jueves, 3 de enero de 2013

El relato de enero: una sobre el fin del mundo

Ha llegado 2013, un nuevo ciclo acaba de empezar y, sin embargo, el mundo no se ha terminado, a pesar de todo lo que se decía acerca de la finalización del calendario maya. ¿Decepcionado sobre el fin del mundo?¿Arrepentido sobre las actividades que organizaste para él, pensando que quizás no viviste aquel día como el último que te gustaría pasar sobre la faz la Tierra? Entonces, para comenzar el 2013, quizás sea apropiado leer este relato, el cual se originó en un principio como una apuesta que planteaba la siguiente cuestión: ¿es posible escribir una narración acerca de la destrucción del mundo, que tenga un final feliz? Dejo que seáis vosotros los que os atreváis a juzgarlo, y espero que esta historia os sirva para reflexionar cómo queréis vivir el último día de vuestras vidas, o sea, quizás todos los demás. Así estaréis más preparados para la próxima. Feliz 2013. Y feliz cuento nuevo.

 Ver llover y cambiar de vida

            El despertador sonó por la mañana, como todos los días.
            El cajero se levantó. Con paso somnoliento, se aproximó hasta el cuarto de baño. Se contempló en el espejo -tras colocarse las gafas, pequeñas, redondas-, y comprobó que le había crecido algo la barba durante la noche. Encendió la radio, mientras se pasaba la espuma de afeitar por la cara y dejaba correr el agua caliente.
            -Buenos días, señoras y señores -comunicaba la voz cascada del hombre de la radio-. Faltan tan sólo veinticuatro horas para que finalmente el meteorito que lleva anunciándose tanto tiempo caiga definitivamente sobre la Tierra: la muerte de todos los habitantes del planeta será prácticamente instantánea, casi no nos daremos cuenta, a muchos les pillará dormidos.
            El cajero no quiso cambiar la emisora de radio: era la que ponía todos los días. Pasaron a hablar algunos expertos científicos, y luego algunos sociólogos. Mientras tanto, el cajero se lavaba los dientes, la cara y las manos. Siguió escuchando la radio mientras se vestía y se arreglaba. Ponían algo de música. Más adelante, se aseguró de haber dejado bien cerrados todos los grifos y todas las luces. Luego, echó la llave de su casa, y bajó a coger el coche.
            Salió a la carretera. Era un día normal de circulación, el típico lunes, quizás el tráfico era algo más fluido que en otras ocasiones. Muchos habían dicho que era lógico, después de todo, que algo tan malo para todo el mundo como el fin de la tierra ocurriera precisamente en lunes, el día maldito por excelencia, si es que realmente existen días malditos. Algunos, en un tono irónico, habían apuntado que bien podría haberse adelantado un poco, y coincidir con el final del domingo, precisamente para no tener que ir a trabajar.
-Y ahora, vamos a dar paso a las llamadas. ¿Hola?¿Sí, oiga? Adelante, pasamos conexión. ¿Cómo se llama?
            Y el que había llamado dió su nombre y el nombre de su ciudad.
            -Muy bien, ¿qué quería contarnos?
            El hombre preguntaba si se sabía si el sorteo de la lotería de ese día se iba a celebrar después de todo.
            -Sí, querido amigo, tenemos la ocasión de comunicarle en exclusiva que el sorteo de lotería sí que se celebrará hoy.
            -Muchas gracias -respondió el oyente-, sólo quería saber eso, hasta ahora, y felicidades por el programa.
            Luego llamó alguno preguntando por una obra de teatro, y otros que querían aconsejar un par de recetas para el almuerzo de este día, por si alguno de los radioyentes querían aprovecharlas como última comida. Alguno habló de los temas por los que solía llamar la gente todas las mañanas: secciones de humor, el tiempo, los deportes. Mientras ponía el intermitente, el cajero siguió escuchando.
            -Pues yo creo que la culpa de todo esto la tiene el gobierno. Yo siempre lo dije, que con este gobierno, no íbamos a acabar bien, que vete a saber adónde nos dirigía. ¡Supongo que ahora, no tendrán narices de negármelo!  
            El cajero avistó a un lado el banco en el que trabajaba. Dejó el coche en el sitio donde tenía acostumbrado, y depositó un par de monedas en el parquímetro. Luego, sacó las llaves de la oficina, y abrió las puertas del banco. Una vez dentro, empleó una clave electrónica para desconectar las alarmas. Accedió entonces a través de las puertas de seguridad, las cuales se abrieron a su paso. Encendió un par de luces.
            Estaba vacío. Iba a estar así casi todo el día. El jefe de la surcusal le había comentado que iba a estar reunido desde primera hora con otros jefes de sucursales para planificar la situación. La cajera de la falda corta le había pedido el día libre al jefe para pasarlo con su novio. Así que sólo quedaba él.
            Colocó su abrigo en el perchero. Se dedicó a encender las luces del banco, para que así el espacio que ocupaba mantuviera una apariencia tranquila y luminosa. Hizo un poco de orden en la oficina antes de abrir; colocó las fotografías de la otra cajera contemplando a su asiento vacío (una foto de ella con su novio, también otra con sus padres, una instantánea de ella en mitad del recorrido de una montaña rusa), ajustó los paneles de ofertas publicitarias del banco, y rellenó las pilas de folletos para asegurarse de que nadie se quedara sin ellos. Finalmente, cuando todo estuvo absolutamente impecable y en su sitio, afiló los lápices de su mesa, colocó en un lugar estratégico los bolígrafos, y abrió después de una última comprobación de rigor la sucursal al público. El cajero, entonces, se sentó en su mesa a esperar.
            Estuvo mucho tiempo esperando. Nadie parecía querer entrar al banco. La calle, que nunca había sido de gran afluencia, sobre todo a esas horas tan tempranas, parecía completamente desierta. El cajero intentaba dar una imagen de profesionalidad por si alguien se asomaba, para que quien pasara por allí comprobara que el cajero estaba en su puesto, listo, preparado para la llegada de cualquier posible cliente. Sin embargo, de vez en cuando, y ante la monotonía, cedía a la tentación y encendía un poco la radio.
            -Y ésta, queridos radio-oyentes, es la previsión del tiempo...
