Contra el olvido
Abro
los ojos.
Estoy al lado de una mujer.
No puedo reprimirlo: alargo la mano para tocarle el
brazo. No quiero despertarla, pero, por culpa de ese gesto irrefrenable, provoco
que se incorpore al mundo consciente. Ella gira el cuerpo y se desliza -suave
como una nube en el cielo- entre las sábanas para acercarse a mi lado.
-¿Qué pasa? -me pregunta. Aunque a ella le basta con
que esté ahí.
Acumulo tensión en la mandíbula cuando respondo:
-Me tengo que ir -le digo-. Tengo que luchar contra
el olvido.
Un rato más tarde, estoy en marcha. Mi montura me
lleva a través del desierto. Desde lejos vislumbro el único lugar al que debía
desplazarme. Bajo la luz del amanecer, su silueta parece incluso más espléndida
que el día que la di por terminada. Porque esto que veo es mi creación. Desde
lejos, da la impresión de que lo hubieran elaborado otros, cabría decirse que seres
de otro mundo. Pero no, es todo fruto del hombre: es un producto de mí.
Claro que no puedo presumir en solitario de este logro,
medito mientras camino por entre los pasillos que conforman esta estructura
circular y recurrente sobre sí misma; entre otras cosas, porque sería negar la
evidencia. Este conjunto de monumentos de piedra posee la influencia de otros
pueblos, de aquellos que visité durante mis viajes, y de los que tantas cosas
aprendí: asirios, nubios, fenicios, cananeos, babilónicos… Y, conforme lo
recuerdo, no puedo olvidar el nombre del hombre que lo hizo posible, pues me
trasladó consigo en cada uno de sus trayectos: mi faraón.
Admiro su nombre, precisamente, engastado en los
cartuchos que yo mismo hice tallar en las paredes del monumento, para mayor
gloria de los siglos, por toda la eternidad. Ahora, sus sucesores, sus
enemigos, han decidido arrancarlos. Desprenderán y romperán los cartuchos para
que no quede constancia de su nombre. Lo peor, para que éste quede borrado por
toda la eternidad. Han conseguido este propósito de manera parcial con la
destrucción, hace unos cuantos días, de su tumba. Hasta ahora, por su acceso remoto,
no han podido llegar a este otro sitio. Pero no tardarán mucho en hacerlo. Por
eso me he adelantado a los acontecimientos. Incluso aunque cause la
desaparición de aquello que he levantado, que tanto amé y con lo que tanto
tiempo he convivido.
La cuadrilla de obreros que contraté ha llegado a
tiempo. Con extremo cuidado y dedicación, se esfuerzan en ir desmontando las
planchas que elaboré con los distintos bajorrelieves cargados de jeroglíficos.
Lo tienen relativamente fácil porque los diseñé a propósito para que fueran
retirados con sencillez y, si era necesario, hacerlo deprisa. En aquella época,
ya intuía lo que podría ocurrir a la muerte de mi señor, y sabía que, cuando
sus adversarios llegaran aquí, no estarían interesados en llevarse nada, sino únicamente
en derruir y fragmentar. Su intención no es sólo obliterar de la memoria de los
hombres la figura de mi farón sino, también, al eliminar toda constancia
escrita de su nombre, asesinar su alma en el inframundo. Es una venganza que va
más allá de la tumba. Por ello, por doloroso que me resulte, la única manera de
preservar su espíritu será enviar cada una de estas planchas a los rincones más
distantes del imperio, adonde sus voraces depredadores no podrán encontrarlas
jamás. De esa manera, destruyo la obra capital de mi vida, el monumento de mis
desvelos; pero, a cambio, salvo de la oscuridad a mi amigo. Si tuviera que
elegir otras 10.000 veces, 10.000 veces lo haría igual.
Desde una colina cercana, veo partir los camellos en
dirección a los cuatro puntos cardinales. Los miro como el padre que ve marchar
a los hijos: alguien a quien le duele no verles al lado, pero que sabe que la
única manera de que salgan adelante es que vivan su propia vida, aunque sea
lejos del hogar. Que estén a salvo, aunque no sea conmigo.
