Las damas del calor
Fue una estrategia habitual en el frente ruso, al menos mientras duró aquella parte de la guerra. A decir verdad, la idea se le ocurrió al general Prokofiev al apreciar la gélida temperatura de los pies de su mujer bajo las sábanas, una mañana de domingo. Tras proferir de manera automática un grito de espanto (al cual su esposa respondió con una serie de violentas invectivas e imprecaciones), sin embargo, su siempre inventiva mente, concentrada de manera persistente en nuevas estrategias bélicas, redirigió con rapidez el asunto en los pobres soldados que volvían ateridos del fragor del combate o -peor aún- de las largas jornadas de caminata bajo la inclemencia feraz del atroz invierno ruso. Por tanto, al día siguiente, el general dispuso la creación de un cuerpo militar conformado por una brigada de mujeres (todas las cuales empezaron desde el inicio con el título de sargento), quienes serían encargadas de arropar con sus cuerpos a los pobres soldados en estado de semi-congelación para insuflarles de nuevo el calor que les devolviera a la vida. Con el tiempo, aquella solución se demostró más eficaz que los baños calientes, las toneladas de sábanas o las piras de fuego ardiente, además de mucho más estimulante para la moral -y, por supuesto, más barata-. En cuanto a las voluntarias para la operación, no fue difícil localizarlas, pues se les instó como un deber patriótico, y bien se sabe que en aquella época, en esa parte del mundo, no faltaba ni mucho menos espíritu de sacrificio. Al principio, la operación se llevaba a cabo con todos los participantes vestidos, pero más adelante se observó que la maniobra surtía mayor efecto con el contacto de los participantes desnudos, cubiertos sólo por un grueso manto de armiño (el armiño, al menos, era el plan original, aunque luego, debido a las estrecheces de la contienda, se acabó reduciendo a lana o algún tejido más basto). Bajo esta circunstancia, no era raro que los reclutas se enamoraran doblemente de sus salvadoras, no sólo por deberles lo que les quedara de existencia -no mucha, en todo caso, dada la esperanza de vida en el frente- como por la natural atracción experimentada tras el roce de la piel. Pero sus sargentas siempre debían rechazarlos, escudándose en su labor de obediencia a la patria, <<otros soldados me necesitan, ya sabes, spasiba, cariño, con suerte no te volveré a ver>>. Se decía de soldados alemanes (pues, en la confusión de la batalla, a veces era difícil distinguir a los heridos, aparte de la obligada y caballerosa atención a los enemigos tras el combate) que, después de aquel tratamiento, pretendían renunciar a su nacionalidad, a su pasado y a su credo, encomendándose a esas voluptuosas valkirias de idioma impronunciable que los habían rescatado de la muerte; en ocasiones, sus versos de amor era lo último que se escuchaba de ellos antes de que les condujeran a una prisión o frente un pelotón de fusilamiento. También, pese a la reticencia de las autoridades militares en admitirlo, se daban algunos casos de deserción conjunta de las mujeres-manta (como se las denominaba en ocasiones de manera despectiva) junto con los soldados, y con cierta frecuencia se les había detenido mientras escapaban -desnudos aún- bajo un cargamento de mantas en un carruaje de camino a Moscú. Aunque lo más habitual, en realidad, era que se encontraran sus cuerpos todavía abrazados en un páramo aislado de la tundra siberiana, adonde habrían desembocado después de un largo periplo, colmado a partes iguales de de besos y vicisitudes. Luego, cuando cesó la guerra, el comando y toda iniciativa relacionada se detuvieron: aquellas mujeres heroicas regresaron a la guerra civil. Muchas se casaron y se convirtieron en hacendosas mujeres rusas, con sus piaras de niños, sus pilas de quehaceres y de ropas, sus maridos borrachos de gruesos bigotes, y su existencia cotidiana, anodina y formal. Pero, de vez en cuando, levantaban la vista de las trincheras de platos sin fregar, miraban abstraídas y nostálgicas a la ventana, y recordaban aquel período en que ellas fueron comandantes de la vida, salvadores de tropas, vestales y divinidades de unos hombres que, por supuesto, nunca-jamás-nunca, las llegaron en ningún momento a olvidar. Y que respondían con una sonrisa tonta cuando sus mujeres les preguntaban en qué diantres estaban pensando.
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