lunes, 19 de noviembre de 2018

El relato de noviembre: "Hermana"


Cuando inicialmente leí, en un artículo periodístico, acerca de la historia real de las hermanas Gibbons, lo primero que me vinieron a la mente fueron relatos de miedo, historias del Sur profundo, hermanas siamesas, monstruos de circo, relatos que podrían haber narrado muy bien maestros mejores que yo (y que tanto nos han influido), en el género del terror. Sin embargo, igual que Wilde no podía redactar “El retrato de Dorian Gray” como lo hubiera hecho Stevenson, cada uno se refleja en parte en lo que escribe (o, dicho de otra manera, nuestros textos son espejos deformados de lo que somos) y, conforme indagaba sobre las implicaciones sociales del asunto, vi claramente que era necesario darle otro giro al relato, orientándolo en mayor medida hacia los sucesos reales, los cuales considero en su conjunto una inmensa y lamentable malinterpretación. Espero que este híbrido extraño y atípico os estimule. Y, sobre todo, os incite a lo más importante de todo: preguntar y dudar. Que disfrutéis/os torturéis con la lectura:

Hermana

                Bien, supongo, Su Señoría, que podría empezar por ahí. Por su madre. ¿Sabe?, ella no estaba bien. Bueno, cómo iba a estar bien nadie después de aquello. Ella una de las víctimas de la dictadura de aquel país sudamericano, ¿sabe?, el que salía en las noticias con tanta frecuencia en aquellos días. En el fondo, es que la chica era tonta: se fue a colgar del izquierdista equivocado en el momento equivocado (encima, un negro izquierdista: el color equivocado también). Probablemente ella no sabía ni siquiera qué significaba la palabra “izquierdista”. En realidad, ella no tenía ni idea de política. Para ella la izquierda era la muñeca en la que el muchacho llevaba puestas esas pulseras tan bonitas. La cuestión es que la agarraron por banda, como a tantas otras, y le procuraron el tratamiento habitual. Creo que no hubo descargas, pero sí golpes, y desde luego muchas drogas. Claro, al final quedó tocada. Muchos años después, incluso cuando el dictador ése del bigote poblado ya no estaba en sus cabales, pasó por numerosos sanatorios mentales y todos la tildaron de loca, o de eufemismos más o menos razonables. El último médico que la inspeccionó (que había leído aquel cuento de Chéjov sobre un tipo al que encierran en un manicomio porque entrega todo su dinero a una persona, sólo porque esta última le dice que lo necesita), la ingresó mientras pensaba para sí mismo que tenía que declararla enferma porque no podía decir que el resto de la sociedad lo estaba en su lugar. Así de enfermos estábamos todos, tanto, durante aquellos días.
                La cuestión es que de aquella mujer rota sólo podían salir hijos rotos, prosiguió la mujer. Algo no debió de fundirse o solidificarse bien en aquel horno que había sufrido tantos traumas, porque el caso es que las niñas que dio a luz –poco después de la penúltima institución mental por la que pasó- nacieron unidas. En la Edad Antigua, hubieran sido vaticinadoras de grandes catástrofes. En el pasado, fueron protagonistas de atracciones de feria, de espectáculos ambulantes, de circos. Un par de hermanos que aparentaban conformar un hombre bicéfalo organizaron un dueto musical donde uno era tenor y el otro barítono. Otro par vivieron hasta que la enfermedad de uno provocó que ambos fallecieran, y más tarde resultó que el otro no había fenecido como consecuencia orgánica de la muerte de su hermano, sino a causa de la afectación psicológica que le provocó el shock. Los hubo que vivieron felizmente, cada cual con su pareja y una decena de hijos. En el caso concreto de estas jóvenes, con una madre en muy mal estado (no sobrevivió más allá del parto; del padre nada se sabía, y existía el temor fundado de que fuera uno de los torturadores), sumada la terrible circunstancia a todas las dificultades de la época y el contexto, las cosas se hicieron mal desde el principio. Fueron transportadas (merced a una ayuda internacional que hizo lo que pudo, aunque no siempre supo muy bien qué hacer) a un país de habitantes rubios que las contemplaron siempre de manera sospechosa -con su piel negra, su cabello ensortijado, sus