lunes, 22 de febrero de 2021

El relato de febrero: "La grabadora"

 La grabadora

El día que me llamaron para comunicarme que mi padre había muerto, un extraño suspiro de alivio se exhaló (como a hurtadillas) de mi garganta. ¿Por qué? No sabría decirlo. La gente hace cosas que no entiende, dice frases de las que se arrepiente en un instante, y se dedica a tener sentimientos que se supone no debería añorar. Así que un suspiro de más o de menos da lo mismo. O, al menos, eso es lo que me empeñaba en transmitirle a mi cerebro, no sea que un día se arrepintiera y pretendiera pasarme factura por este delito oculto.

            Volver de nuevo a casa constituye una extraña mezcla de amargura y de anhelo por fin logrado: contemplar otra vez las paredes blancas y lisas, caminar por los cuartos de baño, hojear mis viejas revistas de ciencia acumuladas en el estante. Fue por ellas por las que me aficioné a lo que luego se convertiría en mi profesión, pero durante todo este tiempo se encontraban vedadas: ahora, sabiendo que nadie me observa, puedo volverlas a abrir. Y aunque persiste la sensación de que estoy cometiendo un pecado, al menos es uno que no será castigado por Dios. Yo sé que en esta casa, ya nadie me lo va a reprochar.

            El día que fui a reunirme con los responsables del colegio, ellos me trataron con toda clase de miramientos y una delicadeza inimaginable, como si temieran que una palabra fuera de tono o una insinuación hecha a destiempo fuera a hacer que me pusiese a llorar.

            -¿No… no quiere saber entonces cómo falleció su pa... su padr...?

            -Mire, mi padre era un histriónico, y lo que más le encantaba en el mundo era llamar la atención. Supongo que su muerte preferida hubiera sido arrojarse desde lo alto del campanario de la capilla mientras todos los niños formaban fila en el patio. Si no consiguió hacer esto, lo siento por él, que lo intente de nuevo la próxima vez.

            Doy vueltas por el dormitorio, y también por la cocina. Abro los cajones e inspecciono la alacena. Desde que mi murió mi madre, mi padre se ha alimentado básicamente de latas. Por eso la nevera se encuentra por completo vacía, de la misma manera en que lo está el dormitorio. No tiene sentido indagar mucho más. Retorno de nuevo al salón.

            Allí me siento sobre el sofá, donde en frente se encuentra solo un -cubierta de polvo la pantalla- inútil televisor, sobre el cual están situados unos cuantos libros. El resto del cuarto es un completo desastre: ropas invadiendo el suelo de acá para allá, como si consistieran en decapitados invasores de otro mundo. Sentarme sobre este sofá me trae recuerdos soterrados: al fin y al cabo, fue sobre este mueble donde perdí mi virginidad a los quince años. Una experiencia precoz para un matrimonio precoz; decía mi esposa (la del sofá) que a mí me gustaba vivir emociones intensamente. Quizás por eso tuviéramos un divorcio tan temprano. A los veintisiete años, he vivido más de lo que muchos pueden sospechar. Pero dejo de recordar viejas batallas. Hoy es la mañana definitiva de mi victoria: el día en que puedo afirmar que he alcanzado una total independencia de la figura fantasmal de mis padres. Puedo contemplarlo todo abstraído, sin ninguna sensación de alerta. Ya no hay nada que me pueda sobresaltar. Y en medio de este impúdico devaneo de ojos, transitando despreocupado de un sitio a otro, he encontrado un objeto, sobre la mesa en la que tengo apoyados los pies, que me ha llamado poderosamente la atención.

            Una grabadora.

            Es curioso, hacía mucho tiempo que no veía un bicho de estos. Los MP3 y otros artilugios similares los están sustituyendo, igual que el CD enterró al viejo y añorado LP. ¿Habrá algún idílico cementerio para este tipo de cacharros? En la época en que los manejaba, era muy arriesgado utilizarlos: en cuanto apretabas al REC, podía suceder cualquier cosa, sobre todo que grabaras encima de un registro anterior. ¿Será ese cementerio imaginario en el que he pensado el lugar donde van a parar las secciones de cinta borradas? Porque si es así, que alguien me lo aclare, yo tengo interés por recuperar algunas. Como aquel trabajo que redacté en el ordenador en primero de bachillerato sobre las carreteras de los romanos; aunque consiguiera rehacerlo después del apagón de luz, el estilo inimitable del original nunca llegué a igualarlo.

