Este verano, os voy a narrar un relato de una manera novedosa para los cánones de este blog. Os lo voy a contar en tres partes, y alguna de ellas nos dará incluso la oportunidad de incluir algo más, y explorar algunas posibilidades literarias. Advierto ya del inicio que me ha salido demasiado sangriento y violento para mi gusto (sobre todo en la última parte), aunque prometo compensároslo con una versión más suave de de sus motivos fundacionales. Aquí va la primera sección. La siguiente, el mes que viene. Espero que no os impacientéis mucho con la espera:
Casa cercada
La
casa señorial, desde fuera, tiene aspecto de palacio. El frontón romano que han
colocado en la portada ensalza esa primera impresión. Cualquiera diría que
dentro ejerce su tiránico dominio un conde, un duque o cualquiera de esos
nobles cuyo abolengo es tan rancio que su escudo puede divisarse en mitad de
las esquinas de la ciudad. Sin embargo, esta afirmación tiene muchas
inexactitudes: el hombre que se halla en esta casa no tiene títulos
nobiliarios; no nació rico, sino pobre como una rata; y ahora mismo, apenas
puede mantener el dominio de sí mismo.
De
hecho, este hombre esconde miedo. Miedo en cascadas. Miedo en descomunales
raudales. Esa clase de pánico que te obliga a segregar adrenalina y sudor,
mientras te da la sensación de que de
las paredes de la mansión está empezando a chorrear, entre los resquicios entre
roca y roca, abundante y sucia sangre…
Ese hombre que
enarbola en su rostro las ojeras y la palidez que proporcionan los
remordimientos.
Una
centena de años después, casi puede verse esa misma ajada piel en el retrato
familiar que decora la más amplia estancia.
-Mi
antepasado –recordó el hombre de la actualidad alzando su copa- volvió a España,
como tantos otros denominados “indianos”, cuando hizo fama y fortuna en las
colonias. Sólo entonces retornó a su pueblo natal para edificar esta mansión,
que debía demostrar lo prósperamente que le había ido en sus viajes. Ahora era
un hombre rico, respetado, un prócer de la patria, una persona digna de
admiración. Esta casa simbolizaba pues, la magnífica persona en la que se había
convertido: la que, a partir de un humilde campesino, había llegado a crecer.
Sin
embargo, esa loa estaba llena, por un lado, de mentiras por omisión, y también
verdades a medias. Sí, como otros indianos, su antepasado había marchado a las
Indias, pero no –como habían hecho otros- a América, sino a Filipinas en
cambio. No se había transformado en un hombre honorable sino que, en realidad,
sus manos estaban manchadas de sangre, e igual de teñida se encontraba su
conciencia. Y, por último, no había edificado esa casa para que sus vecinos le
envidiaran y estuvieran orgullosos de sus acciones, como otros indianos. La
casa, al contrario, era un lugar donde esconderse: una fortaleza cuya función
era poderle salvar.
-Y
por eso, levanto mi copa en esta fiesta para conmemorar la reinauguración de
esta casa, cerrada durante muchos años. Me agrada decir que lo hago en la más
excelsa compañía: del director general de Patrimonio aquí en Cantabria, Luis
Salcedo; del representante del gobierno filipino, Nats Laurel; y de una persona
que no sólo me ha dado fuerza y energías durante este proceso, sino que ha
supervisado toda la restauración artística del palacio: mi esposa Natalia
Signey.
La
cara de los tres homenajeados es un fiel cristal transparente de lo que cada
uno aloja en su interior: Salcedo tiene poco más de cuarenta años, se peina de
manera vanguardista, a la moda, pero sin desentonar. Es ambicioso, y gracias a
eso ha conseguido medrar en política. De hecho, no hubiera tenido problemas en
confesar su homosexualidad si eso no hubiera supuesto una barrera para ascender
en su partido político, así que prefiere llevarlo discretamente, al igual que
su riqueza o su afición por los vinos caros, de las que no hace ostentación, y
eso que delante de él ha conseguido colocarse un vaso de un buen caldo. Nats
Laurel tiene las facciones suaves, relajadas; es plenamente consciente de la
ironía de que le inviten a este evento, pero no puede decir nada al respecto si
no quiere perder el trabajo, así que se mantiene sonriente y siempre cerca de
la fuente de gambas. Natalia, en el panteón de dioses mitológicos, con sus
veinte generaciones de antepasados con título nobiliario a sus espaldas,
representaría la musa de la elocuencia y la elegancia. Tiene el aspecto del
tipo de personas que nunca ha sufrido hambre, que jamás ha sufrido por dinero,
que transmite esa entereza que sólo se puede transmitir precisamente cuando no
sabes lo que significa la palabra “sufrir”. Quizás es lo que al dueño de la
casa le mantiene pegado a ella. Para él, es como una escultura de porcelana. La
tiene en una repisa; la exhibe a los amigos; de vez en cuando la contempla
desde abajo, y se manifiesta orgulloso de seguirla preservando así.