caras que sólo podían considerar feas-, y a continuación internadas e institucionalizadas. Quizás por ello precisamente, antes que hablar el idioma que le proponían/ordenaban los adultos, las hermanas aprendieron a desarrollar su propio lenguaje, que por supuesto ninguno de sus cuidadores entendían y se prestaron a impedir con rapidez, como esas máquinas que también se inventaron su idioma secreto y cuyos programadores temían, con cierto recelo, que fueran a utilizar para conspirar contra ellos. Aunque, en el caso de las niñas, es casi seguro que sus primeros atisbos de desconfianza respecto a las autoridades nacieran justamente a raíz de dicha prohibición. De hecho, si las enfermeras se hubieran detenido a escuchar, quizás hubieran reconocido, en aquel primitivo lenguaje secreto, retazos del idioma natal que las chicas oyeron a hablar durante el escaso tiempo que pasaron con su madre o con sus primeras enfermeras, dialecto que sus cuidadoras actuales no conocían y que les sonaba abominable. Visto el episodio así, las perspectivas no se presentaban halagüeñas para las muchachas. Sin embargo, las chicas tenían a su favor una ventaja con la que no contaron los niños arrojados por el barranco en Esparta o los nacidos antes de que Lister, Fleming, Pasteur y Henry Morton obraran sus milagros: la posibilidad de la cirugía. La operación fue tensa, larga, compleja y dolorosa para todas las partes: tuvieron que rotarse varios cirujanos a los que les hicieron masajes de brazos (antes y después del quirófano) a lo largo de días, y el dolor post-operatorio se prolongó durante meses para las antiguas siamesas, quienes acabaron envueltas en tantas vendas que un vecino creyó que sus padres eran unos apasionados de Halloween que les disfrazaban todo el año de momia. Pero, al final de aquel tortuoso calvario, que les había provocado heridas y una sección de piel en forma de cicatriz en carne viva a lo largo del eje vertical del cuerpo (la cual se convertiría más tarde en una larga tira escamosa de lagarto que provocaría primero bromas y más tarde miradas de reojo a lo largo de toda su vida), al menos las hermanas podían decir que no les ocurriría aquello del siamés abstemio que murió como consecuencia del extremo alcoholismo de su hermano. Ahora, eran tan familia como Joan Fontaine y Olivia de Havilland, las Bolena o las Brönte, y se podían llevar tan bien o tan mal como todas ellas; pero, por lo menos, tenían el poder de decidir sobre su propio destino. Aquello hubiera debido ser el anodino, rutinario, sencillo y feliz final.
                Pero la vida tiene esa desagradable tendencia a complicar aquellas historias que deberían ser simples. Las chicas habían aterrizado en una comunidad pequeña, ignorante, supersticiosa, que las encontró siempre extemporáneas y diferentes. Sus vecinos habían vivido primero su mitológica aparición (si hubieran nacido en la India, las hubieran adorado como a diosas) y después su recuperación, cuyas sangrantes marcas permanecían aún visibles en su piel. Y por ello sus coetáneos no olvidarían su exotismo tan fácilmente, y menos el que puede ser en ocasiones el colectivo más retorcido de todos, el que absorbe todos los males que les legan los adultos desde su posición superior: los niños. En sus reuniones secretas, ajenas a extraños, cual miembros de una críptica secta masónica, un grupo de niñas rodeaba a ambas muchachas por los cuatro lados, las trataban como muñecas anómalas y feas que sus padres les habían regalado, palpaban las superficiales líneas de sutura, y decían cosas como “aquí, aquí siento el poder. Por aquí seguís estando unidas”. La magia, ese conjunto de ritos y creencias tan normales en los niños, que promueven películas y libros, que llaman a los tiernos infantes a creer que todo es posible y se asocia a momentos brillantes como plantas de crecimiento prodigioso o animales que hablan, pero puede generar también las más oscuras pesadillas. Y, en esta ocasión, la magia que aquellas pequeñas arpías estaban consiguiendo implantar en los cerebros de ambas hermanas no era aquella que convirtió al egoísta Peter Pan en un flotante adolescente… sino una tortuosa, ponzoñosa, y destinada a cultivar la semilla del mal.
