lunes, 28 de marzo de 2022

La opinión de marzo y abril: Un reloj

 Un reloj

 

De pequeño, mis padres estaban obsesionados con comprarme un reloj. Me regalaron tres o cuatro a lo largo de la vida. Que si debía llevar un reloj. Que si ya era lo suficientemente mayor para llevar un reloj (eso seguramente me lo dijeron un par de veces, con varios años de diferencia). En función de eso probamos varios modelos, los más afortunados de los cuales acabaron olvidados en un cajón (sustituidos por otros que “me resultan más ligeros para la muñeca” o “aguantan el agua, de esa manera no me los quito en la ducha”), aunque alguno acabó con la esfera reventada por culpa del impacto de un balón durante partido de fútbol. Por suerte –y contrastando con otras situaciones similares de mi vida- mis padres se avinieron a que al menos el reloj no fuera de esos que dan miedo sólo tocarlos debido al precio que han costado, ya que supusieron (con muy buen criterio, en mi opinión) que un hijo con tanta tendencia a perder y romper cosas no era el más adecuado para llevar esa clase de alhajas. La mayor parte de los artefactos, en todo caso, acabaron abandonados en el encima una mesita o al lado de donde me desvestía para meterme en la ducha. Debo de llevar casi dos décadas sin ponerme un reloj, porque en su lugar he usado el móvil, el reloj del PC, un temporizador en forma de huevo para las recetas de cocina, cualquiera de los cientos de relojes, carrillones o campanarios (en interiores o en exteriores) que los ayuntamientos o los dueños de las casas nos ponen a mano o, incluso, los “timer” tan conocidos en el mundillo de la investigación. A veces me pregunto por la obsesión de mis padres de que llevara reloj. Me figuro que, en su tiempo, era un instrumento con una utilidad lógica, aunque también me acuerdo de un señor que encontré en Santorini que decía que poseer un reloj, en su trabajo, resultaba imprescindible, ya que era la manera por la que se juzgaba su status y, por tanto, sus cualidades como vendedor. En definitiva, para este hombre constituía uno más de esos símbolos de opulencia tan propios de todas las culturas, los cuales causan tanta ilusión a los antropólogos (quizá porque ponen a los occidentales al mismo nivel que los bosquimanos) y que, la verdad, siempre me han parecido el ejemplo más representativo de la imbecilidad de nuestra especie. Yo me preguntaba qué fracción del sueldo tenía aquel individuo que dilapidar en aquel reloj y otros caprichos semejantes, motivados por la opinión de gente que no le importaba lo más mínimo, y si el dinero y el esfuerzo en obtenerlo se compensaba por el sueldo adicional que ganaba debido a que el resto del mundo era también igual de idiota y superficial. Creo que es ese aspecto concreto (el de la pura apariencia, lo que hoy en día llamamos postureo) el que, para muchas personas, convierte la adquisición de un reloj en una cuestión fundamental. Tengo un amigo que atesora –mejor dicho, acarrea– un reloj de los caros porque en su día se lo compraron sus padres. Tuvo un fallo mecánico hace diez años y, desde entonces, lo guarda en un cajón. Llegó un día en que, por circunstancias del destino, iba a pasar cerca de una tienda donde podían arreglárselo. Casi forzado por las circunstancias, lo sacó de su cómodo destierro. Le cobraban cien euros por reparar aquel reloj el cual, entre otras cosas, había dejado de ponérselo por miedo a estropear algo tan caro. Yo le pregunté si merecía la pena el coste, si no se lo iba a poner, y él me respondió, esperanzado: “Ya me lo pondré, ya”. A veces creo que ese tipo de relojes son la mejor metáfora sobre el legado que recibimos de nuestros padres (incluyendo los retos heredados, como el del cambio climático): algo carísimo, sin utilidad alguna, que nos resulta hasta perjudicial y cuyos problemas inherentes estamos obligados a solventar, entre otras cosas porque somos incapaces de renunciar a la herencia. Tenía razón Cortázar cuando decía que, cuando te regalan un reloj, tú eres el regalado. Sólo que no mencionaba que la maldición venía inscrita con el número de serie.

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