sábado, 1 de septiembre de 2018

El relato de septiembre: "Casa cercada" (III)

Después de la primera y segunda parte, llega el final de "Casa cercada". Aviso que, si hasta el momento el relato sólo ha sido turbio, en esta sección la crueldad llega a su máxima definición. Como os dije, os prometo pastos más alegres donde retozar en el futuro, incluso partiendo de estos mismos temas. Por otro lado, si creéis encontrar una cierta referencia a Cortázar, congratularos y no os alarméis: no es casualidad.

Allá vamos. No diréis que no os lo advertí:

Casa cercada (III)

El túnel era agreste, sucio, húmedo. Se le habían colado ramas y animales muertos procedentes de las lluvias. Al pisar el suelo, los intrusos notaban crujidos anómalos que no querían preguntarse a qué se debían, e incluso algún raudamente acallado gemido. Salcedo y De la Cruz avanzaban con precaución, no sabían si tanto respecto a lo que se había acumulado en el túnel como a lo que había producido introducirse dentro de él. Les costaba avanzar sin luz artificial, la cual habían creído innecesaria al inicio del pasaje -donde la iluminación de los fluorescentes de la sala de reuniones les era suficiente en ese tramo- y que ahora les hubiera hecho tanta falta, pero habían avanzado demasiado como para regresar. Por eso, se desplazaban tanteando las paredes, meditando sobre qué estaba pensando el antepasado de De la Cruz cuando proyectó el pasadizo, y si creyó que de verdad indígenas filipinos resucitados –o tal vez reales, hijos o bisnietos de los que él mató- iban a asaltar su particular guarida.
                -¿Te imaginabas así el final de la fiesta?-trató de romper el opresivo silencio Salcedo. De la Cruz, hosco, replicó:
                -No creo que haya llegado el final. Para ser sincero, no sé qué final va a tener.
                -Sabes lo que te quiero decir. Si tu abuelo tenía un interesante legado que dejarte, va a ser desde luego menos apasionante que lo que podrás narrarle a tus nietos.
                -Me importa un pito mi abuelo o nadie más que no sea Natalia. Tengo que intentar volver junto a ella cuanto antes. La verdad, creo que ahora mismo debería darme la vuelta.
                -Por tu padre, Roberto, no me dejes solo. No pienso quedarme a oscuras aquí.
                -Puedes regresar conmigo si te apetece. Nadie te lo prohíbe.
                -Sabes que aquello es una ratonera. No sé lo fuerte que era el dispositivo que montó su antepasado (que fue construido hace más de un siglo, por cierto), pero no creo que aguante eternamente la mala leche de esos tipos. Y no te digo como encima les dé por emplear la tecnología moderna que atrapen por ahí. La única solución razonable es dirigirnos afuera. Y por Dios que no pienso hacerlo sin ti.
                -Luis, eres adulto; entiendes estas cosas. Me debo a Natalia. Está indefensa y ella debe ser mi prioridad.
                -¿Me dices que sea adulto, y me sueltas esa frase tan pueril de princesas que requieren protección?-masticó y casi escupió sus palabras-. Además, Natalia no es tan inocente como te piensas.
                Hubo una breve pausa.
                -¿De qué estás hablando?-se revolvió De la Cruz.
                Salcedo parpadeó incómodo. Se le notaba en la cara que había hablado de más. Sin embargo, adoptó expresión de resignación:
                -Bah, qué cojones. Quizás no salgamos vivos de aquí. Además, supongo que antes o después te irían con el soplo. ¿No te han contado lo de mi affaire con Natalia?
                De la Cruz le miró incrédulo.
                -¿Tú?¿Precisamente tú?
                Salcedo se encogió de hombros.
