Debut
De
todas las frases que NO dijo Shakespeare, sin duda la más certera fue: “No hay
nada más estresante que ser director de teatro”. Y me importa un pito el
anacronismo del uso de la palabra estresante, el no-Shakespeare tenía razón.
Llevo veinte años en esta profesión y maldita la gracia que me ha hecho
permanecer en ella. Para muestra, un botón: les voy a poner un ejemplo de algo
que me ocurrió la semana pasada.
Contexto:
una obra clásica, de ésas donde los actores van vestidos con jubones y declaman
las frases en castellano antiguo. Iba a ser la típica representación que
empieza en un teatro de provincias, para que así los actores se vayan
fogueando. El término “teatro de provincias” puede antojárseles clasista o
rastrero, y seguramente tengan razón, pero empleo la expresión porque de esta
manera nos entendemos todos. La cosa es que no esperábamos grandes alardes:
simplemente cumplir con nuestro trabajo e ir puliendo fallos de cara a lances y
plazas más críticas. Pues bien, como nunca pueden ir bien del todo las cosas,
ocurrió la clase de cosa que le quita el sueño a los directores: se nos lesionó
un actor justo un par de días antes del debut. Por más que le pregunté a los
médicos, y por mucho que el actor insistió, no había manera: si no era con
muletas, no podía subirá un escenario. Así pues, había que buscar un sustituto,
y no andábamos sobrados de actores. Entonces, apareció la pesadilla de cualquiera
que se atreva a montar una función sobre las tablas: un ayudante de
escenografía, joven (muy joven), extremadamente apasionado, que se ofreció
entusiasta para reemplazar a nuestro malherido intérprete.
-Pero,
Manolín –le llamaremos “Manolín” para evitar la posibilidad de demandas-… ¿Tú
tienes alguna experiencia en teatro?
-No.
-¿Tienes
alguna experiencia, interpretativa, de cualquier tipo?
-Tampoco.
-¿Ni
siquiera en el colegio?
-Bueno…
Ahora que lo pienso, tenía que hacer de gusano en una obra de la guardería
cuando tenía 5 años.
-¿Y
qué tal te fue?
-El
guion decía que debía darle un beso a María Gusano. Pero a la chica que hacía María
Gusano no le gustó y me arreó un guantazo.
Suspiré.
-Y,
entonces, ¿por qué quieres actuar?
-Es
que… me haría mucha ilusión.
Te
lo decía con esa mirada y ojitos tiernos, como los de un carnero que no sabe
que en tres días le toca un viaje al matadero… En fin, como decimos en el argot
de los intelectuales, “tenía una hostia”…
-Manolín,
el teatro no es lo que te piensas. Se dan muchos casos de miedo escénico. La gente se bloquea cuando se
da cuenta de que en las butacas hay una masa informe de público mirándole. No
está hecho para cualquiera.
-Déjeme,
jefe. Déjeme, que lo haré bien.
Supiré
de nuevo. Esta vez, más hondo. La verdad es que no tenía muchas alternativas.
No había demasiada gente a la que recurrir, y al muchacho no se le podía acusar
de falta de compromiso.
Por
lo menos era un papel fácil.
-Mira,
Manolín, la actuación en realidad es muy corta. Sólo tienes que salir a escena con
el traje que te darán los de vestuario. Eres el mensajero. Tienes que anunciar
la llegada del Príncipe a la corte. Son dos frases nada más. Luego te colocas
en la parte de atrás del decorado, junto al telón. Es una labor sencilla, pero
importante desde el punto de vista narrativo, porque van a pasar por delante un
montón de personajes, los cuales harán referencia al tuyo y te señalarán, para
así utilizar esa acción como sostén metafórico para sus propios discursos. ¿Has
entendido?
-Metafórico.
-No,
quiero decir… das el mensaje, te vas hacia el fondo del escenario, delante de
la cortina, donde lops demás puedan verte, y te quedas quieto. ¿Podrás hacerlo…?
-Claro,
jefe. Seguro –parpadeó repetidas veces el muchacho con la seguridad que, sin
duda, tenían en sí mismos los primeros ingenuos que probaron un paracaídas.
Lo
dejé estar. Hablé pues con el dramaturgo para ver si podíamos modificar la frase
de nuestro recién adquirido intérprete, con el propósito de ponérselo lo más
fácil posible. El escritor farfulló una retahíla incomprensible acerca de “la
potencia diegética del texto”, pero después de un toma y daca bastante
rutinario, acabó diciendo que sí. La frase que el interfecto tendría que
pronunciar, de forma rotunda y sonora, cuando ejerciera de heraldo, sería:
-¡El
Príncipe llegará dentro de dos días!