            -El presidente israelí y su homólogo palestino han decidido darse un abrazo que selle la paz entre ambos...
            -Hoy, día de las familias en nuestra cadena de centros comerciales. Para ello, hemos instalado un sistema con el que ustedes mismos pueden realizar sus propias compras sin necesidad de personal...
            -Y ahora, una canción dedicada: Laura, te quiero, no puedo vivir sin ti. Ya sabes, Laura, ésta va especialmente a tu corazón:
            Hoy, en el día del fin del mundo,
            Yo, estaré contigo siempre,
            Hoy, en el día del fin del mundo...
            Pero la mayor parte del tiempo, el cajero permanecía así, atento, expectante, dispuesto para atender a algún usuario que requiriera sus servicios. Se hizo esperar. Pero, finalmente, se acercó uno.
            Era una anciana, de cabellos blancos, el pelo recogido en un moño. Caminaba con aire encorvado, tenía unas gafitas redondas, y unas ropas sencillas y cómodas.
            La mujer se acercó hacia la oficina bancaria; las puertas mecánicas fueron abriéndose a su paso, permitiéndole la entrada. Durante unos instantes, se mantuvo una escena curiosa: no había nadie en la calle, en la oficina sólo estaba el cajero, que contemplaba cómo, lentamente, sin inmutarse ante ninguna clase de circunstancia, las puertas mecánicas seguían imperturbables el mismo enlentecido movimiento de todas las ocasiones para dejar a la mujer (el único ser humano en varios cientos de metros a la redonda) acceder a la oficina. Pasó un largo rato hasta que definitivamente la anciana, de pasitos cortos, pudiera por fin cruzar las puertas de la oficina. Y unos segundos más hasta que la mujer llegó concretamente hasta la mesa del cajero.
            Hola, buenos días, qué tal está usted, le pregunta el cajero, todo amable, con una sonrisa profesional, breve pero cargada de cordialidad, estándar, y al mismo tiempo sincera en los labios. Buenos días, le contesta la anciana, con todo el candor que le conceden las arruguitas que posee a ambos lados de los ojos. Qué es lo que desea, le pregunta el cajero. Pues verá, quisiera pedir un crédito. Muy bien, le dice el cajero, a ver, primero de todo, me tiene que rellenar usted estos impresos con sus datos personales. La anciana fue rellenando, con una caligrafía suave, enternecedora incluso, los papeles que el cajero le había entregado, nombre, dirección, ocupación, estado civil. El cajero aguardó expectante, mientras la anciana ponía toda su atención, a través de los gruesos cristales de las gafas, en no equivocarse en ningún punto ni en ninguna coma. Luego, le devolvió los papeles al amable oficinista.
            Bien, le aclaró este último, ahora tendré que hacerle una serie de preguntas. Muy bien, respondió la anciana. A cuánto asciende el crédito que usted pretende pedir. A diez euros. ¿Diez euros?, el cajero, a pesar de toda su profesionalidad, no pudo reprimir la sorpresa. Y para qué quiere los diez euros, le preguntó a la anciana. Para comprarme un boleto de día completo en el parque de atracciones, respondió ella.
            El cajero se quitó las gafas, como hacía cada vez que se encontraba nervioso. Era una forma de esconderse, como hacen los niños al taparse los ojos como si así no les vieran, una forma de aislarse del mundo a fuerza de olvidarse de él. Contempló a la anciana extrañado.
            -Pero, para hacer eso no le hace falta ningún crédito. Seguro que tiene diez euros en la cuenta del banco, en su bolso... Vamos, que seguro que los tiene.
            La anciana asintió con la cabeza.
            -Sí, en efecto, tenerlos los tengo. Pero es que mi sueño no era así.
            ¿Su sueño? En efecto, mi sueño. Lo sueño desde hace mucho tiempo. Voy al banco, pido un crédito, y con ese dinero, me compro un boleto de día completo en el parque de atracciones. Y ese día, me monto en todas las atracciones que quiero. Entonces, aunque tenga diez euros en el bolsillo ahora mismo, mi sueño era así, así que supongo que si tengo que hacerlo, ha de ser de esta manera.
            El cajero se encontraba asombrado.
            ¿Y cuánto tiempo me ha dicho que estuvo soñando ese sueño? No se lo he dicho; en realidad, han sido más de tres años. Pero hasta entonces, nunca lo había puesto en práctica. No, jamás. Y por qué ha decidido hacerlo ahora. Verá, es difícil de explicar, no sé si le aburriré. No, no se preocupe, adelante, estamos aquí para servirles, cuénteme lo que quiera, no se preocupe. Pues verá, yo tenía ese sueño; la primera vez no le di importancia, me dije, son cosas que pasan, tonterías que pensamos por las noches, nada más. La segunda vez, me extrañó que se repitiera. Me indicó que pasaba algo raro. A la tercera, ya no lo dudé: el sueño era importante. Y me dije que un día de éstos, tenía que hacerlo de verdad, a ver qué pasaba. Pero nunca lo hizo hasta hoy. No, es verdad. Por qué. Ya sabe usted; tienes que ir a ver a una amiga, a un vecino, hacer la compra, lo de todos los días, andas entretenida, y lo vas postergando, lo vas dejando siempre para mañana. Claro, pero mañana... Por eso es por lo que he venido. Ya no lo podía atrasar por más tiempo, como usted comprenderá. Sí, claro, claro, lo entiendo. Vamos, si quiere no se lo pido. No, no, en absoluto, como le he dicho, en este banco estamos aquí para servirla, no se azore, es muy comprensible.
