Como muchos de vosotros sabéis, muchas de las grandes novelas del siglo XIX no se publicaban directamente en un libro (al menos al principio), sino que iban saliendo con periodicidad semanal -normalmente acompañando a una revista o periódico-, de tal manera que los lectores tenían que leer un capítulo y esperar a la continuación a la siguiente semana. Este tipo de formato, los llamados fascículos, dejó de utilizarse de manera tan profusa conforme los libros se hicieron más baratos, pero hoy en día, con el auge de Internet, que permite mucho esta clase de experimentación, están empezado a florecer de nuevo. Tenía ganas de ensayar esta posibilidad, y he encontrado un texto que puede casar con ella, así que iré publicando aproximadamente un fragmento al mes a lo largo de las siguientes semanas, en la sección que en este blog suele corresponder con "el relato del mes". Ya sabéis la emoción que llevan aparejadas este tipo de narraciones: no conoces la extensión final del texto, y puede que cada entrega sea la última. Espero que ésta, en particular, la disfrutéis. No os comento mucho más de esta novela (en realidad novela corta), porque creo que es mejor que os introduzcáis en la misma como en la piscina, de un chapuzón, sin conocimiento previo. De todas maneras, al final de esta primera entrega os dejo una breve sinopsis, allá donde encontréis el asterisco*, por si queréis echarle un vistazo. Así que, sin más preámbulos, con vosotros, El cajero:
I
Nuestro hombre abre los ojos. Acaba
de sonar el despertador.
Rápido, tienes que ponerte en
marcha.
Hoy es viernes de carnaval.
Comienza
sus rutinas diarias; sigue un escrupuloso orden, como todas las mañanas, pero
esta vez, más agitado, intranquilo. Se levanta, se pone las gafas situadas en
su mesita de noche, va al cuarto de baño, orina, se lava las manos, se lava la
cara, dos, no, tres veces, ni una más y ni una menos, lava las gafas, pone a
hervir el té. Mientras tanto, mete los papeles en el maletín; le saldría más
práctico hacerlo por la noche, pero no se acostumbra, y para él muy difícil
desprenderse de una costumbre; a continuación, prepara el té; pone las tostadas
en la tostadora; le añade la leche al té. Se bebe el té, saca las tostadas, les
unta mantequilla, se las come, se lava los dientes en las ocho direcciones que recomienda
la Asociación Nacional de Dentistas: vertical con el cepillo vertical, vertical
con el cepillo horizontal, lo mismo, pero por el otro lado de los dientes, por
las encías arriba y abajo, por la lengua arriba y abajo, y por supuesto, nunca
en contra de la dirección de los dientes, pues podría dañarse el esmalte. A
continuación, se viste: una camisa a cuadros sobre un pantalón marrón, es lo
que toca en este día de la semana con esta camisa; las otras opciones serían el
pantalón gris y el negro, nunca el azul, pero no puede ponérselos porque están
metidos dentro de la maleta; luego enciende el televisor, estudia el estado del
tráfico, apaga la televisión, ase el maletín para marcharse, pero no lo hace
todavía, casi se le olvidaba, tacha en el calendario la fecha del día anterior,
y entonces, ahora sí, se marcha, en la que va a ser la jornada más importante
de toda su vida.
Lo primero de todo, se dirige al
trabajo. Llega en metro; lo coge a las siete y media, realmente a y treinta y
uno, le ha interrumpido el paso el semáforo que siempre se pone en rojo a
destiempo, “maldita sea”, se dice el hombre, todos los días me ocurre lo mismo.
Sale a la superficie a las ocho menos once; esta vez el metro anduvo más rápido
de lo habitual, a pesar de hallarse más concurrido. Antes de dirigirse hacia la
oficina, en contra de sus obligaciones, aunque de acorde a lo que lleva
haciendo las últimas semanas, se aleja ligeramente de su ruta típica y se dirige
hacia un lado, a una calle anexa. Le echa un ojo, lo ubica con la vista: ahí
está, efectivamente, localizado, perfecto, la visión específica que ha acudido
a buscar… Nosotros no sabemos lo que es; tan sólo acompañamos la mirada con la
que inspecciona la zona. El lugar donde nuestro protagonista parece descansar
la vista se trata de un callejón estrecho aunque bullicioso, que forma parte de
un cruce con una avenida. Delante de nuestro hombre, al otro lado de la calle
grande, se encuentra un cajero automático; a su izquierda, justo enfrente del
cajero, separado por el callejón, un puesto móvil que vende kebabs, casi más un
carrito; un poco más allá, una joyería, y luego, a ambos lados, una nube de edificios.