Parecía
fácil. Y, de hecho, lo era. Al muchacho se le vio entregado durante los pocos
ensayos donde tuvo la oportunidad de probarse. No daba la impresión de
desenvolverse mal. Un poco nervioso, pero bueno, lo habitual para este tipo de
casos. Así que me despreocupé del asunto. Al fin y al cabo, ¿qué es lo peor que
podía pasar? (me dije a mí mismo, incauto). ¿Que tartamudeara un poco su frase?
Siempre tendríamos al apuntador y a los otros actores para echarle una mano, en
el que caso de que vinieran mal dadas.
El
día del estreno, se reunía todo el alto copete de aquel núcleo urbano, tan
pequeño como orgulloso de sí mismo. Como suele decirse, se habían congregado
las fuerzas vivas del lugar: y con eso quiero decir que divisé corbatas,
pamelas, sombreros de ala ancha de obispo, y hasta algún tricornio. El teatro
estaba de bote en bote, y tan sólo había unos cuantos huecos vacíos, destinados
a las familias de los intérpretes, en la primera fila. En esos asientos para
personalidades VIP avisté a una hermosa joven que se encontraba hablando con
nuestro actor debutante, el cual aún no se había vestido y maquillado para su
personaje. Deduje (por la forma en que se hacían arrumacos) que se trataba de
su novia. Creí que esto era un buen auspicio, pues pensé que la presión por
quedar bien delante de tan bella dama le serviría a nuestro particular Laurence
Olivier como acicate para desplegar el mejor de sus talentos. Eso, como digo,
era lo que, por aquel entonces, creía yo.
La
función comenzó. Todo transcurría dentro de los cauces previstos. De reojo,
siempre un paso por delante, atisbé a nuestro bisoño héroe, el cual, enfundado
en su traje de mensajero, daba la pinta exacta de lo que debía aparentar. Le
noté tenso, pero sin salirse de los límites habituales. Por tanto, lo dejé
estar.
Llegó
la hora crucial para el chico. Cuando iba a salir, le di un par de golpecitos
en el hombro y le susurré, como había hecho con tantos actores antes, un
animoso:
-Mucha
mierda.
El
joven salió al escenario. Se plantó en medio de los otros actores, con su capa
al viento (es un decir) y su sombrero rematado con una pluma, acentuando su
elegancia. Sólo tenía que decir una frase. “El Príncipe llegará dentro de dos
días”. Nada más.
Entonces
ocurrió. Juro que, si a mí me lo preguntan, aquello fue completamente
improvisado. Se quedó un segundo mirando a su alrededor, como buscando algo y,
cuando lo encontró, lo agarró con la mano derecha. Resulta que lo que atrapó
fue una espada de atrezzo que llevaba
uno de sus compañeros y que no debía usarse para nada, simplemente como aporte
decorativo al personaje.
A continuación, el
joven mensajero, ahora armado con una espada, la levantó, la alzó hacia el
individuo que tenía enfrente (a la sazón, el protagonista de la obra) y, con
una voz estentórea, que ya quisiera yo para mis mejores diálogos, proclamó:
-¡Me
llamo Íñigo Montoya!¡Tú mataste a mi padre!¡Prepárate a morir!
Dicho
esto, nuestro arrebatado héroe avanzó un paso hacia adelante, ensartó a su
compañero de reparto en el pecho (también es un decir; la espada era de
plástico blandito, y lo más que hizo fue arquearse al contactar con el tórax
del agredido), soltó el arma y, de un salto, se plantó ufano en un asiento
vacío de las primeras filas, justamente al lado de su novia.
El
resto de la producción nos quedamos estupefactos. En ese momento, el
protagonista de la obra, dándose cuenta de que acababa de producirse una
ruptura de la continuidad narrativa, y con unos segundos de desfase –suficiente
para que fuera evidente que aquello no estaba preparado- se llevó las manos al
pecho, exhaló un grito y se desmayó. Es otras palabras, su personaje murió. En
mitad de la obra. Con otros dos actos por delante. Que requerían de su plena
participación, la cual incluía un monólogo.
Mientras
tanto, escuché desde la primera fila (tal silencio había invadido el teatro) al
mensajero reconvertido en asesino proclamarle a su chica, con un deje de felicidad
y vanagloria:
-Siempre
había deseado decir esa frase…
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