                La erosión del agua es una fuerza sutil la cual es capaz, poco a poco, de horadar una masa única de roca y metamorfosearla en un gigantesco cañón. De la misma manera, las palabras, insistentes de una a la otra vez, pueden alterar los hechos, las ideologías, la realidad, las creencias. Aquellas niñas, que habían nacido sin problemas de salud, bien alimentadas, con todos los elementos para ser felices, se dedicaron a filtrar una idea peligrosa en las cabezas de las antiguas siamesas; una que, en la era de la ciencia y la luz, no hubieran tenido por qué adoptar: que ellas eran una sola, y nunca habían llegado a estar del todo separadas. Si alguien creyera en que los males se transmiten de madres a hijas, diría que, una vez más, la culpa del crimen no era de una persona, sino del conjunto de seres que la rodeaban. En este caso, una pequeña conjunción de seres bajitos y de natural imitadores, que copiaban lo que veían en casa, y que el mismo delito vinieron a conjurar. ¿Qué hacían mientras tanto las antiguas siamesas? Su entorno transmitía que obedecieran como perritos dóciles, y quizás eso hicieron, obedecer como perritos dóciles. Luego, mantuvieron ese comportamiento el resto del tiempo y entonces les dijeron que les faltaba iniciativa, que eran como zombies. Las hermanas hicieron, para encajar, lo que les mandaron, y el premio que obtuvieron fue que las mangonearan todavía más.
                Por tanto, las niñas acabaron por creer que, en efecto, eran dos mitades de una misma persona que nunca debió tener dos cuerpos, y empezaron a actuar en consecuencia. Se las vio mirándose fijamente y a continuación (en lo que semejaba un compromiso común alcanzado entre ambas mentes) que solo una de ellas actuara. En ocasiones realizaban, miméticamente, los mismos gestos; en otras, actuaban como un cuerpo gigante y elástico que fuera capaz de actuar en múltiples niveles en su entorno. Se corrió la voz de que ambas hermanas eran telépatas, y aunque la realidad era muchísimo más prosaica (sabían interpretar cada mínimo cambio en la expresión, cada inicio de gesto: cómo no iban a hacerlo, después de haber permanecido tanto tiempo juntas), era de ese tipo de rumores que encontraban pábulo para que todos lo juraran cierto. Es probable que las propias niñas también lo consideraran verdad. Por otro lado, tampoco era extraño que las niñas creyeran a pies juntillas que ambas fueran una sola frente al inhóspito mundo exterior. Al fin y al cabo, aisladas, diferentes, distintas, con unos padres de acogida que trabajaban doce horas diarias para dar de comer a sus hijas adoptivas, y tan faltos de recursos como ellas, al final éstas sólo se tenían, de manera tangible, la una a la otra para poder avanzar. Tal vez su ideación delirante fuera, en el fondo, tan sólo un mecanismo de supervivencia que los demás no supieron apreciar.
