lunes, 4 de noviembre de 2019

El cuento de noviembre. "Relatos de cuando las historias se pintaban (I): Luz".

He aquí el inicio de una trilogía de cuentos dedicados a la prehistoria. El primero, Luz, sin duda invocará ideas conocidas por el imaginario colectivo. Ya me contaréis que os parece. Sin más preámbulos...

RELATOS DE CUANDO LAS HISTORIAS SE PINTABAN

1.       LUZ
(Localización espacial: algún punto de la cornisa cantábrica, al norte de la península ibérica.
Localización temporal: hace unos 15.000 años)

                La luz lo es todo.
                No sólo la ausencia o presencia de luz. También la intensidad, la duración, la amplitud, el enfoque. La forma en que los objetos se iluminan por la luz determina grandes diferencias en el modo en que percibimos a los mismos. Y, para comprobarlo, sólo hay que esperar a que caiga la noche. Para certificar lo distinto que se vuelve el mundo. De noche cada sombra se agiganta, se cierne amenazadora. Y no hay sustitutos suficientemente grandes que lo puedan paliar.
                Eso era sobre lo que reflexionaba Tres conforme observaba esa forma de luz, el fuego, que les permitía hallarse durante la fresca noche al aire libre, en el borde limítrofe de la cueva. Aunque, a decir verdad, “meditar” es una palabra quizás demasiado aventurada acerca de lo que Tres podía llegar a hacer a la tierna edad en la que se encontraba. Si acaso, podía darse cuenta de lo diferente que era todo bajo la iluminación de los rayos de sol, o ante el influjo parpadeante que de su entorno ejercía la hoguera. Tres siempre lo había contemplado todo con mucha atención, con esos ojos enormes que parecían abarcar el mundo. Quizás fue por ello la primera que aquella noche avistó al lobo.
                Bisonte Haya desplazó ligeramente la vista, una vez percibió no sólo la presencia del animal, sino que Tres se había quedado mirando muy fijamente a éste. La madre aún no se había dado cuenta de lo que estaba mirando su hija, pero en cuanto se percató, intentó acercarse hacia ella para abrazarla y servir como escudo en caso de necesidad. Bisonte Haya realizó un gesto casi imperceptible, un movimiento de cabeza, para indicarle que no se desplazara más y permitiera que aquella anómala situación que se había generado de manera natural evolucionara del mismo modo. El lobo no parecía amenazador o agresivo, más bien expectante, contemplando con mayor avidez los trozos de comida cerca del fuego que a la niña. Y, sin embargo, ella había establecido una comunicación visual con él. La pequeña criatura humana aproximó sus débiles patitas hasta el fuego, tomó una brocheta de carne y se acercó al animal. Bisonte Haya hizo un gesto terminante y la niña se paró, abandonando allí el manjar. Luego, se alejó varios pasos y volvió para refugiarse en los brazos de su madre. El lobo, con cautela al principio, y luego más descaradamente, se acercó a la donación que le habían ofrecido y arrastró el regalo, colocándose a una distancia prudencial, desde la que empezó a asestar mordiscos cortos, pausados, precavidos.
                Bisonte Haya levantó una ceja. Ya desde la época de su padre, quien también fue líder de la tribu, se habían acostumbrado a que los lobos merodearan sus campamentos en busca de comida. Fue su padre, de hecho, quien estimuló a que dejaran de espantarlos, al comprobar que su presencia ahuyentaba a otros depredadores. Hasta ahora, habían convivido en una relación más o menos pacífica y de beneficio mutuo. Ahora, aquella niña había dado un primer paso, uno muy pequeño, a darle directamente de comer a un lobo.
                ¿Se podía sacar algo de eso?¿Quizás, con el paso del tiempo, los lobos dejarían de ser un enemigo, y tal vez algo más que un simple huésped útil en los campamentos?¿Tal vez un aliado? Probablemente tendría que pasar mucho tiempo para eso. Pero resultaba interesante aquel primer paso.
                Bisonte Haya sabía aprovechar las oportunidades cuando las veía. Y veía en Tres una oportunidad…

*                                            *                                            *