Lo que ocurra con los restos de mi ya desaparecido
monumento -cuyo armazón desnudo yace a mi lado y será devorado, en poco tiempo,
por las arenas del desierto- y con el nombre de mi amigo, sólo el futuro, que
tantas sorpresas nos depara, lo puede dilucidar.
Las primeras experiencias de I.G. con el fenómeno
que nos ocupa tuvieron lugar a consecuencia de su trabajo como ingeniero de
sistemas en lo que entonces se denominaba la Unión Soviética. Podríamos entrar
en prolijos detalles sobre el tipo de mediciones que efectuaba, pero como él
solía explicar a sus convecinos: “no lo vas a entender igual, y lo importante
es que sepas que intento encontrar una determinada clase de partículas
asociadas a ciertos tipos de energía”. Estuvo trabajando en los alrededores de
la planta de Chernobyl, y también desarrolló proyectos relacionados con el
accidente de Kyshtym. Almacenaba toneladas de gráficos y bases de datos (cuando
operaban con papel; con el empleo de medios digitales, la metáfora que
implicaba peso dejó de ser realista, aunque la cantidad de datos que recopiló fue
todavía más telúrica) con cuantificaciones de todo tipo, a partir de
prospecciones realizadas en diversas clases de lugares. Centrales nucleares
abandonadas, silos, ríos, campos de cultivo, o muestras tomadas en la
atmósfera, como parte del ruido de fondo. La primera vez que captó la señal que
nos ocupa tuvo lugar en las áreas donde realizaron buena parte de sus funciones
los llamados “liquidadores” de Chernobyl. I.G. las atribuyó, lógicamente, a la
radiación. Luego detectó medidas anómalas en los hospitales de las zonas
asociadas pero, aunque estas se encontraban en abierta contradicción con otros
parámetros físicos objeto de estudio, I.G. también consideró que se debían a derivaciones
de los fenómenos radiactivos. Por ello, aunque incapaz de justificarlas,
nuestro ingeniero supuso que habrían de tener un sentido físico que futuras
investigaciones confirmarían.
Sucedieron
desde entonces muchas cosas; se hundió la Unión Soviética; nuestro hombre pasó
a formar parte del funcionariado de la nueva nación, Rusia. La nómina siguió
llegando, aunque ostensiblemente reducida. No obstante, el hombre no cedió a la
tentación en forma de cantos de sirena de la empresa privada. Al fin y al cabo,
le gustaba su trabajo; le entusiasmaba la ciencia que llevaba aparejada
consigo, y creía en lo que hacía. Eso sí, con el desarme armamentístico,
producto del final de la guerra fría, sus misiones se volvieron más variadas, y
mucho más internacionales. Fue precisamente en uno de sus viajes al centro de
África cuando localizó de nuevo esos desconcertantes patrones que había
detectado en su día. Preguntó si en las minas a las que había ido a investigar
se habían localizado trazas de radiactividad. Los responsables locales lo
negaron enfáticamente. Fue entonces cuando se puso a investigar con mayor
ímpetu.
A
lo largo de distintos análisis por el mundo, los resultados fueron coherentes: Nagasaki,
Auschwitz, la oficina S-21, las áreas de recolección del caucho del antiguo
Congo Belga; cárceles, campos de concentración; cementerios, fosas comunes. Y
también hospitales, incineradoras, funerarias. Sitios con un claro denominador
común.
