NO QUISO SALIR
No
quiso salir. Nunca lo hizo.
Por más que
los médicos lo intentaron, fue imposible. Al comprobar que el parto se
retrasaba, decidieron inducirlo artificialmente; pero no hubo manera.
Cuanto más provocaban la contracción del
útero con sus medicamentos, más se resistía el niño; se aferraba, desesperado,
al cordón umbilical, a las paredes de la bolsa amniótica, con todas sus fuerzas.
A punto estuvo de perecer entre estos agarrones, que destruían la placenta y
causaban profusas hemorragias, las cuales fueron lo único que consiguieron
definitivamente hacer desistir a los doctores. Intentaron entonces la cesárea,
pero resultó también un esfuerzo inútil; el niño (o mejor dicho, la niña)
intuyendo quizás la afilada hoja del bisturí al otro lado de la pared uterina,
comenzó a revolverse con todas sus fuerzas. Era algo nunca visto, que dejó
sorprendidos incluso a los más expertos, los cuales declaraban no poder
imaginar que tanta resistencia fuera posible en una criatura que apenas tenía
un desarrollo cerebral definido y a la que, por tanto (creían ellos), le era
imposible entender lo que acontecía a su alrededor. Al final, agotados los
recursos, los médicos tuvieron que abstenerse, eligiendo con ello el menor de
los males posibles, para no infligir un daño aún mayor a la madre y al hijo. El
niño se quedaría allí, hasta que quisiera (no, perdón, en teoría no dependía de
él) provocar el parto, o que se iniciarse él solo, o hasta que muriese, lo que
antes ocurriera. El aborto, por supuesto, y dado lo avanzado de la gestación, y
la mentalidad de la época, era impensable. El feto, por primera vez en muchos
días, comenzó a sentir alivio, y a volver –si alguna vez lo hizo- a dejar de
respirar.
Los
familiares no lo entendieron. El padre no lo entendió. Algún tío (o tío en
potencia) exigió una explicación racional a este hecho acientífico. Los médicos
sólo se encogieron de hombros y se acogieron a la evidencia. No había nada que
hacer.
¿Por
qué decidió no nacer? Todavía es un misterio. Quizás fue un sentimiento de
abandono, tal vez se sintió muy solo conforme las periódicas contracciones del
parto le iban recordando su triste destino, que habría de afrontar en soledad,
atravesar entre empujones ese magma de dolor y huesos y salir a un mundo estremecedoramente
grande y frío; o no, quizás no, tal vez era ese remoloneo que tenemos todos
cuando no queremos salir de la cama y decimos “un minuto más, mami, tan sólo un
minutito más”. Puestos a pensar, bien pudo ser el miedo escénico, el
nerviosismo al preguntarse si lo haría bien, si estaría a la altura, la
vergüenza al verse delante de tantas personas, todas mirándole a él, todas
vestidas, y él ahí, desnudito. Quizás fueran ganas de llamar la atención. O tal
vez…
O
tal vez, conforme fue avanzando por el canal del parto, ella, como quizás todos
los fetos del mundo, tuvo una visión, y contempló el futuro: escudriñó cómo iba
a ser su vida a lo largo de los próximos años. Contempló su propio nacimiento,
que acontecería en tan sólo unos minutos, y también su muerte. Sufrió con
anticipación los malos tratos que le infligiría su padre, y lloró con las
lágrimas que surcaban el rostro de su madre; vislumbró la violación que le
acontecería a los veinte años y sintió mil veces la amargura ante la pasividad
de un testigo que no se atrevió a denunciarlo; contempló su huida de orfanato
en orfanato, y su adicción a las drogas. Y, en medio de este calvario, del
tormento psicológico, cuando ya había alcanzado la vagina, la niña, al
contrario que el resto de sus compañeros llegados a este punto, y que optan
siempre por seguir adelante (¿mentes insuficientemente desarrolladas?,
¿resignación ya aceptada?, ¿miedo a la alternativa?, ¿o, quizás, la ingenuidad
suficiente como para que creer que su destino aún puede ser modificado?), ella