            Y el cajero contempló los datos personales de la mujer. Le preguntó entonces por los ingresos financieros, y por las propiedades. Ella le reveló el valor de su pequeña pensión, y le dijo que tenía un pisito a su nombre, que era donde vivía. Tiene usted a alguien que le avale, preguntó el cajero, y luego se apercibió de la inutilidad de la pregunta, qué más daría que le avalase alguien o no, si total, mañana no estaría él allí para que le devolvieran el préstamo, ni tampoco habría anciana, ni persona que le avalase. Pero claro, la costumbre es la costumbre, y al fin y al cabo, no se pueden rellenar los papeles para un crédito sin hacer todas las preguntas de rigor. Pues mire, me puede avalar mi vecina, que tiene una casa muy bonita y un hijo ingeniero. Seguro que si hay algún problema con el crédito, ella me echa una mano. De acuerdo, le dijo el cajero, y le dijo, ahora tiene que firmar aquí, aquí, le señaló en otro papel,  y aquí también. Ésta es su copia, y ésta es para mí. Supongo que querrá el dinero ahora mismo. Si es tan amable, Faltaría más, y el cajero abrió el cajón, y le entregó diez euros, allí mismo, planchaditos, en perfecto estado. Qué bonito, dijo la anciana, creo que es el billete más bonito que he visto en la vida. Verdad que sí, dijo el cajero, yo estaba pensando lo mismo. Pero usted habrá visto muchos billetes en su vida, le dijo la señora, Sí, la verdad es que sí, y muchos de los que llegan al banco son nuevecitos, planchaditos, brillantes, pero cada uno es ligeramente distinto, cada cual es ligeramente especial. Ya, dijo la anciana, debe ser como con los hijos, aunque tengas cinco, y sean todos gemelos, los sabes distinguir perfectamente uno del otro. Algo parecido, consintió el cajero. Bueno, en fin, sonrió la anciana levantándose, no le quiero molestar, seguro que estará ocupado. Me marcho a ver qué es lo que ocurre con el resto de mi sueño.
Y pareció que se iba a ir. No obstante, un extraño pensamiento bullía en el interior de la mente del responsable de la sucursal bancaria en este día. Oiga, le preguntó el cajero, no ha pensado que a lo mejor el parque de atracciones no abre hoy. La anciana se quedó meditando un instante.
-Pues es verdad -contestó-, no había caído. A lo mejor, por lo de mañana, han decidido tomarse unas vacaciones.
Los dos se quedaron mirándose por un instante. Ay, se lamentó la anciana, pues sería una pena, haberle hecho perder el tiempo a usted para que al final no pueda hacer nada. ¿Qué es lo que hacemos? El cajero se pasó la mano por la cabeza. Bueno, usted puede ir al parque de atracciones y ver qué es lo que pasa. Y si está abierta, pues lo disfruta, y si no, pues nada. Pero estaría muy feo el que yo no pudiera subirme en el parque de atracciones, y me hubiera quedado el dinero. No se preocupe, dijo el cajero, las leyes están a su favor, el crédito es suyo y lo puede emplear para lo que quiera, si luego decide emplearlo para otra cosa, está en su derecho. Ah, pero eso no estaría bien. Yo he venido por muy sueño, y si no es por él, pues no sería lógico haber pedido un crédito. Bueno, puede usted pensar eso, pero como le he dicho, está usted en su derecho. Ya, pero, si no consigo ir al parque de atracciones, casi preferiría volver aquí y devolvérselo. No se preocupe, dijo él, le he puesto que puede devolver el crédito dentro de una semana, así que no tiene por qué hacerlo. Pero a mí me gustaría hacerlo. Bueno, pues si quiere, si finalmente el parque está cerrado, se pasa usted por aquí, y me devuelve los diez euros. Y así nos quedamos todos tranquilos. Ah, pues sí, creo que eso será la mejor solución. Que tenga un buen día entonces, le dio la mano el cajero, espero que tenga un buen día y que se encuentre abierto el parque. Muchas gracias, le contestó la señora, que tenga usted un buen día también.
Y la anciana se marchó, otra vez a pasitos cortos, a través de las puertas mecánicas. El cajero siguió su silueta hasta que llegó a la esquina de la calle; cuando la dobló, se situó definitivamente fuera de la vista del cajero. Éste se había quedado otra vez solo.
El cajero se había sentido muy impresionado por la visita de la anciana. Temiendo aburrirse ahora que ella se había ido, estuvo por fabricar una especie de ingenio mecánico con un par de lápices y un sacapuntas, para construir una catapulta, pero lo guardó todo cuando vio que un hombre, calvo y con bigote, entraba en el banco a toda velocidad, justo al contrario que como había hecho la anciana. El hombre estaba visiblemente nervioso, sudaba mucho, y le temblaban las manos.
Buenos días, le saludó afablemente el cajero, buenos días, respondió secamente el hombre, qué es lo que deseaba, le preguntó el primero, pues verá, quisiera un crédito. Muy bien, y de cuánto, Pues de mil millones de euros. El cajero respondió, Eso es mucho dinero. Bueno, sí, es mucho dinero, pero es lo que quería pedir. De acuerdo, le dijo el cajero, tiene que rellenar estos papeles. El hombre los rellenó rápidamente, con una letra atormentada y furibunda, limpiándose el sudor a ratos con un pañuelo. Muy bien, le dijo el cajero ahora con los papeles en la mano, con el mismo tono con que había tratado a la anciana anteriormente, dígame los ingresos y propiedades. El hombre le detalló, tenía una buena casa, un coche, algo de dinero ahorrado, en fin, no estaba mal. Alguien que le avale, el hombre respondió que no, y el cajero se encontró ante una tesitura. Verá, le dijo, aunque sus ingresos no están mal, la verdad es que no tiene usted lo suficiente como para cubrir un préstamo tan grande. El hombre se mostró profundamente alterado. Bueno, pero entonces, preguntó él, y dejó la pregunta en el aire, como en suspenso. El cajero meneó la cabeza, la verdad es que las normas le decían que no sería conveniente acceder al préstamo que le pedía este hombre, que lo más probable era que no pudiera devolver, pero como de todas maneras no tiene por qué hacerlo, se dijo el cajero, vamos a hacer una excepción. Total, se dijo a sí mismo, existen tantas probabilidades de que este hombre encuentre dinero suficiente como para devolvernos el crédito, como de que el mundo no se acabe mañana. Así que, como todo resumen, le dijo al hombre, Muy bien, crédito concedido. El hombre sonrió por primera vez en todo el tiempo de la entrevista. Sin embargo, le advirtió el cajero, antes de darle el dinero, tengo que hacerle una pregunta de rigor, cuál, le preguntó el hombre, pues es sencilla, le aseguró el cajero. En qué se piensa gastar el dinero.