                -Ya me conoces: soy muy de romper los estereotipos. No van a ser sólo las mujeres las que tengan que arrodillarse de vez en cuando para conseguir un ascenso, ¿no? Sabes que la familia de Natalia tiene mucho poder en la región. Fue una cosa muy breve, y me abrió un par de puertas. Me dio la sensación de que se quedó un poco colgada por mí. Quizás por eso aceptó con tanto entusiasmo mi sugerencia de proponerte lo de restaurar la casa de tu antepasado. Pero a los tres nos ha venido bien, ¿no? Al menos, hasta esta noche. Aunque no creo que esto hubiera podido predecirlo nadie, la verdad.
                De la Cruz apretó los puños, callado. Por alguna extraña razón, aunque se sentía dolido en su fuero más íntimo, se percibía incapaz de reprocharle nada a Natalia. En cambio, a Salcedo… Cuando salieran de ésta, se iba a enterar.
                Sin embargo, no le dio tiempo a pensar en causas y consecuencias pues se terminaba el camino y llegaba, desde la parte de arriba del túnel, una luz cercenada por la sombra de sólidos barrotes. Desde su altura, se elevaba hacia el mundo exterior un pozo. El lugar de salida que el antiguo De la Cruz auguraba que, quizás un día, tendría que utilizar. ¿Se imaginaba en alguna ocasión que debería emplearlo su descendiente?¿Y que sería justamente contra sus mismos enemigos?
                -¿Cómo se sube?-cuestionó Salcedo.
                -Creo que hay una escalera.
                Ascendieron. Los trajes de fiesta no eran los mejores para aquel ejercicio, y los travesaños de hierro acumulaban vegetación, humedad y óxido. Aún así, consiguieron llegar al final. Iba De la Cruz primero, Salcedo detrás. Así hasta que de golpe, de frente, una máscara tribal emergió de golpe, interfiriendo con la luz procedente del sol.
                Hasta que se dieron cuenta de que no era una máscara, sino el rostro de un indígena que les miraba con cara de odio, la clase de facies que antecede a matar.
                El enemigo agitó los barrotes histéricamente, tratando de desestabilizarlos. Luego se echó hacia atrás, desde donde -de algún lugar invisible- localizó una lanza con la que intentó ensartar a los españoles a través de los agujeros entre los hierros. Los dos europeos se desequilibraron, pero consiguieron mantenerse pegados a las escaleras y manejarse para huir aceleradamente hacia abajo, sin dejar de mirar angustiados en dirección al techo, desde donde cayó la lanza por entre los agujeros. Aquella lanzada provocó el miedo entre los fugados, incluyendo la caída de De la Cruz, que recibió un fuerte golpe de costado contra el suelo. Salcedo contempló con horror cómo el filipino había saltado sobre las barras de metal y brincaba repetidamente con el objeto de romperlas, hasta que finalmente el metal cedió y cayó a plomo, junto con lo que hasta hace unos segundos había constituido la tapa del pozo. El filipino, recién aterrizado, cayó hacia atrás, conmocionadas sus rodillas por el golpe, pero a pesar de ello, se sostuvo sobre la pared del pozo y contempló a Salcedo con los ojos encendidos como ascuas. Este último se quedó paralizado mientras veía cómo el indígena, con los pies sorprendentemente indemnes a pesar de la brutal caída, avanzaba hacia él, tropezándose primero con el cuerpo exánime de su amigo. Salcedo vio entonces su oportunidad: salió corriendo a toda velocidad, como alma que lleva el diablo, sin tratar de rescatar a su supuesto amigo. Claro que éste, de refilón, sí que pudo captar la traición que su compañero le acababa de asestar… Pero en ese momento, recuperada la consciencia, quizás estaba casi más asustado porque a pocos centímetros de su cara, el rostro de un salvaje con intenciones homicidas no le paraba de analizar...