El
día que I.G. se percató del hecho básico, el momento en que captó hasta el
tuétano su significación, tuvo que sentarse, ponerse de fondo música de
Rajmáninov, y pensar. Él nunca había sido un hombre religioso. No creía en
cuestiones sobrenaturales. Él sólo había seguido fielmente, a lo largo de su
vida, el rastro de aquello que fuera capaz de ver, medir o tocar. Pero ahora,
pese a su desconfianza y recelos, desafiando su educación, precisamente porque
le habían enseñado a aceptar lo que la ciencia le susurraba a través de demostraciones
y teorías, no podía soslayar las pruebas físicas. No era capaz de negarse ante
la evidencia. Tenía delante de sí un medio científicamente probado de contactar
con la dimensión donde habitan los muertos. O, al menos, de certificar su
presencia. No sabía cuán lejos podía llegar o a qué consecuencias prácticas iba
a conducir todo aquello. Pero, como ocurre con buena parte de los
descubrimientos científicos, lo primero es reconocer la vía que se abre ante
cada hallazgo. Él había dado el primer paso. Ahora tocaba convencer al resto
del mundo.
Por
supuesto, el inicio fue una mezcla de estupefacción, incredulidad y escepticismo
que rayó en la mofa. Sin embargo, poco a poco, como la nieve que cae
pausadamente y con el tiempo cubre hasta lo alto de campanario más destacado
del pueblo, la avalancha de datos acabó por convencer incluso a los más
recalcitrantes. Sobre todo, cuando se dieron cuenta de la cantidad de opciones
que se les abrían por delante. A partir de entonces, los estudios se volvieron más
concienzudos, sistemáticos. Se amplificó la intensidad de la señal de tal
manera que, lo que antes sólo podía localizarse en lugares donde había
fallecido mucha gente, tuvo la oportunidad de detectarse a nivel individual. De
repente, fue posible descubrir no sólo el escenario de matanzas y de
genocidios, sino también el de fallecimientos de individuos concretos y
aislados. Ni qué decir tiene que aquello supuso una revolución acerca de lo que
podía desentrañarse a nivel forense (la resolución de asesinatos cuyos detalles
eran desconocidos), histórico (el descubrimiento de la tumba de Gengis Khan
tuvo lugar al poco tiempo, merced a esta nueva tecnología), filosófico y de
diversas aplicaciones las cuales, al inicio, no fueron tan siquiera
sospechadas. Baladí es expresar que el mundo entero se transformó.
Para
nuestro hombre no hubo siquiera debate interno sobre si ese conocimiento debía
reservarse exclusivamente para su país, o había de otorgarse al resto del
mundo. Él era un patriota, y permanecería fiel a su tierra. Ahora bien, con lo
que no había contado sería con la deslealtad de una parte de la misma. En
concreto, de una mujer.
Su
esposa sollozó. Se arrodilló, imploró que la perdonara. Se justificó diciendo
que aquello sólo había sido un desliz: una pura pasión carnal impulsada por las
ganas de recuperar la plenitud de sus años más jóvenes. Le suplicó que se
quedara a su lado y que envejecieran juntos. Pero ya era tarde. Él marchó del
país, y se llevó consigo sus descubrimientos, que empezaron a esparcirse por
todas partes.
Una
mujer le había engañado, y aquello tuvo sus consecuencias.
Conoció
a Ludwig von Economo en una reunión conjunta de empresarios, científicos e
integrantes de medios de comunicación para intercambiar ideas de un modo
informal. Lo curioso es que von Economo (joven, apuesto, de perilla afilada,
con una extraña combinación, en su vestimenta, de elegancia y estilo “casual”,
y ni el más mínimo asomo de acento en su inglés; tanto que I.G. dudó sobre si
era oriundo de los Estados Unidos o Gran Bretaña) no le explicó demasiado
acerca de su proyecto. Simplemente le dio su tarjeta y le emplazó a reunirse
con él en la más prestigiosa pinacoteca local. Un lugar anómalo para una
entrevista de trabajo.
-Vaya
allí el sábado a las once. Le va a interesar –guiñó el ojo cómplice.
El primer
fenómeno curioso fue que el museo estaba vacío. Lo habían reservado
exclusivamente para un evento privado donde sólo estaban él, von Economo… y una
muy atractiva mujer que hablaba el idioma de Tolstoi como sólo alguien que ha
crecido con el cuento del soldado, el zarévich y la muerte puede hacerlo. La
joven empezó a explicarle el cuadro –cedido al museo como parte de una
exposición temporal- de Iván el Terrible
y su hijo, desgranándole las motivaciones de Iliá Repin como si ella se
hubiera encontrado a su lado cuando lo pintaba, preparando (mientras aguardaba
la terminación de la obra) el samovar.