A lo cual el hombre pareció dudar.
            -Pues... pues...
            Comenzó a sudar todavía más durante unos momentos. Luego, sonrió como en una disculpa.
            -¡La verdad, es que ni tan siquiera lo había pensando...!
            El cajero le preguntó entonces:
            -¿Y para qué ha pedido entonces el dinero?
            El hombre dudó.
            -Bueno... mañana se acaba el mundo. Y se supone que, cuando se acaba el mundo, tienes que sacar todo tu dinero del banco, o coger todo el que puedas, y gastártelo en lo que quieras. Divertirte. Pasar el mejor día de tu vida, en definitiva. Eso que dicen, de que la vida son dos días.
            El cajero sonrió.
            -¿Y qué es lo que a usted le gustaría hacer?
            Y el hombre volvió a quedarse cavilando, sin saber qué responder.
            -No sé... hay tantas cosas...
            El cajero buscó ayudarle.
            -Mire, yo, si estuviera en su situación, me preguntaría esto: ¿qué es lo que quiero estar haciendo el último día de mi vida?
            Pero la cara del hombre no se aclaró, aún más, reflejaba que ahora se encontraba en la más difícil de las encrucijadas.
            -Pues... la verdad, no sé qué decir.
            El cajero esperó pacientemente durante unos incómodos y tensos minutos. El hombre volvía a sudar.
            -No se me ocurre nada... Siempre me pasa lo mismo, cuando me toca decidir algo, me quedo en blanco, así, sin más. En cambio, cuando estoy haciendo alguna cosa, cualquier labor manual, se me empieza a ocurrir todo.
            -¿Cómo que una labor manual?
            -Pues sí, cuando estoy arreglando una persiana que se me ha roto, o montando una estantería de mi casa, me gusta hacer esas cosas yo mismo, pues allí se me ocurren un montón de ideas que me gustaría hacer. Pero ahora, en cambio, no se me ocurre ninguna.
            El cajero estuvo cavilando unos instantes. Luego, se le ocurrió algo.
            -Oiga, vamos a hacer una cosa: tengo allí unos papeles que tendría que grapar y que sellar. Deben ser unas diez mil copias, cosa así. Las íbamos a hacer, pero los técnicos que tenían que hacer esta función se cogieron unos días libres, con esto de lo de mañana y tal. Entonces, usted puede ponerse a hacer eso, y seguro que así, trabajando, se le ocurre algo. Y entonces, cuando se le ocurra, yo le doy los mil millones, y se va usted a hacer lo que quiera.
            El hombre lo pensó. Asintió con la cabeza, convencido.
            -Sí, creo que es una muy buena idea. Seguro que así se me ocurre algo. ¡Estoy seguro de que así me ocurre algo!
            El cajero sonrió con satisfacción. Trajo las diez mil copias del documento, le enseñó al hombre una mesa despejada y le dijo, éste será su sitio. Coge la silla, se sienta, coge los folios, los grapa, y luego los sella con este sello de aquí. Cuando se acabe la tinta, coge más de este tampón. Así de sencillo, ¿ve? Y cuando se le ocurra algo, usted me avisa, y le doy el dinero.
            El hombre asintió. Y se puso a hacer el trabajo. Al principio más lentamente, luego más rápido, le fue pillando el tranquillo. Al final, pareció cogerle el gusto, como pasa con esas cosas pequeñas que nos apetece hacer, como reventar pompas de plástico de embalar, o despegar las páginas de los libros que se han quedado adheridas, pues bien, a este hombre le agradaba esta tarea, sencilla, mecánica, limpia, había que colocar los papeles ordenados, estampar el sello en un sitio que no ocultara las letras, vaya, parecía que no, pero, después de todo, aquello tenía su técnica. Y mientras el hombre calvo y con bigote se dedicaba a esta actividad, iba conversando alternativamente con el cajero, el cual seguía en su puesto, esperando clientes, y contemplando al otro hombre con satisfacción; cuando ya iba por cien copias, este último claramente sonreía.
            Llegó entonces una chica. Era delgada, pálida, y de pelo rubio. Se acercó a la mesa del cajero, se sentó, y se presentó. El cajero la saludó tan respetuosamente como a los otros clientes. Sin embargo, la chica quiso rápidamente aclarar la situación.
            -Verá, lo que le voy a decir le va a parecer un poco extraño, pero... No vengo a pedir ningún crédito, ni a ingresar dinero, ni... vamos, ni a hacer nada que se supone se hace en los bancos.
            El cajero no alteró su semblante. Simplemente le preguntó, que qué era lo que deseaba entonces.
            A la chica le costó explicarse.
-¿Sabe?, es que esto me da mucha vergüenza. Bien, allá va. Verá, cuando yo tenía ocho años, este banco convocó un concurso. Me parece que tú ya estabas por aquel entonces. Eras muy jovencito por esa época.
-Sí, la verdad es que sí -asintió el cajero, que se sentía un poco cohibido porque le tuteasen.
-Se trataba de hacer un dibujo; los que participásemos teníamos que ser niños, y el ganador vería cómo colocaban su dibujo en el cristal de la oficina bancaria.
-¡Ah, sí, me acuerdo muy bien! Pero la chica que ganó tenía algo más de ocho años...
-Sí, en efecto, yo no gané... Me acuerdo que contemplé más de mil veces el dibujo que había ganado. La verdad es que era muy bonito, sí, pero claro, me quedé un poco decepcionada.
Sonrió al cajero.
-Luego me puse a estudiar bellas artes. Me he licenciado hace poco, y ahora gano un poco de dinero pintando cositas aquí y allá... Pero siempre se me quedó esa espinita colgada. Siempre deseé haber sido la que expusiera su dibujo allí. Tenerlo, que la gente pudiera mirarlo, como estuvo mirando todo el mundo el dibujo de aquella niña... Y, bueno, venía a pedirle a usted, si es posible, que me dejase cumplir ese sueño.
El cajero le prestó mucha atención a la historia. Luego, se lo pensó unos instantes, y sin alterar su inmodificable rostro, afirmó:
-Bueno, tal vez podemos encontrar por allí algo que nos pueda servir para pintar encima... Vamos a buscar.
