Hay una hora
tonta en la madrugada en la que, como dice un viejo proverbio, sólo son felices
los fantasmas. Si para ese momento no estás metido en una actividad interesante
con la persona a quien realmente quieres (o roncando en tu cama, que es otra
forma de decir casi lo mismo), es que andas muy perdido en la vida. Por eso, conforme
se desplazaron las manecillas del reloj, las calles se fueron vaciando –cual afluentes desembocando en ríos– hacia zonas más
céntricas, y los personajes que caminaban por allí resultaban más
desconcertantes y, en apariencia, se encontraban más fuera de sitio. Hay que
decir que muchos de los disfraces andaban, a esas alturas, ya bastante marchitos
como consecuencia del transcurso de la fiesta. Por otra parte, ciertos trajes,
que en medio del conjunto pasaban desapercibidos, en aquellos momentos en que
circulaba menos gente se apreciaban de manera más destacada, al menos en cuanto
a su originalidad, genialidad o crudeza. Desde esa perspectiva, eran dignos de
observar los atuendos con los que la gente cruzaba de vez en cuando por encima
de la acera (calle arriba, calle abajo). Unos cuantos resultaban verdaderamente
pintorescos. Apareció por allí un mago que iba seguido por un baúl. Eso hubiera
resultado muy normal: lo extraordinario era que el que iba disfrazado era el
baúl, y el bártulo que formaba parte de los accesorios de vestuario era el
mago. También había un reloj andante, con los brazos y las piernas
sobresaliendo a la altura de las múltiples manecillas, por el cual, sin
embargo, no daban la impresión de pasar las horas; quizá llevaba por allí
circulando cinco minutos, o puede que cinco mil años. Oculto a simple vista,
sin embargo, se exponía el más disimulado camuflaje: un chico trans iba
disfrazado de chica que, en la superficie (con una barba tan realista que daba
el pego), se hacía pasar por chico. Para su sorpresa, nunca se había sentido
más natural, y jamás había percibido que le trataba de manera menos extraña la
gente a su alrededor. Ni siquiera el año pasado, cuando había puesto pañuelos
entre sus senos y el sujetador y había fingido que no iba de nada. O que, en
cambio (respondía cuando le preguntaban, mostrando su bolso y el carmín rojo
sobre sus labios), iba “disfrazado de chica”. La gente se reía cada vez que lo
decía; pero él era absolutamente sincero. Vaya fiesta, el carnaval.
Sí, había de todo: buenas gentes que simulaban ser villanos, y
villanos que trataban de hacer creer que, el resto del año, no lo eran. Sin
embargo, los ropajes que la mayor parte llevaba puestos clamaban a voz en
grito: “gente que finge pasar casualmente por allí”. Casi en su totalidad se
trataba de individuos que se había desviado de su ruta al escuchar que por allí
repartían comida en oferta, y cuyo objetivo era recogerla, pero como si no supieran
nada acerca de esa circunstancia, recibiendo las viandas cual regalos
inesperados caídos del cielo. Quizá por ello, en aquel cruce, había más
densidad de puntitos humanos que en el resto de las calles aledañas. En ese
sentido, el restaurante chino debería haber cerrado hace tiempo, pero, arrastrado
por el mismo espíritu que le llevaba a no desaprovechar los alimentos que se
estaban estropeando a marchas forzadas dentro de sus frigoríficos, empezó a
repartir comida a domicilio a la gente que no podía cocinar a causa del apagón,
y después a todo el que pasara por allí, casi a precios irrisorios, a semejanza
de nuestro hombre de los kebabs, quien seguía haciendo su particular agosto. Entre
tanto, en los pisos superiores, unas persianas continuaban bajadas mientras, en
la vivienda contigua, el pianista (quien por fin había encontrado algo con lo
que iluminarse) emborronaba partituras al tiempo que echaba una ojeada ocasional
en dirección a la pared adyacente, como evocando posibilidades perdidas…
Arriba, la mujer cuyo marido quién sabía dónde andaba se había desvelado, y
contemplaba de vez en cuando el implacable mundo exterior, intentando desnudar
la oscuridad, quizá con el objetivo de discernirle un cuarto de segundo antes. “Desde
luego”, caviló nuestro hombre, “el esposo debe de estar de verdad trabajando
porque, si estuviera pasando el tiempo con una amante, no utilizaría estas
horas tan sospechosas para zascandilear por ahí”. Justo después de pensar esto,
le invadió un casi incapacitante bostezo. Le echó un furtivo vistazo al cajero,
tan impávido e inexpresivo como siempre. Volvió la mirada hacia las aceras
opuestas, para observar si sus compañeros seguían al pie del cañón. El joyero
se mantenía en su puesto, pero se adormecía con cierta periodicidad: agachaba
muy lentamente la cabeza y, sólo cuando estaba a punto de caerse, alzaba el
vuelo cual búho real, para recuperar su efigie de soldado en mitad de una
guardia. Entre tanto, el dueño del kebab se mantenía de pie, aunque en ocasiones,
cuando no se acercaba nadie a su negocio, la cabeza también amenazaba con
desplomársele.