            Le doy vueltas a la grabadora, y finalmente, me atrevo a tocar, y me encuentro, ¡oh, voilá!, con una añeja cassette alojada en su interior. Qué milagro, y al mismo tiempo qué tétrico: un pequeño ataúd para voces muertas y enterradas (¿o tal vez sólo la segunda de las dos cosas?). Vamos a ver, creo que recordar que algunas solían tener, en sus caras, cintas adhesivas que explicaban qué es lo que almacenaban, eso si la tira magnética no se ha roto; después de todo, la grabadora parece bastante antigua, y el hecho de que mi padre la tuviera encima de la mesa en los días previos a su muerte tan sólo implica que la pudo reencontrar recientemente en un cajón olvidado. Reflexiono con cierta desgana sobre si merece la pena escucharla: no lo sé, pero al fin y al cabo, medito, ya no puede hacerme daño. Así que con un gesto vago, y sin la más mínima impresión de heroísmo, apretamos, sin pistas acerca de qué nos depara el destino, el botón de PLAY:

            Bueno, señor guardia, ahora que me encuentra usted en esta celda, no sé si cuando escuche mi historia me va a creer, o me va tomar por loca... Todo comenzó por unas zapatillas. Pero no unas zapatillas cualquiera, ¿eh?, unas zapatillas, ¡por seis euros!, ¿se lo imagina?, por seis euros, si yo me las encontraba habitualmente por cien, unas sandalias rojas, maravillosas, tendría que verlas, comodísimas, además muy fresquitas, dejaban pasar el aire por todos lados, y yo iba caminando por la calle, así, tan feliz, con mis zapatillas nuevas, y dando palmas por la acera al recordar lo baratas que me habían salido. Pero de repente, no sé por qué, me empecé a preguntar por qué me habían costado tan poco. Antes de que pudiera evitarlo, la imagen de un niño tailandés cosiendo balones, en lugar de jugarlos, se coló sin quererlo en mi mente. Y entonces, las zapatillas comenzaron a apretarme; al principio no fue nada, tan sólo, una simple molestia en los talones, pero luego el dolor creció hasta hacerse insoportable, las tiras se me clavaban hasta hacerme llagas, la incomodidad se fue haciendo más grande, como si con cada uno de mis pasos las zapatillas se estuvieran volviendo más y más pequeñas. Me estaban apretando, me estaban matando; a cada paso que daba, era como si pisara las agujas que manejaban los niños. Se me iban clavando en el alma, así que no tuve más remedio: me las quité, allí mismo, en mitad de la calle, comencé a caminar descalza, nunca pensé que encontraría agradable andar descalza por una ciudad tan asquerosa como la mía, incluso sentí alivio. Pero luego me di cuenta de que lo que comenzaba a apretarme de verdad eran los vaqueros; se hacían más y más estrechos, me agarrotaban la cintura y me impedían moverme, sobre todo a la altura de la etiqueta, y a pesar del reparo y el pudor, qué vergüenza, delante de todo el mundo, luchando contra la voluntad de los pantalones que no querían desprenderse, me los bajé, y cuando lo hice le eché un ojo a la etiqueta, y me fijé que ponía “Hecho en Bangladesh”. Luego, sentí mucho más prieta la camisa, se cernía en torno a mi cuello como si fuera un ser vivo, tanto que impedía respirar, así que me arranqué los botones, para recuperar el aire, y me la quité de golpe, hecha en Birmania, y luego el sujetador, fabricado en Corea, y el reloj manufacturado en Taiwán, y las pulseras en China, y fue entonces cuando me encontró usted, señor policía, caminando desnuda por la calle, y fue cuando me acusó de escándalo público, cuando hallándome vestida era cuando yo me sentía escandalizada. Aunque claro, eso sí, a ver quién le dice eso a un juez.

