En el armario
La puerta se
abre y entra la pareja, precipitada. Ella arroja las llaves descuidada sobre un
taquillón, las zapatillas al aire, y a él le coge por la corbata y le lleva
directamente al dormitorio. Él se deja llevar. No es para nada su tipo de
chica: pero supone que es porque hace tiempo que no encuentra a su tipo de
chica por lo que se ha decidido a buscarla por Internet. Ella es bajita, no muy
guapa, quizás un poquito entradita en carnes pero desde luego eso no le resta
sensualidad. Y desde luego, es muy lanzada. En muy poco tiempo, están en la
cama. Al chico le gusta ver sus braguitas de color blanco con puntillitas, que
caen en seguida para enseñarme unos glúteos duros como melocotones, y le
encanta más todavía ver cómo ella oculta su cabeza bajo los brazos mientras
suelta gemiditos conforme las caderas de él se aproximan y se alejan
rítmicamente, una y otra vez. Quizás le resulta muy hortera esa camiseta rosa,
esa horquillita rosa de Hello Kitty, incluso el tatuaje justo al final de la
espalda, aunque le da un punto algo desvergonzado, le entusiasmaría bastante
más si tuviera un motivo distinto. Desde luego, lo que más le horroriza es la
habitación: llena de cojines rosas, pósters de grupos quinceañeros que podrían
haber tenido niñas de quince a cuarenta años, y con estrellitas doradas y
dibujitos de anime japonés con falditas muy cortas por todas partes. Tal vez le
disgusta que la conversación en el restaurante haya sido entretenida, que se
haya pasado más de la mitad del tiempo pegada al whattsapp, que durante la cena
haya mostrado atisbos de ser superficial, voluble y algo egoísta, o que lo más
parecido que ha podido encontrar en ella a una aproximación artística es que en
la servilleta dibuje una carita sonriente. Pero el chico decide obviar el detalle
sobre las dotes intelectuales de la chica (y también que sea la reina de las
mascotas: hay mirándole, con cara pasmada, un perro, un gato, un periquito en
su jaula, y hasta una serpiente dentro de su terrario) conforme descarga en el
interior de ella y ambos se funden en un fuerte aullido. Las sábanas de un
color fucsia chillón se hacen receptoras del orgasmo…
Luego,
por la noche, el chico no puede (ahora puedo confesarlo, era yo), no puedo
dormir. Las estrellitas fosforescentes del techo brillando dentro del cuarto, y
el siseo continuo de la serpiente en el terrario, me ponen nervioso. Me levanto
e intento llegar a tientas hasta el baño para beber algo. Abro una puerta
esperando encontrar el pasillo, el baño, o bien un armario. Lo que no esperaba
era ver esto: una especie de ser espectral, salido del más indomable de los
infiernos, con una especie de hábito desarrapado que oculta el rostro de muerto
y los ojos de un rojo luminoso, el cual porta un cuchillo que degüella sin
piedad a un niño de rizos rubios. Una ráfaga de viento cierra la puerta de
golpe.
Pestañeo
un par de veces. Abro de nuevo la puerta del armario. Me tropecé con la misma
escena, pero esta vez, la figura fantasmal sujetaba la cabeza del niño por los
cabellos, y la sangre se deslizaba desde su cuello hasta el resto del cadáver,
que ahora se hallaba caído como un muñeco descabezado por un niño
particularmente cruel.
Lo
que ocurrió a continuación me resultó algo difícil de explicar posteriormente,
a mí mismo y a todos los demás. Mi defensa más común suele ser que, cuando el
inconsciente no quiere ver, éste simplemente se niega a aceptar las cosas. Por
eso, el chico cerré el armario, hice como si nada hubiera ocurrido, y me fui a
la cama.
Al
día siguiente, procuré escaparme antes de que llegara la hora del despertador y
la del desayuno, sin despedirme tan siquiera de la chica. Una vez en la
oficina, no pensaba en volver a llamarla: el sexo había sido placentero pero la
chica no me caía demasiado bien, y el olor de la serpiente me había producido
ensoñaciones raras. Pero no empecé a recapacitar del todo sobre lo que había
ocurrido hasta que no escuché lo que decían algunos de mis compañeros.
-Qué
barbaridad. Y el tío no para.
-¿Cómo
sabes que es un tío?
-Una
mujer no sería capaz de hacer esa salvajada.
-¿De
qué estáis hablando?-alcé la vista hacia los que estaban hablando.
Los
otros me miraron como si acabara de salir de Marte.
-¿No
te has enterado? Un psicópata que hay por ahí suelto. Se dedica a matar a
niños. El último, un angelito rubio de ojos azules. Ha aparecido esta mañana en
mitad de la ciudad con la cabeza cortada. Un auténtico horror.