-Observen la
mirada angustiada en los ojos del soberano; no sólo acaba de asesinar a su
hijo, influido seguramente por el mercurio que le proporcionaban para tratarle
la sífilis; ha matado al heredero al trono de Rusia. Acababa de quitar la vida
al único que podía salvar su dinastía y, quizás, el futuro en conjunto del
país. <<Qué he hecho>>, se encuentra sin duda preguntándose a sí
mismo. <<Qué he hecho>>.
La
mujer se deslizó –casi cabría más decirse que flotó- entre las distintas obras
de arte en un juego de ballet, como si llevara toda la vida preparando esta
danza. Tchaikovsky, pensó nuestro hombre, habría ideado para ella El lago de los cisnes, y luego la habría
invitado a pasear.
Conforme la
joven seguía desplegando su abanico de erudición y de divinidad secular sobre
la pulida superficie del museo, I.G. sospechó que la estrategia de von Economo
estaba muy bien urdida para tratar de seducirle no sólo en virtud de una
atractiva oferta profesional, sino también de una mujer cuyos encantos e
intereses comunes iban a atraerle como un agujero negro.
Lo
malo de las estrategias obvias y descaradas para obtener nuestra atención es
que, si nos las plantean, es entre otras cosas porque estamos deseando que lo
hagan. Al fin y al cabo, es el caramelo que nos gusta, envuelto en un plástico
de colores que nos entusiasma más aún.
Por
eso, nada más I.G. firmó en el despacho de von Economo su incorporación a la
empresa, con lo cual formalizaba su incorporación al sector privado, no le
resultó extraño que su recién instaurado patrón sonriera mientras, a las
puertas, aguardaba su nueva amiga para escoltarle.
Acompañó
a Irina hasta su hotel. Ella, por lo visto, había viajado desde San Petersburgo
ex profeso para este encuentro, todo
pagado por von Economo, por supuesto. Estaba claro que, para su nuevo
supervisor, el dinero no era un problema.
-Así
pues, ¿no trabajas para él?-preguntó I.G.
-Bueno,
es una manera de decirlo –matizó ella-. Me contrata de vez en cuando. Puedo
decir que soy mi propia jefa, pero también que me proporciona unas cuantas y
bastante jugosas oportunidades. Aunque, si te refieres a la incompatibilidad de
ciertas cuestiones, soy completamente autónoma en materia laboral… sobre todo
ahora que ya has firmado –dijo conforme abría la puerta de su habitación y,
casi sin pretenderlo, como hacía todo, se dejaba caer (y le invitaba a caer)
blandamente sobre la cama.
