Un relato sin ninguna base real, escrito únicamente a modo de ficción. Sin plantear plausibilidad alguna ni pretender que os lo toméis demasiado en serio. Que lo disfrutéis.
El personaje olvidado
El personaje olvidado
<<A
la hora de relatar esta crónica, siento una gran congoja en mi interior. Lo
hago porque sé cuál es la importancia de esta historia, y cuáles las
posibilidades de que este documento altere totalmente la percepción que muchos
hombres y mujeres tienen de un hecho que, aún ocurrido antes de que ellos
nacieran, en muchos casos, ya forma parte indiscutible de sus propias vidas. No
obstante, me veo en la obligación de escribir estas líneas, las cuales, sin
embargo, no sé si alguna vez verán la luz. En todo caso, he de ponerme ya a
redactarlas. Si no lo hago ahora, probablemente no me atreva a hacerlo jamás.
Esta
historia describe parte de aquellos hechos acontecidos en un rincón del mundo
que, sin embargo, ha querido capitalizar buena parte de la historia a fuerza,
entre otras cosas, de que sus habitantes se muelan a golpes los unos contra los
otros: la región que denominamos Palestina. Los acontecimientos transcurren en
una fecha para muchos conocida: el año 33 después del nacimiento de Cristo, más
o menos. Sí, Cristo; pues es él de quien estamos hablando. O, sobre todo, de un
personaje: del más desconocido, y olvidado, de todos aquellos días. Aquél a
quien llamaban José de Arimatea.
¿Qué
sabemos de él? Poco, por no decir nada. Se dice que era un judío acomodado,
devoto de la religión (apenas religión puede llamarse, pues todavía no se había
salido demasiado de la vertiente judía original de la que provenía) que
predicaba Jesús, pero que lo mantenía en secreto, por temor a las autoridades.
José de Arimatea, sin embargo, al ver condenado a su secreto líder, a Jesús,
surge de la oscuridad, da un paso adelante, y le pide a Poncio Pilatos permiso
para enterrar a su inconfesable héroe en un pequeño sepulcro de su propiedad.
La historia nos muestra a José de Arimatea como el hombre que, atemorizado al
principio, se atreve a reconocer su fe y a dar la cara por Jesús en un tiempo
en el que Pedro reniega de él, y la mayor parte de los apóstoles le han
abandonado. El pusilánime con el que los apóstoles no querrían juntarse, y que
ahora los aventaja a todos ellos; el hombre ante el cual, a pesar de su
desprecio, han de postrarse a causa del favor que le otorga a su maestro. No
por regalar un sepulcro que le sobraba (qué mérito tiene, pensarán los
discípulos que malviven en la miseria), sino por demostrar un valor que a ellos
les faltó. A él, que cargaba encima con la vergüenza de ser rico –pues ya lo
dijo Jesús, es más fácil para una gruesa maroma* pasar por el ojo de una aguja,
que para un rico entrar en el reino de los cielos-, ahora puede mirar por
encima del hombro a todos aquellos que le menospreciaban con el gesto, y le
miraban por encima del hombro, y esto hace que sea doblemente odiado, incluso
por aquellos que cargan la cruz con él cuando descuelgan al Cristo y lo llevan
al ya mencionado sepulcro. Ésta, como decimos, es la historia oficial: pero
recordemos que ésta no siempre se corresponde con la realidad.