–¿Qué?–preguntó el oficinista al
comerciante turco, con la confianza que se adquiere tras compartir durante un
rato tan largo un destino común–. ¡Ya no pueden quedar más kebabs!
El otro se rio con una carcajada
estruendosa, tan natural y tan poderosa como una cascada.
–Quedan, quedan… No muchos, pero
alguno…
–¿Y no sería mejor cerrar?¿O a ti
también te pasa como al joyero, que no te fías de la tecnología?
El hombre agitó la cabeza.
–No; yo no fiarme de tecnología;
pero cierre de negocio, manual. De todos modos, voy a quedar aquí. Este
ambiente me gusta, el follón… Tengo ganas de ver cómo acaba.
–¿No te molesta… el caos?–terminó la
frase, dubitativo, el cuadriculado oficinista. El otro negó enfáticamente.
–Un poco de desorden anima la vida.
Si no, ¿dónde estaría la gracia?
El interpelado alzó la ceja. Visto
así…
–Por cierto, voy adentro –dijo
señalando al local anexo donde almacenaba bebida, comida y otras cosas que no
le cabían en el carrito–. ¿Quieres algo?–preguntó
el turco–. ¿Refresco para beber?
–Ah, pues sí… Muchas gracias… Un
poco de agua, si puede ser…
–¿De montaña o del ayuntamiento?
–¿De… qué…?
El dueño del puesto de kebabs hizo
un gesto desdeñoso con la mano, porque ya se dirigía hacia el interior del edificio.
–Da igual, traigo yo lo que sea…
El oficinista volvió a quedarse
solo. Entonces, al otro lado, hubo una figura que le llamó la atención. El caso
es que le sonaba. Sin embargo, no sabía identificarla de todo. Era mujer, era
joven, era alta, llevaba unas gafas enormes… Se parecía sospechosamente a… Pero
no. Era imposible. Aquella niña que había visto un rato antes tenía como máximo
diez años menos, e iba vestida de bruja… Claro que esta chica también iba disfrazada
de hechicera… bueno, a su manera. Sus ropajes podrían pasar por las de una
esposa Amish, una arpía de la Edad Oscura… o esa tribu urbana que estaba tan de
moda unos cuantos años atrás, ¿cómo se llamaban: siniestros, góticos? Pero (se
preguntó nuestro hombre) ¿aún seguían existiendo? En todo caso, aquello no
explicaba la transformación. Tampoco en la actitud. Las gafas le daban un aire
de intelectual. Los abalorios en las muñecas, en la otra visión infantiles, en
este momento denotaban un propósito más profundo. Y ahora, en lugar de una
escoba, portaba bajo el brazo una caja con uno de esos artefactos mecánicos que
se pasean por toda la casa, se supone que limpiando, pero en realidad
persiguiéndote, chocándose con las paredes y generando imágenes escandalosas como
consecuencia de su interacción con gatos. Además, le parecía que, esta vez, la
chica era más morena. ¿Tenía un aire latino, tal vez?¿Era posible que seseara y
le hablara de usted? Porque en sus oídos no lo parecía.
