Todo
empieza y termina siempre por los libros. Se inicia en un extremo de la
estantería y se terminará en el otro. Faulkner, Kafka, Lovecraft, Pirandello…
Para cuando la mujer llega a Poe, sus piernas desnudas debajo de la falda se
hallan muy cerca de los tobillos envueltos en calcetines de él. No tienen
necesidad de levantar la vista por encima de sus gafas; les basta con seguir
mirando los libros. Al fin y al cabo, se han conocido así. Se seguirán
conociendo así, si la cosa va bien.
-Sabía
que te encontraría en esta sección –le dice ella-. Tenías que echar un vistazo
para ver si te queda por leer una última antología de cuentos.
-¿Has
tenido que esperar mucho?-pregunta él.
-No…
Por aquí han pasado unos cuantos padres que llevaban a sus hijos a comprar las
lecturas obligadas que tendrán que engullir en verano para los exámenes de
septiembre, y también unos pseudointelectuales que han cogido un par de lomos
de libro con los que poder decorar su biblioteca. Pero nadie que se pareciera a
ti. Te reconocí en seguida.
El
otro no altera el semblante, y sin embargo, por debajo de los finos labios
cerrados, sonríe. Ninguno de los dos se ha visto hasta entonces, pero ambos son
tal y como se imaginaban. Él busca en los autores del terror gótico, y ella en
cambio en los desesperados autores sureños. Él inspecciona los libros devorando
las sinopsis, y ella en cambio se fía de una mezcla de instinto, conocimiento
de autores y azar. Él lee, para comprobar si le va a gustar el libro, las primeras
páginas de cada tomo, y ella en cambio abre el volumen por algún lugar en torno
a la mitad. Él no soporta que le cuenten los finales, y ella en cambio opina
que si se los narran y aún así no tiene ganas de leerlos, es que no merecía lo
suficiente la pena. Por esas características se han reconocido, todas esas
cosas se contaron por Internet. ¿El resto?¿Asuntos vanos como el color del
pelo, de la piel, el traje que llevarían? Ésos son detalles sin importancia. Todo
empieza y termina siempre por los libros. De no ser así, no se hubieran atrevido
a quedar aquí.
-¿Qué
te apetece que hagamos ahora?-pregunta él.
-Pensé
que te apetecería escoger a ti.
-Oh,
no, ésta es tu casa, por supuesto, te toca elegir a ti como anfitriona. ¿Qué es
lo que prefieres?
-Hmmm…
Un poco de Chaucer tal vez. Nunca se me repiten los cuentos de Canterbury.
Podríamos mirar si acaso algo de Dovstoievski.
-Me
parece muy buena idea –dice galante, cediendo el paso-. Le sigo a usted,
señorita.
“Señorita”,
ríe ella. Descuidando la edad y que ya se ha acabado hace rato el siglo XX.
Parece que fueran un caballero y una dama de las novelas de las hermanas
Brönte, o mejor, que ambos habían retornado a Brydeshead. ¿Qué dirían mis
alumnos si me vieran en esta circunstancia?, carcajea interiormente y al mismo
tiempo se sonroja ella. Pero eso es poco probable que pase. A estas alturas
andarán todos en la piscina, en un campamento al cual les han enviado sus
padres para que no molesten, o rogando porque les compren su primera moto. A
pesar de todo el año que lleva ella inculcándoles el amor por la lectura, no
cree que haya conseguido que uno de ellos pase, nada más terminar el curso, por
la librería más grande del pueblo. Ella es más de tiendas pequeñas, pero a la
hora de indicarle la dirección era más complicado orientarle hacia una de ellas.
Además, este lugar ofrecía mayor versatilidad, como un restaurante elegante una
carta más grande, con variados menús y tapas. Y eso es lo que hacen ellos,
mientras otras parejas quedan a cenar o al cine. Literatura extranjera de
primer plato; ella planea algo de narrativa hispanoamericana de segundo. Si
todo va bien, degustarán unos cuantos besos entre las estanterías de libros en
otros idiomas, para los postres.
En
este encuentro tan poco salpimentado de convencionalismos, sin embargo, a veces
acabamos estableciendo los nuestros propios, o cayendo en los clásicos, porque
después de todo somos hombres y mujeres y hay cosas que no pueden cambiar. Él
es el primero que levanta la vista para estudiar su figura. Admira su vestido
cortito, de motivos primaverales, que deja al descubierto unas piernas de piel
muy tersa, al menos para tener ya casi cuarenta años; sus gafas de pasta de
color rojo, y su pelo teñido de rubio platino. Lo que más le llama la atención,
sin embargo, disimulando que cruza por detrás de ella solamente para localizar El crisol de Arthur Miller, es el
tatuaje que lleva a la nuca. Ella se da cuenta de lo que hace él, él se
apercibe de lo que sabe ella, y enarbola una forma de disculpa.
-Perdona,
entre tanta lectura de títulos, no he podido evitar elevar la vista para leer
lo que pone en tu tatuaje.
-Lo
entiendo –asume como inevitable ella-. A todo el mundo le choca.
-¿Tienes
otros tatuajes con citas literarias?
-Sólo
unos pocos, y la mayor parte no contienen texto. Pero son difíciles de
encontrar. Suelen estar en lugares que no están a la vista con las ropas de
invierno; en el colegio tienen una política muy estricta sobre profesoras con
tatuajes que puedan influenciar a los niños. Durante el resto del curso llevo
el pelo largo y mangas muy amplias que impiden verlos. Ahora en cambio, en
verano, tengo más libertad.