                Pasaron los años, y las niñas crecían. Es difícil imaginar todos los pensamientos que tuvieron que pasar por su mente y todo lo que debieron escuchar a través del desfiladero amargo de la adolescencia. El mundo se pasa la vida diciéndonos que debemos ser diferentes; y, cuando finalmente lo conseguimos, nos lanzan pedradas por no pertenecer al clan. Las chicas, con una larga tradición de silencios hondos y de refugiarse en sí mismas para no decir nada, sobrevivieron al orfanato, al colegio, al instituto, a los hogares de adopción, a las salidas fuera. Se dejaban ver poco y, cuando lo hacían, seguían un ritmo uniforme y callado, el de los demás. Sobre todo, se les veía actuar sincrónicamente. Un día, llegó esa tradición tan erradicable en ciertos lugares del mundo como son los bailes de fin de curso. En aquella mezcla de juego de la cuenta atrás y de intercambio de cromos que constituye encontrar acompañante, un par de chicos le pidieron a cada una de las hermanas ser su pareja, y ambas aceptaron. No quisieron que las recogieran, sino que quedaron directamente en el baile. Cuando ellas aparecieron, su entrada fue espectacular. No es que hicieran nada especial más que acceder al gimnasio habilitado como pista de baile, pero el hecho de que entraran juntas, a la vez y, sobre todo, con el mismo vestido –un traje cosido expresamente para ello, el cual daba cabida a las dos-, provocó que el silencio gélido que las acogió fuera sepulcral. Uno de los chicos, nada más captar el sentido de aquella declaración de intenciones, se escabulló por donde pudo. El otro, en cambio, intentó ejecutar unos cuantos pasos de baile, pero era difícil hacerlo con la otra chica al lado, como si las vísceras de ambas permanecieran unidas aún. Aquella fue una velada extraña. Al lunes siguiente, las muchachas se presentaron de nuevo con un traje de su invención, esta vez más suelto, que les permitía llevar pantalones independientes, pero seguía teniendo puntos en común, de tal manera que tenían que andar juntas. Un par de profesoras trataron de que se colocaran separadas en las mesas, pero chillaron y patalearon con tal histeria que la mayor parte de los docentes optaron directamente por colocar unidas sus mesas junto a sus dos respectivas sillas y no discutir con aquellas jóvenes que ya se habían ganado la fama de problemáticas. En el futuro, cada nueva institutriz, maestro, institución, pareja de padres de acogida, intentó modificar aquel comportamiento: lo más que consiguieron fue que, al separarse, quedaran en un estado catatónico, permaneciendo casi completamente paralizadas –hasta que volvían a encontrarse- durante horas. Las lenguas vívidas/bífidas del pueblo decían que realizaban los mismos gestos de manera unísona cuando se hallaban separadas, aunque casi nadie (por supuesto, para qué) se molestó en comprobar si dicha afirmación era verdad.
                Uno de los problemas fue que el chico que se había quedado durante el baile insistió. Él sentía algo por la muchacha a la que había invitado al baile, y lo hacía por ella y no por su hermana, pese a que la similitud física hacía que muchos no las distinguieran. El muchacho rondaba la última casa de acogida de las chicas, a cuyas ventanas arrojaba piedras mientras los tutores legales hacían como que no escuchaban nada, y las chicas actuaban como si el otro individuo no existiera. Finalmente, accedieron a salir con él, pero el verbo siempre se conjugaba en primera persona del plural, es decir, el trato era que siempre acudirían las dos juntas. Fueron al cine, salieron a pasear, se les vio juntos por las calles. Rumores y cuchicheos no contribuyeron a aplacar la tensión. Un día, el muchacho insistió en llevarles al habitual descampado donde las parejas iban a hacerse mayores y a esconderse de las miradas reprobatorias de sus progenitores. A pesar de su insistencia, las chicas insistieron en no quitarse el vestido, y su amada sólo admitió que le subieran la falda con su hermana al lado, quien se quedó contemplando el suceso estólidamente. El chico no sabía muy bien qué hacer al respecto; por un momento se le ocurrió que les gustaban las cosas raras, y aunque no estaba demasiado de acuerdo, alargó la mano hacia la hermana no correspondida, la cual le atrapó la muñeca, devolviéndola hacia el terreno de la muchacha que con el imberbe adolescente había consentido en salir. El resto del coito fue tan incómodo y anómalo como el principio. La otra hermana se quedó mirando el cielo, las estrellas. Probablemente la constelación de Gémini.