Bien, no ha estado mal (me dije a mí mismo), extraño, pero curioso, un testimonio que desde luego llama la atención. Me dedico ahora a inspeccionar la cinta adhesiva con los contenidos, a ver si averiguo de qué demonios va esto. El misterio sigue en el aire: se trata de una lista de unos cinco o seis nombres, en lápiz y medio borrosos, desgastados por el paso del tiempo. El primero, por supuesto, es el una mujer, tal y como indicaba la voz que tan cantarinamente me ha contado su historia. El que viene a continuación, según leo en la cinta, se trata de un hombre. ¿Qué hago, sigo adelante, o arrojo la grabadora hacia un lado? Al principio opto por la segunda opción, pero después recuerdo que no tengo nada que hacer, más que esperar a un entierro que aún tardará bastantes horas en celebrarse. Bien pensado, constatados los pocos cambios que han tenido lugar en mi antiguo hogar desde que me marché, éste será el único objeto que me hable con sinceridad en esta casa. Por eso, y tras temblarme por un instante los dedos, aprieto de nuevo el botón.

            Aquel día el hombre dijo: Estoy harto. Harto de que las salchichas las vendan siempre en packs de siete. ¿Qué pasa, es que alguien que se toma siete salchichas de una sola vez, para almorzar o cenar? No. Las venden en packs de siete, le explica a mi compañera, porque asumen siempre que se las van a comer un par de personas. Tres y media para cada uno, perfecto, y hasta tienen que compartir, qué romántico todo, pero, como siempre, nunca tienen en cuenta a las personas que estamos solas. Para la gente que estamos solas, todo es más difícil, todo es peor. El mundo está hecho para comprarlo en pareja.

       Qué extraño. Pese a constar en la cinta el nombre de un varón, a quien he escuchado hablar es una chica. Curioso misterio éste. El siguiente registro corresponde también a un hombre.

       Ahora ya tengo un poco más de interés por lo que me vayan a contar. Le estoy cogiendo el gustillo a este juego.

       Vamos a ver qué nos dicen.

       Soy un perdedor profesional. Probablemente esta ocupación les suene extraña, pero es la que yo he elegido, o mejor dicho, la que ella eligió para mí. Todo sucedió de una manera muy sencilla, pero muy extraña, como suelen ocurrir las cosas. Andas sentado en una mesa de ruleta, estás ahí jugando, perdiendo, como casi siempre, y de repente hay un tipo que se acerca y me pregunta, “¿Por qué continúa jugando, si no hace más que perder?”. Yo no le contesto. Estoy harto de esos capullos que lo quieren saber todo de todo el mundo, esa pregunta además me la han hecho oír demasiadas veces. Pero el hombre persiste, y me añade a continuación, “Usted sabe que va a ganar. Usted sabe que va a ganar en un momento determinado, y por eso no se marcha y permanece aquí”. Le devolví un gesto de desprecio, Anda, vete a la mierda, gilipollas, pero el tío se queda, y empieza a jugar. Se pasó todo el puto rato que estuvo en la mesa incordiando, susurrándome cosas al oído, martilleándome la cabeza con tonterías, hasta que me levanto para soltarle un grito, Mire, gilipollas, no hay ningún secreto, estoy aquí porque soy adicto al juego, y punto, déjeme en paz, pero antes de que pueda decir nada, el capullo adquiere un grupo de coristas dispuestos a su alrededor, todos con la firme idea de que detrás de esa ruleta está la vida, y que hay que seguir jugando porque, tarde o temprano, el premio –eso es seguro- va a tocar. Y en medio de la partida, dos matones me agarran de los hombros y me llevan ante el jefe del casino, que me dice, Veo que sabe usted atraer jugadores. ¿Le interesaría formar parte del negocio? Desde entonces, me he dedicado a convertirme en perdedor profesional del juego, en todas sus variantes y acepciones, naipes, ruletas y otras competiciones con bolita, e incluso, en el caso de un millonario excéntrico, el parchís. La gente parece sentirse atraída por ese apostador compulsivo que no se separa de la mesa ni aunque le peguen un tiro en los brazos. Y yo, encantado de que me paguen por algo que de común ya hacía gratis, sonrío y asiento encantado. Pero hasta un profesional como yo se cansa a veces de perder…

Y de nuevo hay un hueco, que significa que cambiamos de registro, en este caso no paro la cinta, sigo escuchando. Quiero ver qué es lo que me tienen que contar.

