba!
Como una tromba ascendieron los agentes y también el cajero del banco, sujeto a súbito ataque de pánico. Los siguientes sucesos los recordaba él como en una bruma. Sabía que un policía había accedido a la ventana para hablar con el suicida, y –el cajero desconocía con qué argumentos- le había conseguido convencer. Federico se adentró en el piso con igual cara que si acabara de vaciar el contenido de su estómago (el agente bancario desconocía si lo hubiera hecho). De repente, sin embargo, en un súbito auto de arrepentimiento, Federico pretendió volver a la cornisa de la que había venido y todos, incluyendo el cajero, se abalanzaron sobre él al impedírselo. Al agarrar su brazo, y mientras era traído de nuevo al interior de la casa, Federico le preguntaba:
-Cómo pudisteis hacerme esto… como pudisteis…
El hombre no tuvo valor para contestar.

*                                           *                                            *

                Los tres se quedaron un rato, callados, en silencio.
                -Sí. Esa es la pregunta. Cómo pudimos.
                Al principio parecía que la pregunta no la hubiera soltado nadie sino un ente ajeno a ellos, planteándoselo para su discernimiento. Luego pareció claro que lo había dicho Andrés, pero más de manera reactiva que por convicción. El hombre maduro, sin embargo, respondió muy activamente a ellos:
                -Nosotros no le hicimos nada. Nadie le puso una pistola en la cabeza. Nunca le obligamos a nadie.
                -Además, ¡nosotros no sabíamos!–replicó la mujer, con pinta de ofendida-. A ti el banco te dice que tienes que vender tal producto, que es bueno para los clientes, que se lo aconsejemos. Nosotros qué íbamos a saber que eran una esta…
                -… algo sospechábamos –reconoció resignado el hombre maduro.
                -¡Sí, sospechábamos, pero sospechar no es lo mismo que saber! Y además, ¿qué hubiéramos hecho de haberlo sabido? Teníamos órdenes terminantes del banco de colocar esas participaciones. Si no lo hubiéramos hecho, ¿qué hubiera pasado con nosotros? Quizás nos encontráramos en la misma situación de él.
                Volvieron a guardar silencio. Fue el hombre corpulento el que lo rompió.
                -Venga, qué demonios. Abramos las cartas y terminemos de una vez con esto. Veamos qué quiere estar vez.
                El sonido al rasgar el sobre central pareció el de un concurso a punto de distribuir el premio mayor, o de a obligarte a marchar a casa sin nada.
                Pareciendo haber sido designado extraoficialmente como maestro de ceremonias, el hombre corpulento leyó en voz alta. Sin embargo, a todos les pareció resonar en sus cabezas la voz de Federico conforme escuchaban las palabras:
                ˃˃No me andaré con rodeos. Conocéis mi situación actual. He perdido mi casa, me abandonó mi familia, y ahora que por la coyuntura económica actual he perdido el trabajo, me veo abonado a la indigencia. No os responsabilizaré a vosotros de todos mis males: sin embargo, fue vuestros consejos los que seguí en cuanto a cómo administrar mi dinero. Yo compré las acciones que me aconsejasteis. Ahora, observo cómo todo aquello se hunde a mi alrededor y cómo los periódicos dicen que todos aquellos movimientos fueron una trampa mortal para los clientes que se habían aventurado a seguirlos. Vosotros sabéis la cuota de responsabilidad que tenéis en ello, y yo también lo sé. De nada vale ocultarlo.
                ˃˃En el desahucio de mi casa, que alguno de vosotros contempló en vivo y en directo, se frustraron mis aspiraciones de abandonar este mundo. No obstante, he decidido seguir adelante con esa primera intención, que creo que siempre fue la correcta. No obstante, lo confieso, no tengo el valor para llevarlo a cabo. Creo que muy pocos hombres tienen esa capacidad. Por eso he decidido encargárselo a otra persona.