                El muchacho no fue capaz de correrse. La inexperiencia, unida a la vergüenza, no eran sus mejores bazas. Su chica –tan callada como siempre; apenas habrían cruzado unas pocas palabras en todo el tiempo que llevaban juntos- no se lo reprochó. Sin embargo, el orgullo del (como todos) ególatra adolescente estaba herido. Y tenía necesidad de cobrárselo. Unos cuantos días más tarde, el muchacho y su novia bicéfala -es un decir- quedaron para salir fuera. Pero cuando se situaron en una zona un poco aislada, amigos del muchacho aparecieron y separaron a las dos muchachas. Las hermanas lloraron angustiadas, pero la manada masculina no tuvo problemas en rasgar las prendas de las chicas, llevándose el organizador de la emboscada a su enamorada al lado de un árbol, y el resto de la jauría, a la hermana restante, al otro. Mientras el chico asía a su novia -la cual se rebullía violentamente, por muñecas y tobillos- le decía, al tiempo que le bajaba las bragas, que todo esto lo hacía porque la quería, y le gritaba que la amaba con cada embestida, acallando con sus gritos el sonido de la violación y la paliza que se producía al otro lado; curiosamente, la joven que sufría este acto de amor no se estaba enterando en absoluto de lo que le estaba pasando a su cuerpo, sino que sólo sentía el dolor que escarnecía las carnes de “su” otra ella. Después de aquel entremés macabro, las dos hermanas quedaron tumbadas en el suelo; la que había sufrido la peor parte (la sangre borboteaba por sus fosas nasales hasta casi ahogarla; cicatrices y moretones cubrían su piel) se quedó en el suelo, tumbada, sin poder reaccionar, mientras que la otra se arrastró hasta que sus cuerpos quedaron en contacto y sólo entonces, abrazadas, se permitieron llorar ambas juntas.
                El delito nunca se aclaró. De hecho, hubo un interés general, entre la policía y las autoridades administrativas y escolares, en dejarlo correr. Aunque se sabía con precisión casi absoluta el nombre de cada uno de los implicados, eran todos jóvenes, hijos de buena familia, y en especial, eran muchos. Una vez más, era más fácil culpar a las dos chicas, que nunca habían caído bien, que al resto del instituto. Las dos hermanas volvieron al día siguiente a clase, con la misma vestimenta de siempre, y con las marcas del hecho mínimamente disimuladas. Si antes eran herméticas, refugiadas en sí mismas, ahora, como un doble capullo de rosa herida, como una princesa en su castillo –junto a su incomprendido dragón-, con mil candados se ocultaron. No se les vio hablar ni salir en el resto del año con el resto de los alumnos. Sus padres adoptivos definitivos habían intentado –como antes alguna comprometida profesora, y algún bienintencionado compañero- todo lo humanamente posible para ponerse en contacto con ellas, pero no podían hacer nada contra las miles de influencias externas que contra las muchachas habían operado, y que aún mantenían a su alrededor. Nada más terminó el año escolar, las sacaron de la escuela. Nada más tuvieron edad para ello, se independizaron y alquilaron una casa para ellas solas, donde nadie las pudiera atosigar.
                Aún así, a pesar del aislamiento, era innegable la tensión que se cernía alrededor de las jóvenes por parte del resto del pueblo. Como un cáncer que debiera ser extirpado, hubo presiones en cuanto a los límites de su finca, el crecimiento de los árboles en su jardín, el color que podían utilizar -para mezclar las pinturas- en la decoración de su casa. Se recogieron firmas para que internaran a las chicas en un sanatorio y se decretara su inestabilidad mental. Los médicos que las visitaban constataban su desconfianza, su falta de comunicación, su incultura, y les diagnosticaban un trastorno tras unos pocos minutos, para luego marcharse y no regresar. Una vez más, las fuerzas locales, a pesar de lo peregrinos de los argumentos de los firmantes de aquella petición de internamiento, no podían declarar insana a toda la lista. Aún así, por cautela, al menos al principio no actuaron. En todo caso, para las hermanas se volvió una situación insostenible. Probablemente no fue la única causa, pero sí un factor determinante en que tomaran aquella definitiva e irreversible decisión.