Así
fue como empezó una de las etapas más fructíferas de su vida, de ésas en las
cuales los intereses profesionales maridan en paralelo con los personales de
una forma tan natural, ideal y eficiente, a todos los niveles, que no nos damos
cuenta de -desde fuera- lo aberrantes que parecen, y todos los problemas
inadvertidos que acarrean, los cuales sólo se manifiestan en el momento en que
se rompe la burbuja, por lo común de la manera más brutal. Pero ese hipotético suceso
aún se hallaba lejos. Y lo cierto es que, en el ínterin, lograron unas cuantas
cosas interesantes. Ya no eran capaces sólo de detectar la presencia de almas
fallecidas, sino que podían ponerse en comunicación con ellas. Era cierto que
de un modo primitivo: no había voces audibles, sino una especie de traducción a
un código que, filtrado por el tamiz de un ordenador, reproducía una serie de
mensajes sin mucha lógica gramatical pero con un sentido evidente. Desde luego,
no era perfecto, pero era bastante mejor que un aullido y un agitar de cadenas,
y, por supuesto, lo más similar que nadie jamás había sostenido, desde los
diálogos con el inframundo en los poemas épicos, a una ultraterrenal
conversación. Al principio I.G. tenía un poco de miedo de que von Economo
mostrara el lado capitalista del asunto y exigiera al gran público precios
inalcanzables a cambio de sus servicios, pero su jefe fue muy astuto y supo ver
desde el principio el filón de una amplia difusión: ofreció tarifas económicas
para que cualquiera pudiera hablar con sus allegados, en un negocio que por
supuesto creció en una curva estratosférica y mareante. Sobre lo que los
familiares muertos tuvieran que decir, los resultados, en honor a la verdad,
fueron bastante dispares. Prácticamente ninguno transmitía verdades divinas
reveladas más allá de la muerte, y muy pocos poseían tesoros ocultos que dejar
en herencia a sus descendientes; las más de las veces, sus preocupaciones eran
más mundanas y se limitaban a saludos muy generales, y a preguntar si todos
estaban bien. Porque, entre otras cosas, esta nueva vía de comunicación les
confirmó cosas que ya suponían acerca del estado de estos dos seres a caballo
entre dos mundos: no se ubicaban en ninguna localización espacial específica
-alternaban su posición entre el lugar donde fallecieron, aquel donde se
hallaba su tumba, y una serie de enclaves significativos para su biografía,
hallándose con cierta probabilidad en varios sitios a la vez, cual una especie
de gato de Schrödinger fenecido del todo-; tenían un conocimiento muy impreciso
de lo que había acontecido en el mundo <<real>> -de alguna forma
había que denominarlo- una vez habían abandonado éste, y tampoco se encontraban
en ninguna clase de nuevo destino, ni parecían albergar misión alguna que
ejecutar por la que, si la cumplieran, quedarían librados de su sino y se
volatilizarían de allá. Simplemente, daban vueltas, merodeaban por los antiguos
lugares que habían recorrido durante su existencia; sobrevivían, nada más. Pero
lo que I.G. y otros investigadores no podían ni imaginar era el consuelo que
siquiera esa pálida presencia otorgaba a sus conocidos y familiares, motivo que
le convencía a I.G. de que su trabajo lo cumplía por algo más que ganar dinero,
y que en realidad esos allegados pagarían muchísimo más por la oportunidad de obtener
lo que llevaban a cabo gracias a su pericia técnica. En ese sentido, I.G. se
sentía útil, se sentía bien. Y, bajo la flexibilidad de su nueva pareja, Irina,
con quien había probado actividades y posturas con las que no había soñado
nunca, se sentía joven otra vez.
Todo
iba bien hasta un día. Una jornada que debía de haber sido buena. Irina le
enseñó un cuadro del periodo romántico, una representación de una escena
histórica. Irina decía que, en su opinión, ese período del arte se encontraba
infravalorado respecto a otros estilos formalmente más atrevidos, aunque
quizás, en su opinión, con menor carga de significado. En concreto, se refería
a una escena de fusilamiento donde la sangre destacaba, brillante y rojiza,
sobre la blancura casi intacta de la nieve.
-Una
cosa es lo que yo admiro por dentro; otra lo que debo decir, de acuerdo a los
cánones artísticos aceptados; y otra lo que les recomiendo a los compradores
porque se va a revalorizar y les va a hacer ganar una pequeña fortuna, que es
lo que pretenden casi todos. Por eso, no resulta fácil decirles que es mejor
que dejen esa basura pretenciosa que están adquiriendo, y que se vayan a
adquirir uno de estos cuadros. Uno de esos pequeñitos y olvidados, por los que
algunas daríamos un brazo o un riñón por colgar en el recibidor de nuestra
casa. Aunque no puedo quejarme -guiño el ojo mientras señalaba la pintura, en
un gesto íntimo y confesional-; éste en concreto lo voy a conseguir.
I.G.
enarcó una ceja al observar el precio.
-¿Y
eso?¿Te lo puedes permitir?
Irina
sonrió con una mezcla de picardía y de falsa culpabilidad.