            Y los bollos, qué es lo que ocurre con los bollos, también vienen en un número innombrable, número par por supuesto, fíjate tú por donde, si es que está hecho a propósito, como todo lo demás en esta vida. Los premios de un viaje, por supuesto, siempre son con acompañante; la declaración fiscal, más rentable si estás casado; comprar una casa, lo mismo, hasta para plegar las sábanas necesitas otro, ¿qué quieren, que invite a mi vecino a doblarlas? Estoy harto, señorita, harto y estará usted de acuerdo, harto de un mundo confeccionado para que todo el mundo vaya acompañado: pues si es así, que sorteen las parejas, yo todavía estoy aguardando una para mí.

            Ha vuelto a ser la misma mujer de antes, y al mirar el nombre en la cinta adhesiva, compruebo que hay una X, letra la cual se repite, alternándose con el resto de los nombres (indicando la reanudación del registro) hasta el final. Esto se está poniendo cada vez más y más intrigante. ¿Qué diablos son estos trozos de grabaciones sueltas, como si se trataran -emulando a los CDs-, de pistas que constituyen concretos y diminutos fragmentos de vidas?¿Y por qué tenía esta cinta en su poder mi padre?¿Se trata de un anuncio para que ingrese en una secta, o es que se ha dedicado a hacer encuestas a la gente por allí? No lo sé. Es verdad que mi padre, desde su posición de profesor de colegio, podía acceder a bastante más gente de la que en principio puedo suponer. ¿Pero qué tienen que ver todas estas personas con él?¿Son amigos, familiares que no conocí, un grupo de gente reunida que relata sus experiencias, al estilo de Alcohólicos Anónimos? No puedo dilucidarlo, necesito más respuestas: vuelvo apretar el botón.

            Estoy teniendo una conversación con Google. Es un juego divertido, o al menos eso me han dicho. Se trata de buscar en Google una palabra o una frase, y ver cuál es la primera línea que te aparece en la primera de las entradas que te ofrece. En cierta medida, es como imaginar que se trata de un ser vivo, que es capaz de responderte algo que no sea absolutamente artificial y mecánico. Ésta es la primera vez que hago la prueba. Vamos allá.

            Yo: Estoy triste.

            Google: ¿Está prohibido estar triste?

            Y: Nunca me lo había planteado.

            G: Nunca me había planteado ese nombre.

            Y: ¿Qué nombre?¿Google?

            G: Backrub’ se transforma en ‘Google’ en 1997.

            Y: ¿Y con ello, la primera personalidad murió?¿Eres en realidad un espectro?

           G: como su sombra o el lado oscuro de su personalidad e identificarse únicamente con ello.

            Y: Me estás empezando a dar miedo.

            G: ¿Pero qué me estás contando?

            Y: En ocasiones no sé si lo que me cuentas es cierto.

            G: En ocasiones, lo más terrorífico de la película no está en la pantalla, ...

            Y: No sé si te lo han dicho alguna vez. Te quiero

            G: Has dicho alguna vez eso de…

            Y: Te necesito ahora.

            G: :D y ahora van a compartir ustedes la canción que me fascina!

            Y: Sálvame.

            G: Letras de canciones de RBD. Rebeldes. Sálvame.

            Comienzo a darme cuenta, con un cierto tinte dramático y desasosegado, de que el tono de este último fragmento es sombrío, y al tiempo, que un suave halo de lejanía embarga todas las narraciones, como si los personajes me estuvieran contemplando desde una galaxia distante. No paro de preguntarme qué es lo que me pretenden decir. ¿Esto es algún tipo de teatro experimental, se habría mi padre aficionado a estas cosas?