José
de Arimatea, a pesar de la deformación que ha sufrido posteriormente en la Historia,
que le ha moldeado según correspondía no a la realidad que fue, sino a la que
conviene en estos momentos que sea, era un colaboracionista: trabajaba codo con
codo con los romanos, y era uno de los más prósperos mercaderes en el comercio
con éstos. Era pues, un renegado, y así lo consideraba la resistencia judía que
se oponía a la dominación romana, y que clamaba constantemente por vencerla, en
numerosísimas facciones y grupos armados que organizaban revueltas y
levantamientos populares. Todos estos hombres, entre los que se incluirían,
más adelante, los Macabeos, y otros muchos nacionalistas judíos, no
conseguirían, sin embargo, más que mucha sangre derramada y sus propias vidas
destruidas, porque no era entonces cuando le tocaba caer al Imperio Romano,
sino muchos años más tarde. Pero eso todavía no lo sabían ellos, que se
empecinaban en una disputa inútil contra un muro que siempre les rechazaría,
sin poderse derribar. Es lo que tiene la imposibilidad de leer el futuro, nos
conduce a una gran cantidad de esfuerzo derrochado para un acontecer que nos es
incierto. ¿Hubieran combatido los Macabeos, y otros grupos afines, si hubieran
sabido que su único destino era la muerte, sin por ello conseguir liberar a
Israel?¿No añorarían, incluso (si fueran conscientes de lo que iba a ocurrir
con su tierra) la dominación romana, en lugar de lo que vendría después? Quién
sabe: a lo mejor hubieran luchado de todas maneras. Es una propiedad de las
revoluciones, que no se hacen nunca por la causa por la que dicen hacerse, sino
por los revolucionarios: su misma presencia exalta a la rebelión, por una causa
justa o injusta, eso es lo de menos. Tal vez hasta bajo esas condiciones
hubieran aceptado el reto, incluso asumiendo que su destino era perder. Tal
vez, incluso, así lo hubieran disfrutado más.
Siento que la historia me lanza mensajes entremezclados
con mi relato: noto que, entre los párrafos que yo escribo, hay divagaciones
interpuestas que no son las mías, sino dictadas por otro. Pero en fin,
no me entretendré en esto: bastante retraso estoy teniendo ya escribiendo estas
líneas, y pronto he de volver a mis obligaciones.
José,
por tanto, era un hombre en buena posición, capaz de contemplar, desde la
distancia, el avance que la doctrina de Jesús estaba logrando entre las clases
más humildes. Normal. Una religión que proclama que, a pesar de nuestra innoble
existencia sobre la Tierra, encontraremos en los cielos una opción de felicidad,
siempre y cuando permanezcamos como personas pacíficas y piadosas durante este
breve valle de lágrimas; que presta poca atención a ricos y a fariseos, pero sí
al hombre corriente de la calle; que les dice a los publicanos y pecadores que
es de ellos de quienes más preocupado está Dios. Las religiones son una
compraventa: se ofrece algo, y la gente lo adquiere, o no, en tanto satisface y
complace su gusto. El entonces recién nacido cristianismo tenía muy buenos
activos con los que comerciar, y así lo sabían tanto las autoridades judías,
preocupadas por el ascenso de ese desconocido, Jesús -ese hombre que no había
requerido años de estudios ni necesitaba un poderoso mecenas que le respaldas-,
como por los romanos, a quien ningún cambio, incluso aunque aparentemente
insignificante y ajeno a la política, podía sentarles bien. Pese a que los
poderes religiosos judíos clamaban por la cabeza del Mesías (el trigésimo
segundo en los últimos tiempos), los romanos no parecían inquietarse demasiado
por la suerte de un hombre que consideraba concordante con su doctrina pagarle
los tributos al César (“al César lo que es del César, y a Dios lo que es de
Dios”). Sólo José de Arimatea comprendió la preocupación de los judíos. Sólo
él, sin embargo, pudo vislumbrar, desde la perspectiva que le daban sus
conocimientos, y su amplitud de miras, las oportunidades que se le ofrecían a
los romanos bajo la aparentemente nimia figura de Jesús.
Al
fin y al cabo, pensemos que José de Arimatea era un comerciante, y como tal,
las revueltas de judíos, secesionistas y demás revoltosos, le interferían en
sus negocios en la misma medida que una plaga de langostas. No era extraño, por
tanto, que viera en esta nueva orientación religiosa una forma de librarse de
estas continuas luchas que, intermitentemente, entorpecían la industria y el
comercio, sin que él ni nadie pudieran hacer nada para evitarlo. Los romanos,
en su táctica del yunque y el martillo, versados en La Guerra de las Galias,
las tres guerras púnicas, y manuales militares al uso, se negaban a contemplar
ninguna otra solución que no pasase por la completa sumisión de los judíos al
omnímodo poderío de Roma. No obstante (pensaba José, el de Arimatea), tal vez
haya alguna solución más sutil y, desde luego, más eficaz. Al fin y al cabo,
una piedra no puede pasar a través de un pequeño agujero; pero el agua, líquido
elemento, sí que es capaz.