La
mujer no le contó toda la verdad. No le confesó que su admiración y al mismo tiempo
pavor por los tatuajes procede de cuando encontró a esa chica tan joven con el
cuerpo cubierto totalmente de ellos. No le narró cómo se obsesionó con esa
sonrisa que se prolongaba con el dibujo de unos arañazos de tigre en las
mejillas, ni cómo debajo de las ropas ceñidas de ella, a lo largo de toda su
espalda, encontró dibujados dragones. No le iba a revelar nada sobre las noches
en vela que compartieron mientras el cuerpo níveo de ella recorría todos los
tatuajes. Ella, la otra, fue la primera que le hizo uno, en una zona que sólo
las dos –incluso en verano- pudieran ver. A la profesora de Literatura le dolió
muchísimo, y supo desde entonces que se volvería adicta a ellos, incluso aunque
lo que hiciera fuera solamente ampliar -con dibujos minúsculos, barrocos y
ensortijados (que tardaran todo lo posible en dibujarlos)- los que hasta
entonces iba teniendo. Durante las sesiones, y los momentos inmediatamente después,
en lo único que podía pensar era en el dolor: ésa era la forma, para ella, de
no sentir nada más. Aparte de los libros, era su única manera de evadir la realidad.
Y por tanto, la única ocasión en que era libre.
-Creo
que deberíamos ir a buscar a otro ruso –dice ella, pero cuando se echa para
atrás, encaminando sus pasos en dirección a un Gorki o a un Pushkin, ella siente en sus codos (no
sabe si como consecuencia de un tropiezo o si ha sido a propósito, anticipando
en sus movimientos) las manos suaves de él. Se le eriza el vello del antebrazo
y siente en todas sus mucosas un suspiro erótico. Trata, como hacen casi todas
las mujeres púdicas en el primer momento, de recordar qué era lo que sobre este
tema llegó a hablar con él: habían comentado las perversiones de Laurence
Durrell en Egipto; habían discutido si a Henry Miller le correspondía más estar
con Anäis o con Nin. Incluso debatieron sobre el influjo de Madame Bovary en la
forma de tratar en la literatura a los amantes. Y entonces siente que, a pesar
de lo estremecedor que resulta aquel tacto tan cálido en el aire acondicionado
de la librería, algo en todo esto está mal.
-Siento
caer en los tópicos –susurra ella, casi en un jadeo, mientras él y sus gafas,
su cabello con entradas incipientes, se encuentran inmediatamente detrás de
él-, pero estás casado.
-Ya.
Y tú sabes que mi matrimonio es una farsa, como los bailes de sociedad de Jane
Austen. Mi familia necesitaba el dinero, la de ella, un nombre que añadiera una
respetabilidad y cultura que nunca llegarán a poseer. Fue un enlace forzado;
apenas nos miramos el uno al otro.
-Así
que todavía existen historias de ésas –suspira ella, y mientras lo dice piensa
que en numerosas ocasiones ha soñado en ser “la otra”, para variar, la que pone
los cuernos en lugar de la cornuda, como se ha encontrado en numerosas
ocasiones de forma más o menos sutil en el sofá de su casa. Pero una cosa es la
fantasía y la otra la realidad, añade como pensamiento siguiente: ella se imaginaba
a sí misma como la típica novia a la que descubren en un accidente de tráfico,
con el traje aún puesto, que se despeña por el barranco mientras se encontraba
enredándose desde el asiento del copiloto con alguna parte del cuerpo de su
amante, o aunque fuera sin vestido porque se trataba de la amante, pero todo
implica que la felación, la penetración o simplemente el dolor han sido
interrumpidos por un acto violento, una cuchilla afilada que sirve de
guillotina, una prensa que aplasta y extrae mi sangre como el líquido pulposo
del interior de una fruta madura, o la puerta metálica de un garaje que
secciona mi cuerpo en dos partes. Pero todas esas ensoñaciones incluyen litros
de sangre, cuerpos abrazados en un acto de protección postrero como los amantes
de Pompeya, y sobre todo mucho dolor: ninguno queda vivo para recibir el
reproche de los familiares, nunca hay ninguna suegra o ninguna madre a la que a
los ojos tengas que mirar. Hay historias que se viven mucho mejor leídas tras
la barrera de tinta y papel de un buen libro. Todos queremos ser alguna vez el
protagonista de Lolita, pero ninguno
queremos vivir su mismo final.
-¿Qué me dices entonces?-azuza
él, y ella siente un estremecimiento en la espalda, pensando en el cuerpo de su
amante envolviéndola mientras, encima de ambos, sólo las páginas de un texto,
en negro y blanco, les sirve de sábana, y una portada en colores cálidos de
cabecero. Una banda con una frase de Scott Fitzgerald le sirve a ella de ropa
interior y de sostén.
-¿Sabes
qué es lo que te digo?-contrapregunta la chica, mientras comienza a arrojar al
suelo libros desde la estantería más alta-. Que algunas de las mejores
historias son de las que no se conoce el final.
Y
agarrando un libro en la mano (creía que era uno de Dumas, pero no llegó a
averiguarlo) se dio la vuelta y corrió fuera de la tienda mientras resonaban
las alarmas. Él salió detrás de ella, a toda velocidad.
La librera, que lo había observado todo por
encima del manuscrito que fingía que rumiaba, no llegó a tratar de ejecutar
ninguna acción para detenerlos. Volvió al punto que había marcado su señalador
para continuar la página, mientras argüía, para sus adentros:
-Cuántas
lecturas me faltaban a mí entonces–suspiró.
Su
marido, leyendo a su lado, gruñó bajo de sus bigotes unas cuantas frases de
Mark Twain o de Margarite Yourcenar. A aquella mujer no le quedó muy claro y no
supo qué reseñar.
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