-Bueno…
Tengo unos ahorrillos.
Pero
estaba hablando con la persona equivocada.
-Eeeeh…
Aquí hay algo que no me cuadra. ¿Te acuerdas de cuando estuviste de viaje, y
tuve que hacerte unas gestiones para pagar a una empresa a la que habías
contratado unos servicios?
Irina
se rio.
-Ja,
ja, sí. Esa maldita memoria fotográfica. Deberías haberte metido a detective en
lugar de a ingeniero. ¿Nunca te lo han dicho?
I.G.
guardó silencio. No era sólo eso. Irina le hablaba muy a menudo del dinero.
Para ella era algo importante. Su familia era de esa vieja aristocracia que
salió atropelladamente de Rusia tras la caída de los zares. Poco acostumbrados
a desenvolverse en ningún oficio, los mayores vegetaron y vivieron de las
rentas, pero sus descendientes se adaptaron rápido al nuevo ecosistema. Aun
así, Irina tenía el problema de que se movía en un mundo de las altas esferas,
y manejaba cifras vertiginosas de dinero, pero ella en sí misma no era rica. A
ello contribuía el hecho de observar con rigor casi religioso los gustos caros
que se le suponía a una mujer que se movía en el ámbito social de los potenciales
compradores. De modo que su empresa unipersonal siempre se movía en un delicado
límite entre los beneficios y la ruina, y muchas veces tenía que aportar fondos
de su propio pecunio para no llegar ahogada a los balances. De ahí que a I.G.
le extrañara que pudiera permitirse aquel pequeño dispendio.
-En
fin, supongo que ya te lo puedo contar. Sobre todo, porque tú también vas a
salir beneficiado. Después de todo, este logro es también obra tuya. Y, cuando
lo anuncien en la junta de accionistas, el dinero no será un problema, para
ninguno de nosotros, nunca más.
Cuando
Irene se lo confesó, I.G. se quedó lívido. Sin apenas dar explicaciones, marchó
y cogió el coche en dirección a la empresa. Allí se encontró, organizando
cuestiones operativas en un pizarra, a von Economo, junto con un pequeño
grupúsculo de ayudantes.
-Ah,
estás aquí -desplegó una amplia jovialidad von Economo-. Dime, ¿querías verme?
Pero
I.G. no le devolvió la sonrisa.
Una
mujer le había traicionado. Y aquello tuvo sus consecuencias.
Dicen
que el período inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial estaba
lleno de espectros. Y era verdad. Los fantasmas de los muertos durante la
contienda vagaban por los campos de Europa, y las familias de éstos se pusieron
en contacto con espiritistas y médiums para contactar con sus fallecidos. Pero
como éstos en realidad eran estafadores sin escrúpulos, o crédulos sin la menor
idea de lo que estaban haciendo, no se consiguió nada. Debió de ser una estampa
muy cómica cuando las almas perdidas (que sí que existían) veían que todos los
esfuerzos desplegados caían en saco roto porque, a pesar de la cantidad de
gente que deseaba hablar con ellos, lo estaban haciendo del modo incorrecto -la
tecnología tardaría años en implementarse,- y por tanto no había manera de obtener
ningún resultado.
Todo
cambió con el nuevo sistema desarrollado por I.G. Sin embargo, lo esencial en
lo que se centraron los analistas de von Economo fue en aquellos primeros datos
que el científico entonces soviético había recolectado. Se dieron cuenta de que
esas iniciales detecciones fueron posibles porque I.G. las había hallado cerca
de sitios donde se había producido un alto número de víctimas. De hecho, fue a
partir de los encargos de la empresa para localizar fosas comunes y crímenes de
guerra cuando se les ocurrió que la inmensa acumulación de energía allí
concentrada podía repercutir en otra clase de cuestiones. Y se pusieron a indagar.