-Brindemos
pues, por mi antepasado, Roberto de la Cruz; un hombre que fue a Filipinas para
trabajar por el bien común de dos naciones hoy hermanadas. Un hombre que volvió
para mostrarse como orgullo de sus conciudadanos. Que trabajó por la paz, y
vivió hasta su muerte por ella.
Ante
esta sarta de embustes, la respuesta de los otros tres pesos pesados del evento
fue dispar; Luis Salcedo apenas pudo evitar una risa cínica; Nats Signey
entornó los ojos, pero no dejó que sus pensamientos se exteriorizaran a flor de
piel; y Natalia, por supuesto, mantuvo una media sonrisa discreta. Los tres
sabían la verdad al completo. Los cuatro, incluyendo el orador, casi hubieran
podido recitar de memoria el monólogo que consigo mismo había recitado Roberto
de la Cruz en su diario. Un monólogo que estaba escrito en líneas temblorosas,
torcidas, como si supiera que en cualquier momento fuera a ser interrumpido. De
hecho, había un equívoco borrón que dejaba muchas dudas sobre lo que había
ocurrido mientras se hallaba redactando la sección final:
<<Cuando
yo llegué a Filipinas, descubrí que mi gobierno me había traído aquí no para
administrar algún recurso vital de la ciudad de Manila, como yo presumía, en
absoluto. Lejos todavía de las revueltas organizadas por el Katipunan un tiempo
más adelante, cuando yo ya estaba acelerando los preparativos, ahogado por el
miedo, para levar cuanto antes anclas en mi regreso, en aquel momento el
problema lo ocasionaban unos rebeldes indígenas que se mantenían indómitos
frente a la civilización en una pequeña isla remota. Me mandaron allí bajo unas
circunstancias extremas, en las que había muy poca posibilidad para negociar, o
siquiera para plantearse otras alternativas. No tuve otro remedio: hubo que
entrar en aquella a sangre y fuego. Hubo que matar, y se mató mucho. La
maquinaria del progreso avanzó, para demostrar que el progreso no significa
otra cosa que matar más rápido. Murieron muchos hombres, mujeres, fallecieron
incontables niños. Pero recuerdo todavía la mirada de aquel indígena, con los
ojos inyectados en una sangre que tenía cosas mejores que hacer que permanecer
manando por las heridas del cuerpo: una mirada que clamaba venganza, y que
volvería, de una manera o de otra, a ejercerla contra nosotros. Por eso, nada
más tuve la oportunidad, cerré todos mis asuntos y huí. Huí como alma que lleva
el diablo de vuelta a España donde, por el dinero ganado por aquel genocidio,
mandé construir esta casa, edificada como una fortaleza indestructible,
especialmente en la parte del salón principal, que debía permanecer
inexpugnable frente a cualquier ataque, ya fuera por parte de un espectro o de
un humano…>>.
Conforme
los herederos del aristócrata lo leían, les daba la sensación de que su
antepasado no estaba hablando de una presencia etérea sino, más bien, de una muy
presente y real.
<<…
porque yo sabía que, tarde o temprano, en mi persona o en la de mis
descendientes, de una manera o de otra, ellos retornarían para vengar…>>.
En
el preciso instante en que los inauguradores de aquella casa pensaron a la vez
en ese párrafo, casi al unísono, de un pasillo de la mansión que justo el
momento antes se hallaba vacío se materializó, entre las losetas de piedra y el
artesonado, un filipino nativo. Armado de su arco y sus flechas, y
contemplándolo su nuevo emplazamiento con cara de estupefacción. Al menos,
hasta que sus ojos captaron la presencia de un cuadro pintado al óleo donde
reconoció, con claridad, el rostro arrogante de su adversario.
A
los pocos instantes –pero fue como si no hubiera transcurrido ninguno-
aparecieron igual de mágicamente sus compañeros. Entonces ninguno de ellos dudó
sobre por qué se encontraban allí. Se hicieron una señal entre ellos,
recordando en los ojos de los otros cuál era su anhelo mayor.
Cargaron
con entusiasmo, en dirección al salón principal.
* * *
El
descendiente de Roberto De la Cruz, con el mismo nombre y apellido que él, se
hallaba realizando el brindis cuando resonaron los pasos cual cabalgada de
horda mongola.
Pero
no fueron conscientes de lo que ocurrían hasta que el primer flechazo se asestó
sobre el cuerpo de uno de los camareros del catering, directamente en su
cabeza.
