El hombre que se rebeló contra su dios
El hombre ejecutó el
primer paso sobre las escaleras de forma dubitativa.
No era para menos.
Sabía que al final del recorrido le esperaba una muerte segura.
Al fin y al cabo, ése
es el destino casi escrito para aquel que se atreve a desafiar a su dios.
La divinidad suprema
se les había revelado abiertamente. Un cambio de estrategia, decía. Estaba
harto de señales en el cielo, de oráculos y de que sus designios los
interpretaran (en sus propias palabras) “necios y beodos sacerdotes”. A partir
de ahora, él estaría al mando, de manera directa. Les diría lo que quería, y de
esa manera corregiría alguna de las herejías que habían ido cometiendo con el
paso de los años. Desgraciadamente, los sacrificios humanos no sólo habían
resultado ser acertados, sino que el Dios consideraba improcedente la peligrosa
tendencia que se había establecido últimamente de tratar de disminuir su
número. Por ello, ordenó que volvieran a retomarse en el ritmo y atrocidad de
los viejos tiempos. Las viejas máquinas del sacrificio, que llevaban mucho
tiempo oxidadas, volvieron a lubricarse con el calor y el color de la sangre.
Cualquiera diría que los sacerdotes deberían considerarse felices de que su
dios, al que tanto adoraban, hubiera decidido comunicarse directamente con
ellos: pero quizás el hecho de tener la confirmación de que era real y que
podía llevar a cabo físicamente cosas como destruirte con un rayo en tan sólo
unos segundos no acabó de convencerles demasiado. Y cuando algunos sacerdotes
que no eran particularmente devotos comenzaron a convertirse en las propias
víctimas de los sacrificios, su fe se transformó en un gesto de terror…
Aquel dios podía
definirse de muchas formas, pero casi ninguna dignificante. Era abyecto,
vicioso, autoritario, estremecedor… Tenía todos los vicios de los hombres y
casi ninguna de las cualidades de un ente celestial y bondadoso. Lejos de infundir
tranquilidad a sus creyentes, les transmitía un miedo cerval; lejos de facilitar
la vida del pueblo, llenaba de una hedionda atmósfera toda la civilización.
Bajo su gobierno, volvió el miedo, la sinrazón, volvió la caza de brujas.
Alguien tenía que hacer algo para cambiar todo eso. Y fue uno de los guerreros
quien tuvo el coraje de atreverse.
El guerrero comenzó a
ascender las escaleras que llevaban a la pirámide desde donde el dios construía
y destruía a su antojo. El guerrero lo hacía plenamente consciente (con
seguridad absoluta) de que iba a morir, pues nadie que ose enfrentarse a un
dios puede sobrevivir a este ataque, y sabía que de nada valdría el poder de la
razón o tener la moral de su parte, pues por simples caprichos menores había
volatilizado el dios a la gente que se atrevía a importunarle, entre
insufribles lamentaciones y tormentos. El guerrero atravesó los puntos negros
donde habían quedado calcinados algunos que tuvieran la mala suerte de pillar
al dios en mal estado después de una de sus habituales borracheras, cuando iban
a rogarle justicia, y aún así siguió adelante. Tenía en su mano una espada pero
-se preguntaba acongojado- ¿para qué la iba realmente a usar?
La ascensión de los
últimos escalones fue un compendio de terror, dolor y angustia. No sabía en qué
momento le iba a llegar la descarga letal, tampoco cuántos de sus familiares y
conocidos pagarían por el gesto que se había atrevido a llevar a cabo. ¿A qué
estaba esperando el Dios para matarle?¿Quería que finalmente se atreviera del
todo a ejecutar el acto sacrílego, o esperaba a que llegara hasta la parte de
arriba de la escalera para hacerle arder vivo sobre la piedra del sacrificio,
tal y como dictaban las antiguas tradiciones?
Cuando llegó a la
cumbre, contempló directamente al dios. Era en realidad la primera vez que lo
observaba en todo su esplendor, y tan de cerca. Los múltiples brazos, los aros
del fuego llameando girantes alrededor suyo, el rostro similar al de una de
aquellas complicadas máscaras, pero esta vez labrada sobre carne viva, como un
monstruo elaborado a retazos sobre fragmentos de cadáveres, allí, sobre la zona
superior de la pirámide, exhalando absoluto poder desde su absoluta soledad. El
dios le miró con aquellas pupilas esculpidas a base del más puro fuego, y
mientras los brazos dorados mantenían los círculos de fuego en movimiento, le
preguntó sin necesidad de usar la voz, sino con un mensaje mental que taladró
de manera profunda todo su cerebro:
“¿Así que vienes a
decirme que lo estoy haciendo mal, eh?”
El otro no contestó.
Más bien se arrodilló, aturdido por un sonido que era más perturbador que
cualquier voz cavernosa. Pero ésta volvió a resonar sin piedad en su cabeza.
“¿Crees que podrías
hacerlo mejor que yo entonces?”
A pesar del
padecimiento, del desconcierto, del alma dolorida, el guerrero asintió.
Hubo en el otro lado
lo que asemejó, por parte del dios, un amago de pausa para la reflexión.
“Sea pues entonces”,
afirmó. Y ahí fue cuando empezó todo.
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