                De la Cruz arrojó un puñado de tierra y barro a los ojos de su enemigo. Luego, propinó una patada que golpeó al otro en la pierna y le derribó. Cuando De la Cruz se levantó y agarró la lanza que había quedado olvidada a un costado se dio cuenta de que, espectro o no, aquel él era un hombre normal que había resultado afectado por la caída, aunque por el efecto de la adrenalina aún no se le había notado. Y ese hombre tenía carne, y sangre y vísceras, y todas ellas empezaron a teñir su cara conforme De la Cruz clavó con saña varias lanzadas sobre el cuerpo desgarrado del otro. Unos segundos después, el cuerpo de su enemigo perdía la vida entre convulsiones, y De la Cruz se sentía empapado, sucio y satisfecho, cubierto por fluidos propios y ajenos. Por un instante, el español se tranquilizó, al descubrir que aquellas figuras espectrales podían sangrar.
                Claro que, meditó mientras escuchaba ruidos y siseos arriba, eso implicaba que no eran del tipo de fantasmas de los que atraviesan los cuerpos, sino de los que los desmiembran.
                De la Cruz pensó rápido. Se quitó las ropas. Le arrebató las suyas también a su rival fallecido. No le hizo falta empaparse de su sangre, ni manchar su smoking, ya de sobra maltrecho y ajado. Despeinó sus cabellos y se impregnó la cara de barro. Era una locura. Pero era la única que se le ocurría para seguir viviendo.
                El pequeño ejército bajó con eficacia y rapidez. Menos ansiosos que su compañero, se apoyaron en el brocal del pozo, y con una especie de boleadoras engancharon una cuerda a la parte superior del pozo, recurso que aprovecharon para descender a toda velocidad. De la Cruz trató instintivamente de adoptar la pose y los ademanes de los que, en desde ese momento, se habían convertido en sus compañeros de armas. Sin embargo éstos, enfervorizados ante lo que creían el cadáver trajeado de uno de sus enemigos, no parecieron reparar en exceso en él. Casi más con gruñidos que con palabras inteligibles –en el supuesto de que De la Cruz hubiera podido comprender su idioma-, los atacantes se orientaron en dirección al pasadizo para transitar por el camino contrario que habían recorrido los españoles. De la Cruz se preguntaba qué podía él hacer al respecto antes de que llegaran fatalmente a la casa, donde tendría lugar la fatídica y predecible conflagración.
                De la Cruz estaba nervioso. No era hombre que reaccionara bien ante la presión. Como ciudadano de posición acomodada, nacido en una situación privilegiada, estaba acostumbrado a que el viento soplara a favor, y tendía a sudar profusamente cada vez que se encontraba en una circunstancia que sentía incontrolable. A veces incluso, en los contextos en las que se hallaba más tranquilo, un oscuro pálpito procedente de su interior le incitaba a provocar algo que pudiera fastidiarlo, lo cual abarcaba desde ganas de desnudarse en público, delante de una reunión de familiares y amigos íntimos, hasta la de precipitarse al vacío al borde de un mortal acantilado, acciones todas ellas que hasta ahora siempre había reprimido pero le habían hecho asumir que, en cierta medida, en su fuero interno guardaba un impulso de autodestrucción, y quizás también de aniquilamiento de los demás. Era también poco tolerante al fracaso. Recordaba particularmente, ahora que Salcedo le había subrayado la traición de Natalia, un día hace unos cuantos años en que tuvo un enfrentamiento verbal particularmente grueso con el padre de ella, un millonario destacado ante el cual Roberto de la Cruz se sentía siempre de vuelta a la infancia, como un adolescente atado de pies y manos, impotente ante lo que los adultos pudieran opinar. Aquella noche, De la Cruz pagó su frustración con Natalia, sintiéndose gozoso de hacer el amor con la hija del magnate bajo el techo de la propia casa de aquel individuo, en las sábanas de raso que habría mandado lavar su esposa a las criadas, colocando a la heredera en una serie de posturas humillantes que una señorita nunca admitiría en voz alta y que hubieran enrojecido y escandalizado a su señor progenitor y hecho recordar el nombre de ciudades malditas en su siempre adorada Biblia. Sin embargo, Natalia no lo pasó mal, ni mucho menos; todo lo contrario, se sintió excitada con la rebeldía que una niña de colegios cristianos disfruta al beber de manera furtiva un breve sorbo de agua bendita, con lo cual De la Cruz no pudo consumar en cierta medida su venganza, aunque por otro lado quedó aliviado porque, pese a sus particulares inseguridades, él no quería pretendía hacerle daño a Natalia; hoy, bajo las revelaciones de Salcedo, quizás hubiera cambiado de opinión, aunque sabía que de igual manera se habría arrepentido a posteriori de hacerlo y, más tarde también, de desearlo. Por eso era consciente de que, en cuanto llegaran a un lugar desde donde pudiera atacar a sus ahora mismo compañeros de camino, debería infligirles todo el daño posible, para así proteger a las personas de esta habitación –de las que, se había dado cuenta, sólo le importaba de verdad Natalia. El resto le daban bastante igual-.