Le pidió por favor al hombre que grapaba los papeles que vigilara por si entraba alguien; el hombre asintió con la cabeza, mientras seguía enfrascado metódica y concentradamente en su labor. El cajero y la chica se dirigieron a la parte de atrás, donde se encontraron un par de lienzos que habían sobrado de una campaña del banco hacía ya muchos años, a favor de la integración de los niños con deficiencias mentales; además de las telas, había también pinturas, pinceles, y algún que otro material.
Con esto será suficiente, juzgó la chica, y se lo colocó todo de tal manera que pudiera dedicarse a pintar y, al mismo tiempo, que el dibujo pudiera ser contemplado desde fuera, desde el cristal de la sucursal bancaria. Se encontraba a un lado del cajero, justo el lado opuesto adonde se hallaba el señor de los papeles y la grapadora. Luego se volvió al cajero, Y el tema, Qué tema, inquirió el cajero, Bueno, en aquella época había un tema, tenía que ser sobre algo así como Para qué sirven los bancos, o algo parecido. Pues ahora no se me ocurre ningún tema, confesó el interpelado, qué le parece si lo hace de lo que usted quiera. Tema libre, preguntó la chica, Sí, tema libre, respondió el cajero. Y, mientras la chica pintaba, el cajero seguía atendiendo la oficina, y el hombre seguía con sus papeles, cada vez más entusiasmado.
Llegó la hora de cerrar. Sin embargo, el cajero no debía hacerlo, ya que todavía tenía que esperar a que el hombre le dijera en qué se quería gastar los mil millones, y la chica tenía que terminar su dibujo. Así que anunció que ese día iban a continuar abiertos por la tarde, y les comunicó a sus dos compañeros que iba a buscar algo para comer, que qué les apetecía. Cualquier cosa, le dijeron ellos, Hay un restaurante chino por aquí cerca, les concretó el cajero, puedo traer comida de allí, Estupendo, le contestaron ambos, mientras seguían en sus respectivas tareas, el cajero se marchó fuera, no sin rogarles que le disculpasen ante cualquier posible cliente que viniera por allí, y que le aclarasen que volvería en muy poco tiempo.
El cajero llegó pronto al restaurante chino; cuando entró, se dio cuenta de que todo estaba decorado de forma festiva, había un inmenso dragón de papel cruzando de un lado a otro la sala, por encima de las mesas; tintineaban velas de variadas formas y colores en cada sitio, y serpentinas alrededor de las sillas. No había mucha gente, quizás una diez personas, se notaba que pertenecían todos a la misma familia, la que regentaba el restaurante. El cajero preguntó si se podía coger comida para llevar, y ellos le respondieron que sí. Entonces les preguntó el motivo de la decoración, y ellos les dijeron que eran los mismos adornos que colocaban en la víspera del Año Nuevo Chino. Como éste es el último día del año, le dijeron ellos, riéndose ante su propio chiste. El cajero también sonrió, afablemente. Tomó su comida, les deseó a todos muy buen provecho, los familiares, sobre todo una niña pequeña y una anciana, le devolvieron el saludo, y se dirigió de nuevo hacia el banco.
Sin embargo, antes de llegar hasta allí, se encontró con una enorme manifestación. Había mucha gente, hombres, mujeres, algo más jóvenes o algo más viejos, celebrando, lanzando vítores, haciendo gestos con las manos. El cajero, con las bolsas de comida en los brazos, se vio sorprendido por la cabecera de la marcha, y engullido por la gigantesca multitud. Le preguntó entonces al que parecía estar más avanzado entre el gentío, Por qué es la manifestación, y él le respondió, Somos los que le hemos dicho esta mañana a nuestros jefes lo que pensábamos de ellos, y venimos a celebrarlo, y el hombre continuó dando saltos y gritando vivas a diestro y siniestro. Al cajero le costó pasar por entre la gente, iba continuamente pidiendo paso, con un por favor y un gracias a cada lado, procurando no pisar a nadie, no fuera que acabara haciendo daño. Finalmente, pudo llegar al banco. Allí les presentó la comida a sus dos compañeros, los cuales sonrieron. Entonces, juntaron un par de mesas, y se pusieron a comer.
Fue una situación extraña, difícilmente descriptible, pero que ninguno de los tres hubiera probablemente cambiado por nada. Tres perfectos desconocidos hasta hacía tan sólo unas horas, compartieron mesa, comida, una conversación animada, sobre detalles intrascendentes, el tiempo, el cine, libros, algún chiste que recientemente habían oído, unos cuantos detalles personales. Nada que pareciera indicar que el futuro iba a ser distinto, que al día siguiente no habría un mañana, que esta noche, al cerrarse los ojos, ya no se volverían a abrir... Durante ese almuerzo, no hubo nada de eso, fue como si, simplemente, se hubieran olvidado. Tal vez, de hecho, llegaron a hacerlo.
Recogieron los platos de comida y los dejaron en el cuarto de baño de la sucursal; el cajero se dedicaría a fregarlos media hora más tarde. Luego, cada uno volvió a sus tareas; la chica, a pintar su cuadro. El hombre, a seguir grapando y sellando papeles. El cajero, atento a la posible llegada de un cliente, quién sabe, alguien a quien le hubiera venido mal ir al banco por la mañana e intentara aparecer allí por la tarde. De vez en cuando, el cajero volvía a encender la radio. Hoy parecían haberse acabado los programas de tertulias políticas; los locutores hablaban entre sí, de cualquier cosa, parecían encontrarse en la sobremesa, como el resto de los ciudadanos. Simplemente, charlaban; y, lo que es más importante, para variar, escuchaban...
A eso de las cinco de la tarde, llegó entonces un hombre. Tenía unos cuarenta años, el pelo negro, barba, gafas, no era excesivamente delgado ni tampoco era grueso, llevaba una chaqueta y un aire decidido. El cajero presintió, de forma espontánea, como suele adivinar muchas veces quien trabaja de cara al público, que ese hombre le iba a caer bien. El hombre entró por la puerta: se quedó un poco extrañado al contemplar a la pintora realizando su cuadro, y al hombre grapando los documentos. El cajero le invitó a sentarse. El hombre se acercó al cajero con timidez.