                Pasa el tiempo, las estaciones, los lugares… La tribu migra de un lado a otro, siguiendo a las presas, que a su vez andan en busca de los mejores pastos. Las cosas evolucionan, y también las personas. A todas estas cuestiones, un buen líder ha de prestar atención.
                Un día, el pintor de la tribu le llamó a su lado. Le enseñó a Uno y a Tres (todavía era Tres, a pesar de que Dos había fallecido de una fiebre el pasado año), una Tres que ya había visto pasar ocho ciclos completos, poniéndose a jugar con sus pigmentos. Se manchaba los dedos y los imprimía sobre una cercana roca. Tomaba el aerógrafo y expulsaba un chorro que le embadurnaba la cara. Se reía mientras sus mejillas se pringaban de gotitas.
                -No es por meterme donde no me llaman –dijo Bisonte Haya-, pero creía que había que cuidar esos pigmentos porque costaba producirlos.
                -Tengo que pensar en el futuro. No duraré eternamente. Alguien tendrá que sustituirme algún día, y si no lo prueban de niños, nunca sabemos si tienen aptitudes. Y en cuanto a Tres… bueno, es menos agotador dejarla jugar que prohibírselo. El caso es que… por eso te llamaba precisamente… Fíjate en lo que hace Tres. Para su edad, tiene talento.
                Bisonte Haya enarcó una ceja, como solía hacer cuando algo le descolocaba. Pero sabía que a veces de esa clase de situaciones surgían las mejores ideas. Ideas. Posibilidades. Oportunidad.
                -No es habitual que las chicas dibujen, ¿no?
                -No lo escuché de ningún grupo nunca.
                -Pero ella lo hace bien, ¿no?
                -Pues, para estar empezando… nada mal.
                Bisonte Haya se rascó la cabeza.
                -Ya lleva mucho tiempo siendo Tres. Quizás vaya siendo hora de que le pongamos nombre. A ella y a Uno, claro. A Uno será fácil: Lobo Tormenta es un nombre que le pega, llevo tiempo pensándolo… Y en cuanto a Tres…
                -Tres es una mora de invierno –expresó el pintor, glosando en su mente unas cuantas anécdotas que habían vivido el resto de los miembros de la tribu con la niña en los últimos tiempos-. Nunca está donde debe estar, donde se supone que le han ordenado que haga lo que tiene que hacer… Está un poco por todas partes. Es un poco…
                Al pintor se le notaba tan incómodo como ambivalente. Quizás porque, a pesar de los problemas de Tres sobre los que protestaba, el hecho de que la niña pintara tan bien confirmaba sus sospechas iniciales acerca de que Tres era su hija.
                -Un poco… -terminó la frase Bisonte Haya- como la lluvia. Cae un poco por todas partes, pero no está en ninguna. Sin embargo, la lluvia trae muchas cosas. Transforma un árido socavón en un fértil lago. Trae cambios. Y, a pesar del escepticismo de muchos, yo creo que los cambios, bien dirigidos, significan algo positivo.
                Contempló a Tres (ya por poco tiempo le duraría el nombre) expulsando de nuevo la tinta por el aerógrafo, salpimentando gotas que se distribuían por su cara como pecas de color.
                -Lluvia. Eso es. Una lluvia fresca que puede traer un pensamiento original que dé vida. Ése será el nombre: Lluvia Fresca –le anunció el líder-. Dale manga ancha, y dile a Sombra Clara que programe la ceremonia. Vamos a ver qué nuevas aguas nos trae esa lluvia.

*                                            *                                            *
          
