lunes, 23 de julio de 2018

El relato de julio: "Casa cercada" (I)

Este verano, os voy a narrar un relato de una manera novedosa para los cánones de este blog. Os lo voy a contar en tres partes, y alguna de ellas nos dará incluso la oportunidad de incluir algo más, y explorar algunas posibilidades literarias. Advierto ya del inicio que me ha salido demasiado sangriento y violento para mi gusto (sobre todo en la última parte), aunque prometo compensároslo con una versión más suave de de sus motivos fundacionales. Aquí va la primera sección. La siguiente, el mes que viene. Espero que no os impacientéis mucho con la espera:

Casa cercada

                La casa señorial, desde fuera, tiene aspecto de palacio. El frontón romano que han colocado en la portada ensalza esa primera impresión. Cualquiera diría que dentro ejerce su tiránico dominio un conde, un duque o cualquiera de esos nobles cuyo abolengo es tan rancio que su escudo puede divisarse en mitad de las esquinas de la ciudad. Sin embargo, esta afirmación tiene muchas inexactitudes: el hombre que se halla en esta casa no tiene títulos nobiliarios; no nació rico, sino pobre como una rata; y ahora mismo, apenas puede mantener el dominio de sí mismo.
                De hecho, este hombre esconde miedo. Miedo en cascadas. Miedo en descomunales raudales. Esa clase de pánico que te obliga a segregar adrenalina y sudor, mientras  te da la sensación de que de las paredes de la mansión está empezando a chorrear, entre los resquicios entre roca y roca, abundante y sucia sangre…
Ese hombre que enarbola en su rostro las ojeras y la palidez que proporcionan los remordimientos.
                Una centena de años después, casi puede verse esa misma ajada piel en el retrato familiar que decora la más amplia estancia.
                -Mi antepasado –recordó el hombre de la actualidad alzando su copa- volvió a España, como tantos otros denominados “indianos”, cuando hizo fama y fortuna en las colonias. Sólo entonces retornó a su pueblo natal para edificar esta mansión, que debía demostrar lo prósperamente que le había ido en sus viajes. Ahora era un hombre rico, respetado, un prócer de la patria, una persona digna de admiración. Esta casa simbolizaba pues, la magnífica persona en la que se había convertido: la que, a partir de un humilde campesino, había llegado a crecer.
                Sin embargo, esa loa estaba llena, por un lado, de mentiras por omisión, y también verdades a medias. Sí, como otros indianos, su antepasado había marchado a las Indias, pero no –como habían hecho otros- a América, sino a Filipinas en cambio. No se había transformado en un hombre honorable sino que, en realidad, sus manos estaban manchadas de sangre, e igual de teñida se encontraba su conciencia. Y, por último, no había edificado esa casa para que sus vecinos le envidiaran y estuvieran orgullosos de sus acciones, como otros indianos. La casa, al contrario, era un lugar donde esconderse: una fortaleza cuya función era poderle salvar.
                -Y por eso, levanto mi copa en esta fiesta para conmemorar la reinauguración de esta casa, cerrada durante muchos años. Me agrada decir que lo hago en la más excelsa compañía: del director general de Patrimonio aquí en Cantabria, Luis Salcedo; del representante del gobierno filipino, Nats Laurel; y de una persona que no sólo me ha dado fuerza y energías durante este proceso, sino que ha supervisado toda la restauración artística del palacio: mi esposa Natalia Signey.
                La cara de los tres homenajeados es un fiel cristal transparente de lo que cada uno aloja en su interior: Salcedo tiene poco más de cuarenta años, se peina de manera vanguardista, a la moda, pero sin desentonar. Es ambicioso, y gracias a eso ha conseguido medrar en política. De hecho, no hubiera tenido problemas en confesar su homosexualidad si eso no hubiera supuesto una barrera para ascender en su partido político, así que prefiere llevarlo discretamente, al igual que su riqueza o su afición por los vinos caros, de las que no hace ostentación, y eso que delante de él ha conseguido colocarse un vaso de un buen caldo. Nats Laurel tiene las facciones suaves, relajadas; es plenamente consciente de la ironía de que le inviten a este evento, pero no puede decir nada al respecto si no quiere perder el trabajo, así que se mantiene sonriente y siempre cerca de la fuente de gambas. Natalia, en el panteón de dioses mitológicos, con sus veinte generaciones de antepasados con título nobiliario a sus espaldas, representaría la musa de la elocuencia y la elegancia. Tiene el aspecto del tipo de personas que nunca ha sufrido hambre, que jamás ha sufrido por dinero, que transmite esa entereza que sólo se puede transmitir precisamente cuando no sabes lo que significa la palabra “sufrir”. Quizás es lo que al dueño de la casa le mantiene pegado a ella. Para él, es como una escultura de porcelana. La tiene en una repisa; la exhibe a los amigos; de vez en cuando la contempla desde abajo, y se manifiesta orgulloso de seguirla preservando así.
