Aquí va la segunda parte. Si os interesa (o si preferís saltaros la parte del cuento), la historia real y la historia corta están al final de esta penúltima sección del relato:
Casa cercada (II)
-Todo esto es un absurdo –se
decía Salcedo, apurando un trago de vino, el cuarto que, desde que empezó la
crisis, había pasado por su gaznate-. Un absurdo. No pueden ser indígenas del
siglo XIX.
De
la Cruz seguía contemplando al hombre fallecido, sobre la alfombra. Alrededor
de él, se había generado un halo de vacío y de temor.
-No
sé si lo son o no –reflexionaba De la Cruz también sobre lo increíble-; pero el
caso es que parecen creérselo, con lo cual no sé si es demasiado importante o
no que lo sean de verdad.
Sintió
que estaba perdiendo el dominio de la situación. Se volvió hacia el
interlocutor del gobierno filipino, que ahora se había convertido en traductor,
historiador, títere y comparsa.
-Díganles
que estoy dispuesto a hablar con ellos. Pero tienen que garantizar que se vaya
el resto del grupo.
La
traducción fue tan breve como escueto el tiempo de respuesta.
-Dice
que no. Que los quieren a todos. Para degollar, violar y cortar en dos mitades.
De
la Cruz volvió la vista hacia Natalia, que le contemplaba horrorizada. No, ella
no, pensó el aristócrata apretando los puños. Tan sólo plantearse la
posibilidad le volvía loco de atar.
-¡Dígale…!-se
contuvo, tratando de no sulfurarse-. Dígale que no tiene sentido. Que si cree
que yo… que mi antepasado es el culpable, que me castigue a mí. ¡No tiene
derecho a dañar a personas inocentes!
El
filipino moderno tradujo rápido. El filipino antiguo contestó más rápido aún.
-Dice
que su antepasado no tuvo ningún escrúpulo a la hora de matar y violar a sus
hombres, mujeres y niños. Que el castigo se aplica a toda su raza. Que siempre
se ha hecho así.
-Pero…
-¡Por
el amor de Dios, Roberto, no discutas de ética filosófica con un indígena del
siglo XIX!-se pasó las manos por el cabello Salcedo-. O lo que quiera que crean
ser ellos.
Se
echó un nuevo trago al coleto. Infundido por el calor del alcohol, tomó a Nats
Laurel, a quien abordó, a la altura de ambos brazos:
-¿De
verdad cree usted que ese hatajo de salvajes puede superarnos?
El
filipino se encogió de hombros.
-Si
sólo son… bromistas, si es que a esta historia macabra se le puede llamar un
chiste, no tengo ni idea. Pero si son de verdad… Hay relatos míticos sobre los
filipinos antiguos. Cuando China invadió Manila, apenas encontró resistencia, y
sólo un hombre local llamado Galo se puso a hacerles frente, liderando la
insurrección hasta que pudieron reorganizarse las tropas españolas. También se
habla de unos guerreros filipinos… parecidos a lo que en Japón son los ninjas.
Se escondían en la espesura, se hacían invisibles; asaltaban entonces a sus enemigos,
que no les oían llegar…
-Pero
éstos no son esa clase de guerreros. Ni tampoco son ninjas.
Laurel
colocó una mueca despectiva.
-Yo
puedo hacer de traductor y matizarles ciertos detalles… pero mis estudios no
abarcan conocimientos sobre fuerzas sobrenaturales.
Roberto
volvió la vista hacia Natalia. Tocándole los hombros, sentía por primera vez el
temblor. La fragilidad. Lo que el rostro de ángel era capaz de ocultar, la
expresión corporal no podía.
-¿Qué
vamos a hacer, por Dios?-lo mencionó antes ella, lo cual forzó a él a guardar
silencio.
-Algo
se nos ocurrirá –la abrazó.
Luis
Salcedo, sin embargo, no permitió momentos íntimos. Dio un par de golpecitos
con el dedo en la espalda de De La Cruz.
-Tenemos
que hablar –instó vehemente.
De
la Cruz asintió. Desde el aparte donde se situaron, observaron la sala, las
personas que ahora la ocupaban, la biblioteca cargada de volúmenes de los
siglos XV y XVI, incluyendo gramáticas castellanas y tagalas, algunas de las
cuales se habían punteado de sangre. Resultaba inconcebible pensar que, hace
poco, ésta era una celebración de sociedad.
