Nuestra vieja mesa
Como
reportero curtido en mil batallas, estoy acostumbrado a este tipo de eventos. Y
más especialmente en esta esquina de la ciudad, donde un megahotel, una
hiper-celebración, o simplemente la gran inauguración del último bar de moda,
copan con frecuencia todos los titulares. Allí asistía yo, pendiente a la
enésima reinvención del local que lleva siendo el faro de guía de numerosos
personajes VIP (también reinventados con periodicidad impertérrita) durante más
años de los que guardo recuerdo, dispuesto a hacerle una entrevista a su dueño,
un tipo con cara de mafioso, aire de mafioso, traje de mafioso, hechuras de
mafioso y profesión de mafioso, que no saldría de su discreto anonimato de no
ser porque sabe de sobra que este tipo de actos requieren publicidad, y que esa
clase de operación le obliga de vez en cuando a salir de su escondite. Así que
aquí estoy, pendiente de las luces estroboscópicas y de los hieráticos
acróbatas que ejecutan posturas imposibles mientras (con sus trajes y aros
luminosos) realizan espectáculos dignos del Circo del Sol a cambio de un sueldo
irrisorio, entrevistando a un señor al que en condiciones normales no le daría
ni los buenos días, cuando un detalle en el que nunca me había fijado durante
todos estos años me llama la atención. Y, rompiendo el guión pre-establecido y
el protocolo oficial de la entrevista, le pregunto a mi particular Tony
Soprano:
-Oiga,
perdone, esa mesa… la del mantel de cuadros verdes y blancos, que parece sacado
de un restaurante familiar de hace cincuenta años… Sí, ésa en la que está
sentada esa pareja de ancianitos, ¿cuánto tendrán, ochenta, noventa años?
Disculpe si le parezco indiscreto pero, en este local de gente joven, con las
últimas tecnologías a su alcance, al que para la cocina han secues…, digo,
contratado al chef más famoso del momento…digo, en un sitio como éste, ¿no cree
que esa escena no pega ni con cola?
El
mafioso sonrió. Antes de contestar, se puso un poco contemplativo:
-En
algo tiene usted razón. Este local era un restaurante familiar hace cincuenta
años. Ni yo era famoso, ni mi negocio apenas se conocía, ni esta zona de la
ciudad se había puesto tan de moda. El negocio dependía, básicamente, de
parejas como ésa, que venían aquí con bastante frecuencia por el clima hogareño,
casi como si se tratara de su casa. Allí donde les ve, esa pareja tuvo su
primera cita en este local; y aunque ya no vienen tantas veces como antes,
siguen acudiendo al menos una vez al año por su aniversario. Como comprenderá,
no se iban a acostumbrar a este correcalles que tenemos aquí montado, cambiando
la decoración del local hace cinco minutos… Así que, cuando llegan, ordeno
siempre que les dispongan su vieja mesa, con su viejo mantel, y si puedo
también que les atiendan los mismos camareros con los uniformes que llevaban
antaño. Vamos a decir que representa, a la sociedad, mi pequeña contribución…
Pero
a mí no me importaban las concesiones o no que aquel tipejo quisiera hacerle al
resto del mundo. Tan sólo miraba a aquella pareja de ancianitos por los que
parecía (por su mirada y sus gestos) que no había pasado el tiempo y me
preguntaba, dentro de cincuenta años, dónde quería yo estar…
Esta historia está basada en el suceso real
que me comentó una amiga según el cual, en un innovador bar cercano a su casa
en el centro de una gran ciudad, todos los lunes, una pareja de alrededor de noventa
años cena sobre un mantel de cuadros verdes y blancos en una mesa que rompe
completamente con la decoración del resto del moderno establecimiento. Los
motivos por los que restaurante y comensales ejecutan este rito son, para
nosotros, desconocidos.
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