      Sombra Clara vestía con un traje ceremonial, hecho a base de pieles de animales, que le convertía en algo distinto: el chamán de la tribu, el hombre a quien los espíritus guiaban por el buen camino, aquel a quien se le había inferido la propiedad de interpretar. Entre otras cosas, los dibujos que se inscribían en la pared de roca, en lo más profundo de las cuevas, donde los dioses permanecían dormidos en un lugar en el que, encapsulados en forma de grabados y pinturas, nada ni nadie pudiera les pudiera dañar. De esa manera, permanecerían allí para cuando el año siguiente volvieran a usar esa cueva para pernoctar; y, ahora y después, por siempre, servirían a los miembros de la tribu para aprender.
                -He aquí nuestro símbolo: el bisonte. Es el animal que nos representa, que indica nuestra fortaleza, el poder, el tamaño de nuestra tribu–señaló la figura dibujada en la piedra, desplazando para ello en círculos la lámpara que se alimentaba a base de tuétano como combustible, y que permitía iluminar con un límpido fuego sin humo-. En contraste, tenemos a los ciervos. Representan a un grupo que se ha caracterizado, como su avatar, por ser escurridizo y cobarde, por dejar atrás su rastro y después huir. Pero el Bisonte siempre se impondrá frente a todo. Frente a todo, y todos los demás.
                Mientras tanto, en la semioscuridad, una figura femenina, arropada por el resto de la tribu, bufaba a la vez que contemplaba el conjunto de pinturas que quedaban tan sólo iluminadas de refilón por la linterna del chamán; por un lado, varias impresiones negativas de la propia mano de la chica, que la había empleado en su día como método de experimentación con los pigmentos y, ya de paso, como lo más parecido a una “firma” que le hubieran permitido plasmar. Por otro, un pequeño arco semicircular formado por varios puntos. La chica había estado devanándose muchísimo tiempo los sesos hasta conseguir averiguar qué era, y lo descubrió un día contemplando el cielo nocturno: era un conjunto de estrellas. Pero lo que más le intrigaban era un conjunto de manchas que se prolongaban a lo largo de buena parte de la galería; siempre habían estado allí, desde que era pequeña, cada vez que visitaban la cueva, y nadie le había sabido decir quiénes las habían hecho ni qué habían querido decir con ello. Ella no se lo podía parar de preguntar…
                Un rato más tarde, ya en la zona exterior de la cueva, Lluvia Fresca se encontraba apoyada de manera hosca sobre la pared. Bisonte Haya se acercó a ella. La apariencia externa e ambos contrastaba. Bisonte Haya, alto, hercúleo, con numerosas cicatrices alternando con tatuajes en el pecho, y las plumas ceremoniales que había requerido el acto todavía en la cabeza. Lluvia Fresca, ahora mucho más crecida, pelirroja, a quien parecía que tanto tiempo trabajando con el aerógrafo le había afectado, pues se le habían quedado definitivamente instaladas en la mejilla unas espaciadas pecas. Ya era una mujer adulta, pensó Bisonte Haya, quien no pudo evitar que se le escapara una huidiza mirada en dirección a los pechos de la chica. Eso obligaría a futuras decisiones. Pero, por el momento, sobre este asunto no se atrevía a meditar.
                -No te veo nada contenta –señaló algo que, más que una observación, era un hecho previsible.
                -El bisonte nos simbolizaba a nosotros. A nuestra forma de ser, a cómo resistimos y avanzamos. No tenía ninguna intención de referirse a otro grupo al que no conozco, al que no he visto nunca. Y mucho menos para poco menos que manifestar una declaración de guerra.
                Bisonte Haya se apoyó en el cayado que últimamente se veía obligado a utilizar más a menudo. A pesar de ello, también colocó una mano sobre el hombro de Lluvia Fresca.
                -El pintor de la tribu debe dibujar, pero es el chamán quien interpreta su dibujo… Y lo hace de la manera que más beneficia a la tribu. Hace tiempo que no nos cruzamos con el grupo de los ciervos, pero alguna vez hemos visto sus dibujos, en cuevas que en anteriores migraciones eran nuestras. Conviene que, si nos cruzamos con ellos, la gente esté alerta sobre lo que cabe esperar al respecto. Y que estén preparados.
                -¿Así es como se altera el significado de un dibujo?¿Para que el líder le ordene de manera subrepticia a la tribu cómo han de comportarse?
                -Para que las cosas ocurran de la manera más conveniente para ellos. Lluvia Fresca, aprecio tu punto de vista porque es original, y los dioses saben que necesitamos todo tipo de ideas para salir adelante. Pero un jefe tiene más preocupaciones en la cabeza de las que pueden vislumbrar, desde sus restringidos ámbitos, cada uno de los miembros individuales de la tribu.
                -Prefiero cuando mis pinturas se emplean para aprendizaje. O como invocación al futuro.
                Bisonte Haya carcajeó como un sortilegio para romper toda distensión.
                -Ya llegará ese momento, pequeña. No falta tanto. De hecho, tengo algunos planes para el futuro.
                -¿Ah, sí?¿Nos movemos?
                Bisonte Haya asintió.
                -Sí –confesó, adelantando los planes de la tribu-. Hacia donde se muere el sol.