José
de Arimatea razonó así: tenemos por un lado el judaísmo, religión que lleva los
cuatro mil años que ha subsistido en el mundo blasfemando contra los
dominadores extranjeros que han pasado por su historia, los cuales han sido
muchos. Poseedora de un dios vengativo y perverso que no se toma a broma a
quienes atacan a su pueblo. Los egipcios, asolados por siete plagas; los
filisteos, masacrados por Sansón. Sólo Ciro, que liberó al pueblo de Israel,
sale bien parado en la Biblia. No es un colectivo, sin duda, muy respetuoso con
sus señores: al menos, según su religión actual. Esto no puede ser bueno para
los romanos. Y, por tanto (piensa José), no para mí.
Pero
pensemos en el cristianismo: éste es distinto. Pese a los arrebatos ocasionales
de Jesús –escasos, sin duda, comparados con la ferocidad de sus
contemporáneos-, es una religión, en general, que predica la paz. Que no tiene
tanto en cuenta el poder político presente, sino, más bien, los futuros bienes
en el reino de los cielos. Que no ha levantado, de momento, la mano contra los
romanos, y que no ha cedido a las provocaciones que estos continuamente
presentan. A José se le pudo haber pasado por la cabeza que Jesús creía en lo
que decía, que era en sí mismo un hombre pacífico; pero José era por natural
pragmático, y creía poco en idealismos. Más bien, pensaba que Jesús era un buen
estratega, un hábil encantador de serpientes, y que sabía que ninguna religión
que se opusiera al Imperio Romano podría durar mucho tiempo, y menos aún su
líder. Era un tipo listo, sin duda; eso había que tenerlo en cuenta.
Pero
una religión así era justamente lo que le convenía a este pueblo, siempre
insatisfecho y desobediente; un poco de serenidad y de agua fría en esta
tempestad de almas y armas, hierro y fuego. Un pueblo que cree que lo
importante no es esta vida, sino la siguiente, no pensará en desaprovechar este
efímero lapso que nos ha sido otorgado para maltratar a los romanos; menos aún
si la violencia para batallarlos se halla en contradicción con los actos que
habrán de conducirles al paraíso celestial. Era, por tanto, una oportunidad
preciosa para todo aquel que quisiera apaciguar los ánimos de tan osado e
indómito pueblo. El único problema, sin embargo, era conseguir que esas tercas mulas,
también denominados israelitas, consintieran en imponer el mensaje de Jesús
sobre todos sus antiguos prejuicios, supersticiones y creencias. ¿Cómo se
podría conseguir esto?
José
de Arimatea era un hombre astuto: recordaba el ejemplo de Sansón, que murió
bajo los escombros de su particular coliseo para aplastar a los filisteos; o el
de Moisés, que no pudo entrar en la tierra prometida para así poder acercar a
su pueblo los confines de ésta; no se le pasaba por alto el impactante efecto
de imagen que tuvo el cuerpo ensangrentado de César ante los romanos, para
conseguir que éstos le considerasen como a un dios, y que apoyasen a aquellos
que dijeron defender su memoria. El martirio tiene un efecto llamada para nada
despreciable, y sirve de vehículo para cualquier mensaje que queremos difundir entre
la ferviente marea, crédula de profetas y ansiosa devoradora de héroes. La
muerte –o, mejor dicho, el sacrificio- de Jesús, por tanto, podía servir de
majestuosa ocasión para conseguir que a los aún escépticos hebreos les entrasen
por fin las enseñanzas de Jesús en su obstinada cabeza: y así se lo comunicó el
mercader de Arimatea a los romanos.
