A aquella mora la trajo
el rey cristiano después de su última incursión en tierras musulmanas. La
llevaba encadenada y la encerró en una torre para hacer con ella, más tarde, lo
que se hace con todas las prisioneras de países extranjeros.
Sin embargo, el pastor
del pueblo, nada más la contempló, supo que no había visto en toda su vida un
ser tan hermoso; y, como ocurre también con los animales hermosos, consideró
que privarla de su libertad era, con creces, el mayor pecado del mundo. Y por
eso la liberó de sus cadenas.
La prisionera mora no
quiso recompensar al pastor con su cuerpo, pues le parecía que era precisamente
aquel tipo de mentalidad la que la había metido en este lío. Pero, por un lado
le fascinaba la figura de ese hombre que encarnaba la más pura personificación
de la inocencia; y, por otro, le encantaba la idea del agua cristalina de ese
río bañada por la piel oscura de ella y la más blancuzca de él, ambas
iluminadas bajo la luz de la luna; y, por ello, bebió de aquel agua
abundantemente.
Tan mágica fue la noche,
que al pastor no le importó que ella se despidiera al día siguiente, ni tampoco
que, como castigo, el rey le condenara y que a la mañana siguiente le fueran a
ahorcar: conforme el baldaquín cedió, y su cuerpo moría, le pareció ver el
caballo de ella galopando etéreo por las colinas, con su cabellera morena
ondulando alegre por los prados, volando sin miedo, por los aires, hacia la
libertad.
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