            Y estoy harto, harto, harto sobre todo, de que todas las historias hablen de dos, de que todas las canciones vayan de amor, estoy harto de escuchar esas monsergas acerca de que es lo más hermoso del mundo, y que lo peor que se puede estar en esta vida es solo. Solo, solo y solo, como algunos estaremos toda la vida, dado que nadie tiene poder, ni siquiera interés por cambiarlo, solo como se encuentran los elefantes cuando les llega la hora de la muerte, tan tristes y acartonados como estos fideos, por cuya bolsa, sin embargo, te hacen una oferta, y por el precio de una te puedes llevar dos…

Estoy hasta los cojones del tipo de la lista de la compra, ¿quiénes son todos estos tipos?¿Por qué se han dejado grabar por mi padre?¿Les perseguía, hasta que finalmente conseguía que le confesaran sus más íntimos anhelos?¿O esta cinta la recibió –y ahora la he heredado yo, literalmente-, de otra persona, por ejemplo, el policía al que parece estar dirigiéndose la pizpireta jovencita la cual, como la bailarina del cuento, no paraba bajo el compás de sus zapatos?¿Son actores pagados para que interpreten un papel; o no tiene nada que ver con esto?

            La niña María esperaba en su cajita

María dormitaba, sonriente, escondida, dentro de su cajita.

La cajita de María era de cartón

Un cartón aséptico y blanco.

No es que sea gran cosa,

pero antes el Ministerio ni siquiera les daba nada.

No lo hacen por caridad;

lo hacen por sanidad.

Se lo obliga la normativa.

La niña María esperaba en su cajita.

Lleva un vestido sucio y andrajoso

Cubierto de mugre, ajado, y repleto de agujeros

Pero ella sabe que debajo de las manchas

está sembrado de colorines.

Es su vestido favorito;

es el único que tiene.

La niña María esperaba en su cajita.

Y a pesar del frío, y la lluvia, sigue esperando a la gente,

porque aunque ha estado viviendo sola, en la calle toda su vida

espera que éste, el día de su entierro,

sí que venga a acompañarle alguien.

La niña María esperaba en su cajita.

            La voz infantil que ha sonado me ha producido un escalofrío. Esto se está poniendo cada vez más y más truculento. Una poesía de una lobreguez semejante no es del estilo de mi padre. Él era caústico, cínico y directo, despreciaba toda clase de espectáculos, estoy ya convencido de que esto no es teatro, se trata de algo real. Lo que no puedo intuir de dónde las ha sacado. Empiezo a indagar, a encarar y a desechar posibilidades. Me pregunto si mi padre era uno de estos hombres terribles que se dedican a cazar mariposas y a coleccionarlas, clavándoles cuando todavía están vivas un aguja en su zona vital. Me planteo si es a esto a lo que me enfrento, a un desfile de pájaros disecados, muchos aún en posición de vuelo. Qué extraño. Yo creía que lo más elaborado que hacía mi padre era beber cerveza: cada vez que me pillaba leyendo algún libro, me decía que dejase de dedicarme a esas mariconadas (muy instructivo, además, viniendo de un profesor de instituto). Y ahora esto. Alguna extraña sospecha me empieza a rondar…

            Estoy sentado encima de un cochecito de juguete, de ésos que se mueven  a cambio de una moneda para que se monten los niños, en el exterior de un supermercado. Y es muy patético, no porque tenga cincuenta y seis años y tantísimos pelos en el bigote, sino sobre todo, porque no consigo hacerlo mover. Los padres con sus hijos pasean por la calle, y los niños me señalan como a un bicho raro. Supongo que me lo merezco. También aquella niña, en mitad de la noche estrellada nos señalaba, mientras le preguntaba a su niñera: “¿Pod-qué-ese-coche-está-puesto-ahí—mad-codocado-y-nos-nos-deja-pasad-camino-a-casa-y-tenemos-que-pasad-pod-la-calzada-pada-que-nos-matemos?”. “Lucía, es una ambulancia”. Y la niña gritaba, dando palmas, “¡Mida, mira, un señod mudiéndose!”, para luego añadir, alborozada, “¡Y mida mida, un niño mudiéndose!”. Lo peor es que el señor sobreviví… sobrevivió. Su hijo en cambio no. Me pidió sólo un segundo. Sólo un segundo de conducción. Nunca he sabido negarle nada. Soy un tipo blando, poca cosa; en el trabajo se aprovechan de mí; me colocan los turnos que nadie quiere, nos casamos cuando mi mujer lo quiso; cómo podía entonces negarle nada a la única persona que amaba en el mundo, y más a esas edades, cuántas cosas se me quedaron a mí en los labios a los catorce años. Sólo un segundo, me suplicó. Sólo un segundo. Sólo un segundo hizo falta. Después fue la hecatombe. La depresión, los psiquiatras, las alucinaciones. Mi mujer me dejó, entre maldición y maldición, arguyendo tres razones: que era un imprudente, que era un gilipollas, y que no quería a mi hijo. Las dos primeras son absolutamente verdad. La tercera no. La tercera, no. Por eso sigo dando vueltas, en este cochecito de juguete. Por eso sigo dando vueltas, pero ya queda poco, y sin que yo haya mediado, va acercándose el final.