A
éstos, en un principio, les sonó extraña esta estrategia, pese a los sólidos
argumentos que empleó José para convencerles de sus beneficios, así como el
profundo conocimiento que demostró acerca de las enseñanzas de Jesús (esto lo
justificó como parte de su investigación para conocer los entresijos del
mensaje de este último, aunque a los romanos no les satisfizo mucho esta
explicación, de parte de alguien que se había imbuido demasiado de una doctrina
que aún no sabían si era del todo inofensiva). No obstante sus dudas y
desconfianzas, a los romanos ni les iba ni les venía demasiado la cuestión de
Jesús. Y, al fin y al cabo, si la idea prosperaba, podrían encontrar, tal vez,
un poco de paz y sosiego en estas tierras. Y si no prosperaba, en todo caso, se
habrían librado del molesto culto a un hombre que podía ser potencialmente
peligroso. Con lo cual, no había mucho que perder, y sí bastante que ganar.
Se
decidió, entonces, que visto que Jesús se acercaba a Jerusalén, después de un
largo periplo, con motivo de la Pascua judía, se aprovecharía este momento para
hacerle preso, y sería entonces cuando se haría público un juicio que no tendría
de éste sino la más somero apariencia. Pilatos decidiría que no quería mojarse
demasiado en este asunto, y, a pesar de firmar la condena, le cedería toda
responsabilidad a las autoridades del Sanedrín; de esta manera, Roma no se colocaría
como el artífice de la agresión, sino que dejaría ese carga, para bien o para
mal, en manos de los judíos, quienes serían los posibles perjudicados de la ira
de los seguidores de Cristo (en el caso, como decimos, de que tuviera lugar una
conversión en masa ante el martirio; como se vio posteriormente, esto no fue en
realidad así –oh, planes maestros, que nunca salís como estáis previstos-, y
los discípulos de Jesús tuvieron que esconderse durante largas temporadas antes
de salir a predicar por los caminos). Los romanos, en cambio, tendrían poco que
perder ante un sacrificio que no era suyo, y ante unas hordas a las que tanto
se les había recalcado la importancia de la no violencia.
El
plan se preparó con sumo cuidado, y ya estaban casi todos los cabos atados. No
obstante, hubo un problema. El primer día que Jesús llega a la ciudad, asalta
el templo, lo proclama una cueva de ladrones. Mal presagio. No parece muy
pacífico el Mesías que esta gente predica, pues. En todo caso, más razones
todavía para eliminarlo. José de Arimatea, sin embargo, llama a la calma entre
sus aliados: cree que, al principio, los seguidores de Jesús estarán asustados
por lo que le ha ocurrido a este último, temerán por sus propias vidas, y no
reaccionarán, apaciguando cualquier conato de violencia. Será poco a poco
cuando comiencen a dejar que la lección del martirio penetre en sus corazones,
y se armen de valor. Unos pocos al principio, después algunos más, comenzarán a
predicar de nuevo, y de esta forma finalmente se extenderá el mensaje de amor y
paz por estas tierras. O al menos, eso espera José, a quien los romanos le
empiezan a considerar como un temerario, como muy poco, o como un doble agente,
si nos ponemos capciosos.