-No
sé lo que pretenden en realidad estos tipos –confesó Salcedo, el cual, sin importarle
las normas prohibitivas de la casa, encendió un cigarrillo-. Pero algo me dice
que no van a abandonar esta mierda de asedio porque no les abramos. Y aunque la
habitación esté preparada para resistir mucho tiempo, me figuro que antes llegarán
los problemas de manutención… por no decir los de higiene.
De
la Cruz corroboró aquel diagnóstico con un gesto. No sabía qué clase de
incursiones militares tendría que afrontar su antepasado, pero no se imaginaba
liderar una contraofensiva empleando a cargo a esta tropa.
-Sé
que esta habitación se hizo para que no pudieran entrar en ella… pero también
soy muy consciente de que hay una manera de salir…
De
la Cruz suspiró. Salcedo también había tenido acceso a los planos de la casa,
pero De la Cruz quiso pensar –por lo visto, equivocadamente- que no se habría
fijado en que su ancestro previó la posibilidad de que les rodearan y creó un
sistema que permitía huir al exterior. Claro que, viniendo de un político,
debió considerar que la situación más retorcida era la más probable posible.
-En
efecto, pero no es una salida fácil. Requiere ir a través de un túnel, que vete
tú a saber si se ha derrumbado o ha sufrido daños después de un siglo. Y
después… quién sabe lo que nos aguardará.
-Bueno,
pero parece que es la única manera factible de pedir ayuda, ¿no?¿O esperas que
a los idiotas que nos cercan se les aplaque la furia asesina?-replicó caústico
Salcedo-. Pero como tú dices, lo que nos aguarde después debe ser complicado.
Propongo que salgamos sólo unos pocos, los estrictamente necesarios para
dirigirnos al pueblo de al lado, buscar a la policía o similares y pedir ayuda.
Deberíamos ser personas fuertes, en buen estado de forma física…
-Vamos,
que te apuntas a ir tú –abordó De la Cruz crudamente.
-No
quería proponerlo en esos términos, pero en fin… –resumió el político.
-¿Y
qué van a hacer los que se queden aquí?¿Los dejaremos abandonados a su
suerte?-el dueño de la casa sabía que, si alguien marchaba por el túnel, debía
ser él mismo. Aunque varias personas habían visto los planos, sólo él los había
estudiado a fondo y, por tanto, sabía todos los problemas que la vía salida
podía presentar, y también cómo resolverlos.
Salcedo
también tenía una respuesta para eso, que plantó en su cara despreciable con
una sonrisa más despreciable aún:
-Natalia
puede mantenerles calmados mientras llegan los refuerzos. Es ideal para ese
tipo de cosas.
-¿De
modo que encima pretendes dejar a Natalia aquí?-enseñó los dientes De la Cruz.
-Vamos,
Roberto, no te hagas el caballero decimonónico, que no eres tu antepasado;
Natalia tendrá muchas virtudes, pero no es la persona ideal para auparse a una
peligrosa misión de rescate. Además, aquello no será un camino de rosas;
Natalia va a estar mucho más segura que nosotros quedándose aquí.
-¿Y
el resto de los invitados?¿Cómo se lo tomarán al vernos marchar?
-No
tienen por qué saberlo. Si no recuerdo mal, al túnel se accede por esa salita
de sonido detrás del proyector por donde se conectan los altavoces y las
mierdas ésas, ¿no?-repuso Salcedo-. Podemos decir que vamos allí a buscar
materiales con los que defendernos, y marcharnos entonces. Natalia nos cubrirá.
Si todo sale bien, para cuando descubran que nos hemos largado, ya habrán
llegado los refuerzos.
-Y
mientras tanto, tú bien a salvo ahí fuera, ¿no?-volvió a la carga De la Cruz.
-Roberto,
no me toques los cojones. Sabes que si no nos vamos ahora, no tendremos ninguna
posibilidad. Quieres salvar a Natalia, ¿no? Pues si quieres hacerte el héroe,
ésta es la mejor manera.
De
la Cruz, a regañadientes, consintió.
Explicárselo
a Natalia fue difícil, pero ella pareció asumirlo mejor de lo esperado. En
medio de su conversación, De la Cruz no paraba de pensar en las cosas que le
harían esos salvajes si traspasaban los muros. Aquello le redobló en su
decisión.
-Volveremos
lo antes posible –prometió.