dio marcha atrás. Se defendió, como gato panza arriba, de los empujones del
útero. Decidió permanecer allí, pasara lo que pasase. Hasta que
definitivamente, por fin, hubo conseguido su propósito. Cuando escuchó cómo los
doctores tomaban una decisión definitiva sobre su caso, sus doloridos huesos,
esta vez sí, pudieron por un momento descansar…
No
saldría allí afuera, a ese futuro ingrato y demoledor; no sufriría esos
martirios. Se quedaría allí, con su madre, la que siempre la había alimentado y
protegido, al menos hasta que encontrara una alternativa mejor. Si la hubiera…
El
padre fue uno de los que no lo entendió. Era un hombre brutal; un ser
primitivo, educado en los rigores del campo, en el predominio de los músculos
que hacen arar los campos (cuando todavía no existía ninguna clase de máquina
que pudiera sustituir la labor del hombre) y de los que dependía la cosecha;
músculos que eran generosos para la comunidad pero que, al mismo tiempo,
cubrían de terror a aquellas mujeres a las que atenazaban en aquellas correrías
nocturnas que los aldeanos no pudieron, o no quisieron adivinar, al ser el
preferido del patrón, en sus propias y empresariales palabras, “la mano de obra
más rentable que poseo”. No, no lo entendió, ni lo quiso entender. Su corta
mente no daba para elucubraciones propias de los cuentos de hadas, para niñas
que no salían, para fetos que razonaban. Casi zarandeó a los médicos, que
llegaron a temer por la indemnidad de su columna ante los rudos aspavientos de
las monstruosas manos, y sólo el reconocimiento social que por aquel entonces
mantenía todavía la profesión de la medicina impidió que el labriego se
atreviera a dar un paso más violento. No teniendo a quien descargar la culpa, y
sin otra posible reacción ante su incapacidad de comprender, salió del
hospital, se marchó a su casa, e hizo trabajar a los bueyes hasta que
reventaron.
Su
madre, en cambio, era distinta. Muy distinta. Al escuchar a los médicos
comunicarle -en último lugar, después de haber informado a cada uno de los
miembros del resto de su familia, casi como si no fuera con ella-, que iban a
cesar en la búsqueda del parto, simplemente cerró los ojos, y esbozó una
sonrisa de satisfacción. Solía reaccionar así, sin hablar, ante la mayor parte
de los acontecimientos; precisamente por ello sus padres, sus tíos, sus
hermanas, la consideraron estúpida desde su nacimiento, como si aquella mirada
angelical, y aquella callada manera de hacer las cosas implicaran una tara
mental irreversible que le impidiera asumir ninguna elección sobre nada,
dándole derecho a los demás para tomar decisiones por ella. Nunca le habían consultado
nada (algo que ella nunca había reclamado), ni siquiera su boda, que fue
rápidamente organizada por su hermana mayor -celestina, lianta, amiga de los
chismes y capaz de destruir la reputación de cualquier chica que osara
desafiarla, arrastrando su nombre por el fango a lo largo del pequeño pueblo-
al constatar que el mozo favorito del patrón depositaba sus ojos sobre la
inútil de su hermana, pensando con ello que habían encontrado por fin el único
beneficio que podían sacar a la pelele que les había tocado sufrir en desgracia
a sus padres. Cuando le comunicaron, sin embargo, que iba a ser la esposa de
ese hombre, lejos de las muestras de alegría que su hermana hubiera esperado de
cualquier mujer –pues era bien sabido que aquel varón era el objeto de deseo de
casi todas las concupiscentes muchachas del pueblo-, ella, sin embargo, calló
muda. Bajó los ojos y, sin más que añadir, suspiró. Sus padres la interpelaron
sobre su silencio, preguntaron si tenía algo que añadir al respecto, aunque,
dijera lo que dijese, ella sabía, nada les haría cambiar de opinión; la
decisión estaba tomada, y el interrogarla por su permiso era tan sólo un rigor.