En
realidad, no podían decir que fueran conscientes; tan sólo giraron la cabeza y
se encontraron a unos indígenas semidesnudos corriendo hacia ellos. Un par de
flechazos más (una erró el blanco; otra acertó a un chico joven de pelo pajizo
en el tórax) fueron necesarios para persuadirles de que aquello no era una
pesadilla o una alucinación, o que si lo era, se trataba de una muy real. La
mayoría salieron corriendo a ocultarse detrás de los sillones y las mesas,
derramando bandejas y copas en su delirante huida; unos pocos tuvieron la
presencia de ánimo de cerrar las puertas, justo antes de que uno de los
asaltantes arrojara con brío una larga lanza cuyo resonante sonido al
enclavarse en la madera hizo retumbar ambas hojas de la entrada. Tan sólo un
par –entre los que se contaban Luis Salcedo y De la Cruz- tuvieron las
suficientes luces como para bloquear los pomos de la entrada utilizando la
larga mesa que había servido para que los ponentes del evento se sentaran a
beber y a hablar como seres civilizados sólo cinco minutos antes.
-¡Me
cago en Dios!-exclamó el político-. ¿Tú has visto lo mismo que yo?
-Verlo
lo he visto, pero todavía no sé si creérmelo.
-¿Qué
puñetas es esto?¿Un puto carnaval?
De
la Cruz volvió la vista hacia el chico joven que se moría y empapaba con su
sangre la alfombra. Un par de chicas de vestidos blancos, casi nupciales, le
rodeaban –debían ser las mujeres de su vida: amigas, primas, hermanas, puede
que una novia, tal vez una chica a la que él aspiró pero nunca se atrevió
abordar- y trataban de infundirle ánimos a la vez que taponaban la herida. Sin
embargo, era inútil; el chico entraba en convulsiones y ponía cara de “pero qué
coño he hecho yo para merecer esto”, de incomprensión ante lo que estaba
ocurriendo, mientras las chicas chillaban y pataleaban de pura desesperación
como si con ello pudieran revertir lo que pasaba, que era que su rostro se
estaba volviendo lívido y la vida abandonándole cuanto más su corazón se
empeñaba en borbotear. Cuando al fin sus tribulaciones cesaron, su rostro se
quedó rígido y las chicas asumieron por primera vez lo inevitable,
prorrumpieron en un llanto histérico mientras se abrazaban entre ellas, se
tocaban la cara, y sus pieles perfectas iban tiñéndose con el color que ya
había manchado sus vestidos, el fresco y rojo color de la joven sangre de su
amigo…
-A
decir verdad, si es un carnaval, me resulta demasiado realista, y no tiene ni
puta gracia.
Mientras
tanto, al otro lado de la puerta, resonaba el estrépito de lo que hubiera
simulado una tormenta de granizo espectacular de no imaginarse los presentes
que, al otro lado, lo que se clavaban eran hachas, flechas y puntas de lanza.
De la Cruz agarró el pomo de la puerta con fuerza, temiendo que fuera a ceder
en cualquier momento; a pesar del mueble que habían interpuesto, a pesar del
cerrojo que acababa de correr, a pesar de que sabía que la puerta tenía un
revestimiento interior de hierro, no las tenía todas consigo de que no acabara
por ceder frente al empuje de aquellos bárbaros.
-¿Están
diciendo algo?¿Lo oís?¡Se están dirigiendo a nosotros!-exclamó Natalia,
tratando de poner algo de orden en el caos donde se habían visto inmersos. Todo
el mundo acalló los gritos en los que habían prorrumpido histéricos desde que
se inició aquello, y en el otro lado, como respuesta quizás al súbito silencio,
cesó el sonido de las armas. Tan sólo se escuchaba una voz, grave y colérica,
soltando un discurso en un idioma ininteligible. Nats Laurel apoyó la oreja en
la puerta. Su semblante moreno iba volviéndose de un tono verdoso conforme
traducía.
-Están
hablando… en un dialecto indígena filipino… No lo conozco exactamente, pero se
parece a otro del que sí… Dice…
Se
mostraba ojiplático.
-Dicen
que van a vengar la afrenta que Roberto De la Cruz infligió sobre ellos. Dicen
que van a entrar y que van a pasarnos a cuchillo. A todos los que haya aquí
adentro, sean viejos, jóvenes o espíritus.
Se
notaba que la garganta se le estaba resecando por la forma en que tragó saliva.
-Dice
que, antes o después de hacerlo, nos violarán… y que en algún momento también,
nos partirán por la mitad…
Roberto
trató de serenarse. Controlando el temblor de mandíbula, solicitó al filipino:
-Pregúntales
quiénes son.
Costándole
mucho reprimir el temblor, Nats Laurel consiguió ahondar en el fondo de su
memoria para hilar las palabras en aquel dialecto casi muerto y olvidado y
traducir la cuestión que le habían transmitido. La respuesta se hizo de rogar,
manteniéndose unos segundos inquietos en los que, en aquel lado de la puerta,
se contenía la respiración. Nats parpadeaba espantado.
-Dicen
que los que vienen aquí deben de ser los fantasmas (pues recuerdan, con vívido
detalle, el instante en que han fallecido) de los hombres que Roberto De la
Cruz mató en la isla donde ellos nacieron y en la época en que ellos vivieron.
Las cuales, según decían los invasores, era el archipiélago de Filipinas, en el
año de gracia de mil ochocientos…
No
tuvo oportunidad de terminar, pues una señora se desmayó.
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