*                                            *                                            *

                Lluvia Fresca gustaba de pasear por el bosque cuando tenía la ocasión. No tenía miedo de lo que pudiera encontrarse, pues conocía de sobra las señales que indicaban cuándo era seguro y cuándo en cambio convenía prevenirse porque algo terrible podía acontecer. De todas formas, caminar por allí siempre tenía un punto de impredecible que le llamaba. Por ejemplo, la llegada de aquel grupo de alces, a los que no vio venir. Lluvia Fresca se quedó fascinada, admirándolos. No por frecuentes le resultaban menos admirables, sorprendentes, incomprensibles. Tanto, que le costaba creer que los dioses los hubieran creado. Nadie hubiera podido –pensó mientras alargaba la mano para tocar el hocico de uno de ellos, que la observaba con gesto bucólico- imaginar un ser así…
                La flecha llegó de improviso, ensartándose en el lomo del animal, el cual bramó de dolor. Lluvia Fresca retrocedió de miedo, aunque se quedó paralizada al observar cómo el resto de los animales trataban de huir, pero eran incapaces a causa de la lluvia de lanzas y flechas que se clavaban sobre y en torno a ellos, como las rocas expulsadas por un volcán. A su vez, hombres que reconoció como miembros de su tribu salieron de la espesura del bosque, saltando sobre los cérvidos y ensartándoles los puñales de piedra hasta el fondo de sus tráqueas y arterias cervicales. En pocos instantes, el pacífico claro del bosque se convirtió en una orgía cataclísmica de sangre y destrucción. Hasta Lluvia Fresca había quedado cubierta de ella, pese a que el fragor del combate no la había alcanzado. Se lavó llorosa en las aguas de un río cercano, pero sentía que jamás eliminaría de ella el calor, el sudor, el sofoco… el perenne e incisivo olor a muerte, que la envolvía y le daba ganas de vomitar…
                La discusión con Bisonte Haya aquella tarde fue morrocotuda. Los gritos de la airada Lluvia Fresca resonaban en el prado, en donde se habían situado porque Bisonte Haya toleraba muchas salidas de tono de la siempre rebelde Lluvia Fresca, pero siempre que fuera en un lugar donde el resto de la tribu no pudiera contemplar escenas que socavaran su autoridad.
                -¡No teníamos necesidad de cazar tantos animales!¡Ni siquiera tenemos sitio donde guardar los alimentos!¡Además, íbamos a desplazarnos en seguida!¿A qué viene esto?-inquiría Lluvia Fresca, en tono agresivo.
                Bisonte Haya suspiró, como siempre que le tocaba lidiar con las ideas tan particulares de su compañera de tribu.
                -Sé que, de una manera que nunca conseguiré entender, crees que los animales tienen tanto valor como nosotros, y que sólo debemos hacer uso de ellos sólo cuando es estrictamente necesario… Pero créeme, este acto ha sido imprescindible. No estamos sólo nosotros por esta zona, Lluvia Fresca. Hay otras tribus, y es posible que tengamos que pelear algún día por la hegemonía de las cuevas. Es esencial que les mandemos un mensaje acerca de todo lo que podemos llegar a conseguir cuando lo pretendemos. Los esqueletos de estos animales les servirán de aviso. Los esqueletos les dirán a quién se tendrían que enfrentar.
                -¡Hay cuevas de sobra!¡Hay territorios de sobra!¡Hay alimentos, y caza, y cualquier cosa que necesitemos para convivir todos!
                Bisonte Haya sonrió condescendiente, como se hace con las ensoñaciones de una niña pequeña.
                -Me recuerdas a viejos debates que tuvimos… hace mucho, muchos ciclos. ¿Sabes? –suspiró-, hay muchas cosas en ti que son atípicas. No es habitual que sean las mujeres las que pinten. Tampoco es muy común ese pelo rojo. A mí me da igual, pero a los ancianos, cuando yo era niño, les producía malas sensaciones. Les parecía un signo de mal agüero. Por lo visto, en el pasado, había un grupo donde el pelo rojo era bastante común. Yo no les llegué a conocer. Los ancianos decían que ellos tampoco los habían visto nunca. Pero la tradición oral seguía hablando de ello y, por eso, la visión del pelo rojo no les sentaba nada bien. Hablaban de esa gente siempre en susurros, sin apenas proferir palabras claras. Por lo que les entendí, las relaciones con ellos no habían sido distintas de las que tenemos con otros grupos: a veces peleábamos, otras colaborábamos. Y, sin embargo, dejaban muy claro que eran diferentes a nosotros, completamente distintos. Pero como digo,  hace mucho que nadie los ha visto. Si es que los ancianos no han recibido una versión distorsionada de la historia y existieron alguna vez…
                Realizó una breve pausa, y luego prosiguió:
-Sólo hemos quedado nosotros, pero las pugnas y la competición es algo que todavía no ha acabado. A todos nos gusta cuando la paz y estabilidad se mantiene a lo largo del tiempo, pero cuando llega la escasez, cada tribu lucha por los mejores recursos. Y, para entonces, necesitas haber trabajado mucho para que esto no te afecte. Ésa es la labor de un jefe: prevenirse para lo peor. Aguardar en todo momento, hasta el más optimista, que lo más catastrófico vaya a pasar.
                Bisonte Haya guardó silencio. Lluvia Fresca seguía conteniendo la ira, como si la estuviera reteniendo para, en el momento más útil, liberarla de golpe y explotar.
                -Dentro de poco –dijo el jefe de la tribu-, te voy a encomendar una tarea. Será una forma de canalizar toda esa energía que tienes almacenada en el cuerpo. Y será algo que tú misma verás como positivo, para lo que no habrá que matar ni hacer daño. Eso te hará bien. Nos hará bien a todos. Y, probablemente, gracias a eso, no tendremos necesidad de matar a más animales de los requeridos.
                Lluvia Fresca frunció el ceño, con los brazos en jarras. No siempre estaba de acuerdo con lo que Bisonte Haya ordenaba o hacía, pero había de reconocer que, hasta la fecha, había mantenido el grupo unido y a salvo. Y eso siempre era decir mucho. Además, era muy consciente de que la supervivencia de la tribu se basaba en trabajar unidos. Actuar cada uno por su cuenta –lo aprendían desde la infancia- ponía en peligro a toda la tribu.
                -¿Qué clase de encargo?
                Bisonte Haya sabía que la había de nuevo reconquistado. Muy delicadamente, casi más para sus adentros, sonrió.