-Oiga, perdone, ¿puedo hacerle una pregunta, en confianza?
El cajero asintió levemente. El hombre bajó entonces la voz.
-Verá, he pasado muchas veces por aquí, aunque nunca había entrado, y no me suena la cara de ninguna de estas dos personas. La suya sí, sé que usted trabaja aquí, pero ellos dos... ¿Qué están haciendo?
El cajero les señaló alternativamente a ambos.
-Ella está dibujando un cuadro para adornar nuestro escaparate. No sé de qué tema lo está haciendo, cuando termine lo veremos. En cuanto a ese hombre, se está pensando en qué se va a gastar los mil millones de euros que le acabamos de prestar. Y, mientras se lo va pensando, pues va haciendo alguna cosa.
El hombre se quedó ligeramente aturdido, sobre todo al escuchar esta última afirmación, ante la que volvió la vista hacia el hombre de la grapadora, el cual daba la pinta de ser cualquier cosa, menos un multimillonario.
-En fin, ¿qué deseaba usted?-le preguntó el cajero con su habitual cortesía.
El hombre se recompuso un poco. Comenzó entonces a hablar.
-Verá, lo que vengo a decirle es poco usual. Voy a intentar ponerle en situación: estoy casado. Tengo una mujer maravillosa, estupenda, que me quiere, yo la adoro, en definitiva, estamos muy enamorados. Tengo también dos hijos estupendos, cinco la menor, y siete el mayor, son muy listos, los dos guapísimos, ¿ve?, aquí le enseño la fotografía.
Pareció sentirse más cómodo conforme lo contaba, se repantigó en su asiento.
-Tengo un trabajo maravilloso, magnífico, colma perfectamente todas mis aspiraciones profesionales. Una casa preciosa, un buen sueldo, guardo amigos en los que confiaría mi vida, y he podido hacer realidad la mayoría de mis sueños...
Sonrió.
-En una palabra, soy feliz.
Se acercó un poco más al cajero.
-Esta mañana, no he ido a trabajar. Me he quedado con mi familia. Hemos pasado una mañana divertida, jugando juntos juegos de mesa. Ahora, después de comer, nos hemos ido al parque de aquí al lado, a darle de comer a los patos; a mis hijos les encanta, y a nosotros nos encanta verles felices.
>>No obstante, mientras íbamos de camino al parque, he pensado, ¿me queda algo?, ¿debería estar pensando en hacer alguna cosa concreta, ahora que mañana termina todo? En fin, no quisiera que me quedara nada por hacer, me gustaría, ya que estamos, terminar las cosas de la forma más redonda posible... En fin, a lo mejor hay alguna cosa, de la que no me acuerdo, y que sentiré que voy a echar de menos volver a hacer... Como usted, supongo. Echará de menos no volver a sentarse en esta mesa, no volver a hacer su trabajo.
El cajero se estremeció ligeramente, y apoyó sus dedos índice y pulgar sobre una de las patillas de las gafas, como tratando de que estas últimas eliminasen el temblor. Tardó unos cuantos instantes en reaccionar, al final de los cuales pensó: “Sí; tiene razón; lo echaré de menos”.
-Bueno, no sabía a quién consultarle esto que le estoy diciendo. Lo suyo sería preguntarle a un cura, pero no tenía ninguna iglesia a mano. En cambio, el banco estaba aquí, y en fin, los cajeros son un poco como los confesores en las cosas del dinero, ejercen el papel de sacerdotes ante sus clientes, ver, oír, escuchar los pecados, aconsejar, callar. Así pues, venía a preguntarle a usted. ¿Cree que debería hacer alguna cosa concreta?
Y el hombre se calló. Y le arrojó una mirada expectante, que le revelaba que esto no iba de broma, ni mucho menos, sino que escucharía muy atentamente su opinión, y que la iba a tener muy en cuenta. El cajero, ante este hecho, respondió rápidamente. Señaló al hombre de la grapadora y los papeles:
-Quiero que invite a ese hombre al parque, a darle de comer a los patos. Luego, le ofrecerá usted venir a su casa, a cenar. Y después, al terminar el día, le hará un huequito en su casa, para que pase la noche con ustedes.
El hombre volvió la vista hacia la persona que el cajero le indicaba. Luego, contempló de nuevo al cajero.
-Ya verá -le aseguró este último con una mirada de absoluto convencimiento-, como no se arrepentirá.
El hombre se incorporó bruscamente entonces, pragmático, como correspondía a su carácter. Con algo de timidez al principio, luego con más seguridad, se acercó al hombre de la grapadora, y, muy correctamente, le expresó unas cuantas palabras, que el cajero no pudo oír. Mientras lo iba haciendo, la otra persona, con la grapadora aún en la mano, iba sonriendo, se le iban alegrando los ojillos. Finalmente, se estrecharon la mano, y el hombre de los mil millones se levantó, y se acercó hacia el cajero.
-Bueno, creo que me voy a ir. Este señor tan amable dice que necesita ayuda para vigilar a sus hijos por el parque, y que si puedo acompañarle. Y yo... en fin, claro, no me puedo negar.
El cajero asintió con aire comprensivo.
-¿Quiere usted entonces que le saque ahora los mil millones?
El hombre se quedó parado unos instantes, meditando. Luego, negó con despreocupación con un gesto de cabeza.
-No se preocupe -sonrió-; ya no van a hacer falta.
Y los dos se marcharon. El cajero, mientras lo hacían, elevó ligeramente las comisuras de los labios de manera reveladora, conforme les veía avanzando calle abajo.
Pasaron las horas. El tiempo iba deslizándose, tranquila, sigilosamente, como lo hacen las hojas del calendario conforme van cayendo, como migran los pájaros en invierno. Fue un tiempo tranquilo, sin estruendos, en el cual el cajero iba terminando la labor que había dejado inacabada el hombre de los mil millones, mientras que la chica de pelo rubio seguía pintando. En un momento determinado, la chica se detuvo unos instantes: le echó un examen general al lienzo, contemplando con ojos críticos las líneas y los retazos; retocó un color que no le había dejado conforme, y, tras un último vistazo, esgrimió una sonrisa. Anunció, con aire solemne, y sencillo al mismo tiempo.
-Ya está terminado.