                Lo tenían claro. Una de ellas moriría. Debía morir, para garantizarle a la otra la libertad de la que carecían. Es difícil saber cómo dirimieron cuál de ellas tenía que ser, igual que conocer a ciencia cierta qué oscuros pensamientos y conversaciones ocurrían en aquella (abandonada del mundo) remota vivienda. Sin embargo, ciertas evidencias pudieron rastrearse a posteriori a través del diario de las muchachas, las cuales, como forma seguramente de evadirse de una realidad que a ellas mismas les rehuía, escribían sobre sus páginas relatos de ficción protagonizados por esquizofrénicos, individuos marginales, mujeres violadas, y los poblaban de giros macabros y desconsoladoras tramas. Por otra parte, la forma de corrección obsesiva de estos mismos diarios indica también que trataban de escribir, como si se tratara de una ficción, su propia historia, quedando muy claro que para que ésta quedase perfecta (ya habían renunciado, hacía tiempo, a la perfección en su vida) había de concluir necesariamente con un infeliz final. En las páginas de estos textos, pueden leerse algunas frases que supuestamente harían referencia a su propia situación personal, y que dan una idea del ambiente que se vivía en la casa: “Por encima de la mesa nos decimos que nos amamos; pero sólo una de nosotras está diciendo la verdad. Por debajo de la mesa, en cambio, nos hallamos afilando los cuchillos. Lo que tenemos en común es que ambos creemos que la otra es desagradable y monstruosa. Leo en sus ojos el abismo de la locura, y sé que algo, dentro de ella, está creando en su interior un asesino. Ese algo soy yo”. También se encuentra una línea suelta, en estos mismos textos, que dice: “esa hermana mía es una sombra negra que, como una planta trepadora, me está robando la luz del sol”. Se menciona en algunos párrafos que se han convertido en enemigas mortales, arrojándose vibraciones oscuras de manera mutua. En algún momento se insinúa que es la hermana contraria, la otra, la que les incita a ambas a cometer el mal. Pero, ¿a qué clase de mal se referían? Y, sobre todo, ¿cuál de las dos hermanas lo escribía? Puede que algo en su interior les dijera que lo que estaban cometiendo era una locura, o fue obra de la presión social, pero durante un cierto período acabaron yendo a una psicoterapeuta, a quien le revelaron su intención de que una de ella acabara con su vida para que así la otra pudiera existir de manera autónoma, abandonar el silencio de clausura en el que habitaban ambas -como en una cúpula- y vivir de manera normal. La psiquiatra les preguntó por qué iban a hacer eso. Ellas respondieron, como en un eco: “Porque lo hemos decidido”.
En qué momento, y bajo qué criterios, se define que una de ellas ha de acabar su vida para siempre; nunca más largos besos; nunca jamás violáceos amaneceres; para que la otra viva, para que hable, para que salga adelante. Cómo se decide eso… ¿una moneda al aire? Se dijo siempre que una de las hermanas mantenía un predominio sobre la otra. Se argumentaba, incluso, que una de ellas quería morir para deshacerse del mando que sobre sí misma ejercía la primera, la que le obligaba a cometer pequeños delitos. Una presión perenne e implosiva de la que, en apariencia, quiso escapar. Sin embargo, nunca se determinó a ciencia cierta si la supuesta hermana dominante fue la que determinó la muerte de su par, o la que se inmoló por ella en cambio. La lectura de los diarios sólo permite, de los acontecimientos, una reconstrucción confusa. Sabemos que, merced a la presión sobre las autoridades, entraron y salieron varias veces de instituciones mentales (cumpliéndose pues la maldición que parecían abocadas a heredar de su madre), donde el único tratamiento que se les hacía era encerrarlas en un sitio, atiborrarlas a drogas y no dejarlas salir; sabemos que, durante aquella época, las hermanas se empeñaron en dormir juntas en camas cada vez más pequeñas (como si de esta manera reforzaran su unión), enroscándose en extraños pensamientos que giraban sólo alrededor de sí mismas. Sabemos que, de vez en cuando, con los internos masculinos flirteaban; tenemos dudas sobre si los guardianes las violaban. Hubo un momento determinado en que transigieron: dijeron al director del internamiento que sí, que se separarían, que hablarían, que harían lo que ellos dijeran. Los médicos se negaron a modificar esas gruesas historias clínicas que en el pasado habían defendido con tanto ardor. Dijeron que más tiempo era necesario. Estuvieron encerradas durante una condena más larga que si hubieran cometido un delito grave. Si para entonces no estaban locas, muy probablemente en este intervalo perdieron la cabeza de verdad. Comenzaron a atacar lo único que tenían a mano: la una a la otra, la una frente a la otra. Rompieron su frente común. Y, sin embargo, cuando salieron por última vez de una institución mental, volvieron a hacerlo juntas. Quizás, una vez más enfrentadas al resto del mundo, era la única arma con la que podían atacar. Pero sabían que, a largo plazo, esa situación no podía mantenerse estable. Que ya ni siquiera, aunque se mantuvieran separadas, el estigma se podría eliminar. La última vez que las vieron bajo el sol de la calle, recién llegadas de una institución mental, se encontraban abrazadas, como si hubieran escapado de una larga y dolorosa situación en el transcurso de la cual sólo ambas, de manera mutua, se hubieran sostenido. Ya no las volvieron a ver caminando al lado nunca más.