El hombre no hace nada al respecto; simplemente, le echa una ojeada general a
todo, y a continuación se va. Son las ocho menos nueve minutos; ya tendría que
estar en la oficina, y por culpa de esa descompensación, más tarde o más
temprano, su úlcera se resentirá.
Sube las escaleras; las ocho menos cinco; luego coloca su abrigo
sobre el perchero, la chaqueta encima de la silla, ajusta de nuevo
milimétricamente (como ya lo hizo la noche anterior) el lapicero y la plaquita
donde pone su nombre y que se encuentra encima de la mesa: debe quedar visible
ante el público, para que los clientes sepan quién es (eso es lo que dictaminan
las ordenanzas: otra cosa es que a los clientes les importe lo más mínimo). A
continuación, abre uno de los cajones. Éste se encuentra casi por completo
vacío: recoge lo único que queda en él (una pequeña carpeta azul) y, con cuidado,
procurando que nadie se dé cuenta, abre el maletín, toma la carpeta, y la deja
caer discretamente. Cae así, a pelo, sin más; sólo tiene que soltar los dos
dedos y la carpeta se coloca como por arte de magia entre sus cosas, aunque también
es debido a que ha dejado un hueco preparado para ella: todo se hallaba
previsto de manera minuciosa. Cierra el cajón a toda velocidad: muy bien, nadie
le ha visto, todo sigue tan normal. La mesa parece, por fuera, igual que el
resto de los días, y sólo él conoce el vacío (y el significado del mismo) que
aloja en su interior. Enciende entonces el ordenador, no sin antes apoyar la
mano derecha sobre la CPU; lo hace en todas las ocasiones, no sabe por qué; le
tranquiliza sentir cómo el calor aumenta conforme el aparato se pone en marcha.
Mientras lo enciende, le echa una ojeada al despacho del jefe; este último
sigue allí, hablando por teléfono, discutiendo sobre los pedidos con el de la
distribuidora, entretenido en sus cosas. Eso es, se dice a sí mismo nuestro
hombre: cuanto más rato esté perdiendo el tiempo con otros asuntos, mejor. El
ordenador se enciende: bien, ahora es el momento. El hombre repasa mentalmente
–no tiene más remedio, no puede dejar constancia escrita de nada de lo que haga
ese día–, los cálculos repasados una y otra vez en su casa y en su mente. Ya no
queda nada, tan sólo un paso final, una o dos operaciones matemáticas, y el
plan habrá sido rematado. Se cerciora de que nadie le está mirando e,
inmediatamente después, con sigilo, se prepara para el iniciar la siguiente
fase. Sin embargo, de improviso, el proceso se interrumpe: suena el teléfono.
–¿Sí?
–¡Hola, cariño!¿Cómo estás?¿Has llegado ya al trabajo?
El hombre, visiblemente turbado, se cubre la boca con la mano al
tiempo que conversa por el auricular; no sabe del todo por qué lo hace, pero no
quiere que el resto de la oficina sepa de qué habla por teléfono. Por un
segundo se plantea que quizá sea por un sentimiento de vergüenza. Entre tanto,
mantiene la cabeza gacha, como si así el resto del mundo no le observara; aun
así, atisba de reojo, para averiguar quién está mirando y quién no.
–Cariño, te he dicho ya que no me gusta que me llames al trabajo…
Sí, claro que estoy en la oficina; de no ser así, no te hubiera respondido por
este teléfono.
–¡Lo siento, es que nunca me termino de aprender los números de la
memoria, no sé si el del trabajo es el uno, o es el dos, o en cambio es el…!
–Mira, perdona, no me dejan mucho tiempo, estoy ocupado –mintió
él, organizando a la vez los lápices, ordenándolos de mayor a menor (ocho
lápices en concreto) con el propósito de tranquilizarse–. ¿Querías decirme algo
en particular?
–Bueno… era para ver si te apetecía que merendásemos juntos esta
tarde.
–Eh… en fin, sí, vale… eh… ¿Dónde quieres que quedemos?
–¿Qué te parece en la pastelería que está al lado de mi casa?¿Ese
sitio te gusta?
–De, de… de acuerdo. Entonces, ¿nos vemos allí… no sé, cuándo te
viene bien?
–A las seis –propuso ella.
–Sí, perfecto, nos vemos en la pastelería a las seis.
–¡Maravilloso!
–Estupendo, sí… Adiós.
