Cleopatra,
en cuanto se enteró, se incorporó y dio un par de órdenes estrictas y escuetas,
poniendo con ello en marcha una inmensa orquesta humana que, en acompasado
movimiento, se asemejaba a una bestia antediluviana desplazándose sobre su
propio vientre, con cada uno de sus apéndices aireando sábanas, desmontando
muebles, deshaciendo aquel monstruoso campamento el cual la reina africana
había erigido para su estancia sobre una isla del Tíber, aunque más bien
rememoraba una península, prolongación evocadora del país de las pirámides. A
la reina, a la Divina, a la Sin Tacha, a la del Alto y Bajo Egipto Faraona, cuentan
las crónicas de aquel tiempo que se la vio en todo momento pegada a la tierra, vigilando
el cumplimiento de sus mandatos, inspeccionando cualquier detalle, poniendo
tanta escrupulosidad en el doblez de cada capa dorada como lo haría con un
decreto del gobierno, o la alianza con un reino otrora enemigo. Luego, se
colocó delante del espejo y allí, empezó a maquillarse como lo que era, o sea,
como una reina. Con esa dignidad absoluta con la que había conquistado al
César, cuyas manchas de sangre cubrían ahora mismo el suelo de mármol del
Capitolio, como cubrían también de manera metafórica cual mar rojo su cama, un
profuso líquido de brotar continuo no dejaría de fluir jamás. La soberana de
Egipto escruta sobre la pulida superficie el reflejo de Ella, de La Otra, la
imagen provocativa e imponedora que hasta entonces la había mantenido a flote y
que ahora, una vez más, la ha de conseguir salvar. Ese perfil público que desde
el inicio de su vida ha construido con mimo, esa nariz que provoca a su paso
aclamaciones y gritos, esa escotadura del cuello que tantos seres humanos han
rezado por poseer, constituyendo la envidia y el temor de las mujeres, y también
el deseo y el ansia de los hombres, y asimismo excitó la admiración del pueblo
romano, el cual por muy republicano que sea -como todo pueblo-, está deseando
adorar a una reina, mientras suscitaba los comentarios enconados de las
matronas: “No sé quién se cree”, “Pues no es tan guapa”, a lo cual Cleopatra responde
para sus adentros, “ponedme al lado de un hombre y una cama, y a ver qué varón
tiene el valor de no caer rendido a mis pies”. La Mujer, la Sin Par, la Dichosa,
sale en medio del desfile que levanta su tropa, y a pesar del momento de luto,
lo hace con todo el rito, el boato y el bombo que la ocasión lo merece, como
una celebración. Poco le importa la posible recriminación que puedan hacerle de
abandono del obligado papel de viuda de
facto, pues Cleopatra es plenamente consciente –y cuando lo piensa,
tiemblan de pánico sus mismas entrañas- de que sólo desde su reivindicación
radical como reina puede quizás garantizar la seguridad de su hijo Cesarión,
quien desde hace unas horas se ha convertido el mayor candidato al infanticidio
del mundo. Las velas del barco se yerguen como si lo hicieran en el Nilo, mientras
Cleopatra mantiene la misma indiferencia distante a la multitud que ha hecho
que la añoren y hará que los romanos deseen que vuelva, tanto como ahora mismo
anhelan que viviera Él. Y sólo cuando ya se encuentran mecidos por la brisa,
sólo cuando Roma, la ciudad eterna, se ha vuelto un puntito a lo lejos, es
cuando la Grande, la Inmortal, la Diosa, abandona el gesto oficial, cesa de dar
órdenes y, por fin, se deja desplomar sobre un diván. Y sólo entonces permite a
su legendario rostro dejar traslucir una lágrima. Ahora, por fin, puede consentirse
el lujo de malgastar el tiempo en llorarle a él…
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