Por eso calló y aceptó, resignada. En un pueblo de bárbaros, paletos,
ignorantes, su destino, y el de todas las mujeres de su época, implicaba
obligatoriamente casarse con alguien; y en aquel pueblo, no iba a encontrar
mucho más. Solamente hizo un despecho: cuando juró ante el cura (el sí quiero
sonó lacónico, apagado, triste, hubo de repetirlo dos o tres veces para que lo
oyeran, no estaba acostumbrada a hablar para que la escuchasen), cruzó
imaginariamente los dedos en su mente; pensaba que así, en parte, conjuraría el
hechizo. Tal vez ahora, pensaba en estos momentos, con esa niña en su vientre,
estamos contemplando los frutos de ese sortilegio.
La
noche de bodas fue normal: tan normal como puede serlo cuando transcurre con
una bestia. Ella sólo pedía que al menos la acariciase una o dos veces; él,
buscaba rememorar sus merodeos nocturnos en mitad del campo. Lo que más le
disgustó al marido, y quizá por ello fue más violento aún, era que ella no
gritara, como las otras, sino que se quedase pulcra y escrupulosamente callada,
dejándose hacer, durante todo ese tiempo. Al poco tiempo, supieron que ella
estaba embarazada. Fueron nueve meses muy largos. El marido no entendía cómo su
mujer no era como el resto de las chicas, las cuales todavía se le acercaban, y
a las que él todavía correspondía (excluimos, por supuesto, las que tuvieron la
desdicha de encontrarse con él de noche, y que no comentaban nunca sus
episodios entre las otras); mujeres que se ambicionaban entre sus fuertes y poderosos
brazos los cuales, al cultivar la tierra, las sostendrían a ellas y a sus
familias, de no ser por la mosquita muerta de su mujer, la cual tan sólo
estorbaba en las fantasías en las que el favorito del patrón vertía sobre los
campos la simiente, y les introducía su hombría entre las piernas. La
comunicación entre los miembros del matrimonio era mínima. Ella realizaba las
labores del hogar mientras él se dedicaba a hacer lo que siempre hacía; dormir,
beber, salir de caza, emborracharse con los amigos… No hizo el mayor esfuerzo
por comprenderla. Tampoco hubiera podido; una vez, incluso, se sintió confuso,
cuando la descubrió leyendo a escondidas.
Para
la madre, al contrario que para el resto del mundo, lo que acababa de acontecer
con su hija no era una desgracia, ni una monstruosidad de la naturaleza como
creían sus padres –los correspondientes abuelos-, ya que esto, “no era lo
natural”. Al fin y al cabo, se decía a sí misma, ¿dónde va a estar una hija
mejor que con su madre? Su madre, que la ha estado cuidado y queriendo durante
todos estos meses, que la ha acariciado a través de la barriguita, que le ha
contado cuentos, que ha comenzado a enseñarle a hablar; que le ha revelado los
secretos de la música a través de un gramófono, y el programa de radio de
clásicos populares.
Y
por eso, sonreía. Sonreía y callaba, como había hecho siempre, cuando otros la
tomaban por lela por alegrarse ante el nacimiento de la primavera o el
crecimiento de una flor, cosas que a ella le parecían las más importantes de la
vida, por muy insignificantes y escasamente prácticas que las consideraran el
resto del mundo. Sonreía, porque sentía que, por primera vez en su vida -tan
controlada desde el inicio por los demás-, alguien, por fin, había tomado una
decisión por sí misma, y no por la influencia de intereses ajenos: por su
propio bien, y por el de las personas a las que amaba. Y ese alguien, ésa
persona que había elegido una opción clara y firme (la cual ella, debido a las
circunstancias de su entorno, nunca hubiera podido tomar), ese alguien, había
sido su hija. Su elección, trascendiendo incluso los límites de lo lógico, de
lo racional, de lo real, les estaba llevando a las dos a un camino distinto al
que todos habían ido construyendo para ellas mismas. Un camino, sin duda este
último, que no podría traerles más que desdichas. Un destino, del que se habían
salvado.