Tuve
entonces un flash sobre lo que había visto en aquel armario. Yo no había oído
hablar de aquella noticia; ni mucho menos podía haber sabido quién era la
víctima de esta noche. Pero la simple posibilidad de que lo que había visto en
aquel armario tuviera una parte de verdad… resultaba inconcebible.
Tanto,
sin embargo, que no tuve más remedio que quedar con la chica otra vez.
-No,
sí, siento haberme marchado sin decir nada ni mandar ningún mensaje… Sí, pero
lo de anoche me encantó. ¿Podemos quedar otra vez?
De
nuevo cena. De nuevo preguntas para seguir conociéndonos, aunque en este caso
me importan menos que la noche de antes. Ahora toca hablar de clase de
cuestiones. La cuestión es ver cómo las abordo.
-Bonitas
mascotas –digo con el objetivo de entrar por ese lado-. ¿Cómo es que te dio por
tener una serpiente?
-Oh,
la escogió Micifuz. Micifuz es mi gato, ¿te lo he dicho? Se quedó mirando a Kaa
cuando la llevé conmigo a la tienda de mascotas. Todos mis animales escogen al
siguiente que entra. Toby fuera el primero, estuvo ladrando de manera continua
hasta que escogimos a Micifuz. Y luego está Mr. Perkins… Tiene un canto
precioso. Suena como ese tonito del móvil, espera, te lo busco…
Esa
noche follamos de nuevo, y puede que el que yo me encontrara algo distraído
contribuyera a agotarnos, y especialmente a agotar a (¿María? Debería
avergonzarme de no recordarla, pero la verdad es que la chica no me dejó mucha
huella), que durmió como un tronco toda la noche. Tras dejar pasar un tiempo
prudencial, me levanté con mucho cuidado y me incorporé para acercarme al
armario. Pero antes de eso, casi me da un ataque al corazón cuando, nada más
depositar ambos pies sobre el suelo, me apercibo de que el gato me está mirando
fijamente. Trato de obviarlo pero, al dar el primer paso, me doy cuenta de que
el periquito y la serpiente han vuelto la vista hacia mí. Algo escamado, sigo
caminando y me encuentro con que el perro se ha parado delante de la puerta y
me gruñe, enseñándome los dientes. Valorando mis opciones y la posibilidad de
que mi pierna acabe sangrando de una dentellada, escucho un sonido incrédulo
desde encima de la cama:
-¿Qué
demonios haces allí?-me pregunta María (llamémosla así), frunciendo el ceño.
-Pues…
eh… cómo explicártelo. ¿Podrías ver lo que hay en este armario?
La
chica, a regañadientes, se levantó. Abrió el armario de golpe, y allí no había
nada, ni fondos de otra dimensión ni figuras cadavéricas, salvo que se
considere así a trencas, bolsos y blusas. Irritada, la chica se dio la vuelta
mientras giraba de manera brusca la puerta. Sin embargo, cuando ella no miraba,
el armario volvió a mostrar la misma figura estremecedora que yo me había
encontrado la noche anterior, aunque estaba vez, agarrando de los cabellos a
una mujer aterrada, cuyas súplicas no servían para evitar que un largo cuchillo
seccionara su cabeza. Ajena a todo esto, María me cogió de la mano y me llevó
hasta la cama, mientras yo continuaba contemplando cómo la puerta del armario
se cerraba de golpe y ya no podía ver más.
Como
os podéis figurar, esa noche no pegué ojo. Al día siguiente, cuando los
sensacionalistas periódicos publicaron una descripción de la última chica
asesinada que coincidía con mi última visión, traté de consultarle a unos
cuantos amigos. Por supuesto, no les dije que nada de esto fuera real, sino que
lo atribuí a un sueño:
-¿Pero
tú qué clase de fantasías tienes, degenerado?-se burló uno de mis compañeros.
-A
mí me recuerda un poco al cuento de “El Aleph” de Borges.
-¿Qué
es eso?-preguntó otro, pasmado.
-Yo
creo que definitivamente deberías dejar de beber antes de dormir.
El
caso es que lo estuve pensando en profundidad y, tras consultar toda clase de
literatura que anteriormente hubiera descartado por ilógica y farsante, quizás
aquello tuviera más visos de ser real de lo que imaginaba. Al fin y al cabo,
los físicos planteaban que había cientos de universos entrecruzándose; los
asesinatos que estaban teniendo lugar en aquellos días desafiaban las pistas de
la policía; y si Borges era capaz de encontrarse una especie de ente superdimensional
que le mostraba todos los lugares del universo, abandonado en mitad de un
sótano viejo, bien pudiera ocurrir que una criatura macabra, de ésas que sólo
pueden subsistir en condiciones muy concretas de interfase entre los mundos,
hubiera encontrado su hueco ideal en el armario de una chica con no demasiadas
luces para percibirlo, a la que hubiera inducido a rodearse de una serie de
animales que pudieran servirle de ojos, oídos, garras y hasta colmillos. La
cosa tenía cierto sentido. La pregunta era lo que iba a hacer yo a
continuación.