En
todo caso, ya era un hecho: la influencia de Jesús era demasiado fuerte como
para no ser tenida en cuenta. Los romanos, por tanto, decidieron seguir con el
mismo plan que tenían trazado. Encontraron pronto un hombre que les revelara el
paradero de Jesús en el momento adecuado para prenderle. Se trataba de Judas
Iscariote, uno de los seguidores -¿apóstoles, les llamaban?- de Jesús, el cual
le traicionaba, Dios sabía por qué, estos judíos, tan fanáticos para unas
cosas, tan volubles para otras. Acaso se podrá amar una religión, pero no a un
hombre, acaso no es lo mismo Dios que un amigo, acaso hay un momento para el
altruismo, y otro para las bajas pasiones. O tal vez tenían cierta razón esos
rumores acerca de los celos que sentía Judas del poder de Jesús, de su
capacidad de convicción, o ciertas desavenencias en cuanto a la doctrina (pues
bien sabemos que todo seguidor, en cuanto se siente traicionado por su maestro,
cuando siente que éste se contradice una sola vez –como hizo Jesús al aceptar
que le limpiasen con aceite y ungüentos, a pesar de la oposición de Judas-, se
convierte, como un adolescente de fulminantes veredictos, en todo o nada, amor
y muerte, en su más afamado detractor, y en su más formidable enemigo); tal
vez, incluso, eran ciertas las habladurías acerca de los celos por el amor de
cierta mujer que acompañaba a Jesús a sus viajes, y que se decía era
prostituta, o la mujer de Jesús, o sabe Dios qué realmente, y que Judas
ambicionaba (o tal vez no: quizás, de lo que estuviera celoso, era de las
discretas miradas que Jesús recibía, de reojo, por parte de Juan, el discípulo
amado, amado quién sabe, tal vez, por alguien más). En todo caso, Judas era el
traidor, y le iban a pagar por ello treinta monedas de plata. Esperaban que la
información que fuera a aportarles valiese tal suma.
A
partir de entonces, tiene lugar la historia que todos conocemos: la Última
Cena, Jesús diciéndole a sus discípulos que uno de ellos les traicionará, el
rezo en el Huerto de los Olivos, el beso de Judas, el juicio ante Pilatos,
condena, crucifixión y muerte. Pero hay que hacer unas cuantas precisiones.
Y,
en primer lugar, concentrarnos ante el momento en que unos cuantos buenos
samaritanos, la mayor parte amigos de Jesús, deciden descolgarle de la cruz y
llevarle al sepulcro. Una vez lo hacen, se marchan, y allí se queda, en los
aledaños, un pequeño destacamento del ejército romano que ha vigilado
estrechamente el cumplimiento de la idea original de José de Arimatea acerca de
ofrecer una digna tumba a Jesús de Nazaret, rey de los judíos, donde pudiera
ser venerado en los años venideros. O, al menos, esa era la idea de José.
No
obstante, un hombre, de tez morena y barba oscura, le susurra unas palabras al
oído al jefe del destacamento: un oficial romano de no demasiado rango,
castigado, seguramente por su desobediencia, a servir en la inhóspita Judea. La
proposición de este hombre es extraña, le suena a tomadura de pelo al soldado
latino, pero, teniendo en cuenta el curso de los acontecimientos, y el motivo
principal de esta obra que han escenificado, no parece tan incoherente. El
hombre, el auténtico cerebro de la operación en estos últimos tramos, le dice
que Jesús no será nada si los judíos creen que los romanos le han conseguido
dar muerte. Que, a un pueblo como el judío, que ha escenificado cada victoria
de su Dios, a lo largo de cuatro mil años, como una catástrofe vengadora, o una
matanza sin fin, que su líder caiga muerto no hará sino desalentar su ilusión:
así pues, parece que la acción no puede arreglarse, que el plan ha fallado, y
que la acción de Poncio Pilatos, su jefe, no ha servido para nada. No obstante,
hay una solución, que bien podría ganarle al oficial romano un ascenso: la
resurrección, única prueba de conexión con lo divino, practicada ya por Jesús
en alguna ocasión anterior, y además muy propia de él, profeta del Altísimo.