El cajero se volvió entonces, mientras la chica giraba el lienzo hacia él. Contempló el motivo del cuadro: a pesar de la libertad para elegir tema, la chica parecía haber vuelto a los orígenes, a la convocatoria original del concurso que propuso la oficina en su día. O al menos, eso parecía. El cajero pudo contemplar en el propio cuadro a la chica, mojando el pincel en sus pinturas; a la ventana acristalada de la oficina, la cual dejaba contemplar el espacio exterior (en cierta medida, el espectador podía contemplarse a sí mismo desde fuera del banco, si pasaba por allí); al hombre de los mil millones, con el sello en la mano, a punto de estamparlo sobre uno de los documentos. Al individuo del parque, el de la familia, el que quería darle de comer a los patos, sentado en una silla. Y en frente, él mismo, el cajero, con rostro imperturbable y callado, escuchando atento lo que el otro hombre, recostado sobre su asiento, parecía querer contarle. El cajero, tras la contemplación del cuadro, volvió la cabeza, y asintió levemente con sentimiento.
-Está estupendo -afirmó él.
Y se levantó, para ayudar a la chica a colocarlo; lo pusieron en la ventana, de tal manera que pudiera admirarlo todo aquel que pasara. Cuando terminaron de colocarlo, el cajero contempló la mirada de satisfacción de la chica.
-Muchas gracias -le dijo ella-. Hacía mucho tiempo que soñaba con ver esto.
El cajero se encogió tímido de hombros.
-La verdad es que es un poco tarde; a lo mejor no lo puede ver toda la gente que tú quisieras.
La chica negó con la cabeza.
-No te preocupes: con esto es suficiente.
La chica comenzó a recoger sus cosas; su bolso, su chaqueta... dudó ante las pinturas. El cajero hizo un gesto con la mano.
-Llévatelas. Regalo de la casa. Disfruta de ellas.
Ella le entregó una sonrisa de agradecimiento.
-Me voy ahora con mi novio, que debe estar esperándome; hasta luego, muchas gracias.
Y se marchó, con un último saludo con la mano como despedida.
El cajero se quedó solo.
El cajero, aún así, no cerró. Persistió, mientras recorría con sus dedos el filo de la mesa o el borde del lienzo del cuadro que había dejado la chica. Puso de nuevo la radio...
-Nos comunican que la gente que vive en los edificios de varios pisos ha empezado a recorrer todas las plantas para saludar uno por uno a los vecinos, y desearles buena suerte; algunos, no se habían conocido jamás en la vida, a pesar de convivir durante muchos años en el mismo edificio. También nos revelan que, en la explanada donde va a caer el meteorito, se han reunido varias cientos de jóvenes, de distintos países, razas y nacionalidades; se han dispuesto formando un dibujo que puede contemplarse desde el cielo, y que los satélites están fotografiando para nosotros. El mensaje que están transmitiendo estos jóvenes es la palabra: VIDA, y han dibujado también una paloma con un ramo de olivo en el pico. Nos dicen también que en algunas plazas públicas de todo el mundo se han comenzado a celebrar fiestas y convocado bailes regionales, y que sobre el suelo de una de ellas, un grupo de personas de diferentes edades ha recreado a tamaño gigante la pintura de Miguel Ángel “Dios creando a Adán”, pero en ella Dios no está juntando su dedo con el del primer hombre de la Creación, sino que ambos se agarran de la mano, se la aprietan muy fuerte...
El cajero entonces divisó una figura avanzando por la calle, en dirección a la oficina. Levantó la cabeza, y divisó entonces un rostro que le sonaba familiar.
La ancianita que había venido esta mañana penetraba por segunda vez al banco; sonreía enternecedoramente, tal y como lo hacía unas cuantas horas antes, cuando el cajero la conoció por primera vez.
Buenas tardes, le dijo ella, Buenas tardes, le respondió él, descendiendo el volumen de la radio, ¿Estaba abierto el parque de atracciones? La mujer sonrió. Pues sí, la verdad es que estaba abierto; ha sido muy divertido, los operarios estaban allí pasando el día con sus familias, también veníamos gente de fuera, estaba todo lleno a rebosar. Ha sido muy divertido, un joven ha cogido y me ha ayudado a subir a la mayor parte de las atracciones, incluso me ha acompañado en las que me daban más miedo. Y fíjese, ni siquiera nos han cobrado entrada, yo insistía, pero no querían, decían que hoy era gratis, así que por eso he venido, para devolverle el dinero, ya que, después de todo, no lo he gastado. Muy bien, le dijo el cajero, tendrá que rellenar estos papeles, Tendré que pagar algún interés, No, no creo que haga falta, lo ha devuelto usted muy rápido, así que no tendrá que pagar nada. Ay, pues qué alegría, dijo la mujer, y terminó de rellenar los papeles. El cajero los recogió entonces y comenzó a hacer algunas anotaciones. En un momento determinado, mientras prestaba toda la atención a los datos y fechas que sus ojos y sus oídos iban registrando, la anciana le preguntó, Oiga, y cómo es que ha venido usted a trabajar hoy. El cajero, levemente aturdido, levantó la vista y esgrimió, Bueno, era mi deber. Y además (confesó), no tenía nada mejor que hacer. Ya, le respondió ella, comprensiva. Pero, no tiene familia, ninguna persona con la que estar. El cajero negó con la cabeza. No, la verdad es que no, no tengo familia, mis padres murieron, no estoy casado. Y hermanos, hermanas, primos, primas, Todos viven muy lejos, cada cual está pasando la velada con sus allegados. Y amigos, le preguntó la anciana, Mis compañeros de la oficina también han pasado el día con otras personas. Así que estaba usted solo. Sí, efectivamente, respondió lacónico el hombre, sin acritud ni ironía, solo. Y qué piensa hacer esta noche. El cajero dudó un instante, No sé, pensaba simplemente hacerme la cena, leer un poco algún libro, y acostarme. Vaya, afirmó la anciana, lo mismo que pensaba hacer yo, fíjese qué casualidad. Usted también está sola, le preguntó el cajero, Sí, efectivamente, también estoy sola, no tuve hijos, mi marido murió hace un par de años, así que mi plan era igual que el suyo, aunque yo no pensaba leer un libro, tengo ya la vista muy mala, quería alimentar a mi gato, Ah, tiene usted un gato, No, en realidad es de todos los vecinos de la manzana, vive en la calle, pero es muy listo, periódicamente, viene a la casa de todos nosotros a pedir comida, nunca altera los turnos, primero a la de uno, luego a la de otro. Y esta noche le toca a usted, Exacto, Y cómo sabe que esta vez no va a ser distinto, que esta vez no alterará su ruta, No sé, por qué iba a hacerlo, Quizás por lo de mañana, Ah, por eso no se preocupe; los gatos no entienden de meteoritos, ni de un mundo que se inicia o que se acaba. Se preocupan, simplemente, de comer, dormir y buscar algo de compañía; fíjese, casi diría que son más inteligentes que nosotros.
