"Amanecer violeta", o "El hombre del violín"
El hombre se hallaba impaciente.
El metro se había retrasado, debido a un parón entre estación y estación, en
mitad de un túnel oscuro, y eso le iba a hacer llegar tarde al trabajo. Hoy precisamente que tenía una importante reunión con los ejecutivos de Japón.
Además, una señora que se estaba comiendo un sándwich en mitad del vagón casi
se lo tira encima; había estado a punto de ponerle perdido el traje. Así que
no era el día en que se encontraba de mejor humor.
Y, para colmo, vio entrar a un
vagabundo al metro. No le gustaban ese tipo de situaciones: le ponían incómodo. No sabía nunca que hacer, si entregar unas monedas o pasar de ellos. En fin, no se sentía
a gusto. Esperaba que, al menos, a éste no le diera por tocar algún
instrumento: el hombre nunca había escuchado peores ruidos que en los vagones
del metro de Madrid, cada vez que iba al trabajo. Casi preferiría pagarles por
que no tocasen más.
Pero aquel día, ocurrió algo
especial. Este vagabundo era jovencito, tenía unos treinta años. Vestía ropas
raídas, y se hallaba algo demacrado. Sin embargo, lo que le llamó la atención a
nuestro protagonista no fue eso, sino lo que portaba bajo su brazo; en efecto,
era un estuche para un instrumento musical, pero no para cualquiera.
Se trataba de un violín.
El ejecutivo reflexionó. ¿En serio? Esto sí
que iba a ser horrible: se dice que hacen falta dos vidas para saber tocarlo. Se necesita dedicación, paciencia, y un aprendizaje desde pequeño, lo
cual requiere, normalmente, una educación propia de las clases más
privilegiadas. Ese chico era un yogurín, y no parecía andar precisamente muy
sobrado de dinero, así que, ¿qué podría hacer con ese violín?
Pero cuando el vagabundo sacó el
instrumento de su estuche, y acarició con delicadeza la madera de la que estaba
constituido, el hombre empezó a dudar… Luego, se colocó el violín en el hombro,
tensó las cuerdas, y empezó.
Y Dios, que si tocaba cojonudamente
bien.
Dominaba cada movimiento, cada
gesto, con la precisión de un ingeniero… Tocaba cada acorde, cada noche, con la
delicadeza de un artista. Era sublime, era genial, era maravilloso… Era
increíble.
Y el hombre se olvidó de su reunión,
y de su traje, y de los ejecutivos japoneses, y de todo lo demás. Y recordó
cómo, desde pequeño, sus padres le habían apuntado a las mejores escuelas de
música, habían contratado a los mejores profesores, hicieron de él un virtuoso,
alguien que sabía apreciar la música, y dominaba un buen conjunto de
instrumentos… Pero, a pesar de todo, nunca pudo con el violín.
Empezó pronto, muy pronto, pero no
hubo manera. Lo intentaron un profesor tras otro, pero él caía derrotado, era incapaz de dar una a derechas. Le dijeron que se requería tiempo, que se
necesitaba al menos un año para saber empezar a tocar algo mínimamente
reconocible, pero es que pasó ese año, dos, tres, cuatro, y seguía sin poder…
Sus padres le dijeron que lo dejara si no le gustaba, pero él insistió, tenía
que hacerlo, no era que no le gustase, era que no lo podía conseguir. Dios, hubiera dado
lo que fuera en este mundo por conseguir tocar ese violín, ese mágico
instrumento, que ahora ese vagabundo convertía en poesía con sus manos.
Mira que lo intentó; veces y veces y veces. En
el colegio, en la universidad, ahora, que seguía trabajando… Y nada… Llevaba
casi cincuenta años intentando tocar el violín, y apenas había conseguido
arrancar unos sonidos que, más que notas musicales, parecían maullidos de gato. Y ese
hombre estaba allí, sin más, como si estuviera tarareando una simple canción,
como si fuera la cosa más fácil del mundo.
El ejecutivo contempló al mendigo: sucio,
delgado, la vestimenta ajada. Él, en cambio, era un hombre de éxito, con una
mujer atractiva, dos hijos estudiosos, un buen puesto en una reconocida
empresa, una fortuna en el banco, un coche de lujo… pero que, ni con todo el
oro del mundo, podía adquirir la capacidad de manejar un instrumento así.
¿Por qué?, se preguntó. ¿Por qué ese
desfase de fortunas? Yo poseo un mundo, y no sé entonar un acorde. Él los
conoce todos, y no tiene nada en la vida. ¿Cómo podía ese hombre estar tocando
en la calle?¿Cómo podía tener tan maravilloso talento en las manos, y que Dios
no le compensase?¡Yo le daría un trabajo, una riqueza, un ministerio!, pensaba
el hombre: se lo merece, y de sobra, por tener el don de tocar ese violín, cuyas notas
están hipnotizando y maravillando a los pasajeros de este tren, cada vez más
entusiasmados. ¿Cómo es posible?, meditó. ¿En qué mundo cabe que ese hombre no
tenga nada más en la vida, aparte que esa maravillosa cualidad de dar vida a
esas cuerdas?
Y lo es, meditó, porque hay una cosa
llamada talento… Algo que no depende de ser rico o pobre, del esfuerzo o del
trabajo, la dedicación o las ganas, sino que, simplemente, sale de dentro. Él
lo posee, y tú no. Tal vez ese pobre mendigo no tenga el poder de rey Midas para hacer
dinero, tal vez no sepa nada más acerca de este mundo, puede que el resto de su
vida sea un fracaso, pero, en ese aspecto, él te vence, y tú no puedes hacer
nada, y no podrás remediarlo… Es con ello con lo que habrás de
conformarte, lo que habrás de vivir cada instante, y con lo que te
encontrarás, como puerta cerrada en las narices, para siempre, cada día, del
resto de tu –carente de sonido- vida.
Y de repente, el ejecutivo comenzó
a sentir (mientras contemplaba al vagabundo, su beatífico rostro mientras
deslizaba sobre el violín las manos) una cruel, insensata, e irracional ira…
Porque el mendigo podía hacer algo que él nunca podría lograr… porque estaba allí, estación tan estación, sin
bajarse del tren, restregándole por las narices su superioridad… Porque no
podía sentir, en esos momentos, más allá del amor y del odio, de la humanidad o
de su propia existencia, nada más que una insana y estremecedora envidia…
Y por eso, fue por lo que avanzó,
entre los pasajeros del metro, en dirección a un hombre que seguía tocando, desconocedor de lo que
le reparaba el destino.
Y por eso fue por lo que, entre los
chillidos de la gente, alzó sus manos y comenzó a ejercer presión alrededor de
la garganta del mendigo… La cara de este último reflejaba horror,
incomprensión, miedo… Los allí presentes contemplaban el espectáculo con pavor…
El hombre siguió apretando hasta que
contempló como en el rostro del mendigo -que no sabía por qué, o por parte de
quién, se dirigía este ataque- se apagaban los colores de la vida…
Algunos dicen que, tras de este hecho, el hombre cogió el violín,
lo dispuso entre sus manos como si se tratara de un hijo, y entonó una obra
maestra, justo antes de que se lo llevara la policía… Alguno cuenta, incluso,
que, al finalizar su número, todo el vagón prorrumpió en aplausos.
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