*                                            *                                            *

                Las hojas de los árboles ya habían caído. El color marrón de las hojas gobernaba el suelo. En el umbral de la cueva, Bisonte Haya se apoyaba contra la roca mientras, a su espalda, los miembros de la tribu ultimaban los preparativos para la migración. Bisonte Haya se sentía cansado. Muy cansado. Había pasado por cuarenta ciclos solares y los años se iban notando. Ya no podía quedarle mucho. Quizá por eso pasaba tanto tiempo reflexionando sobre su legado.
                Se apoyó sobre su cayado y alzó la vista para captar en toda su globalidad a Lluvia Fresca.
                -¿Tendrás todo lo necesario? Será un invierno duro. ¿Alimentos, pinturas?¿Han quedado bien los andamios?¿Quieres que te construyan alguno más?
                -No, gracias, Bisonte Haya. Creo que no hará falta.
                -Hurón Blanco se quedará contigo –reiteró Bisonte Haya una información que no hacía falta, pero con la cual, exponiéndola, se quedaba más a gusto consigo mismo-. Velará porque estés bien surtida de lo que… bueno, de lo que quieras. Recuerda: la obra es más importante que cualquier recurso material.
                Ambos callaron.  Lluvia Fresca se quedó mirando, consciente de que el jefe de tribu quería contar más.
                -Este proyecto va a llevarnos lejos, Lluvia Fresca –defendió él, ante ella, ante sí mismo, ante el mundo-. Más allá de un nivel que podríamos haber imaginado. Le mostrará a otros grupos que quieran entrar en la cueva lo poderoso que el clan del Bisonte, y les servirá de recordatorio a la tribu sobre nuestro propio poder. De esa manera, nadie tratará de disputar nuestra hegemonía, y podremos vivir sin miedo a enfrentamientos. Ya lo verás, Lluvia Fresca: este proyecto contribuirá a la paz. Además, algo me dice que tienes ganas de afrontarlo.
                Lluvia Fresca se encogió de hombros, con cierto escepticismo.
                -Te lo diré cuando lo termine –subrayó, y con eso dio por rematada la conversación, pues se adentró hacia el umbral de la caverna.
                Conforme Bisonte Haya se alejaba de aquel territorio, liderando a su tribu hacia nuevos pastos, no podía parar de mirar la figura de Lluvia Fresca recortada sobre la entrada de la gruta…