Se hizo el silencio, y el cajero, ligeramente turbado, volvió a esconderse tras sus papeles bancarios. Fue entonces cuando la anciana lo retomó, La verdad es que es una pena, porque había preparado unas croquetas para mañana y pasado, y ahora tendré que tirarlas. Sí, la verdad es que es una pena, comentó el cajero con cierta tristeza, levantando levemente la vista del papel, A usted le gustan las croquetas, preguntó la anciana, De qué, preguntó el cajero, si no es mucha indiscreción, De jamón, respondió ella, Sí, mucho, me encantan, dijo el cajero, aunque sin alterar para nada su tono de voz, o al menos intentándolo, ahogándolo. Disimulando que en realidad hubiera respondido lo mismo hubieran estado hechas de lo que fuera aquellas croquetas. La anciana parecía querer decir algo, parecía estarle costando, parecía no poder encontrar las palabras. La tensión se acumulaba en su garganta, por un momento se temió que no pudiera respirar más.
Hasta que por fin salieron.
Oiga, y qué le parecería si viniera usted conmigo esta noche, y cenamos juntos. Al otro le recorrió un pequeño temblor. Qué le parecería, reiteró la anciana.
El cajero dudó.
-Así -le dijo ella-, no tendré que hacer el feo de tirar la comida a la basura.
El cajero se lo pensó entonces, su cara revelaba una absoluta timidez, y preguntó, ¿No va a ser una molestia?
No, no, en absoluto, le contestó ella, ya le digo, me haría usted un tremendo favor. El cajero entonces sonrió, levemente al principio, luego, mucho más ampliamente, con algo más de cariño, con mucha más confianza.
-Bien, en dicho caso -dejó caer él-, si me deja usted unos minutos para recoger esto...
La anciana consintió con un gesto de cabeza, y el cajero fue colocando los papeles en su sitio, dejándolo todo limpio, como todas las veces, cada vez que cerraba, preparándolo todo para el día siguiente. Retocó un poco la colocación del cuadro de la chica rubia para que se viera mejor, dispuso en su sitio, perfectamente grapados y sellados, los diez mil documentos que había empezado el hombre de los mil millones de euros, aunque era el cajero el que los había terminado. Finalmente, y en un gesto de amabilidad, le retiró la silla a la anciana, a la que acompañó hacia la puerta.
            -Un momento –se disculpó él, cuando ambos estaban fuera, y entonces, el cajero penetró de nuevo, casi se le había olvidado, apagó todas las luces. Durante un instante, un pequeño instante, con todo apagado, con la oficina perfectamente en orden, revisó por un instante tantos años como había pasado en este sitio, tantas cosas que le habían ocurrido, tantos papeles que se habían removido, tantas personas a las que había encontrado, miles de sonrisas, algún pequeño milagro, y no pudo evitar, al recordarlo, un súbito arranque de melancolía, una sensación que ya no sentía, y una pregunta latente, que bullía en el corazón.
            -En seguida estoy -le dijo a la anciana, y procurando no emocionarse demasiado, conectó la alarma automática, tiró de la puerta hacia fuera, metió las llaves, y las giró hacia un sentido, una, dos, tres veces, la puerta estaba cerrada. El hombre, entonces, se volvió hacia un lado, seguido por la anciana, y contempló por última vez la ventana acristalada, a través de la cual se podía ver el dibujo de los que estuvieron en el banco ese día, el cajero, los dos hombres, la chica, sólo faltaba la anciana, pero claro, era imposible, la chica de pelo rubio no la había conocido, cómo iba a dibujar a una persona que nunca había conocido, era imposible, no tendría sentido alguno, y sin embargo, sería tan lógico que estuviese allí... El cajero, una vez más, sonrió, y esta vez, la sonrisa fue la más amplia que había dispuesto a lo largo del día, y quizá también la más triste.
            Volvió la cabeza hacia la anciana.
            -¿Nos vamos?-preguntó él, tendiéndole el brazo.
            Ella asintió. Y aunque nunca llegó a decirlo, casi pudo hasta oírsele como un grito desde la distancia, incluso aunque no lo pensase: “No podemos esperar que en una ocasión especial se alteren nuestros carácteres, y que por ser fiesta o el día de las sombras vayamos a modificar una forma de ser que llevamos arrastrando con nosotros de manera terca y pesada todos los días. Pero sí que podemos tener esperanza, algunas veces, de intentar hacer las cosas distintas, de tratar a nosotros mismos y a los demás tal y como debería ser como si en cada ocasión celebráramos que no fuera a haber un mañana. No se trata de ver llover y cambiar de vida. Se trata de ver llover, y a partir de entonces, y hasta que volvamos a discurrir por los áridos pasos habituales que obstinados transitamos, tratar de volver a empezar”.
            -Nos vamos -corroboró ella, y apoyó su brazo contra el suyo. Y ambos marcharon calle abajo, mientras se sonreían mutuamente, a un paso lento y tranquilo, disfrutando del paseo. Y mientras lo hacían, mientras se alejaban de nuestra mirada, mientras se hacían más pequeños para nuestros ojos, y se dirigían a un lugar común, donde continuarían su historia, se escuchaba de ruido de fondo, con la imagen del atardecer, el griterío de unos chiquillos jugando al fútbol, y el sonido de unos pájaros, que este día, mucho más fuerte que nunca, hinchando con brío el pecho, comenzaban a cantar...

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