Continuación de la novela que empezamos en este post y cuya sinopsis podéis leer al final de esta entrada, siguiendo el asterisco*. Que disfrutéis esta entrega.
Después de almorzar en un restaurante cercano –lejos, muy lejos
del carrito de los kebabs–, nuestro protagonista retorna a la oficina. Allí,
tiene que prepararse para poner en marcha el plan que lleva pergeñando durante
tanto tiempo. No obstante, el modo de hacerlo es vital: si la fastidia ahora,
nada de lo que ha preparado en las semanas previas habrá servido en absoluto.
Por eso, tiene que andar con mucho tiento, poner los cinco sentidos y, sobre
todo, salirse de los parámetros habituales. Algo que le provoca sudores fríos
con sólo pensarlo.
Pero no puede detenerse en menudencias como su propio equilibrio
interior. Lo primero de todo es levantarse. Acercarse hasta la mesa de uno de
los encargados de contabilidad. No estamos hablando de un pez gordo, nada de
eso: un empleado normalillo, imberbe, un mindundi de los que se tienen que
pelear con la secretaria (que aún no se ha aprendido ni su nombre) porque no le
han pasado de modo correcto la nómina. Llegar hasta la mesa, apoyar un brazo
sobre ella y preguntar:
–Oye, perdona, ¿podrías pasarme los balances del último mes del
área de seguros? Es que lo necesito para hacer la estadística anual.
No es mentira. Realmente los necesita.
–Sí, cómo no –contesta el hombre–. En media hora o cosa así te los
envío.
–De acuerdo –sonríe nuestro individuo. Y se da la vuelta de nuevo
hacia su asiento, no sin reprimir una leve expresión de satisfacción. “Allá va”,
se dice a sí mismo. Da igual que a partir de ahora él no tenga nada que ver con
esto ni colabore con los movimientos que se van a producir después: el
oficinista ha accionado el resorte, como el que tira primero una ficha de
dominó, y desde entonces el resto, cual autómatas, provocará la caída de todas
las demás. A partir de este momento, tan sólo se trata de contemplar cómo la
bola de nieve echa a rodar.
Y empieza. Desde su posición, en frente de la del tipo de
contabilidad, nuestro hombre puede ver al jovencito, de pelo rubio y mirada
tranquila, comenzar a mostrar un rictus de consternación conforme coteja los
datos en la pantalla con los documentos que tiene impresos sobre la mesa. Algo
le extraña. Se incorpora. “En marcha”, susurra casi en voz alta nuestro hombre.
La bola coge impulso. El empleado se dirige hacia el jefe de contabilidad.
Ambos mantienen un tenso diálogo mientras revisan los datos y
vuelven de manera repetida al ordenador, rascándose la cabeza. Nuestro hombre
no sabe leer los labios, pero conoce la conversación: la ha repasado en su
mente una y mil veces, <<no puede ser>>, <<seguro que es un
error>>, <<esto hay que hablarlo con el jefe de ventas>>, <<sí,
esto hay que hablarlo con el jefe de ventas>>.
Allí se encaminan los dos, hacia el jefe de ventas. Le explican,
le cuentan: el jefe de contabilidad lleva la voz cantante; el empleado matiza
los detalles concretos de cómo encontró el fallo, y qué medidas tomó a
continuación. Pasan cinco minutos, y se mueven los tres, como un grupo de
patitos, hacia el despacho del director. Otra pieza caída, reitera una de las
metáforas mentales nuestro hombre. Todo está saliendo según el plan.
Lo siguiente que ocurre es que la terna de individuos penetra en
el despacho: el directivo se encuentra hablando por teléfono, alza la mano
pidiéndoles un minuto; termina la conferencia, cuelga, pregunta qué pasa, y
entonces le explican la situación. Primero el jefe de ventas, al rato le
interrumpe el de contabilidad, más adelante el empleado… El director engasta en
su rostro expresión de perplejidad primero, y más tarde cara de angustia. Él
también se inclina sobre el ordenador: en definitiva, algo pasa, y ante esta
circunstancia, sólo pueden recurrir a…
–Perdone, ¿podría venir un momento, por favor?