                ˃˃No sé si habréis leído El club de los suicidas de Robert Louis Stevenson. En él, se hablaba de una organización del mismo nombre en la cual las personas que querían desprenderse de su vida pero no se atrevían ingresaban en dicho club, y un sorteo al azar determinaría quién moriría esta noche y quién (entre los otros aspirantes a suicidas) sería su verdugo. En el libro se pinta a los miembros de esta organización como pobres diablos, y al presidente como un criminal sin escrúpulos. No obstante, y tras haber leído el relato, no estoy de acuerdo con ese retrato general. ¿Qué mejor ayuda para llevar a cabo este difícil trance que otros que se encuentran en su misma situación? Es un acto humanitario, una forma de prestar ayuda a un desamparado. Bien, eso os pido yo ahora mismo.
˃˃En cada uno de estos tres sobres hay una carta. En la narración de Stevenson, y en la traducción que llegó a mis manos, era el as de bastos el que designaba quién sería el verdugo de la víctima de esa noche. En uno de estos tres sobres, se encuentra el as de bastos, según un sorteo que efectué previamente de manera complemente aleatoria (ni siquiera yo conozco su contenido). Si los abrís, encontraréis quién de vosotros habrá de darme muerte. Por si no os apetece hacerlo en público, podéis llevároslos a casa. Y en todo caso, tenéis también sobres iguales a estos en el buzón de correo. De esta manera, podéis mirarlos en la tranquilidad de vuestro hogar.
˃˃Para los que no les haya tocado la carta agraciada, no tengo nada más que añadirles. Para la otra persona, que sepa que lo que le estoy pidiendo no es ni mucho menos un acto criminal, sino uno solidario. Yo ya estoy muerto; ahora mismo, mantenerme con vida sólo prolonga mi sufrimiento. No pienses ahora que me vas a matar: más bien al contrario, el asesinato se llevó a cabo entre muchos, incluyendo a vosotros tres, durante todo este tiempo. Ahora sólo me pido que me rematéis, como el caballo herido que no puede levantarse y necesita el disparo para poder descansar en paz.
               ˃˃Vuestro atentísimo, vuestro antiguo amigo,
               ˃˃Federico.
Cuando el oficinista dejó de leer, los tres se miraron de forma azorada. Y volvieron la vista hacia los tres sobres.
La mujer se levantó.
-No pienso seguir aquí ni un solo segundo más. Y por supuesto, no pienso abrir esa carta.
Su compañero asintió.
-Creo que deberíamos romperlas, tirarlas a la papelera, y olvidarnos para siempre de este asunto. Esto es sólo alentar las fantasías de un hombre trastornado.
-¡Y en cuanto llegue a casa, haré lo mismo con el del buzón!-remarcó la mujer en voz alta, mientras rompía el sobre asegurándose de que no vislumbraba en ningún momento su contenido.
Todos ejecutaron al mismo tiempo aquella mecánica operación. Se marcharon por separado a su casa, sin decirse nada más.
Sin embargo, una vez allí, el oficinista llamado Andrés no pudo reprimir, casi de manera instintiva, coger la carta del buzón, y depositarla sobre la mesa de la cocina.
Se pasó horas mirando. Horas sin saber qué hacer, qué decir. Horas reflexionando sobre la participación que él había tenido en la evolución del caso de Federico; qué palabras había dicho, cuáles había callado, qué cosas hubiera debido decir, y cómo hubiera cambiado la cosa entonces… Horas dándoles vueltas a las cosas…
Hasta que en un momento determinado, de un gesto brusco, llevó las manos hacia el sobre y lo abrió.
Un segundo antes, siempre anhelas que sea posible.
Un segundo después, es inevitable. Y ya no hay ninguna clase de marcha atrás.
Y entonces, la disyuntiva. ¿Qué hacer? Podría callarse. Federico decía que no conocía el contenido de los sobres. Pero, ¿podía confiar en su palabra? Hasta ahora siempre había sincero en todo, pero claro…
                Volvió a pensar en la imagen mental de Federico al pie de la cornisa. Hay acciones que te llaman. Que impelen a ser hechas. Pensando más en tratar de impedirlo que en provocarlo, pero con el pensamiento secreto de que era su responsabilidad y al fin y al cabo tenía que asumirla, le envió un correo electrónico al interesado.
                La respuesta llegó casi de manera automática: “Me alegro de que seas tú”.