–Tú… tú…–balbuceó conforme la chica
se le acercaba, con las mismas dosis de serenidad y aparente indiferencia–. Tú
antes eras…
–¿Cómo?–replicó ella, tan vivaz como
afilada–. ¿Más joven?¿Una niña?¿Tú crees que yo era así? O, más bien al
contrario, ¿me querías ver así? De hecho, ¿quién te dice que no me estás
imaginando ahora de esta manera, y que es “esta versión” la que no es de verdad?
El hombre empezó a sentirse un poco
mareado.
–Yo… No me líes… Lo que yo quería
decir…
–Ah, ¿con que te estoy liando? Ahora
resulta que la culpa es mía si no ves las cosas tal como son. Qué oportuno
todo. Odio la gente que simplifica los hechos mediante estereotipos.
El oficinista plantó una expresión
de disgusto.
–Oye, que yo no me he metido
contigo.
–¿Ah, no?¿Cómo me has llamado
antes…? Oh, sí: rarita. ¿Tú te crees que se le puede soltar eso a alguien? A
una niña, además. Claro, y como me ves rarita, me tienes que imaginar con la
pinta que habrían de tener las raritas, o más bien lo que al señor le parece
“anormal”, como si él fuera la cosa más estable y equilibrada del mundo. Y por
eso me has puesto con esta ropa: que no es que tenga nada en contra, desde
luego, porque podría ser mucho peor… No, no, no sigas por ahí, cesa inmediatamente
de pensar eso –le apuntó con el dedo–, porque como vayas por ese camino vamos a
tener serios problemas tú y yo.
Antes de que pudiera darse cuenta,
la chica se había sentado en la acera, a unos pocos centímetros de él. La forma
que tuvo de callarse de golpe le incitó (le obligó más bien) a agacharse junto
a ella y reproducir la misma postura.
–A ver, hablemos claro –enunció la
chica, rompiendo la paz del lugar como una bola de demolición en medio de un
concierto de ópera–. ¿Qué demonios haces aquí?
El hombre, que ya llevaba allí unas
cuantas horas, se descolocó:
–¿Qué hago en…?
–Aquí, en este momento, en este
lugar. A otras preguntas llegaremos más adelante.
–Pues –cerró los párpados, cansado,
el hombre– el cajero se ha tragado mi tarjeta…
La chica bufó con toda la
contundencia que le fue posible. Tanto, que el oficinista creyó sentir que unas
gotas de saliva le caían en la mano.
–¡A otro perro con ese hueso! Uno no
se queda toda la noche aguardando por una tarjeta que está protegida, o que
puede desautorizar en cualquier momento con una llamada telefónica al banco.
Todos esos “por si acaso” suenan muy bien para justificarse, pero, a la hora de
la verdad, tú y yo sabemos que no estás aquí por eso. De hecho, ¿cuánto dinero
tienes ahí? Si te quisieras largar para siempre, te importaría muy poco esa
cantidad.
El hombre iba a decir algo, pero, justo
en el momento en que su boca había alcanzado el máximo ángulo de apertura, sonó
un pitidito procedente del teléfono. La chica le miró casi de refilón desde el
otro lado de los enormes cristales de sus gafas.
–¿No vas a contestar?
El oficinista se había llevado el
móvil a la mano. Negó taciturno con la cabeza.
–No. Creo que no.
La muchacha inclinó la cara en su
dirección.
–¿Qué es lo que ha podido hacerte
esa chica que ha sido tan grave?
Nuevo movimiento de cabeza.
–No lo entenderías.
–¿Lo entiende ella?¿Se lo has
explicado acaso?
Ahora tocaba encogimiento de
hombros.
–Ni siquiera me dejaría meter baza.
–¿Ah, sí?¿Pero lo has intentado? Y
digo de verdad. No que te has encogido a la más mínima oportunidad sólo porque
a ella le gusta llenar los silencios. A lo mejor lo hace precisamente porque tú
eres el que no paras de crearlos.