Nuestro empleado modélico asiente obediente. Se levanta, caminando
con un inocente fichero bajo el brazo. Llega hasta la oficina del director: <<¿para
qué me requieren?>>, pregunta, y entonces le explican. El hombre exhibe
una mueca de asombro, quizá algo sobreactuada, como si no supiera nada del
asunto, <<qué raro>>, manifiesta, <<eso no debería ser así>>.
Se sienta delante del ordenador del jefe ―por supuesto, antes ha perdido
permiso—. Le dejan hacer; es ahora quien tiene el control, aunque se trate del
subordinado. Nuestro hombre revisa a lo largo de las cuentas y los balances y
finalmente declara, sólo a uno de los presentes:
–Señor, me gustaría, si es posible, hablar con usted en privado.
El director despliega un leve ademán, que indica que los encargados
de contabilidad y el jefe de ventas deben marcharse. A buen entendedor pocas
palabras bastan, y los tres se levantan, no sin antes devolver una respetuosa
reverencia al director, a la cual éste no responde. Nuestro hombre se levanta,
y mira de modo muy firme a su superior:
–Me temo, señor, que esto ha sido obra de un hacker.
–¿Un… un hacker, dice?–repite el director, con un amago de
incredulidad–. ¿Está usted seguro?
–Eso me temo, señor.
–¿Pero,
por qué?¿Quién querría hacernos esto?
–Quién sabe. Puede haberlo llevado a cabo bajo la órdenes de una
empresa rival, o por iniciativa propia. Creo, señor, que lo más probable, en
este caso, es que se trate de esta última opción.
–¿Y para qué quiere un hacker meterse en nuestro sistema de
transferencias bancarias?¿Qué pretende, apropiarse del dinero?¿Ha sido alguien
desde dentro de la empresa?
–Lo veo poco factible, señor. Quiero decir, por lo que puedo ver
aquí, echándole un vistazo a las cuentas, realmente no se ha llegado a sustraer
efectivo de nuestros fondos. Simplemente se ha trasladado, de manera aleatoria,
azarosa y, sobre todo, caótica de cara a los sistemas de registro y cálculo. Ha
habido transferencias que deberían haberse dirigido a la sede central en
Ginebra, y han ido a parar aquí, o en cambio traspasos que tendrían que haber
hecho el camino inverso, y han terminado en Ginebra… Francamente, señor, si
hubiera sido un miembro de la empresa, creo que habría tratado de sacar
beneficio de un robo. Sin embargo, al no hacerlo, deduzco que probablemente ha
sido un adolescente que ha querido divertirse a nuestra costa, y desmontar
nuestro sistema informático.
–¿Entonces, los fondos no han desaparecido?¿Podemos estar
tranquilos?
–Yo no diría tanto, señor. Primero, porque no estamos en
condiciones de asegurar que el presunto hacker no se ha llevado una pequeña
cantidad de dinero, la cual no seamos capaces de detectar en este somero
análisis que estamos haciendo; y segundo, porque, independientemente de que no
haya sido así, nuestros balances anuales se han convertido ahora mismo en un
desastre. Unas cuentas así no pueden presentarse, no tienen orden ni sentido ni
ninguna clase de lógica interna: si el Mercado de Valores o la Comisión Nacional
vieran estos registros, nos cerrarían inmediatamente por falta de transparencia
y por anarquía contable, al menos respecto al seguimiento de las normas
establecidas por los organismos internacionales.
–¡Dios mío! ¿Y qué podemos hacer al respecto?
–Señor, le seré sincero –se puso muy serio el oficinista, si se
podía estarlo más, elevando sus gafas con un solo dedo por encima del puente de
su nariz–. Este asunto requiere de una urgencia inmediata. Además, necesitamos
averiguar si el fenómeno se ha producido únicamente a este nivel, o ha ocurrido
con varias de nuestras sedes en distintos lugares del mundo. Es necesario que
uno de nuestros empleados se traslade de inmediato hacia la sede central en
Ginebra para resolver el problema.