Y colgó. Tuvo que sacar un pañuelo para enjugarse el sudor de la
frente. Aquella distracción le había desconcertado: ahora tendría que tomar
resuello, y ponerse de nuevo en acción. De repente, justo lo contrario de lo
que esperaba: uno de sus compañeros de oficina, con un grasiento bollo en las
manos, se aproximaba peligrosamente hacia él.
–¿Cómo va, hombre de la semana?¿Qué tal?¿Preparado para el gran
día?
El oficinista (que sólo puede contemplar la mano de su colega, exudando
aceite y grasa, mientras imagina las pegajosas gotas que caen del dulce
extendiéndose, como una mancha de petróleo, sobre la hasta ahora impoluta
superficie de su mesa) apenas puede responder mientras contiene la respiración.
Alza la vista por encima de sus propias gafas para escrutar directamente la
cara de su compañero, con el objetivo de evitar que su mirada se desplace hacia
el fangoso líquido que se yergue amenazante desde aquellas manos, y que le
causa un indecible horror. Rápido, se dice, tengo que alejarlo de aquí.
–Eh, sí, bueno, sí, aunque preparado, preparado, falta algún…
–¿Ya lo tienes todo listo?–pregunta el otro, como si no hubiera
escuchado nada–. ¿Los invitados, la comida?
–Sí, claro, por supuesto, to…
–¡Espero que no seas tacaño con estas cosas!¡Algunos estamos
deseando ponernos las botas…!
Y levanta el bollo para dejar constancia de aquella afirmación. Nuestro
hombre se espanta a cada segundo más, <<quita eso de mi vista, por favor>>,
transmite a través de sus ojos, <<van a necesitarse años para que desaparezca
el olor de mis fosas nasales>>. Poco importa que no piense acudir por la
oficina el lunes o cualquier otro día del resto de su vida, eso le da lo mismo
a efectos de asco y de repugnancia. Rápido, se repite, debes apartar a ese tipo
de tu mesa cuanto antes.
–¡No te preocupes, Alfredo, no te preocupes por eso, en absoluto!–exclama
con una energía poco común en él, levantándose de la silla, y aplicando una palmada
cariñosa al hombre en su brazo (el que no tiene el bollo), de tal manera que
hasta el otro se sorprende–. ¡Te juro que será una comilona para chuparte los
dedos! Y ahora, por favor, te pediría que marchases, hoy querría salir pronto
–y le guiña el ojo, sabiendo que él comprenderá. El otro, efectivamente,
comprende, y con un gesto afectuoso, <<¡Ay, pillín!>>, se aleja
para molestar a otro sitio. Por fin, susurra en su fuero interno nuestro protagonista,
y saca uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis kleenex con el objeto de limpiar la
mesa: lo hace una, otra, y otra vez, restregándose a su vez los dedos si cree
que la grasa ha rozado levemente sus yemas. Luego saca el pequeño limpiamuebles
que guarda siempre el cajón –ése todavía no se lo ha llevado–, y le pasa un
último trapo a la superficie. Evalúa el resultado definitivo y queda satisfecho;
libre ahora de interferencias externas (y tras aplicarse gel hidroalcohólico en
las manos), nuestro individuo se dispone actuar. Coloca de nuevo la pantalla
del ordenador a la altura de sus ojos, y comienza a escribir. Al tiempo que lo
hace, le echa un ojo de vez en cuando al jefe. Éste sigue a lo suyo, peleado
con los pedidos. Más adelante, nuestro particular conspirador dedica un
riguroso escrutinio a los empleados. Tampoco hay novedad en ese aspecto: el
ligón de turno intentándolo infructuosamente con la secretaria de la oficina,
un repartidor con cascos en las orejas que se desplaza entre un puesto y otro dando
el cante, Alfredo terminando de manchar con el bollo las fotocopias… en resumen,
la estampa habitual. Tras unos minutos de análisis más que calculado, nuestro intrépido
administrativo encuentra la circunstancia ideal: no hay nadie mirando, es el
momento… El hombre contempla la pantalla, y eleva solemne el dedo, para a
continuación descenderlo con ímpetu en dirección a una tecla…
Por fin. Ya está.
Seis meses de planificación y esfuerzos han merecido la pena.
Luego desconecta el programa, cierra los archivos, borra toda hipotética
huella que hayan podido dejar sus pasos. Después, realiza una última comprobación
y lo certifica: cada uno de los hilos de la tela de araña que ha montado brilla
radiante, y resiste de modo incólume frente al viento. De no ser porque, para
él, tan sólo es una obligación (y porque no puede decírselo a nadie, si
pretende que no le pillen), incluso se vanagloriaría orgulloso de lo que ha
logrado.