Conforme lo decía, alzó el mentón
hacia arriba, señalando a la casa oculta bajo las persianas:
–Es como lo de esa chica. Tu
prometida pensaba que era una prostituta; tú también lo has acabado creyendo.
Pero ¿tenéis ambos alguna prueba?¿Habéis valorado en otra posible
interpretación que explique lo que habéis visto?¿O habéis ido adecuando lo que
ibais observando a vuestro relato? Pues a lo mejor tú has hecho lo mismo con la
persona con la que te vas a casar. ¿Te lo has planteado en algún momento?
Esta vez no exteriorizó una negativa
a través de su cuerpo, pero el hombre que, aquella noche, pretendía dejarlo
todo atrás, realizó enérgicos aspavientos con su mente: <<¡No, no, no le
hagas caso!¡Es mentira!>>.
–¿Crees que de verdad tiene lógica
esa manera de obrar?–continuó ella–. ¿Desaparecer así, sin más, sin dejar aclaración
alguna?¿Creerás que habrás ganado algo con eso?¿En realidad, habrá ganado
alguien nada?
Lo cierto es que los músculos del –ahora,
ya abiertamente– interrogado se encontraban cada vez más tensos. Le estaban
entrando unas ganas tremendas de huir. Sin embargo, para terminar de descuadrarle,
fue ella la que se levantó:
–Volveré cuando tengas ganas de
dialogar sobre el tema. Cuídate mientras tanto.
La chica, en efecto, se alejó
entonces, dejando a nuestro hombre más perplejo todavía que al inicio de la
conversación.
De todos modos, mientras el oficinista
hablaba, la calle se había vuelto a animar. Se veía que grupúsculos procedentes
del entorno de la fiesta principal se habían desplazado hasta allí, quizá
atraídos por la comida o, simplemente, porque no tenían nada mejor que hacer y,
conforme se desplazaban a lo largo de la ciudad, se les iba añadiendo más gente.
Algunos iban disfrazados y otros, en cambio, dejándose llevar por el jolgorio,
la emoción, y el influjo creciente del alcohol, se habían quedado desnudos de
cintura para arriba, o en más o menos estructurados trajes de baño. Empezaron
los bailes, los juegos y las coreografías. De improviso, el movimiento había
vuelto a la calle, de manera alocada y caótica, como un mar embravecido. De
hecho, la multitud se había puesto a jugar con una pelota gigante de plástico (que,
por otra parte, nadie sabía exactamente de quién era, ni de dónde había salido)
la cual, con sus vivos colores, salía rebotada de un lado a otro, arrastrando
detrás a una muchedumbre que se movía en una trayectoria similar al movimiento
ondulatorio de las olas. En cuanto la bola se alzaba en el aire, la calle
contenía la respiración, para, en cambio, prorrumpir en gritos de júbilo cada
vez que la enorme esfera caía, y alguno de los participantes de este
improvisado juego impulsaba de nuevo el esférico hacia arriba.
Sin embargo, a pesar de la jarana,
de la alegría contagiosa que lo invadía todo, una inquietud creciente comenzó a
extenderse entre los jugadores de esta actividad, que no tenía mayor propósito
que el de pasárselo bien; y aquella sensación de intranquilidad nació conforme
algunos se notaron más ligeros, se palparon en sus bolsillos, y se dieron
cuenta de que habían desaparecido (quizá, porque alguien se los había sustraído)
sus móviles o sus carteras. Los participantes del multitudinario evento se
observaron cautos entre sí, dudosos de interrumpir un entretenimiento tan
simpático e imaginativo, prudentes antes de dar la voz de alarma, hasta el
instante en que uno de ellos avistó, con el rabillo del ojo, unos dedos ágiles
moviéndose entre la multitud, enroscándose alrededor de un objeto valioso. En
ese momento, su voz gritó:
–¡Al ladrón, al ladrón!