–¿Un empleado?¿De aquí, de esta oficina?
–En efecto, señor. Alguien que conozca esta empresa por dentro, y
opere desde la sede central, para así desvelar los procedimientos y las
técnicas que ha seguido el hacker, y el daño que haya podido causar a los
cimientos informáticos del sistema.
–¿Y quién cree usted que habría de trasladarse hasta allí?
–No es mi tarea decidirlo, señor. Pero debería ser un hombre
capaz, discreto, que lleve este asunto como mucho tacto y sigilo. Tenga usted
en cuenta que el hacker ha sido muy cuidadoso borrando el rastro de sus delitos.
Podría ser cualquiera; todavía no hemos de descartar que se trate de alguien de
la propia empresa. No sabemos qué va a ocurrir; de hecho, ni siquiera considero
prudente que los directivos de la compañía conozcan cuál será de veras el
cometido del hombre encargado de arreglar este entuerto. Por tanto, ha de ser
un individuo capaz, versado en el tema, que sepa llevar una investigación
sistemática y exhaustiva… y, repito, que dosifique la información, porque si
instancias superiores se enteraran de lo acontecido… Bien, señor, no quisiera
preocuparle, pero al fin y al cabo, al primero al que le pedirían
responsabilidades sería a usted.
–¿A mí?–se sorprendió el hombre con la bisoñez de quien, pese a
acumular ascensos y sueldo año tras año, no se considera a cargo de nada.
–Sí, señor. Sé que es injusto, porque es usted un hombre de
convicciones íntegras, pero me temo, señor, que aunque todos sus empleados nos
pusiéramos de rodillas ante el Director General en Ginebra, por desgracia este
gesto no serviría para conmover al consejo de administración. Al fin y al cabo,
usted está a cargo de todo lo que suceda aquí, e incluso, dado el nivel de
acceso al que ha tenido el hacker, podría ser considerado el primer sospe…
–¡Entonces, hay que mandar a alguien!¡Inmediatamente!
–No podría estar más de acuerdo, señor.
–¡Y esto tiene que restringirse a los que ya lo conocemos!
–Sería conveniente, señor.
–Entonces… ¡Ya está, ya lo tengo!¡Irá usted!
Nuestro hombre tuvo que reprimir unas fuerzas gigantescas dentro
de su cuerpo para no carcajear.
–¿Yo, señor? En fin, me siento honrado ante tanto honor, pero… La
verdad es que tengo mucho trabajo acumulado...
–¡No importa, no se preocupe, le pondremos un sustituto, seguro
que sus obligaciones estarán bien cubiertas aquí!
–La investigación durará seguramente varios meses… Puede que
incluso años.
–¡Le firmaremos un justificante, le subiré el sueldo, le
perdonaremos cualquier balance que no le haya dado tiempo a hacer, pero marche nada
más pueda, tome el primer avión hacia Ginebra!
–De acuerdo, señor; aunque, puesto que llega el fin de semana, no
podré comenzar a trabajar allí hasta el lunes. De tal manera que compraré los
billetes del aeropuerto nada más salir hoy viernes, y el sábado partiré para
Ginebra.
–¡El sábado! Pero el sábado… ¡Oh, se me había olvidado!¿Y su…?
–Por eso no se inquiete, señor: estoy seguro de que mi… Bueno, en
fin, que sabrá entender la extremada gravedad de la situación. Se lo explicaré
razonada y calmadamente, y con eso será suficiente: ella lo comprenderá.
–¿Quiere que le escriba un justificante?¿O que se lo diga por teléfono,
para así explicarle…?
–No, señor; perdón, señor, por mi brusquedad, quiero decir que no
sería conveniente. Al fin y al cabo, todas ésas constituirían pruebas
documentales, bien escritas o habladas, de que me marcho a Ginebra y, ya le
digo, cuanto menos gente sepa de este asunto, mejor. De hecho, como el culpable
puede hallarse aquí, es conveniente que nadie de la empresa sea consciente de
que me desplazo a Suiza. En realidad, lo mejor que puede usted decirle a la
gente es que me he ido de viaje de bodas; sin duda lo aceptarán, dadas las
circunstancias. Y, le pregunten lo que le pregunten, sea quien sea, venga de
donde venga, lo mejor es que no diga nada: incluso, señor, aunque se trate de
miembros de mi familia.