Es, pues, razona la propuesta, esta última ideación la que puede llevar a buen
fin el plan original del Imperio: un mártir, que ha conseguido vencer a sus
enemigos no a través del azufre y del fuego destructor, sino de la resurrección
de la carne, la que nos espera a todos después de esta cruel y atormentada vida
en la tierra... si somos pacíficos. Además, le insinuó, no les sería
excesivamente complicado convencer a sus seguidores de que Cristo había
resucitado: después de todo, los apóstoles, sus apóstoles, huyeron como ratas,
dejando solo a quien decían acudir a defender; las mujeres, en el último
momento, fueron apartadas de la cruz por los romanos; muy fácilmente podría
haber sido descendido el cuerpo de Jesús, y comido por los perros, y nadie se
hubiera dado cuenta. Y por eso sin duda a los discípulos, con el estigma de culpabilidad
aún marcado en el alma, les resultaría sencillo creer (tan ansiados estaban de
hacerlo) que su líder no había muerto, que había ido a un lugar mejor, que
incluso -¡hasta tal punto llegamos a creernos las propias mentiras que nos
inventamos!- si había fallecidos, lo había hecho con el objetivo de salvarnos a
nosotros y a nuestra ultraterrena vida. Así pues al oficial, joven aún, y sin
embargo harto de tantas decepciones en la vida, agotado de tantas puñaladas
traperas en el camino del ascenso, tarde, muy tarde ya, deseando llegar a casa
y pagar a una prostituta, tal vez a esa Magdalena, para que le hiciese un
favor, pensó, “¿por qué no?”, y que, con un poco de suerte, tras ejecutar una
acción que revelaba iniciativa, podría ser por sus superiores recompensado. No
estaría mal para terminar el día. Así que, lacónicamente, accedió a las
peticiones del hombre, desenterró en la noche cerrada el cuerpo de Jesús, y lo
sepultaron, sin más adornos, en un hueco que excavaron en la dura y árida
tierra del desierto israelí. Allí ha de seguir, si nadie lo ha encontrado desde
entonces, o si un can no ha hecho presa del botín. Mientras tanto, el oficial
romano no sabía que él, desde su insignificancia absoluta, había tomado la
decisión más trascendente de todos los tiempos, la que haría que el
cristianismo se convirtiera en algo mucho mayor de lo que nadie había imaginado.
Fue él, a pesar de que la idea no fue suya, quien estaba al mando en ese
momento, y quien pudo bien haber rechazado, bien haber olvidado, la propuesta
que aquel hombre le hizo. Pero ese hombre normal, nimio, sin apenas
conocimiento de lo que hacía, más hastiado que otra cosa, fue el que finalmente
dijo sí. Y de ese modo alteró la Historia. Seguramente, muchos otros grandes
acontecimientos se han visto determinados por este tipo de azares, por sujetos
anónimos que, por la suerte del destino, han acumulado un poder que ni siquiera
ellos han soñado. El oficial romano, probablemente, nunca llegó a saber del
todo lo que se fraguó aquella noche: creo que murió en una pelea a raíz de una
partida de dados.
No
obstante, para entender completamente esta historia, hay que remontarse más
atrás. Al momento en que Jesús, traicionado por Judas, abandonado por todos, se
enfrenta a Poncio Pilatos. O incluso un poco más atrás, cuando Poncio va a verle
antes de efectuarse esa farsa de juicio que se relata en los evangelios. En
aquel momento, Jesús, conocidos los cargos, sabedor de su situación, no se deja
intimidar: piensa que si todo el poder que él ha demostrado atesorar en su
oratoria le ha servido para llegar hasta aquí, también habrá de ser bueno para sacarle
de ésta. Piensa que tiene la capacidad de convencer a los romanos de que hay
opciones más útiles que matarle. Y así se lo comunica a Poncio Pilatos: al fin
y al cabo, Jesús es un hombre de masas, un comunicador, que ha conseguido
orientar al pueblo judío –o, al menos, a buena parte de él- hacia una dirección
que le es conveniente a Roma. Por qué no, entonces, incluso después de su
muerte, va a hacer lo mismo, esta vez desde la sombra. O, tal vez, les
cuchicheó, podéis matar a cualquiera, y nadie se dará excesivamente cuenta;
pero si se matáis a mí, perdéis un muy poderoso aliado. Y, a Poncio Pilatos,
que no se lavó las manos, aquel argumento le convenció.
Así
pues, no fue Jesús el que murió en la cruz aquel día. Se dispuso, en cambio,
que él dirigiera los últimos retoques de la ¿comedia?, ¿tragedia? que habían
montado alrededor de la muerte del nazareno. Él sería, por tanto, el que
acompañase a los romanos en la observación del enterramiento del falso Jesús.
Él constituiría, a partir de entonces, el cerebro del asunto.