Estaban
juntas en esto. Eran dos, madre e hija, como todas las demás, pero más que
todas las demás. Porque desde antes incluso del nacimiento habían sentido esa
sutil complicidad que caracteriza a las mejores amistades femeninas, y que
lleva una intimidad que nunca podría igualar la relación con ningún hombre. Porque
estaban trabajando en equipo por un mismo objetivo. Porque, cuando una de ellas
cayera, sabría que la otra estaría allí para ayudarle. Porque se apoyaban.
La
madre volvió a su casa. Su familia no le dijo demasiado. No consideraban que
fuera lo suficientemente inteligente para entender lo que estaba pasando, y ni
tan siquiera la intentaron hacer comprender. Ya en el pueblo, los rumores se habían
extendido por todas partes. Se hablaba de maldiciones, de males de ojo, de “Con
esa madre, qué cabía esperar”, de “Yo nunca me olí nada bueno”, comentaba
alguna… Comenzaba a sentirse (lo había sentido siempre, de todas maneras) como
una de esas mujeres de la
Edad Media las cuales, por nimias diferencias que las
separaban del resto de las mortales, son tachadas de demonios o de brujas, y
condenadas a la hoguera un día de éstos, menos tarde o más temprano. Para ella,
ese día había llegado. Y por eso, y sin decirle nada a nadie, comenzó a hacer
las maletas.
Porque
su hija no merecería haber nacido en un sitio así. Porque la vida que le
esperaba, y que ella había intuido desde antes de nacer, no era una que se
mereciera. Porque ninguno de nosotros escogemos, ninguno tenemos la oportunidad
de escoger, si queremos nacer o no, si amamos a esos padres que nos darán la
vida sin consultárnoslo, si deseábamos o no ese defecto que inexorablemente nos
va a hacer infelices. ¿Quién eligió ser judío en la Alemania nazi?¿Quién
tiene el atrevimiento de nacer en África hoy en día? Su hija fue distinta. Su
hija eligió.
No
podemos hacer mucho más. Vivimos rodeados por la imprevisibilidad de un mundo
en constante cambio. Pero, al menos, en un pequeño aspecto, su hija había
podido opinar. Podría nacer cuando quisiera. Y sobre el dónde, ya se encargaría
su madre. Una madre que abandonaba todo lo que había conocido hasta entonces
para buscar, en algún lugar adecuado, un ambiente y una situación en la cual su
hija, por fin, se sintiese a gusto, y pensara que tenía la oportunidad de ser
feliz. Y, para entonces, ya serían amigas. Para entonces, ya le habría enseñado
a hablar, y ya la trataría como a una niña mayor. Desde antes, mucho antes,
serían amigas.
O
tal vez no. O tal vez ni siquiera eso. Tal vez se quedase allí para siempre,
permaneciendo sin más junto a ella. Calentita, en su pequeño saquito de líquido
amniótico. Contenta, escuchando a su madre hablar, durmiendo arrullada por el
sonido de sus nanas, una madre a la que no le importaría el peso de ese
volumen, la incomodidad de los movimientos, ya lo dijo el refrán, sarna con
gusto no pica, cómo se nota, protestará alguna, que el que dijo aquel refrán
nunca tuvo de verdad sarna. Soñando, tal vez, por supuesto, con lo único que
puede soñar un feto, lo único que conoce: tacto, oscuridad, tal vez música. Por
lo menos, allí nadie le hará daño. Quizás allí, probablemente, pudiera ser de
verdad feliz.
La
madre terminó las maletas, y salió de la casa. Veía de lejos una figura humana
en los campos, tal vez fuera su marido, buscando ya el consuelo de alguna otra,
más normalita. Nadie lamentaría mucho su ausencia. Estaba atardeciendo.
Y
sin embargo, pensó contradictoriamente la muchacha, esto es un amanecer...
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