     Ay, que me huelo lo peor…

     -Porque esta justicia divina, con rostro y con ademanes humanos, ha venido a buscarme a mí...

     Y de repente lo comienzo a intuir. Lo empiezo a averiguar. Esos “ademanes humanos” de los que habla la cinta sólo pueden pertenecer a la persona que realizó las grabaciones, el individuo que se encontraba cerca de toda esa gente, quizás también el responsable de que alguna historia no terminase excesivamente bien. De hecho, casi todas están hechas en un tono muy melancólico, hasta la pizpireta parece destilar una lóbrega oscuridad desde su interior. Comienzo entonces a plantear lo imposible. Que mi padre, por fin, después de tanto tiempo solo, acabó por volverse loco, y por hacer una tontería que todo el mundo sospechamos que algún día haría. Un profundo escalofrío me está empezando a hacer sudar.       

            El hombre murió en su casa un día cualquiera (eso debe de ser lo peor, cuando falleces de esa manera: que da igual un día que otro), ensangrentado en la bañera. En su nevera encontraron cientos de paquetes de salchichas y fideos, y una mesa perfectamente decorada y preparada con primor, para dos. Un policía corrupto afirmó que era como si estuviera esperando a alguien a quien, de una manera u otra, le había pedido que viniera.

¿Cuándo vas a pedirle salir?, le pregunté a mi compañera justo en el mismo instante de su muerte, aunque yo no sabía que había fallecido.

           Ella -aprovechando que en ese momento nadie pasaba por caja- se estaba limando las uñas

            Esta misma tarde, me respondió.

Cuando venga.

Y en ese momento, temblándome la mano, y entendiéndolo ahora de verdad, descubro una carpeta a tan sólo unos cuantos centímetros de distancia de la grabadora; la cual siempre estuvo allí, pero yo no quise ver.

Y de la carpeta, empiezo a extraer temibles recortes de periódico.

Recortes que nunca debieron ser publicados.

Joven en comisaría, violada por un policía en quien confiaba, se suicida desnuda y llorosa en su celda.

Individuo se mata de un disparo delante de su ordenador.

Hombre soltero se suicida en la bañera. La cajera de un supermercado cercano se tira por la ventana unos pocos días después.

            Varón de mediana edad se arroja de frente hacia una ambulancia.

Descubierto cadáver de lo que se cree un participante de un juego de ruleta rusa (por supuesto –me susurró el humor negro, aunque yo lo acallara escandalizado-, el profesional cumplió con su trabajo hasta el final).

Cadáver de niña vagabunda es enterrado tras haberse sometido a cinco días negándose a comer y a beber.

Dios, me tapo la boca angustiado con la mano, reprimiendo un sollozo.

El suicidio de un niño debería estar prohibido por Sus leyes más básicas.