Mientras
tanto, en el despacho del piso de arriba, encima del salón de actos, los
guerreros, hartos e impacientes al ver que la puerta no cedía a la primera de
cambio, estaban adoptando nuevas estrategias. Derribaron las estanterías, los
libros, los muebles. Los concentraron en el centro de la habitación. Luego, les
prendieron fuego, causando una pira espectacular.
-¿Crees
que se hundirá el techo?-preguntó uno de los hombres al primero que había
aparecido, el cual había adoptado el papel de líder.
-Conociendo
a De la Cruz, sin duda lo ha previsto. Pero en todo caso, allí abajo van a
pasar mucho calor…
Mientras
buscaban material combustible con el que avivar las llamas, sus hombres
encontraron unos cuantos legajos que se apresuraron a llevar a su jefe. Éste
los estudió; con sus breves rudimentos de castellano, aprendidos tras numerosos
enfrentamientos con las tropas españolas, pudo desentrañar el mapa de la casa.
Se convenció de que asaltar la habitación no sería fácil. Sin embargo, le fue
más útil la información sobre otra cosa:
-Hay
un túnel que parte de abajo… y me encantaría conocer el final.
* * *
En 1574, los chinos intentaron invadir la
ciudad de Manila. En realidad, más que China como nación, lo intentó un pirata
llamado Limahong, que ya era conocido por haber asaltado varias ciudades en el
sur de China, por lo cual se había puesto precio a su cabeza. En aquella época
y posteriores, los piratas podían acumular fuerzas navales tan descomunales que
ni siquiera los ejércitos nacionales podían hacerles frente, desarrollando
ciudades-estado flotantes donde sólo el líder de dichas tropas tenía
jurisdicción. Un ejemplo de esto sería la famosa Ching Shih, viuda de un pirata
chino que llegó a hacerse universalmente famosa a partir del cuento de Jorge
Luis Borges “La viuda Chin, pirata”. Limahong, sin llegar a alcanzar la
celebridad y el poder de Ching Shih, contaba en la época de la que tratamos con
cuarenta barcos y hasta tres mil hombres para su causa. Asediado por la
recompensa que el emperador chino ofrecía a cambio de su capturar, Limahong se
planteó huir hasta aguas menos transitadas del Sur de China, llegando a la isla
de Luzón (la mayor de las Filipinas). Allí, tuvo lugar una breve escaramuza con
las tropas españolas, y capturaron un bar de barcos mercantes en dirección a
China, a partir de los cuales averiguaron que había una ciudad, Manila, donde
los recién llegados españoles se habían asentado pero que se hallaba sin demasiada
protección. Determinado a huir del acoso chino, Limahong decidió conquistar
Manila y establecer allí su cuartel general, desde gobernar su nación pirata.
El primer asalto
chino fue contradictoriamente exitoso. El primer pueblo que encontraron a su
paso fue Parañaque, cuyos habitantes se mostraron sorprendidos y
desorganizados. Esto facilitó la labor de los piratas, que consiguieron asaltar
la casa de Martin de Goiti, el comandante de las fuerzas españolas, y asesinar
a este último. No obstante, aquella victoria resultó pírrica por dos motivos:
primero, porque el asalto a la casa de Martín de Goiti retrasó su camino hacia
Manila (una vez allí, el objetivo era asaltar la fortaleza, hoy todavía de pie,
que se conoce con el apelativo de Intramuros); y, segundo, porque no contaban
que un residente local iba a ponerse en su contra. No contaban con que iba a
surgir esa clase de resistencia.
Se sabe poco sobre
Galo, el hombre que lideró la reacción aquel día. Era un paisano local, un
“hombre de barrio”, como se le define. Algún guía local comenta que
probablemente era un guerrero retirado al que le tocaron demasiado las narices,
asaltando sus negocios y posesiones, y decidió defenderse, no por el Imperio
Español, que sin duda le concernía poco, sino porque estaban atacando su hogar.