Todas las miradas se vuelven,
entonces, al unísono, en dirección hacia donde ha señalado la acusación; el
hombre al que apuntan todas las miradas observa, de repente, cómo su mano está
situada en una posición tan inequívoca que, por mucho que le gustaría decir:
“No es lo que parece”, al final lo único que puede argüir, más para sus
adentros que de cara al exterior, es: “Ups”.
–¡Es el
de la bicicleta!¡A por él!
El aludido, rodeado de dedos
admonitorios, y de un entorno que se aprecia hostil por momentos, decide inmediatamente
no defenderse de las acusaciones que se le imputan y, en cambio, salir rodando.
Aunque, probablemente, huir era lo más sabio que podía hacer, ya que de sus
propios bolsillos comenzaron a caer una nube de monedas y collares que, lejos
de eliminar las sospechas de latrocinio, las fundamentaron bastante. Ante la muchedumbre
enfervorecida, que había abandonado el juego de la pelota para afrontar una
nueva misión (la siempre más popular formación de una turba), el criminal trató
de escapar, pedaleando a toda velocidad sobre su bicicleta; sin embargo, ante
tal masa de cuerpos estorbándole, el ladrón consideró más adecuado –como única
salida frente a la barahúnda que le acosaba–, dejar el vehículo apartado a un
lado, y huir en cambio por una estrecha callejuela por la que pocos se atrevieron
a aventurarse. Primero, porque ahora los perseguidores se estorbaban entre sí
y, frente a este camino tan angosto, más brazos y piernas no constituían una
ventaja, sino una rémora. Además, algunos, al divisar el botín que había
quedado desparramado –como un reguero–, a lo largo del camino de huida del criminal,
se habían olvidado de todo lo demás, y dedicado a recoger las riquezas desperdigadas
por el suelo, obstaculizando cualquier acción coordinada por parte del gentío. Entre
eso, el hecho de que la organización de la marea humana se había disgregado, y la
imposibilidad de reanudar el juego, ya que la pelota de enormes proporciones
hacía mucho tiempo que había desaparecido (avanzando río arriba por encima de
la corriente de jugadores), estaba claro, para los que aún se hallaban por
aquella zona de la calle, que los incentivos para permanecer allá se habían
volatilizado. Por eso, poco a poco, y tras unos primeros instantes para
establecer prioridades, calcular puntos cardinales y marcar coordenadas de
destino, muchos de los allí presentes decidieron imitar a las cigüeñas en
invierno, y se dispusieron a viajar a latitudes donde pudieran continuar la
diversión. En consecuencia, el entorno volvió a vaciarse poco a poco,
retornando una vez más a un ambiente relajado y tranquilo, surgiendo sólo de
vez en cuando algún personaje aislado que, seguramente, había acabado ahí
despistado, y estaba deseando salir de aquel páramo a la máxima velocidad.
La bicicleta, pues, en la que había
estado montado el ladrón, reposa abandonada, junto con una miríada de objetos
que han resultado esparcidos ante la huida de la multitud; enseres que, si un
arqueólogo los estudiase, dirían mucho acerca de la civilización que los había
dejado atrás. Pero, como decimos, ahora mismo sólo nos interesa la bicicleta, que
ha quedado caída y solitaria, iluminada de manera aislada por la pálida luz de
la luna. En ese momento, un nuevo personaje entra en escena. O, mejor dicho, un
personaje anterior, al que el resto habíamos perdido de vista por algún tiempo.