Todo,
por tanto, constituyó un paripé. El encuentro con Poncio Pilato, la escena de
Barrabás... En realidad, no fue Jesús quien estuvo presente en todos aquellos
acontecimientos, tampoco en la cruz, tampoco en el sepulcro, sino supervisando
hábilmente las operaciones. Al principio los romanos vieron un problema en este
hecho, pues se daban cuenta que entre la multitud que asistía a la crucifixión
había muchos seguidores de Jesús, y pensaban que ellos reconocerían claramente
al impostor. No obstante, fue el propio Jesús quien arguyó que un rostro magullado
por la tortura, bien puede ser indistinguible de otro, más de lejos, tras horas
de suplicio y dolor, y teniendo en cuenta que ambos eran judíos, de tez morena
y barba oscura. Ni siquiera la propia madre de Jesús, que no esperaba sorpresa
alguna con respecto a quién se hallaba inmerso en el suplicio, se plantearía la
duda acerca de si se trataba del auténtico; tal vez se les pasara por la cabeza
la idea, pero la desecharían, le echarían la culpa a la infamia del maltrato
físico, y lo olvidarían en la oscuridad de sus mentes. Mientras tanto, Jesús fue
negociando por lo bajini su nueva ocupación: seguiría predicando, pero esta vez
bajo un semblante distinto, bajo una apariencia que a todos llamara a engaño.
Unos cuantos años bajo el árido sol de Arabia, quizás, o por el mar, y unos
cuantos cambios perpetrados por el sol y el tiempo, tal vez una ligera
modificación del discurso, y no serían capaces de reconocerle ni sus propios
coetáneos. Todo ello teniendo en cuenta que ellos (que no asistieron,
prácticamente ninguno, a su crucifixión) tampoco se esperaban ninguna novedad
sobre quién había muerto aquel viernes de Pascua en el Gólgota. Además, y para
eliminar las sospechas, su nombre no saldría de la nada, sino que sustituiría a
alguien, a algún ser insignificante; un judío devoto el cual, por su oposición
a Jesús, no pudiera nadie relacionarle con este último; tal vez incluso alguien
que blasfemase en su contra. Ese hombre, previamente eliminado del tablero, no
podría argumentar nada para rebatir la supuesta conversión que durante aquel
relato imaginario sufriría, y que le llevaría a engrosar las filas de su
antiguo enemigo. Las conversiones siempre han despertado la pasión del pueblo.
Dan un halo de razón que nada ni nadie es capaz de diluir ni difuminar. El plan
era perfecto. No podía fallar.
Ahora
bien, se requería algo más, un detalle que he obviado y que sin duda os estáis
preguntando. ¿Quién era el hombre?¿Quién, si no el Cristo, fue quien sustituyó
a Jesús en el calvario?¿Quién se prestaría voluntario ante semejante
sufrimiento, sin, por ello, verter una lágrima, denunciarlo todo ante el
Sanedrín y ante la muchedumbre vociferante?¿Quién fue capaz de aceptar tan
tremendo dolor, y se presentó solícito y tácito, como un corderito ante el
altar del sacrificio?
Fue
la persona que Jesús señaló con el dedo: el precio que puso como condición para
firmar el pacto de colaboración con los romanos (como cambiaban, ahora, las
tornas del juego, en estos momentos en los que los romanos se daban cuenta del
tremendo poder que emanaba de sus palabras). El hombre que le había traicionado:
y no hablamos de Judas, ese pobre necio que, discutiendo por el precio de su
pecado con un soldado romano, acabó colgado de lo alto de una higuera, no. Ése
tan sólo era un medio: se trataba de obtener al auténtico impulsor de esta
iniciativa; Jesús pidió la cabeza de José de Arimatea.