Y
de hecho, seguía pensando en ello, mientras cenaba con otra chica con la que
había quedado por Internet. La verdad es que tenía razones de sobra para
fijarme en esa muchacha: había venido con unas medias oscuras que dejaban
traslucir unas estupendas piernas, y llevaba una de esas gafas redondas
gigantes tipo azafata del “1,2,3” que de alguna manera destacaban más todavía
su escote. Pero yo sólo podía darle vueltas a qué podía hacer acerca de aquel
armario.
-Pues
de hecho estaba pensando en tomarme unas vacaciones muy largas este año –decía
ella, entre plato y plato-. Perú, Buenos Aires, Tierra de Fuego…
Yo,
sin embargo, en lugar de tratar de quedar como un intrépido explorador o un
versado experto en geografía internacional, sólo tenía grabada a fuego en la
cabeza los detalles que los investigadores habían podido averiguar acerca de
las muertes. Decían que era probable que las víctimas desaparecieran alrededor
de las once de la noche, y murieran una hora después. Aquel intervalo horario
coincidía con las imágenes que yo había contemplado y pensaba que, tal vez, si
actuaba a tiempo, sería capaz de evitarlo. ¿Pero haciendo exactamente qué?
Mi
acompañante seguramente pensaba que le estaba ignorando, y por eso quizás se
quitó las gafas, alzó más todavía el pecho para desplegarme sus encantos y me
dijo:
-O
tal vez pensaba en que nos lo hiciéramos en el cuarto de baño del restaurante,
vamos, por proponer planes.
Yo
no recuerdo exactamente qué contesté mientras ojeaba el reloj del restaurante y
calculaba distancias y horas, pero creo que farfullé un titubeante:
-Eh…
eh… sí, lo que tú quieras. Oye, ¿podemos pedir la cuenta?, es que me tengo que
marchar pronto a casa.
Pero
de todo esto me daría cuenta después, cuando ya era demasiado tarde y discutía
aquello con gente que, lo mismo que yo, tampoco podía hacer demasiado acerca de
lo que ya sabíamos. En aquel momento sólo recuerdo haber estado reflexionando
con ímpetu, a lo largo del camino en el metro y mientras caminaba por la calle,
cómo se debía atacar a un espectro para neutralizar su ataque. Qué era lo que
debía hacer.
-¡Tú!
Pero, ¿qué haces aquí? –me preguntó María al abrir la puerta, intrigada.
-No
te puedo explicar, tengo que ver una cosa –penetré en el interior de su casa
sin pedir permiso, y me dirigí con rapidez al armario. Tuve que sortear al
perro y al gato, que se abalanzaron sobre mí, pero yo ya había previsto eso, y
llevaba un bastón para reducirlos e introducirlos en la primera habitación que
pude. Me previne contra la serpiente asegurando con un candado el terrario, y
hasta tapé la jaula del periquito con una sábana para que no me pudiera ver.
Abrí el armario: el espectro se encontraba en su máxima expresión, brillando
iridiscentemente mientras amenazaba con una guadaña a un chico joven que se
hallaba inerme bajo su control. Reaccioné con rapidez: con ayuda del bastón, y
volviendo contra el espectro su propia fuerza, conseguí desarmarle y clavar su
cabeza bajo mi bota, sometiéndole a mi dominio. Me sentía muy orgulloso cuando
en ese momento llegó la chica indignada.
-Pero
bueno, ¿qué le has hecho a mis mascotas?¿Y con qué derecho…?
-¿No
ves lo que hay aquí?-le señalé al espectro y al chico asustado, como un héroe
de película-. ¿No te habías percatado?
Entonces
la chica, enervada y a la vez colérica, expresó:
-Oh,
maldito idiota… ¿Qué te creías, que yo iba a ser la única que no lo iba a
saber?
Entonces,
para mi sorpresa, sus ojos enrojecieron, y de su lengua apareció un tentáculo
enorme que me envolvió por completo y rompió en varias partes todos mis huesos.
Me miraba condescendiente mientras aumentaba de tamaño y me decía:
-Eso
te enseñará a no menospreciar a tus parejas.
Cuando
luego discutía con mis amigos en el Más Allá, lo tuve que reconocer: en ese
momento en que me partía el cuello de un férreo chasquido, la verdad, era el
primero en el que la chica empezaba a caerme bien.
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