von
Economo se lo explicó. Los muertos eran muertos, y muertos estaban. Su tiempo
había pasado, y su capacidad para transferir impresiones al mundo de los vivos
era limitada, y cumplía su función tras un tiempo. De hecho, muchos no tenían
ni siquiera descendientes con los que comunicarse. En cambio, ellos no
desaparecían; no se disipaban en el aire una vez cumplida su misión pendiente,
como ocurría en las novelas góticas o en las películas. Lo que hacían allí era
perder su tiempo y el de todos, mientras ellos quedaban errando por una
eternidad soporífera y fútil. En cambio, la Tierra que seguía adelante, la de
verdad, adolecía de un grave problema de suministro de combustible, y sólo el
aprovechamiento de esta gran cantidad de energía hasta ahora malgastada podría
suplirla.
El
funcionamiento era simple, desgranó von
Economo: la ventaja era la acumulación de todas esas almas alrededor de unos
cuantos puntos comunes (aquellos que primero estudió I.G.) donde se
concentraban. Incluso el hecho de que oscilaran entre varios lugares a la vez
no impedía que, cuando la tecnología creada por I.G. fuera aplicada según los
nuevos diseños de los ingenieros de von Economo, aquellos sitios especiales
sirvieran como punto de anclaje para acceder a los espectros y absorber todo su
potencial. De esta manera, explicó el jefe de I.G. ante su horripilado
empleado, tendremos así una cantidad impresionante de energía a nuestra
disposición, para el servicio de toda la humanidad.
I.G.
estaba mudo de espanto. Les mataremos, atinó finalmente a decir tras balbucear
un rato la respuesta. Eliminarás la energía residual que queda de esos
individuos, y de esa manera quedarán desaparecidos para siempre. von Economo
sonrió. No se puede asesinar, dijo, a alguien que ya está muerto desde el
principio. No se les puede matar dos veces. Ellos ya tuvieron su paso sobre la
tierra. Ahora necesitamos que les proporcionen un futuro a sus congéneres.
Hemos sobrevivido miles de años sin comunicarnos, ellos errando de manera
inútil por la faz de la tierra, nosotros sin conocer su existencia. Si ahora se
desvanecen del todo (explicó von Economo con esa sonrisa taimada que hasta
ahora sólo era un signo de inteligencia) no les vamos a extrañar.
Al
día siguiente, I.G. se coló sin permiso en las instalaciones de su propia empresa.
Podría haber utilizado su pase personal de seguridad, pero se aseguró de robar,
antes de salir el día anterior, la tarjeta de uno de los guardias. No sabía si
von Economo desconfiaría de él a raíz de las últimas revelaciones pero, en todo
caso, después de lo que iba a hacer aquella noche, seguro que revocaría todas
sus autorizaciones. De hecho, meditó mientras subía a la sala de máquinas, lo más
probable era no sólo que le denunciase, sino que tratara de destruirle y
mandara sicarios para erradicarle de la faz de la Tierra. Era normal. Pero no
por ello recuperaría lo que iba a perder ese día.
I.G.
se alegró de cómo había diseñado aquellos aparatos. Seguramente a causa de los
viejos tiempos en que había trabajado para la Unión Soviética -por aquella obsesión
paranoica de que el Politburó pudiera apropiarse de su labor y utilizarla para
fines bélicos que I.G. ni siquiera había sopesado- era por lo que había
dispuesto aquella tecnología mediante un sistema modular, de tal manera que
fuera posible extraer unas cuantas secciones sin alterar el funcionamiento del
conjunto. Por eso, las alarmas no sonaron, ningún medio de seguridad se activó.
I.G. pudo desarrollar su misión sin interrupciones hasta que, finalmente,
apretó un botón. Casi pudo sentir el sonido de la energía fluyendo, de esas
almas movilizándose, con un suspiro de alivio, ante el gesto que las iba a
salvar de la destrucción. Claro que aquello iba a cambiar por completo la forma
en que interaccionaban con el mundo físico con el que tan recientemente habían
vuelto a sincronizar.
von
Economo lo había dicho. La clave de su pavoroso sistema era la concentración.