                Quedaron a una hora relativamente temprana en una cafetería del centro de la ciudad. Se saludaron en un tono ciertamente reservado, pero en cuanto empezaron, fue como dos amigos que no se ven desde hace mucho tiempo y se tienen mucho que contar. Estuvieron allí departiendo hasta casi la medianoche: luego, fue Federico el que, amablemente, insistió en pagar. “Yo ya no lo voz a necesitar”, añadió, y de esa manera devolvió a Andrés a la realidad.
                Federico insistió en que debían pasar antes por su albergue para recoger algunas cosas necesarias para su propósito. Mientras lo hacían, Federico se sintió asustado: nunca había entrado en uno de estos sitios antes. Se sorprendió de que, a pesar de la tranquilidad superficial de un edificio perteneciente a la administración, todo el mundo parecía allí, si no permanentemente abatido, en un estado de agitado desorden, como bolas de billar cada una a diferente velocidad y ritmo las cuales la mayor parte del tiempo permanecieran ignorantes las unas de las otras, pero que de vez en cuando amenazaban con cruzarse y provocar un choque. A Andrés aquello le recordaba a la imagen mental que tenía de una cárcel, con la diferencia de que en teoría aquí parecía que podías irte y volver diariamente, -y de hecho, le recordó Federico, ahí solo se podía dormir, y debían abandonarlo diariamente en busca de refugio en calles y cafeterías-, aunque no lo parecía. En aquel momento, además, estaba llegando la última ronda de los habituales para dormir, mendigos, vagabundos, pero también gente con traje y corbata, quizás la única que le quedaba, pero imprescindible para buscar un trabajo. Andrés se preguntó por un momento qué pasaría si Federico se volviera a todos y les dijera que Andrés era un miembro del banco que le había desahuciado, y hasta vislumbró las caras de alguno de los ocupantes del albergue en una situación similar. O peor, se imaginó que Federico se llevara a toda esa gente, junta, a casa de alguno de ellos. ¿Qué no serían capaces de hacer? Y la pregunta más inquietante, ¿cuándo empezarían estas fantasías a hacerse reales?
                Sin embargo, todo se desarrolló con apacibilidad: Federico recogió sus cosas en una mochila, y salieron a la calle. La noche era templada y lucía una espléndida luna. Joder, hoy podría ser una noche maravillosa, meditó Andrés. Hoy es un día perfecto para morir, replicó su lado más oscuro.
                -Bueno, creo que aquí está bien –indicó Federico.
                Acababan de pararse en una zona de bocacalles estrechas. Andrés levantó su vista hacia arriba, siguiendo la mirada de Federico por los tejados: los de estas viviendas eran los típicos que salen en la película, inclinados, de tejas de un color azulado, con ocasionales chimeneas apareciendo. Seguramente una disposición tal era difícil de encontrar en cualquier otro lado de la ciudad.
                -Creo que copiaremos a los maestros –aclaró Federico-. En el relato de Stevenson, el primer “asesinato” –se apreciaron hasta las comillas en la frase- utilizaba como encubrimiento una caída por el tejado. Y digamos que el imitar a los clásicos, le da una última sensación de utilidad a mi vida. Podría decirse que siempre he sido un romántico.
                Aquella situación era kafkiana, pensó Andrés. Ellos estaban allí, tan tranquilos, y Federico hablaba de matarse. Tenía que parar esto, que detenerlo de alguna manera. Pero no sabía cómo. No se le ocurrían palabras que hacer para convencerle de lo contrario.
                -Subiremos a través de este canalón, y apoyándonos en la ventana. No te preocupe, le tengo pillado el truco, y yo te ayudo a subir. Estaría tonto que me matara así en lugar de arriba, ¿no?, ja, ja.
                ¡Y encima se reía! Andrés se estaba poniendo lívido. Pero finalmente, con mayor o menor dificultad, acabaron ascendiendo arriba. Estaban justo en la parte del techo que se inclinaba hacia abajo por ambos lados. En pendiente, al final de las tejas azuladas, un nuevo canalón y, después, el vacío.
                -Muy bien. ¿Estás preparado?
                Andrés sentía cómo la situación tenía una angustia infinita. Una tristeza melancólica, tranquila, sosegada, que se reflejaba en la cara de Federico, y que solicitaba una petición inexcusable, y era aquello lo que hacía la situación más insostenible. “No voy a poder hacerlo”, se decía. Pero Federico estaba bastante más calmado que él.