                -Brindemos pues, por mi antepasado, Roberto de la Cruz; un hombre que fue a Filipinas para trabajar por el bien común de dos naciones hoy hermanadas. Un hombre que volvió para mostrarse como orgullo de sus conciudadanos. Que trabajó por la paz, y vivió hasta su muerte por ella.
                Ante esta sarta de embustes, la respuesta de los otros tres pesos pesados del evento fue dispar; Luis Salcedo apenas pudo evitar una risa cínica; Nats Signey entornó los ojos, pero no dejó que sus pensamientos se exteriorizaran a flor de piel; y Natalia, por supuesto, mantuvo una media sonrisa discreta. Los tres sabían la verdad al completo. Los cuatro, incluyendo el orador, casi hubieran podido recitar de memoria el monólogo que consigo mismo había recitado Roberto de la Cruz en su diario. Un monólogo que estaba escrito en líneas temblorosas, torcidas, como si supiera que en cualquier momento fuera a ser interrumpido. De hecho, había un equívoco borrón que dejaba muchas dudas sobre lo que había ocurrido mientras se hallaba redactando la sección final:
                <<Cuando yo llegué a Filipinas, descubrí que mi gobierno me había traído aquí no para administrar algún recurso vital de la ciudad de Manila, como yo presumía, en absoluto. Lejos todavía de las revueltas organizadas por el Katipunan un tiempo más adelante, cuando yo ya estaba acelerando los preparativos, ahogado por el miedo, para levar cuanto antes anclas en mi regreso, en aquel momento el problema lo ocasionaban unos rebeldes indígenas que se mantenían indómitos frente a la civilización en una pequeña isla remota. Me mandaron allí bajo unas circunstancias extremas, en las que había muy poca posibilidad para negociar, o siquiera para plantearse otras alternativas. No tuve otro remedio: hubo que entrar en aquella a sangre y fuego. Hubo que matar, y se mató mucho. La maquinaria del progreso avanzó, para demostrar que el progreso no significa otra cosa que matar más rápido. Murieron muchos hombres, mujeres, fallecieron incontables niños. Pero recuerdo todavía la mirada de aquel indígena, con los ojos inyectados en una sangre que tenía cosas mejores que hacer que permanecer manando por las heridas del cuerpo: una mirada que clamaba venganza, y que volvería, de una manera o de otra, a ejercerla contra nosotros. Por eso, nada más tuve la oportunidad, cerré todos mis asuntos y huí. Huí como alma que lleva el diablo de vuelta a España donde, por el dinero ganado por aquel genocidio, mandé construir esta casa, edificada como una fortaleza indestructible, especialmente en la parte del salón principal, que debía permanecer inexpugnable frente a cualquier ataque, ya fuera por parte de un espectro o de un humano…>>.
                Conforme los herederos del aristócrata lo leían, les daba la sensación de que su antepasado no estaba hablando de una presencia etérea sino, más bien, de una muy presente y real.
                <<… porque yo sabía que, tarde o temprano, en mi persona o en la de mis descendientes, de una manera o de otra, ellos retornarían para vengar…>>.
                En el preciso instante en que los inauguradores de aquella casa pensaron a la vez en ese párrafo, casi al unísono, de un pasillo de la mansión que justo el momento antes se hallaba vacío se materializó, entre las losetas de piedra y el artesonado, un filipino nativo. Armado de su arco y sus flechas, y contemplándolo su nuevo emplazamiento con cara de estupefacción. Al menos, hasta que sus ojos captaron la presencia de un cuadro pintado al óleo donde reconoció, con claridad, el rostro arrogante de su adversario.
                A los pocos instantes –pero fue como si no hubiera transcurrido ninguno- aparecieron igual de mágicamente sus compañeros. Entonces ninguno de ellos dudó sobre por qué se encontraban allí. Se hicieron una señal entre ellos, recordando en los ojos de los otros cuál era su anhelo mayor.
                Cargaron con entusiasmo, en dirección al salón principal.

