Como sabéis, a veces las musas me realizan regalos, y en este caso llega una oda a un particular ser que, aunque no lo queramos, ocupa un papel en nuestra vida. Espero que la disfrutéis tanto como yo. Un saludo.
Oda a...
Al principio, un lento remolino, muy lento, le dio forma y vida. Nació en la esponjosa oscuridad de un ombligo profundo, suave, con las curvas idóneas para crear, poco a poco, una pelusa. Al alcanzar el tamaño suficiente para ser apreciada a simple vista, salió a la luz, mirando esperanzada alrededor, buscando el contacto visual con un ser humano que le diese el empujón vital, como el toque divino a Adán en las alturas de la Capilla Sixtina. Nuestra pequeña y mullida protagonista tuvo suerte, y voló fuera del nido, recorriendo unos metros por el aire en una suave e ingrávida caída al mundo. Sin embargo, ese mundo no era el cielo algodonoso lleno de pelusillas que esperaba, sino una zona más parecida a la Viena de los años 40, con un espacio franco en el centro, libre de tejidos, y esquinas protegidas lejos del alcance de la escoba, guetos separados y separatistas entre los que debías elegir. Un rulo de pelo cano parecía el guardián de esa zona cero, quizá por la dificultad de ser localizado por el ojo humano, y le explicó, en un tono de aburrimiento burocrático aderezado por la urgencia militar del protagonista de "Un, dos tres", que allí no podía quedarse, y que tenía cuatro minutos para elegir un extremo recóndito del cuarto al que unirse. Sumida en la urgencia y la decepción, oteó a su alrededor. Una gran pelusa redonda bajo el sofá, tres pelusas medianas y alargadas tras la estantería, una guardería de pequeñas pelusas deslavazadas tras la puerta y una par de oscuras peludas pelusas refugiadas entre las barbas de una vieja mopa.
Un minuto había transcurrido, y microscópicas gotas de tejido sin identificar caían como gotas de sudor, entre la frustración, la tensión del cronómetro y la desesperanza. Ella no había deseado su libertad con tantas ganas para acabar acodada en un rincón como un viejo vaquero en la barra de un roñoso bar del medio oeste. Pero tampoco podía rendirse y quedarse ahí plantada, meneándose ligeramente con el vaivén de los pasos hasta que se percatasen de su presencia y la trasladasen a empujones fuera de esa casa. No, señor, la apatía, las bandas o la rendición no estaba en sus hilitos. Se extendió todo lo que daba de sí en varias direcciones hasta encontrar una corriente de aire frío, leve, pero suficiente, que la arrastró en una dirección desconocida, u oeste, que habría dicho el GPS si lo llevase. A pequeños saltitos y planeando, abandonó la estancia de la desesperación, y se halló ante lo que le pareció un enorme erial lleno de esquinas y rincones donde guarecerse e impulsarse en busca de aventuras. Pero no estaba sola. Allá a la izquierda vio a Mancha Indeleble, ser que hasta entonces creía mitológico; a la derecha, junto al marco de la puerta, la tuerca de un pendiente, que le guiñó un orificio; vigilando desde las alturas, un hilo de telaraña abandonado disfrutando de la brisa en sus entretelas. Y se sintió feliz por su valor y su decisión. De ahora en adelante, todo sería una genial aventura repleta de nuevos amigos.
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