                -Vamos –le decía, con su mirada cristalina, como la de un cordero a punto del sacrificio-. Lo haremos juntos, ¿te parece? Yo cuento hasta tres, y entonces me empujas.
                Andrés, sin poder hablar, asintió. Sentía que se le estaban a punto de saltar las lágrimas. Ambos se colocaron en posición.
                -Uno… -pronunció Federico.
                “No voy a poder hacerlo”, resopló Andrés.
                -Dos…
                Nueva toma de respiración.
                Y entonces, Federico súbitamente se dio la vuelta, agarró a Andrés de la cabeza, y le arrojó hacia abajo.
                Mientras sus dientes probaban el sabor de las tejas, el corazón de Andrés latía aceleradamente mientras veía su camino hasta el final del canalón, y después hasta el vacío. Tras el golpe con el borde, pudo verse en el aire durante unos segundos.
                Después, cayó, y el estrépito se extendió junto con la caída de varias tejas junto con su cuerpo. Vecinos y cotillas se asomaron a mirar. Mientras tanto, Federico había ido a refugiarse detrás de una de las chimeneas.
                Por primera vez en toda la noche, sonrió. Una sonrisa antinatural, y una carcajada sardónica, que se rompió contra el silencio de la noche.
                Como una silueta por los tejados, tratando de ser distinguido por los vecinos, pero sin conseguirlo, Federico desapareció.

*                                           *                                            *
               
                Al día siguiente, ya laborable, los otros dos cajeros amanecieron con la ausencia de Andrés en el banco, y la noticia en los periódicos. El nerviosismo de ambos era mayúsculo.
                -¡Era una trampa!¡Le atrajo hasta él con la excusa del suicidio y luego lo liquidó así, a sangre fría!
                -Dios mío –decía la mujer en voz baja-: ahora vendrá a por nosotros.
                -No si estamos prevenidos –repuso el hombre-: no si podemos prepararnos.
                -¿Prepararnos cómo?¿Pero dónde va a atacar?
                Su compañero iba a responder algo tranquilizador, resolutivo, eficaz, contundente. Pero lo malo de este tipo de intenciones es cuando descubres que no se te ocurre nada. Y entonces, tan sólo la más absoluta sinceridad acudió a su voz:
                -¿Qué vamos a hacer?
                Los dos miraban con los ojos vacuos hacia un futuro que no preveían…

*                                           *                                            *

                Sin embargo, por muy tarde que sea, el futuro siempre llega. Pasaron muchos años, muchos. Al país le costó mucho recuperarse de la crisis. A algunos más que a otros: estos dos cajeros fueron favorecidos por el banco por su encomiable labor en relación con algunas acciones. En alguna parte del camino, el cajero hombre tuvo que traicionar a su compañera: no tuvo más remedio, eran cosas del trabajo. No supo qué había sido de ella: creía haberla visto durmiendo en un cajero, pero la verdad que es que pasaba muy rápido por ahí y no se fijó.
                En definitiva, el hombre prosperó. En aquellos días, era fácil, con un poco de dinero que tuvieras, poder pasárselo bien frente a los precios tan bajos que tenía todo. Aquella zona de Madrid le recordaba un poco a nuestro individuo a la Cuba pre-castrista, lo cual era un poco extraño porque eso era algo que él sólo había visto en las películas y no había llegado a vivir. En todo caso, desentonaba con su traje blanco en medio de aquel aire generalizado de decadencia. Era fácil distinguir a los tipos como él del resto, de la multitud.
                En aquel momento, cansado y con demasiadas copas, se disponía a pagar en la terraza de aquel restaurante de lujo situado, sin embargo, en medio de una zona más alternativa, paupérrima, y como mezcla de todo ello eufemísticamente llamada “bohemia”, cuando en aquel momento pasó por su lado un grupo de chicos jóvenes, caminando y riendo juntos, entre los que se encontraba una chica de pelo castaño rojizo recogido, vestida sencillamente pero elegante, muy fresca, muy natural. Una chica muy atractiva. El banquero le dedicó una mirada que le recorrió enteramente. La chica se fijó en él unos instantes, pero luego se dio la vuelta y siguió paseando con sus amigos. 