Me levanto del sofá, y comienzo a dar vueltas, alucinado por la habitación, contemplando las muertes de esos hombres, mujeres, que se encuentran allí postrados, en la agonía, suplicantes y sufrientes ante mí. Así pues, lo que ha acabo de escuchar, efectivamente, es un coro de voces muertas: muertas por el suicidio. Ese pecado infame, antinatural hasta para la religión católica, la cual, con el objetivo de preservar el más pagano sentido de la supervivencia, tuvo que amenazar con el infierno para impedir que alguien se atreviera a llevar aquel abyecto crimen a cabo. Los suicidas, reflexiono mientras me bamboleo con miedo, de un extremo a otro de la habitación, han sido considerados los parias, renegados de la sociedad, aquellos que, por elección propia –o porque les renegamos primero-, eligieron ponerse al margen de la misma, hasta el punto de pretender hacerla desaparecer completamente de su vista. Incluso en los cementerios se les niega la entrada, y se les entierra fuera de los mismos, como si la caída que les causó la muerte se hubiera producido saltando la valla. Un nuevo interrogante le da vueltas ahora a mi cabeza: cómo llega mi padre a obtener las grabaciones de los últimos momentos de todos ellos. Y, de la teoría del asesino psicópata, paso a una quizás mucho más comprensible, pero no por ello menos tétrica. Yo ya a esas alturas ya había oído hablar de la leyenda del asesino de suicidas, del hombre que, entre el más abnegado delito y la más execrable misericordia, se dedica a vagar entre nosotros, caminar como las personas normales, pero en realidad arrastra tras de sí un reguero de crímenes a sus espaldas. Poco importa que en realidad fueran ellos los que le pidieran morir, o que su muerte resultara lo menos dolorosa posible, bien para ellos mismos, o para sus familiares: sigue siendo un asesino, un ejecutor, el verdugo, que no por menos profesional obtiene tormento de su trabajo, y a pesar de todo ello tiene hijos, va al dentista, paga su hipoteca, y –lo intenta cada cierto tiempo-, trata hasta cierto punto de ser feliz. Una nueva versión de mi progenitor recorría de nuevo mis ojos, y yo me sentía en estos momentos estafado, consumido, sobre todo porque yo ya no creía que a estas alturas mi padre (incluso después de muerto) fuera capaz de tomarme el pelo de esta manera. Siempre me lo estuve preguntando: ¿cobraría el asesino de suicidas por su trabajo, o lo haría por puro sentido de la caridad cristiana? Ahora lo sé; tratándose de mi padre, no cabe duda de que el dinero funcionó. Aunque quién sabe: llevo tantas sorpresas últimamente que quizás descubra que, en contra a lo que yo había sospechado, también él podía guardar un pequeño resquicio para la ternura en su corazón, y me imaginaba, con mirada acongojada, su figura desolada delante de aquella pobre chica desnuda, la cual, en su último aliento, y justo después de apagar la cinta, le dedicaba un desamparado y sentido: Gracias. Hasta que de repente vuelvo la vista a la grabadora, inspecciono de nuevo la cinta, y compruebo que la grabación no ha acabado, que aún le queda un pequeño pedazo de tira magnética, y que sobre la cinta adhesiva, escrita en una inconfundible caligrafía, puedo distinguir dos escuetas letras las cuales, para bien o para mal, lo gocen o no los incrédulos, lo quieren decir siempre todo.

Yo.

Me quedo unos pocos segundos detenido. Luego me siento, caigo casi en el sofá, en estado semicatatónico. Tardo un tiempo en reaccionar. Finalmente voy a la cocina, me preparo un whisky y me siento de nuevo, contemplando con respeto un aparato que, a fuerza de escucharlo, se ha convertido en un infierno (lo pienso con ironía: la vez que Adán y Eva se echaron las culpas de lo de la manzana, ¿tendría Dios, como en las películas, una grabadora colgada en un árbol para demostrarles que mentían?). Ya está, ahora viene la disyunción: ¿apretar al botón o no hacerlo? Las decisiones más difíciles son aquellas en las cuales el esfuerzo que tienes que hacer para llegar a una cosa o la otra es mínimo en ambos casos. Cuando me marché de casa, hube de realizar numerosos preparativos, y en cada uno certificaba la firmeza de mi decisión. Aquí no; si me abstengo, siempre podré elegir la otra alternativa durante el resto de mi vida. O tal vez no: tal vez algún acreedor se lleve para siempre la grabadora de mi padre para su propio recuerdo. En cambio, si la aprieto, habré abierto la caja de Pandora, y a partir de ahí, soy consciente, no la puedo volver a cerrar.