La cuestión es que Galo organizó a los habitantes del barrio, quienes, con un armamento
precario y nula preparación militar, consiguieron hacer frente a los piratas chinos,
que se habían figurado que la toma de Manila sería un paseo militar. La prueba
de que la lucha no resultó fácil para ninguno de los dos bandos la presenta el
nombre que adquirió la batalla: “el incidente del Mar Rojo”, porque la cantidad
de muertos que cayeron aquel día provocaron que la orilla de costa enfrente del
barrio se tiñera de rojo a causa de la sangre que no se paraba de derramar…
La resistencia
filipina fue suficiente para dar opotunidad a que las tropas españolas
arribaran a tiempo para la defensa, procedentes de una población cercana. El
sueño de una Manila-capital pirata se interrumpió en seco, y los piratas
tuvieron que huir. Limahong escapó para establecerse en otra zona de Luzón,
donde, en la desembocadura del río Agno, montó una empalizada doble y sometió a
los pobladores de ese territorio, proclamándose a sí mismo rey, obligándoles a
pagar tributos, y secuestrando a sus líderes como rehenes. Los habitantes de
aquella zona, desarmados, no pudieron hacer otra cosa, montando Limahong allí
su propio señorío, del que no sabemos demasiado aunque, tal y como fueron las
cosas, en algún momento debió convertirse en un abismo de horror que hubiera
hecho las delicias de Joseph Conrad. Los españoles marcharon con una armada
para hacer frente a Limahong y sostuvieron una cruenta batalla en la que
destruyeron buena parte de su flota, y aunque la versión hispánica dice que el pirata murió quemado junto con sus esbirros, una visión alternativa sostienen que Limahong consiguió reparar algunos de
sus barcos en el interior del fuerte y, ante la sorpresa de los españoles, se
fugó mediante una salida espectacular. Se supone que Limahong encontró refugio en
una isla de Filipinas y que, tiempo más tarde, sus tropas retornarían a Cantón,
de donde habían partido originalmente. Cuando los chinos llegaron a Filipinas a pedir la cabeza del pirata, los españoles les contestaron que éste había muerto. Su rastro se pierde a partir de 1589.
La decisiva
resistencia del pueblo de Parañaque, y en concreto del barrio al que Galo
pertenecía, fue suficiente para que los españoles concedieran a Galo el título
de Don, y nombraran más tarde al barrio con su nombre, que quedó como “Don
Galo” o “Dongalo”.
En cuanto a la
referencia que hace en el relato Nats Laurel a unos equivalentes filipinos a
los ninjas, ésta fue insinuada al autor por un guía local en Luzón.
Documentándome, he conseguido información sobre los maharlika, similares a la figura de los samurai
japoneses (en el sentido de una casta militar que servía a un señor feudal),
aunque salvando todas las distancias y con distintas variantes según las islas
a los largo del ancho y variopinto archipiélago filipino. En todo caso,
buceando a través de numerosos foros, sí parece existir un subconsciente
colectivo que habla de guerreros filipinos capaces de esconderse y trazar
emboscadas en el espesor de la jungla.
Tanto este relato
sobre una historia ficticia acontecida en Cantabria, como la narración de una
historia real acaecida en Luzón, provienen de mi intenso contacto con la
cultura filipina, a través de dos viajes a una decena de sus islas y, sobre
todo, de numerosos amigos en España (algunos de cuyos nombres y apellidos
pueblan el relato largo) y de las innumerables anécdotas que me han ocurrido a
su lado. Dejo a la imaginación de lector el creer si la siguiente historia
corta, basada en mis vivencias con ellos, es real o no:
Los filipinos
–procedentes de un país donde la emigración es una opción siempre valorada,
tanto que el 10% de su población se concentra fuera de su territorio- tienen
una tremenda capacidad de adaptación a las naciones de los que acaban formando
parte. Encontrarás menos similitudes entre un filipino viviendo en Estados
Unidos y otro habitando en España, que entre el primero y un individuo nacido
americano, o el segundo y alguien de toda la vida español. No verás a un
filipino conociendo la cultura clásica de dicho país, la que se aprende en la
escuela: en España, no sabrían nombrar el siglo de Oro ni tampoco las
tradiciones comarcales. Pero si le preguntas por las costumbres modernas, se
las sabrán mejor que tú: cantantes de Eurovisión, jugadores del Real Madrid,
concursantes de Operación Triunfo. Un día, un grupo de filipinos se reunió en
la vivienda de uno de ellos para ver en directo, por televisión, una carrera de
Fernando Alonso, el piloto de Fórmula I. Cuando ganó, entusiasmados por
celebrarlo, buscaron por toda la casa una botella de champán para descorcharla,
al igual que hacía su héroe en la pequeña pantalla. Como no encontraron ninguna,
acabaron regando la cocina con una botella de aceite de oliva. Todo fueron
risas hasta que se preguntaron cómo narices iban a limpiar eso.
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