lunes, 18 de septiembre de 2023

Los libros de septiembre: "El club de los desayunos filosóficos" y "Tierra de magos"


Hablamos hoy de dos libros que, en cierta medida, parecen una imagen especular uno de otro. En primer lugar, nos ponemos con "El Club de los desayunos filosóficos", de Laura J. Snyder. En este volumen, la autora nos cuenta la historia de cuatro amigos que estudiaban en Cambridge a principios del siglo XIX y que, mientras tomaban unos opíparos desayunos en la habitación de uno de ellos, debatían cómo, de encontrarse en sus manos, transformarían la forma de hacer ciencia. Ellos aspiraban a que ésta fuera una actividad de la que uno pudiera vivir, y no, como hasta entonces, dependiente de que tus padres fueran ricos o de que consiguieras una posición con mucho tiempo libre, como hombre de iglesia o vicario; pretendían que la ciencia se basara en el método científico de Francis Bacon, y no en teorías sacadas de la manga, como seguía haciéndose en aquella época; y también querían que los filósofos naturales (como se les llamaba en ese momento) contribuyeran al progreso de la sociedad en todos los niveles, también disminuyendo la pobreza o aumentando el nivel cultural de la sociedad. Lo cierto es que esos cuatro amigos, con el tiempo, se hicieron muy famosos por sus descubrimientos científicos: Whewell -el más versátil quizá de los cuatro- fue clave para el descubrimiento de las leyes que rigen las mareas, pero también hizo abundantes contribuciones en terminología científica, arquitectura o matemáticas (de hecho, se supone que esta última era su especialidad principal, aunque oficialmente fue profesor de mineralogía y de filosofía moral); Jones, junto con Whewell, trató de convertir la economía en una ciencia que empleara los métodos de Francis Bacon, y también participó en las reformas impositivas de Gran Bretaña; John Herschel (hijo y sobrino de William y Caroline Herschel, famosos astrónomos) destacó en la rama de su familia, pero también en la química, y en ser uno de los pioneros en distintas técnicas aplicadas a la fotografía; y qué vamos a decir de Charles Babbage, ideólogo de la máquina analítica que sería la precursora de los futuros ordenadores, pero que, como sus compañeros, estaba metido en casi todos los saraos -lo cual, como veréis, a veces era un problema para sus propios proyectos-.

Porque lo cierto respecto a estos cuatro polímatas es que, si sus contribuciones científicas fueron relevantes, más importantes fueron aún las posturas que estos inquietos amigos adoptaron para convertir la ciencia en lo que es hoy en día. Desde sus puestos como profesores, directores de college, presidentes de sociedades científicas o consejeros de aristócratas o reyes, comenzaron a esculpir las instituciones del modo que ellos creían más necesario para mejorar el progreso científico. El polímata Whewell, en ese sentido, también fue el más destacado, y de hecho se erige en el principal protagonista de la obra: no sólo acuñó el término científico (scientist en inglés) para definir esta nueva profesión, que para él tenía aspectos con común con el arte y la teología; también defendió el método científico de Bacon a todos los niveles, a través de sus libros acerca de la filosofía de la ciencia, y sobre temas muy variados. Además, estableció las bases de la cooperación internacional para proyectos que requirieran la colaboración de múltiples especialistas, apoyó la creación de subvenciones y cargos que permitieran una dedicación exclusiva a tareas científicas, lideró la creación de un itinerario universitario centrado en la investigación de la naturaleza, abogó por el desarrollo de instrumentos de medición más precisos, y fomentó el contacto interdisciplinar entre científicos de distintos campos o con otros miembros de la sociedad. En las páginas del libro de Snyder, podemos ver cómo grandes científicos del siglo XIX aparecen y se cruzan con las vidas de estos hombres, que pueden ser sus profesores, las personas con las que colaboran, las que critican sus investigaciones, o quienes contribuyen al debate que surge a raíz de algunos de los más destacados descubrimientos científicos: la teoría evolutiva de Charles Darwin, los hallazgos en electromagnetismo de Faraday y Maxwell, la predicción de la existencia del planeta Neptuno, Ada Lovelace y Daguerre, el inicio de la ciencia ártica y de la meteorología, y un largo etcétera. A lo largo de sus carreras, veremos cómo estos cuatro amigos se apoyan entre sí (científica y personalmente) a pesar de las múltiples discusiones y divergencias de puntos de vista, aunque ciertas cuestiones con las que traten acaben por abrir distancias insalvables entre algunos de ellos. También hay que decir que, si los logros de estos cuatro amigos que se juntaban durante los desayunos fueron muchos, algunos jugaron en su propia contra: durante sus vidas, la ciencia progresó y se especializó tanto que era imposible que surgieran carreras como las suyas, de filósofos naturales que estudian latín y griego, escriben artículos sobre derecho y teología, estudian física por la mañana, astronomía por la noche, y herborizan durante sus vacaciones -todo ello después de escalar una montaña, de la cual lo mismo te encuentran un mineral o te componen un poema-. De hecho, durante esta época, se empieza a abrir una grieta entre ciencias y letras (una brecha que, en mi opinión, hoy en día, intentan disminuirse los intelectuales que se interesan por la ciencia, los científicos que actúan como figuras públicas, y -cómo no- los divulgadores), y también entre hombres de ciencia y de fe: porque aunque estos cuatro amigos eran firmemente religiosos y trataron de demostrar que existía armonía entre las verdades teológicas y las científicas, lo cierto es que los nuevos descubrimientos cada vez hacían menos prescindible la figura de un Creador. En ese sentido, puede decirse que estos grandes hombres, si pecaron de algo, fue de exceso de éxito.


El contrapunto a este texto lo representa "Tiempo de magos. La gran década de la filosofía (1919-1929)", de Wolfram Eilenberger. Nos situamos unas cuantas décadas más tarde, esta vez en Alemania. La ciencia ha revelado tantas cosas sobre el mundo y sobre el ser humano que los pensadores se preguntan si ésta ha resuelto las grandes cuestiones de la metafísica y de la filosofía en su conjunto, o si ésta se ha vuelto innecesaria. Frente a estos, cuatro intelectuales alemanes toman cuatro determinaciones radicalmente distintas: Wittgenstein (muy especial, siempre a su modo propio) reflexiona sobre lo que el ser humano puede conocer sobre el mundo a través de una obra, el Tractatus, tan controvertida como poco entendida -atributos con los que se podría calificar al propio Wittgenstein-; Walter Benjamin, de vida errática, coincide con Wittgenstein en destacar la importancia del lenguaje, e introduce derivaciones religiosas; Ernst Cassirer es el que más abiertamente defiende el poder de la ciencia (entre otras cosas, trata de analizar de manera metódica el lenguaje para encontrar un nexo común entre los hombres), y de hecho el libro que nos ocupa toma como momento clave el debate que estableció con Martin Heidegger, quien decidió, en una época de dominio de la ciencia, centrarse en el sentido de la existencia del hombre, y cómo éste se ubica en el mundo. La obra va alternando detalles de la biografía y el pensamiento de estos cuatro filósofos, y quizá el único pero (aparte de lo abstrusos que son algunos de los conceptos tratados) es que se concentra en una década muy específica de la historia, poniendo punto y final justo cuando llega el momento más interesante: cuando Wittgenstein renegará del todo de sus teorías, cuando Heidegger (antiguo amante de la pensadora judía Hannah Arendt) apoyará el fascismo, y cuando Benjamin encuentre la muerte en un oscuro episodio en mitad de los Pirineos. En realidad, la filosofía, como la ciencia, como la lectura, como la vida y el pensamiento, siempre es un camino a medio terminar.

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