*                                            *                                            *

                Bisonte Haya tuvo razón en una cosa. El invierno fue duro. El glaciar avanzó a lo largo de una lengua de tierra mucho mayor que otros años. Apenas había animales, y el pobre Hurón Blanco (un joven esmirriado y torpe que apenas conseguía cazar lo suficiente para alimentarse a sí mismo; menos mal que Lluvia Fresca comía poco) tuvo que esforzarse mucho para mantener vivo el refugio en el que la muchacha y él habían convertido la cueva, pese a que Hurón Blanco seguía sin entender por qué no habían podido marcharse con los otros y dejar las pinturas de la gruta para otro momento en que todos anduvieran por allí. Lluvia Fresca no tuvo ganas ni paciencia para explicarle las cuestiones relativas a la creación artística, la soledad purificadora, la tranquilidad catártica para concebir, crear, pensar.  Simplemente permaneció callada y trabajando, subida a los andamios para acceder a la zona más alta de las paredes de aquella sala que se formaba dentro de la gruta, y así aprovechar los relieves naturales como un elemento más de los cuerpos de los animales. Sin embargo, no estaba satisfecha con cómo le estaba quedando. Cada vez que apartaba el aerógrafo y se echaba hacia atrás para contemplar el resultado, sentía que estaba ejecutando con fidelidad el trabajo que Bisonte Haya le había (¿encargado, ordenado, propuesto? La forma en que funcionaba su relación no era claramente definible) sugerido, y sin embargo Lluvia Fresca notaba que había un concepto muy erróneo de base en el conjunto del proyecto. Cuando aquella sensación le resultaba más dolorosa, se quedaba callada mucho tiempo, detenida sobre el andamio, contemplando el techo de la cueva. A veces bajaba y se apoyaba sobre una formación de la pared, manteniendo una postura imposible. Y, en otras ocasiones, salía fuera y daba largos paseos alrededor, esperando que la inspiración le comunicase algo. Pero los dioses no parecían tener prisa por acudir.
                Un día, Lluvia Fresca se encontraba paseando por el interior de la cueva, hastiada, como si alguien la hubiera maniatado y ninguna pintura productiva pudiera, aquella jornada, de sus manos surgir. Vislumbró entonces a Hurón Blanco durmiendo en un lado de la cueva, tan desaliñado y abrigado como siempre (se quejaba perennemente del frío), cubierto con las mantas, transmitiendo una impresión de vulnerabilidad tan impropia en los machos de la tribu que a Lluvia Fresca no podía dejar de parecerle tierna. En aquel momento, tuvo una idea. Se coló debajo de las mantas y empezó a utilizar manos y boca para introducir cierta estimulación en las partes más sensibles del cuerpo de Hurón Blanco. Éste se despertó inquieto, casi asustado, pero ella se encargó de tranquilizarle y, nada más pudo, se encaramó encima de él. Fue rápido, breve e intenso, también extraño porque era Lluvia Fresca quien desde el principio lo había dirigido, mientras que el chico casi no pudo hacer otra cosa que dejarse llevar y resistir el ciclón que le había caído encima. Cuando la cosa terminó, Lluvia Fresca se retiró con una sonrisa, orgullosa del rostro de perplejidad que había dejado en la cara de la otra parte, la cual reflejaba un estado absoluto de confusión. Se alejó en dirección al interior de la cueva, sin proporcionar ninguna explicación, para disfrutar de su triunfo en soledad…
                Aquella tarde, el pensamiento dentro de su mente fue vívido, más de lo habitual. No tenía que ver con el sexo: o no con éste en sí mismo, que no le evocaba esa sensación otras veces. Era más bien la forma en que había sido, alterando los papeles tradicionales, con ella al mando, induciendo la sorpresa, ese sentimiento que, según Bisonte Haya, ella era tan entusiasta en causar.
                Lluvia Fresca se quedó un rato reflexionando  sobre este hecho. Mientras lo hacía, se apoyaba en una nueva postura antinatural sobre sus piernas, y observaba un techo aún vacío en su mayor parte, elucubrando…