El día que la historia concluyó fue extraño. Llegó un repartidor a domicilio; llamó a la puerta dos veces. No respondió nadie. Le pareció que el interior había movimientos confusos; sin embargo, según descubrieron después las autoridades forenses, era poco probable que pudiera haber visto nada. Quizás el repartidor sólo llamó a la policía para cobrar lo que le debían. Cuando los agentes llegaron allí, con una fuerza de movilización como si adentro estuviera aguardando el asesino de Kennedy, penetraron derribando la puerta y con las armas por delante. El salón estaba cubierto de largas hileras superficiales de sangre. Encontraron a una de las hermanas colgada del techo del baño, y a otra con un largo tajo en el costado, a la altura de la cicatriz donde antes se hallaba alojada su hermana. Nunca se supo si había sido un suicidio con violencia que una de las hermanas había intentado evitar (sin conseguirlo), un asesinato, o el ataque por parte de una tercera persona. Cuando salió del hospital, la hermana superviviente no habló. Nada más tuvo la oportunidad, hizo las maletas. Nunca volvió a vérsela por la localidad.
Dicen que volvió a su país natal, y que ahora es una profesora universitaria de éxito, casada con alguien de su misma raza, que les lee a sus hijas gemelas hermosos cuentos. Cuentan las madres del pueblo donde crecieron que en realidad acecha bajo la cama de los niños de la villa, agazapada por las noches, armada con un puñal, dispuesta a conseguir una nueva hermana. Hubo, con el paso de los años y varios artículos, una gran discusión sobre si todo el mundo había actuado del todo bien, discusión que muchos no quisieron escuchar.  Hay algunos que opinan que las dos chicas estaban locas; hay otros que nunca dejaron de creer que –todavía hoy- siguen siendo siamesas.
Esta historia es una muy libre y muy distorsionada adaptación de la historia real de las gemelas Gibbons. Mientras que los artículos en español se dedican sobre todo a subrayar la insólita condición de las “hermanas silenciosas”, como si se tratara de una maldición de cuento, un artículo del New Yorker escrito por un periodista de la misma raza que las hermanas destaca sobre todo las circunstancias ambientales que rodearon su existencia. Entre los muchísimos cambios que hemos efectuado en este relato, la que murió de las hermanas Gibbons -que nunca fueron ni aspiraron a ser siamesas- lo hizo por una inflamación cardíaca no diagnosticada, lo cual apunta menos a un pacto de suicidio que a una incorrecta atención médica. Probablemente la única conclusión que puedo extraer de estos sucesos (aparte de que cada cual ve la parte de la historia que pretende encontrar) es que, como dijo Jean-Paul Sartre, “el infierno son los otros” o que, en las películas de miedo, las hermanas de “El resplandor” no son las villanas, sino que los auténticos malvados (y lo dice un apasionado del género de terror) son aquellos que se sientan en un sofá para estudiar desde el otro lado de una pantalla la vida íntima de los demás.
Que nadie nos juzgue como juzgamos nosotros a nuestros monstruos, pequeños fantasmas incomprendidos.

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