                Sin embargo, sorprendentemente, cuando ya estaban a punto de doblar la calle, la chica hizo entonces gesto de detenerse y, desde la visión del banquero en la terraza, parecía que se despedía de sus amigos. La chica se dio la vuelta y caminó con los brazos cubriendo su cuerpo para protegerse de lo fresca que se había vuelto la noche de repente. Y, para sorpresa del hombre, se sentó en la terraza, en su misma mesa, a tan sólo unos centímetros de él.
                -¿Qué tal?-dijo ella-. Soy Clara.
                El hombre se sorprendió, pero tampoco podía decir que le incomodara aquel suceso inesperado. La saludó efusivamente y le dijo su nombre.
                -Y, dime, ¿qué te ha llevado a sentarte aquí?
                -Oh, pues simplemente, había pensado que, quizás, te apetecía acostarte conmigo.
                El hombre abrió los ojos como platos. No se lo podía creer.
                -¿Quieres decir…?
                -Sí. En efecto. Podemos acordar un precio. Mi casa está a un par de manzanas de aquí. Si quieres en diez minutos podemos estar en la cama.
                El hombre sonreía entusiasmado y, al menos tiempo, se sentía embargado aún por la estupefacción.
                -Pero… tú… ¿te dedicas profesionalmente a esto, o…?¿Pero cuántos años tienes?
                -Dieciocho. No, en realidad estoy estudiando. No hago esto todos los días. Tan sólo de vez en cuando, como un sobresueldo para pagarme los estudios. Mejor hacerlo así, con gente que te encuentras al azar por la calle, así no hay teléfonos ni nada que pueda hacer que lo sepan tus compañeros. Pero en realidad es muy común: casi todas mis compañeras lo hacen. ¿Nunca te lo habían ofrecido?
                -Pues… no, la verdad es que no.
                -Pues venga. Venga, ofréceme un precio. Venga, si quieres, oferta especial del día, cien euros.
                Para él era muy poco. Para otros, era el sueldo de medio mes.
                Ambos se levantaron y se fueron, los dos con sendas sonrisas. El camarero no se extrañó: no debía ser la primera vez que veía una situación parecida.
                Cuando llegaron al piso de ella, la chica cerró la puerta y se quitó los zapatos.
                -Si quieres me puedo poner un poco más… sugerente. ¿Qué te parece?
                El hombre asintió. La chica le llevó a su dormitorio y sacó unas cuantas ropas de su armario. Fue a la otra habitación del piso –salón, cocina- para cambiarse.
                -¿No vives con nadie?-preguntó él.
                -Vivo con otra amiga –respondió ella desde el otro lado- que suele dormir aquí en el sofá, aunque a veces nos cambiamos. Pero esta semana está de vacaciones.
                La chica finalmente apareció. Llevaba un vestido rojo imponente, y unos zapatos de tacón que quitaban el hipo.
                -Bueno, ve desvistiéndote mientras te voy preparando la cama, ¿de acuerdo?
                El hombre se empezó a quitar la corbata. Mientras lo hacía, notaba que el efecto de las emociones –y de las copas- le estaba sentando demasiado mal a la cabeza. Tanto que se arrancó a hacer una confesión.  
                -Creo que he bebido demasiado… Sabes, viéndote así, tan joven, me recuerdas a cuando yo lo era. O cuando lo era más. Y eso me hace recordar a una historia que pasó hace un tiempo. Nunca se la he contado a nadie; ni siquiera la otra persona con quien la compartí conoce los detalles que te voy a contar a ti ahora. Todo empezó…
                Sintió el cuchillo en la garganta al mismo tiempo que notó que la chica le rodeaba por detrás. Sólo entonces se fijó en el espejo que tenía enfrente suya.
                -Sí, es normal que te lo recuerde: todo el mundo me dice que tengo sus mismos ojos.
                Por la imaginación de la chica pasó una yugular cortada y una sangre que resbalaba del mismo color que su vestido. Pero sabía que sus planes iban mucho más allá.
                La horca estuvo preparada en pocos minutos. Allí colgaba el banquero, que apenas se había resistido, como si lo llevara pensando mucho tiempo atrás.
                La chica del vestido rojo contempló el exterior, y la clara luna de verano, lo único que no le habían arrebatado.
                La ola de suicidios debía continuar…

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