                Y, un rato más tarde, comenzó a pintar. Se empleó a fondo con el aerógrafo, aunque también jugó con sus propios labios para soplar aliento vivificador y cargado de pigmento que se depositaba suavemente sobre las pinturas. También improvisó para perfeccionar los pequeños pinceles que solían emplear a partir de pelos de animales mientras, con la otra mano, sostenía la lámpara con el objeto de alumbrar lo que estaba haciendo, procurando además conservar un equilibrio que le servía de único baluarte frente al riesgo de caerse del andamio. Aunque, en especial, utilizó las manos: no había sensación más reconfortante, más plena, más pasional, que involucrar su cuerpo directamente en el dibujo, que invertir cada centímetro de la superficie de su piel en envolver cada una de las figuras. En comparación con aquello, el incidente con Hurón Blanco había constituido apenas una chispa fugaz.
                Cuando todo terminó, fue como si acabara de librar una batalla de terrible, incierto e impactante final. Se quedó un rato admirándolo, hasta que no se le ocurrió nada que añadir o que quitar. Entonces, salió afuera, al frío suelo, y a pesar de las bajas temperaturas, se quedó un rato mirando las estrellas. Observó la agrupación que se hallaba dibujada en la pared de la otra cueva, y se preguntó por el antiguo artista, o jefe de tribu, o lo que fuera, que en su día lo pintó…
                Nada más Bisonte Haya volvió, antes de que terminara el invierno, pidió ver la sala de las pinturas, antes que ninguna otra cosa. Entró en el lugar y, al principio, al moverse las lámparas encendidas, pudo captar el movimiento de los animales: los bisontes y los ciervos, que asemejaban estar pastando, recostados y retozando sobre la hierba, conviviendo con los íbices y caballos, realizando su vida normal. Casi podía dar la impresión, si el fuego se movía lo suficiente, que los animales entraban en estampida, y salían corriendo de la cueva a toda velocidad.
                Bisonte Haya parpadeó varias veces, después de una profunda observación. Su rostro enunciaba perplejidad. Sin embargo, quizás porque le resultaba demasiado abrupto (sobre todo para sí mismo) anunciar la cuestión sin ambages, decidió abordar una vía lateral:
-¿Por qué esas patas de animales… están una encima de la otra?
                Lluvia Fresca, en apariencia con naturalidad, y como si no hubiera una pregunta subyacente sobrevolándoles, se colocó en un escorzo para aproximarse más a las pinturas y así señalar al punto que había provocado la duda:
                -Es por la perspectiva. Si los miraras en esa posición, no podrías ver las extremidades de ambos… Pero no quería cortar las patas. Esas patas existen, de todas maneras. Están allí. Cortarlas sería una manera de arrebatarles parte de su existencia a estos seres. Podría haberles modificado la posición o el dibujo para hacerlo, pero… no me hallaría muy a gusto con esa decisión.
                El rostro de Bisonte Haya se encontraba aún más confuso. Paladeó mucho en los labios una frase antes, de finalmente, dejar a la cuestión clave abrirse paso y volar:
                -Hay… ciervos. Hay ciervos… junto con bisontes.
                Lluvia Fresca asintió.
                -Sí. Los hay. Como en la naturaleza. Viajan por rutas similares. Progresan, se encuentran, interaccionan. Cada uno lucha por su supervivencia, pero avanzan por unos pastos comunes y conviven en un mismo entorno en paz. Están obligados a compartir este mundo. Quizás en el fondo saben que, sin los otros, se hallarían más expuestos a los depredadores. Puede incluso que sientan que forman parte de un conjunto.
                Bisonte Haya contempló de nuevo las figuras, con el ceño fruncido y la ira contenida en su interior. Durante un rato se quedó escruto a una cierva de gran tamaño que se veía desde detrás y el costado, de tal manera que podía vislumbrarse su cabeza, y especialmente sus labios. Era tan realista que evocaba… candidez. Inocencia.
                -No has hecho lo que te he pedido –manifestó él-. Esto era una loa a la tribu. A su poder, su fuerza, su capacidad. Y esto, en cambio…
No daba la sensación de que a Lluvia Fresca le estuviera cayendo una reprimenda, o al menos no era aquello lo que reflejaba la cara de la muchacha. Más bien, sonrió.
                -Bisonte Haya, es tu legado. Querías que otros hombres vieran algo cuando entraran en esta cueva: y lo que verán es un compendio de los animales que hay alrededor de esta zona. Los que podrán cazar, los que les ayudarán a sobrevivir. Será un favor a otros hombres, el regalo de una tribu tan, tan poderosa, que podía proporcionarle a otra esa información sin sentirse por ello intimidada.
