En la estación de Méndez Álvaro, sentado, esperando a mi novia que vuelve
de viaje en autobús, yo me vuelvo a la señora que tengo al lado, y le digo:
-Sabe, llevo cinco años
sin ver a mi novia. Me dejó plantado en el altar, y desde entonces no hemos
vuelto a vernos. Ella huyó a todas partes, ha estado en desiertos, en glaciares,
en selvas, y durante todo ese tiempo, de lo que tenía miedo era de volver a
casa. Ha pasado por guerras, ha tenido mil amantes, la han tratado mal en
muchos sitios, fue encerrada y torturada por un grupo armado en una guerrilla.
Y ahora, después de todo este tiempo, de tantas cosas en su vida, ha conseguido
una alta posición social, se ha casado con una persona rica y tiene un trabajo
estupendo, pero yo conseguí por fin encontrar su teléfono, y la llamé y le dije
que si quería volver, que yo estaría dispuesto a recibirla con los brazos
abiertos. Ahora, si la veo subir por esa escalera, es que quiere decir que lo
ha abandonado todo por mí, y que a pesar de todo, me quiere...
Y la señora, visiblemente
emocionada, giró la cabeza para contemplar el extremo de esta escalera.
De repente, mi novia
apareció llevada por las escaleras mecánicas. Yo emití una inmensa sonrisa, y
me acerqué hacia ella, nos besamos levemente, y comenzamos a andar en dirección
hacia la salida. “¿Qué tal Zaragoza?”, le pregunté, “Ah, pues nada”, me
respondió, “es extraño, te he echado de menos, pese a que sólo fueran cuatro
días”. Cuando volví la cabeza, la señora de antes estaba llorando. Mi novia,
siguiendo mi mirada, también se fijó y me preguntó extrañada:
-¿Tú sabes qué le pasa?
-No sé, la verdad
–respondí-. Cosas suyas, supongo.
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