En determinados puntos en el espacio, había una densa confluencia de almas de
las que era posible obtener una gran energía. Era como extraer sal a través de
un bloque arrancado de una mina. Pero, ¿qué hacer si toda esa sal se encontraba
disuelta en el mar? Entonces, el coste de purificar ese material -la sal en la
metáfora; en la vida práctica, las almas- se volvía tan prohibitivo que no
merecía la pena. Eso era lo que había hecho I.G.; había disociado a los
espectros de los lugares físicos a los que se encontraban encadenados, de tal
manera que ahora se encontraban “vibrando” (era el término técnico que se le
aplicaba) a lo largo de la completa amplitud del espacio. Un fallecido en las
guerras afganas producía la misma señal en Moscú que en Uganda o Pekín. Una
señal débil, desde luego, insuficiente para ponerse en contacto con ese ente,
pero también imposible de absorber y asimilar. Una vez más, los muertos volvían
a estar solos y, sus descendientes, impedidos para hablarles. Pero al menos,
estaban vivos (de alguna manera). En cierto modo, los había salvado. A costa de
cortar la única conexión que habíamos mantenido con el mundo de los difuntos
pero, desde luego, impidiendo que aquellos millones de fantasmas sufrieran una
muerte definitiva otra vez. No sabía si todos aquellos espectros -con los que
personalmente, en ningún caso, se había comunicado; no creía que a sus padres,
unos racionalistas estrictos, les hiciera gracia el asunto- estarían de acuerdo
con el cambio. Sentía, en todo caso, que era mejor que él hubiera tomado la
decisión en su nombre, antes de que von Economo lo hiciera en base al dinero
que el pingüe negocio le iba a proporcionar. Si tuviera que elegir otras 10.000
veces, 10.000 veces lo haría igual.
Después
de hacer esto, salió del edificio. Fue al aeropuerto. Compró un billete de
avión. En la nave, reflexionaba, con un vaso de vodka en la mano, sobre la
ahora remota posibilidad de que un montón de fantasmas, parientes de alguien,
se hubieran convertido en papilla y ardieran como combustible en el depósito
del avión. También meditó sobre si, allí afuera, habría algún espectro al otro
lado de la ventanilla, observándole, mirando, quizás de alguna manera intuyendo
lo que había ocurrido y dándole las gracias. Ahora nunca lo sabremos, se dijo.
Quizás estos espíritus le daban tanto miedo al mundo (se planteó I.G.) como
nosotros, desde el otro lado, se lo dábamos a ellos.
Descendió
del avión. Tomó un taxi en la ciudad que tanto le sonaba y que, sin embargo,
con el paso de los años, encontró muy cambiada. Como si ahora el espectro fuera
él. Fue a una dirección cuya ubicación concreta nunca había podido olvidar.
Sacó su llave y probó, acertadamente, para ver si funcionaba. Se metió en la
casa y más tarde en la habitación, momento en que, con mucho tiento, se quitó
los zapatos, se metió en la cama y se acomodó junto a una mujer dormida. Ella
se desplazó ligeramente para hacerle hueco, reconociendo sin duda el sonido de
la respiración, la identidad de su calor, y su forma de moverse; en definitiva,
sus costumbres.
-¿Qué
pasa? -como único, comentario, la mujer le preguntó, como si llevara en la cama
toda la vida. Aunque a ella le bastaba
con que estuviera ahí.
Entonces,
I.G. respondió de la única manera en que había sabido transmitir sus
pensamientos para que se perpetuaran a lo largo de los tiempos, para que no se
perdieran en la noche oscura del alma. El único recurso que le quedaba tanto a
él como a los espectros cuya existencia acababa de salvaguardar. Y, en aquel
momento, le apetecía que una persona, en realidad la única que había amado,
fuera receptora de lo que quería legar al mundo:
-He
tenido que venir. Tenía que luchar contra el olvido.
Contra
la espalda de ella, se abrazó. Durante horas permanecieron allí, pegados,
refugiados cada uno en el otro, disfrutando de su mutua compañía, nada más.
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