Ya está. Lo he decidido. No quiero escuchar los últimos fragmentos de la vida de mi progenitor. Siempre mantuve a propósito un cierto distanciamiento, para que así nada de lo que ocurriera entre estos muros pudiera volver a afectarme. De hecho, y a pesar de haber soñado tantas veces de niño con este momento, apenas puedo pensar en que este desenlace cae por su propio peso, no mucho más. Por otra parte, no sé lo que me espero encontrar. Tal vez eso es lo que me da más miedo. Quizás revele una idea, un hecho (¿cuál sería peor de los dos?) que hubiera preferido no saber, y que estaría mejor guardado en secreto. Puede que confirme lo que siempre he sospechado, que mi padre había matado a mi madre, en cuyo caso no estoy seguro de que quiera estar seguro del todo, de que llegue a desearlo. No lo sé. En todo caso, no quiero apretar. Esto ya ha llegado demasiado lejos. Una vieja cinta de grabadora, un mensaje en una botella que ha flotado hasta desembarcar en mi costa. El viaje ha sido demasiado largo, es aquí donde ha de terminar. Aunque tal vez, reflexiono, no son tanto esos personajes los que han viajado hasta mí; sino yo, paradójicamente, el que me he desplazado varios miles de kilómetros de distancia hasta ellos.

Y de repente, sentado en el sofá, con los rayos anaranjados del atardecer ocupando mi cara, en el salón desordenado, a pocos metros de una cocina comida de hongos, debajo de un dormitorio que está vacío, me lo empiezo a cuestionar todo. Y veo las cosas con mayor claridad.

Porque, ¿qué es un suicida? El suicidio es un acto de absoluta soledad. Si el que anhela perder su vida tuviera alguien al lado, entonces, nunca lo haría, porque ese alguien estaría siempre dispuesto a impedírselo. Incluso en los suicidios acordados -por parejas, o en grupo-, sigue siendo una acción de seres solitarios, puesto que ni siquiera el amparo del otro puede salvarles, de lo cual se deduce que, aún en la mutua compañía, ambos se encuentran perdidos. El suicidio es el acto de un hombre que no encuentra hombro sobre el cual derrumbarse: es la historia de una voz, que nadie ha deseado oír más.

Voces. Voces de personas muertas. El último aliento que no se expresó, o que no debía expresarse. Esta cinta es en sí mismo una contradicción. Si alguien la hubiera escuchado, si hubiera alguien que estuviera dispuesto a comprenderles, entonces ellos, tal vez, se habrían aferrado desesperados con un último clavo a la vida, en busca ilusos de un nombre, de una segunda oportunidad. Pero más allá no había nada. No había hombro ni persona, no había respuesta callada, no había quien les dijera “No lo hagas”, o “Es tu problema”, un último susurro entre lloros. Se superó el punto en que las acciones son juzgables, en que no hay castigo posible, porque la única manera en que pueden castigarte es que te dejen volar. Y luego, ¿qué, que harías por él, meterle en una institución psiquiátrica? Me pregunto cómo llegas a demostrar la locura de un hombre que, por hallarse perfectamente cuerdo, a causa precisamente de ello es por lo que desea no estar. En todo caso, esto no cuadra. Ésta –de golpe lo veo-, no es la acción planificada de un grupo desahuciado de hombres. No es el acto de una comunión organizada de suicidas los cuales no se conocen, y sin embargo, se asocian para emitir, entre todos, y con la colaboración de un ayudante anónimo en forma de apagado profesor de instituto que también se apunta al club, un último mensaje final. De repente me doy cuenta.

     Este mapa en la botella no va dirigido a ninguna parte.

     Y vuelvo a fijarme con más atención en la parte final de la cinta adhesiva. Y entonces me doy cuenta de que la caligrafía, en efecto, me es estremecedoramente familiar. Pero también soy consciente de que, en realidad, ésta no es la letra de mi padre.

     Levanto la vista, sentado en el sofá, las piernas apoyadas encima de la mesa, y encuentro delante, en la parte de arriba del armario, el cajón. Mi padre me prohibió expresamente que lo abriera. Decía que allí había algo peligroso, inquietante, que me podía matar…

     Creo que ha llegado la hora de abrirlo. Por segunda vez.

     Todavía queda un pedazo suficiente de tira magnética. Y que no hay nada grabado encima.

     Ahora me toca a mí.

     La isla de donde proviene este mensaje, no está enclavada en el Paraíso.

     Éste es el mejor momento para apretar al REC.

    Me llamo Adrián García. He matado a mi padre. 


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