Los
romanos se negaron al principio; al fin y al cabo, el de Arimatea era un buen
colaborador, era el primero que había tenido la idea, siempre les había sido
útil, y leal. ¿Por qué iban ahora a prescindir de sus servicios, pudiendo
utilizar a cualquiera? Jesús dijo: o él, o nada. Los romanos llegaron a la
conclusión de que un Jesús trabajando para ellos, fingiendo ser un profeta, y
modificando el nuevo culto según este iba surgiendo, sería más útil que José,
que no parecía tener muy claro adónde se iba a dirigir el movimiento cuando
muriese el de Nazaret, tras haber ejecutado una arriesgada parábola que, como
decimos, los romanos habían llegado a tener que se volviera contra ellos, a
consecuencia de la reacción de la impredecible turba. Así pues, si se trataba
de escoger entre Jesús y José, preferían a Jesús. Y José fue condenado a
muerte.
¿Por
qué calló José? Un hombre rico, con influencias, un perverso maquinador, que
tenía una buena posición, ¿por qué no se rebeló contra aquel destino
aciago?¿Por qué aceptó la inefable muerte en la cruz, la tortura, la más
horrorosa de las muertes? Nadie sabe cómo le obligaron exactamente los romanos,
los cuales temían al principio que pudiera hablar: no obstante, siempre hay métodos
de persuasión. José tenía esposa, hijos, primos, sobrinos, hermanos, alguna
amante. Seguramente los utilizaron de alguna forma en sus delicados diálogos,
que duraron un cierto tiempo. Al final de las charlas, José se entregó como un
frágil animal al sacrificio, y ejerció su papel, con maestría de actor, hasta
el final de la tragedia; tan sólo balbuceó un casi incomprensible “Padre, ¿por
qué me has abandonado?”, que en aquel rigor de tormentos nadie pudo entender
del todo. Incluso fue enterrado –al menos originalmente-, en la tumba que él
mismo había donado para el sacrificio cuando esperaba que fuera para otro
distinto, quedando ante los futuros cristianos como el bienhechor que se apiadó
de su líder cuando no lo hicieron los apóstoles, el hombre que salió de mitad
de ninguna parte, y que según algunos historiadores se lo inventaron los
primeros teólogos para no confesar la verdad de que aquel día, Jesús había
muerto en ausencia de todos, y en verdad lo habían devorado los perros. En
este punto, sin embargo, se equivocaron: y yo había tenido mucho que ver en
el paso final de su muerte.
Pero
no pude evitarlo: no pude, a pesar de todo lo que había hecho, resignarme a ver
partir a José sin intervenir en aquel acto, sin reclamar mi papel en este
suceso. Y, por eso, cuando José, el rostro desfigurado (cosa que no quisieron
narrar los evangelios, en parte porque no convenía, en parte porque muy mal
hubiera sentado en la Historia que un hijo de Dios apareciese ante su pueblo
con la cara rota de tal modo que ni su propia madre podía reconocerle), cuando parecía
a punto de desplomarse en el suelo, yo, disfrazado y oculto bajo una capa de
cosméticos, tras haberle dicho a la masa vecina de gente que yo era Simón, de
Cirene, que volvía de una jornada en el campo, me lancé sobre José, sintiendo
sus dolores como míos, compadeciéndole por la muerte a la que le había
conducido, henchido de remordimientos, recordando que, en su lugar, tendría que
estar yo, y le ayudé a levantar la cruz; a lo que él me susurró:
-Lo
que me han hecho hoy a mí, te lo harán otro día a ti. Perdónale, Señor, porque
no sabe lo que hace.
No
pude olvidar aquellas palabras. Todavía resuenan en mi maltrecha conciencia.
Yo,
mientras tanto, y como digo, comencé a trabajar para los romanos. Cosa que
continuó haciendo ahora.
Ahora,
perdonadme. Lo que José de Arimatea me cuchicheó aquel día, se hará muy pronto
realidad.
No puedo
tardar más. Me espera el cáliz que apartó el Padre una vez, y que ahora vuelve
a ofrecer a mis labios. Me espera Nerón.
Me espera de
nuevo esa cruz. La cruz que dejé colgada, donde yo debí elevarme, hace ya más
de treinta y tres años. Y aún no me ha perdonado la afrenta>>.
*Dicen los eruditos que ésta era
la traducción exacta, en lugar de la errónea “que un camello entre por el ojo de
una aguja”.
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