Se trata del mendigo que apareció unas cuantas escenas antes y le tomó el pelo
a nuestro oficinista, y que ahora ha regresado, entre tumbo y tumbo, de nuevo a
la escena del crimen. Se desplaza tambaleándose, con una botella de vino vacía
en la mano, que arroja a un lado en cuanto vislumbra la bicicleta. En el
momento en que se acerca a la misma, intenta subirse a ella, pero sus
movimientos bamboleantes le dificultan la acción: apoya un pie en un pedal,
deja caer este último, se desequilibra encima del vehículo, mantiene de forma
precaria la posición y, finalmente, avanza a trancas y a barrancas (más a unas
que a otras, porque siempre se desplaza hacia un lado, lo cual provoca que sus
primeras trayectorias sean circulares). Al principio la gente lo contempla con
indiferencia, más adelante con atención. En el momento en que empieza a
aproximarse a nuestro oficinista, éste se pone nervioso, porque se da cuenta de
que está cogiendo mucha velocidad, y más todavía conforme avanza hacia él. De
hecho, se levanta con premura al percatarse de que, aun dando bandazos a
izquierda y derecha, la trayectoria del mendigo sobre ruedas pasa
peligrosamente por su sitio… Pero entonces, el vagabundo parece retomar de pronto
el control del aparato, y no sólo eso, sino que se pone a hacer malabarismos
con el vehículo, apoyándose sobre la rueda delantera, y dando saltos como el
mejor equilibrista del lugar. Se pasa un buen rato en una auténtica exhibición
circense, digna de los mejores espectáculos de variedades, hasta realizar un
ligero pero bien calculado derrape a un lado, para continuación desmontar y
sentarse, de un elegante salto, justo al lado de nuestro hombre:
–¿Cómo ha hecho usted eso?–preguntó
el oficinista, atónito ante tal demostración.
El mendigo agitó la mano hacia un
lado, como restándole importancia al suceso:
–Oh, era campeón del mundo en mi
especialidad hace tiempo.
Se agolpaban tantas preguntas en la
boca de nuestro individuo (las cuales, además, tenía dificultad para formular
de una manera que no sonara descortés o insultante) que le costó un rato
expresarse:
–Pero, entonces… ¿cómo ha acabado
usted aquí… así… ahora…?
El mendigo no parecía entender (la
prosodia del oficinista, desde luego, no ayudaba), hasta que, al bajar la vista
para observar sus propias ropas, captó la intención final de su interlocutor, y
el sentido de su pregunta. Como toda respuesta, encogiéndose de hombros, con la
misma falta de relevancia con la que había tratado el fenómeno de haberse
erigido en el pasado como un deportista de talla internacional, sencillamente
manifestó:
–Ah, eso. Fue la nube negra.
Luego volvió la vista hacia el
vendedor de kebabs y le espetó a nuestro hombre:
–¿Oiga, me presta algo de dinero?
Con tanto ejercicio me ha entrado hambre.
El oficinista, atribulado y
perplejo, sin dejar de mirarle, le pasó unos cuantos billetes, pero lo hizo
como si estuviera en otro mundo. El vagabundo se alejó. Sólo entonces, muy poco
a poco, se le acercó a nuestro protagonista una persona por detrás. Se trataba
de la misma bruja que antes; sin embargo, ahora ya no era joven, y su piel era
todavía más oscura, de un tono africano. De hecho, presentaba una edad madura y
un aspecto cansado, junto a la escoba que, esta vez, era del tipo que usan las barrenderas.
En realidad, más que un traje de hechicera, su apariencia era la de una
empleada municipal. ¿Lo había sido todo ese rato? En cualquier caso, se la
mujer se aproximó con aire comprensivo hacia él.
–Te has quedado muy pálido. ¿Hay
algo que te preocupa?
El oficinista calló. En efecto,
hasta él mismo sentía la lividez que mantenía en el rostro, y que se reflejaba
en una intensa sequedad de boca. Las palabras que había dicho el mendigo
parecían haberle golpeado como una onda sónica en la cabeza.
–Sí… No… No sé decir… Es…
complicado. Resulta difícil de explicar.
Ambos se quedaron callados, un
cierto rato. Ella simplemente permaneció allí, como ofreciendo sostén si fuera
necesario, alguien a quien acudir a modo de primer recurso. Pero visto que
nuestro hombre no reaccionaba en ese sentido, la mujer se marchó con igual sigilo
y discreción. Una vez más, al oficinista, que esta vez permaneció sentado,
cubriéndose las piernas con sus propios brazos, como si tuviera frío, le
dejaron solo.
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