Ahora sólo queda dejar pasar el día hasta la hora del almuerzo.
El tiempo se le hace eterno. Nuestro hombre se siente agobiado, enjaulado
como un león en una habitación, pese a mantener la programación habitual de su
día a día. Porque él sabe que hoy es distinto, y eso le causa mucho estrés. No
está muy acostumbrado a cambiar de patrón; ya se lo dijo el psicólogo, que no
debía obsesionarse demasiado con las pequeñas modificaciones de su vida, aunque
él no le hizo mucho caso: al fin y al cabo, ir al psicólogo no es un acto
rutinario y, a causa de eso, acudir a su consulta no le convenció nada. Sin
embargo, a pesar de sus cuitas, hasta los minutos acaban por volar. En algún
momento entre el primer instante de angustia y el fin del mundo, llega la hora
de comer. En lugar de bajar con su fiambrera con los demás a la cafetería del
trabajo, se despide de la gente y les dice:
–Hoy me salgo a tomar algo fuera, chicos. Es por mi novia.
Los demás sonríen con aprobación. Sin embargo, nuestro hombre ha
sudado a chorros y a mares al decir esto. No se le da especialmente bien contar
mentiras: se pone muy nervioso, tiene siempre la sensación de que le van a
pillar, y por eso, frecuentemente, van y le pillan. Pero esta vez ha colado; la
gente estaba predispuesta a creerlo, así que marcha al exterior, de nuevo a la
calle donde le vimos con anterioridad.
Allí, encuentra inmediatamente lo que busca. Aprieta el botón para
que el semáforo se ponga en verde. Los coches cruzan a toda velocidad por
encima del paso de peatones, como suele ocurrir en las concurridas calles de
las grandes capitales. Mientras espera, el hombre le echa un vistazo a la
joyería en la otra esquina del cruce. Por dentro, se ve al joyero, de pelo
blanco y regordete, la cara roja como un tomate cuando corre, a pasitos cortos,
detrás de uno de sus clientes. De repente, el oficinista escucha un sonido a su
izquierda.
–¿Quiere un kebab?–vuelve a oír el acento turco de siempre, que
reconocería hasta con los ojos cerrados, de haberlo escuchado tantos días. Lo
que ha cambiado es la posición del carrito, el cual, cada hora presente en un
sitio distinto, le ha pillado en esta ocasión por sorpresa. Nuestro hombre, sintiendo
ya la repugnancia desde antes de volverse, contempla cómo el dueño del puesto,
un tipo abiertamente obeso y con camisa verde, mandil oscuro, la tez, el pelo y
la perilla muy morenos, le tiende un pringoso, repleto de salsa blanca (y de
cientos de extraños y exóticos condimentos), muy cargado kebab.
–No, gracias –responde con repelús nuestro oficinista favorito,
que tiene que cerrar los ojos para reprimir un escalofrío. Mientras tanto, al
otro lado de la calle, desde el edificio a la derecha del cajero, un hombre con
gabardina, maletín, y sombrero, de pelo cano y hombros anchos, sale decidido al
exterior. Una mujer de su misma edad, que asemeja ser su esposa, baja en bata y
zapatillas a la acera. La recién aparecida corre unos cuantos metros detrás del
tipo (ambos se encaminan, desde la perspectiva del oficinista, en dirección a
la joyería) y cruza, casi sin mirar, el estrecho callejón, a través de un paso
de cebra sin semáforo; el marido, mientras tanto, termina por hacerle caso a su
esposa, aunque parece mucho más empeñado en evitar el escándalo.
–¿Otra vez a trabajar?¿Otra vez a trabajar?–repite con angustia la
mujer, en un tono de voz nada resignado–. ¡Es carnaval!¿Es que no puedes reservar
ni un poco de tiempo para tu familia?
–Cariño, ya te he dicho que no tengo más remedio…
–¡Sí, sí, eso me dices siempre, y en Navidades, y en vacaciones,
y…!
–¿Seguro que no quiere un kebab?
Nuestro hombre vuelve a girar la cabeza.
–¡Ya le he dicho que no!–insiste encolerizado.
El dueño del restaurante alza los brazos al cielo.
–¡Todos los días lo mismo!¡Llevo dos semanas ofreciéndole mis
deliciosos kebabs, y usted siempre, no, no, no, no!¿Qué pasa?¡Se lo puedo
asegurar, están ricos!¡Son los mejores de la ciudad!