–¿Miembros de su familia?-la reiteración sonó como un eco, pero a
nuestro hombre le venía bien, porque era justo la respuesta que había ensayado
en sus diálogos mentales.
–Ya le digo, señor, este asunto es tan delicado que, cuantos menos
individuos estén al tanto, emjor, mejor. Las filtraciones son algo muy temible,
sobre todo cuando interviene la familia; si le dice usted la verdad a cualquier
persona, al instante toda la empresa sabrá que me he trasladado a Ginebra, y
entonces, el presunto hacker se verá alertado, y borrará todavía más su rastro.
Y al Consejo de Administración no le gustaría que usted…
–¡Sí, sí, lo capto, no decírselo a nadie!
–A nadie.
–A quien sea.
–Ni siquiera a mi novia.
–¿A su novia? -la cara del director indicaba que en este tema
tenía que hilar fino-. ¿Pero no se lo va a decir usted?
–Yo sí, señor. Sin embargo, en ese tipo de ruines estrategias, ya
sean urdidas por un particular, ya sea por una empresa rival, pueden emplearse un
surtido de técnicas de espionaje y de tácticas simulativas. Fingir la voz,
disfrazarse para hacerse pasar por alguien cercano a los implicados… En
definitiva, todo tipo de siniestras y sofisticadas maniobras con tal de descubrir
nuestros planes futuros. Y no queremos darle facilidades al enemigo.
–Efectivamente, no queremos darle facilidades al enemigo.
–Bien, entonces, creo que todos los puntos están aclarados. Ah,
menos uno. Deberá usted avisar a Ginebra de que voy, pero inventarse un motivo
falso.
–No se preocupe, eso corre de mi cuenta.
–Pues entonces, señor, no hay mucho más que añadir. Voy a ponerme
con lo que le he dicho.
–Hágalo. Cuanto antes.
–Tendré que salir a comprar el billete –dijo palpándose el
bolsillo de la chaqueta donde guardaba la cartera, y dentro de ella, un ticket
de avión.
–Tiene usted el resto de la tarde libre. Pero váyase, por favor,
cuanto antes mejor.
–Muy bien, señor. Si me permite expresarlo, y por si no nos
volvemos a ver en mucho tiempo, he de decirle que ha sido un honor trabajar a
su lado durante estos años.
–Yo también estoy orgulloso de usted. Y ahora, en marcha, en
seguida, en seguida.
Mientras nuestro hombre, con paso firme, se dirigía hacia la
puerta, el director le detuvo un momento para mostrarle un rostro de
benevolencia, y una mirada de alivio.
–Muchas gracias. Es usted el empleado más leal que he tenido.
El oficinista agachó solícito la cabeza, agradeciendo el cumplido.
Luego, terminó de recoger los discos duros de su mesa –ya no quedaba casi nada–,
los metió en su maletín, y se despidió de sus compañeros diciendo que salía
antes para preparar unas cosas. Sus colegas le dedicaron una beatífica sonrisa;
últimamente lo hacían casi todo el rato, cada vez que empleaba la misma excusa,
no importaba cuánto lo hiciera. Ellos no parecían cansarse: “lo que sea, si es
a causa del amor”. Como decimos, el hombre terminó de vaciar las cosas, las
metió en su maletín, y se fue.
En lo que nadie se fijó fue de que, entre los objetos que nuestro
protagonista se había llevado consigo, uno de ellos había sido el limpiamuebles
que instaló el primer día en un cajón de su mesita, y que en ningún momento,
lloviera o nevara, se fuera o no de vacaciones, había salido de allí. Porque si
alguien se hubiera percatado, y si hubieran conocido más profundamente la
personalidad de su compañero, se habrían dado cuenta de que éste nunca lo
hubiera sacado de su sitio, ni aunque se ausentara de su puesto diez años, si
tuviera en mente regresar…
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