                Para estupefacción del jefe de tribu, volvió a alumbrar otras zonas con la linterna:
                -Y quizás la tribu, cuando regresa a esta cueva, en el futuro lo vea… Como algo distinto. Puede que como un mensaje de que bisontes y ciervos han de convivir juntos. Pero también de otra manera. Es posible que les resulte un recordatorio de lo que tenemos aquí. El entorno con el que coexistimos. Los seres a los que tenemos que preservar, porque si no existieran ellos no podríamos sobrevivir nosotros… Quizás lo que veamos, será a ellos.
Bisonte Haya se quedó por unos instantes mudo. Le faltaban palabras para expresarse. En parte porque, muchas de las que necesitaba, todavía no se habían inventado.
                -Suena como si hablaras… de los animales.
                Lluvia Fresca le escrutaba con mucha atención.
                -Bisonte Haya, ¿qué vas a hacer ahora?¿Vas a borrar las pinturas… o las vas a dejar ahí?
                Permitió que el rostro del jefe de tribu se iluminara gracias a la llama.
                -No lo entiendo –finalmente, dictaminó él-. Y, desde luego, no lo comparto. Pero… he de reconocer que es demasiado hermoso, demasiado increíble como para eliminarlo. No seré yo quien lo haga. Como tú dices, es mi legado. No es el que yo esperaba, desde luego, es diferente. Pero quizás, de alguna manera, sea mejor de lo que cabría esperar.
                Lluvia Fresca amagó con ocultar una risa, pero no le salió a tiempo. El jefe de la tribu mantenía los labios en un gesto despreciativo.
                -Esa interpretación que le das tú a la pintura no la explicarán los chamanes. No es la que se leerá a la luz de las lámparas. Y sin interpretación –recalcó-, la pintura no es nada.
                Lluvia Fresca sonrió, aún así, y hasta guiñó un ojo.
                -Quizás lleguen otras tribus, y será otra su interpretación. Quizás ellos lo puedan interpretar a su manera, y no como otros le manden. Quizás cambie completamente no sólo el sentido de esta pintura, sino cómo vemos todas las pinturas.
                A Bisonte Haya, aquello que su protegida auguraba para el futuro se le antojaba un imposible. Quizás por eso no se tomó en serio lo que le decía Lluvia Fresca. Como la mayor parte de sus ideas, eran demasiado “originales” para siquiera pensar que fueran factibles a corto plazo. En cuanto al futuro… Bisonte Haya era consciente de que las cosas siempre cambiaban. Pero para eso hacía falta tiempo. Mucho tiempo.
                -¿Y para qué son esos huecos?-inquirió a continuación el jefe de tribu.
                Lluvia Fresca se encogió de hombros.
                -Quién sabe. Quizás para los futuros pintores.
                Eso sí que constituía el futuro. Sin duda más cercano.
                Bisonte Haya musitó en un tono de voz demasiado audible. Sintió, en mitad de aquel cielo cercano a la primavera, que el propósito con el que había asignado él aquel encargo no importaba; y, también, que una lluvia en forma de pintura le alcanzaba,le atropellaba como una riada tumultuosa, y arrastraba inclemente e inapelable por caminos que nunca imaginó que se pudieran fabricar.

                Anotaciones post-scriptum:
                No se conoce al autor de las imágenes de la cueva de Altamira, ni el significado que éstas tenían. Hay quien argumenta que podría ser el mismo autor de las pinturas de la cercana gruta de El Castillo, donde buena parte de las manos calcadas en negativo pertenecen presumiblemente a mujeres, lo cual podría proporcionar pistas respecto a su autoría.
                Los tiempos y el modo en que se produjeron fenómenos como la domesticación de ciertos animales, la elaboración de las pinturas rupestres, o las relaciones entre grupos humanos en aquella época, son necesariamente –a pesar de los indicios hallados, que fortalecen algunas hipótesis- siempre una especulación. Se sospecha que en determinadas tribus actuales, como los hadza, todavía circulan leyendas sobre homínidos distintos a los Homo sapiens. Sin embargo, de este tema, como de tantos otros, es más lo que ignoramos que lo que conocemos.
                El período más largo de existencia de la especie humana sigue, en su mayoría, sin documentar.


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