–No me gustan los kebabs –dice el hombre, tratando de huir de tan
incómoda situación.
–¿Cuántos kebabs ha comido?¿Dónde?¿Cuándo los ha probado?
–No me gusta experimentar cosas nuevas –responde el otro de manera
demasiado sincera, quizá porque está apretando insistentemente al botón del semáforo
con el objetivo de escapar.
–¡Pero cómo va a saber si le gustan, si no los ha probado!–separó
mucho entre sí el vendedor estas últimas cinco palabras, dándole así más
énfasis a cada una. Con los sucesivos movimientos de brazo, agitaba todavía más
el kebab, de modo que la salsa comenzaba a pringarle los dedos y la mano.
–¡Le he dicho que no!–casi suplicó el oficinista. Entonces el
semáforo se puso en verde, y pudo cruzar por fin al otro lado de la calle, así
que corrió a toda velocidad hacia allá.
–¡Pues algún día los comerá y, ese día, verá que están riquísimos!–le
gritó el turco, pero nuestro hombre ya no escuchaba; había llegado al otro
lado, hasta el cajero. “Al fin”, suspiró. A veces da la sensación que, cuando
uno anda en pos de un objetivo, todas las circunstancias del universo se
interponen en el camino para dificultárselo, al contrario de lo que dice la
frase de Paulo Coelho, ¿o era de otro? “Da igual”, aparta nuestro individuo ese
fútil pensamiento de su cabeza: se encuentra donde quería, después de todo. Resopla
aliviado delante del cajero. Introduce su tarjeta y el número secreto. Otea furtivamente
a su alrededor, al edificio a la derecha del cajero –si lo estás mirando de
frente–, aquel del que han salido el hombre de la gabardina y la mujer en
zapatillas. Más tarde nos encargaremos de ese edificio (en homenaje a la
silueta de un hombre tirando a obeso que hay dibujada en la puerta, lo denominaremos
“portal de la silueta”); pero, por ahora, no nos vamos a centrar en él. Simplemente
diremos que la ventana a la que mira nuestro hombre –luego veremos por qué le
está prestando atención– se halla cerrada. Sigamos contemplando el entorno:
detrás del hombre en el cajero se localiza el puesto de kebabs, al otro lado de
la calle. En cambio, a la izquierda del individuo, si este girara la cabeza, se
encontraría primero el paso de peatones sin semáforo, luego la joyería y,
después, un segundo portal. Allí, delante de la puerta, un chico joven está
besando a la que parece ser su novia, una muchacha morena con gafas. No es en verdad
muy guapa, pero, eso sí, sonríe mucho. Inmediatamente después del beso y de un
ligero gesto de despedida, ella marcha en dirección al edificio, y es entonces
cuando el hombre joven se encamina hacia la derecha y ejecuta una señal. De
repente, aparece un individuo rechoncho, muy moreno, con pinta de latinoamericano,
tal vez de México. El joven apunta a la entrada del edificio, como
preguntándole si se ha fijado bien: luego señala hacia arriba e indica un piso.
El mexicano asiente, tácito, demostrándole que ha comprendido. Entonces, el
joven abre su cartera, le entrega un fajo de billetes, y el mexicano, muy
sonriente, se despide. Cada cual se marcha por su lado, en direcciones
opuestas. Nuestro hombre, mientras tanto, gira la vista, apartando la atención
de esa escena que ha terminado, y constata que el cajero automático le está
preguntando qué quiere hacer. Comprueba el estado de sus finanzas. Observa su
saldo.
–Ya casi –se dice–. Un poco más…
El individuo extrae una cierta suma de dinero, no mucha, aunque sí
lo suficiente para un par de aplicaciones interesantes. Todavía queda bastante efectivo
en la cuenta, tampoco una cantidad exorbitante –nuestro héroe no es ni mucho
menos millonario–, pero sí en una proporción que podría definirse fácilmente
como “los ahorros de toda una vida”, si les sumamos esas asiduas salidas de
dinero que este individuo ha estado realizando durante las últimas dos semanas,
en horarios variados, aunque sobre todo al inicio del día y a la hora de comer.
El hombre guarda el dinero, y se despide silenciosamente del cajero. Nos veremos
esta noche, se dice. Cuando marcha, procura evitar pasar cerca del puesto de kebabs.
Al desviarse, se cruza con la señora en zapatillas de andar por casa, la cual,
con los brazos en jarras, ahora que ya no está su marido, y mientras contempla
un infinito que no le devuelve la mirada, sigue todavía plantada allá.
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