*                                            *                                             *

                El descendiente de Roberto De la Cruz, con el mismo nombre y apellido que él, se hallaba realizando el brindis cuando resonaron los pasos cual cabalgada de horda mongola.
                Pero no fueron conscientes de lo que ocurrían hasta que el primer flechazo se asestó sobre el cuerpo de uno de los camareros del catering, directamente en su cabeza.
                En realidad, no podían decir que fueran conscientes; tan sólo giraron la cabeza y se encontraron a unos indígenas semidesnudos corriendo hacia ellos. Un par de flechazos más (una erró el blanco; otra acertó a un chico joven de pelo pajizo en el tórax) fueron necesarios para persuadirles de que aquello no era una pesadilla o una alucinación, o que si lo era, se trataba de una muy real. La mayoría salieron corriendo a ocultarse detrás de los sillones y las mesas, derramando bandejas y copas en su delirante huida; unos pocos tuvieron la presencia de ánimo de cerrar las puertas, justo antes de que uno de los asaltantes arrojara con brío una larga lanza cuyo resonante sonido al enclavarse en la madera hizo retumbar ambas hojas de la entrada. Tan sólo un par –entre los que se contaban Luis Salcedo y De la Cruz- tuvieron las suficientes luces como para bloquear los pomos de la entrada utilizando la larga mesa que había servido para que los ponentes del evento se sentaran a beber y a hablar como seres civilizados sólo cinco minutos antes.
                -¡Me cago en Dios!-exclamó el político-. ¿Tú has visto lo mismo que yo?
                -Verlo lo he visto, pero todavía no sé si creérmelo.
                -¿Qué puñetas es esto?¿Un puto carnaval?
                De la Cruz volvió la vista hacia el chico joven que se moría y empapaba con su sangre la alfombra. Un par de chicas de vestidos blancos, casi nupciales, le rodeaban –debían ser las mujeres de su vida: amigas, primas, hermanas, puede que una novia, tal vez una chica a la que él aspiró pero nunca se atrevió abordar- y trataban de infundirle ánimos a la vez que taponaban la herida. Sin embargo, era inútil; el chico entraba en convulsiones y ponía cara de “pero qué coño he hecho yo para merecer esto”, de incomprensión ante lo que estaba ocurriendo, mientras las chicas chillaban y pataleaban de pura desesperación como si con ello pudieran revertir lo que pasaba, que era que su rostro se estaba volviendo lívido y la vida abandonándole cuanto más su corazón se empeñaba en borbotear. Cuando al fin sus tribulaciones cesaron, su rostro se quedó rígido y las chicas asumieron por primera vez lo inevitable, prorrumpieron en un llanto histérico mientras se abrazaban entre ellas, se tocaban la cara, y sus pieles perfectas iban tiñéndose con el color que ya había manchado sus vestidos, el fresco y rojo color de la joven sangre de su amigo…
                -A decir verdad, si es un carnaval, me resulta demasiado realista, y no tiene ni puta gracia.
                Mientras tanto, al otro lado de la puerta, resonaba el estrépito de lo que hubiera simulado una tormenta de granizo espectacular de no imaginarse los presentes que, al otro lado, lo que se clavaban eran hachas, flechas y puntas de lanza. De la Cruz agarró el pomo de la puerta con fuerza, temiendo que fuera a ceder en cualquier momento; a pesar del mueble que habían interpuesto, a pesar del cerrojo que acababa de correr, a pesar de que sabía que la puerta tenía un revestimiento interior de hierro, no las tenía todas consigo de que no acabara por ceder frente al empuje de aquellos bárbaros.
                -¿Están diciendo algo?¿Lo oís?¡Se están dirigiendo a nosotros!-exclamó Natalia, tratando de poner algo de orden en el caos donde se habían visto inmersos. Todo el mundo acalló los gritos en los que habían prorrumpido histéricos desde que se inició aquello, y en el otro lado, como respuesta quizás al súbito silencio, cesó el sonido de las armas. Tan sólo se escuchaba una voz, grave y colérica, soltando un discurso en un idioma ininteligible. Nats Laurel apoyó la oreja en la puerta. Su semblante moreno iba volviéndose de un tono verdoso conforme traducía.
                -Están hablando… en un dialecto indígena filipino… No lo conozco exactamente, pero se parece a otro del que sí… Dice…
                Se mostraba ojiplático.
                -Dicen que van a vengar la afrenta que Roberto De la Cruz infligió sobre ellos. Dicen que van a entrar y que van a pasarnos a cuchillo. A todos los que haya aquí adentro, sean viejos, jóvenes o espíritus.
                Se notaba que la garganta se le estaba resecando por la forma en que tragó saliva.
                -Dice que, antes o después de hacerlo, nos violarán… y que en algún momento también, nos partirán por la mitad…
                Roberto trató de serenarse. Controlando el temblor de mandíbula, solicitó al filipino:
                -Pregúntales quiénes son.
                Costándole mucho reprimir el temblor, Nats Laurel consiguió ahondar en el fondo de su memoria para hilar las palabras en aquel dialecto casi muerto y olvidado y traducir la cuestión que le habían transmitido. La respuesta se hizo de rogar, manteniéndose unos segundos inquietos en los que, en aquel lado de la puerta, se contenía la respiración. Nats parpadeaba espantado.
                -Dicen que los que vienen aquí deben de ser los fantasmas (pues recuerdan, con vívido detalle, el instante en que han fallecido) de los hombres que Roberto De la Cruz mató en la isla donde ellos nacieron y en la época en que ellos vivieron. Las cuales, según decían los invasores, era el archipiélago de Filipinas, en el año de gracia de mil ochocientos…
                No tuvo oportunidad de terminar, pues una señora se desmayó.

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