                Ya intuía una luz al fondo. De la Cruz intuyó que era el momento de actuar. Sin embargo, antes de que pudiera hacer nada, un individuo le empujó contra la pared: De la Cruz le reconoció como el líder de quienes les habían atacado, y aunque no se hubiera acordado de él no habría tardado mucho en saberlo. Por su sonrisa macabra, dedujo que el disfraz que había pergeñado no le había burlado en ningún momento, y que ahora se proponía retenerle mientras sus amigos montaban la gran escabechina y De la Cruz asistía, una vez más indefenso como un niño, al apocalipsis de sus amigos. Fueron unos minutos infinitos, angustiantes; pero, finalmente, De la Cruz se libró y salió corriendo hasta la habitación donde la lucha sucedía. Cuando llegó, lo primero que se encontró fue el cadáver de Natalia plácidamente tumbado sobre el suelo: yacía de espaldas y con un profundo tajo en la garganta, pero una serenidad en la mirada que indicaba que probablemente no había sufrido y ni siquiera había visto llegar al criminal. De la Cruz se hundió en un abismo de lágrimas, de dolor, sufrimiento… Luego, de manera paradójica, sintió alivio: lo peor ya había ocurrido –aunque fuera de la forma más dulce y menos hiriente posible-, así que ya no había nada más terrible que pudiera pasar.
                Roberto de la Cruz alzó entonces la vista. Observó el panorama. Había muerte y destrucción a su alrededor; persistía aún la batalla. Vio a los indígenas filipinos, vestidos como él, llenos de barro como él, rajar, asesinar, desventrar, repartir flechazos. Sintió ganas de descargar la ira y la agitación a sanguínea que invadía pulsátilmente sus sienes. Divisó entonces a Salcedo tratando de escamotearse por una esquina. No lo pudo resistir; era ya inaguantable. Se abalanzó sobre él.
                Le agarró de los cabellos, por la espalda, y le clavó una de las pequeñas hachas que había robado al hombre al que Salcedo, escapando, le entregó. Ensartó el arma con denuedo sobre la espalda, entre los omóplatos, a la altura de las costillas, hasta los riñones. Le hizo volverse la cara, momento en que Salcedo, aullante de miedo, le reconoció. Unas palabras de súplica, de perdón, asomaron a su boca, pero De la Cruz también las interrumpió de un hachazo. No se detuvo hasta que al fin consiguió hacer realidad la amenaza que habían empleado sus adversarios, insistiendo a lo largo de la columna vertebral, hasta que el cadáver seccionado de Salcedo cubrió el suelo, como si fuera un fruto maduro y fraccionado. De la Cruz, de repente, y de manera catártica, tras aquel acto de inusitada violencia, se sintió en paz: se notó libre. Le dejó de invadir la impresión perenne de medias tintas, de vivir todo el tiempo acobardado, de almacenar peligrosamente ganas de llevar a cabo acciones irreversibles que su fuero interno entraba en pánico sólo al pensarlas en realizar. Se sentía, en contraste, lleno de vida, como nunca lo había llegado a estar en el pasado.
                Detrás suya, el líder del movimiento insurgente sonrió. Sonrió casi tanto como lo había hecho al permitir a De la Cruz entrar en la habitación, donde sus hombres ya habrían dado cuenta, bajo su mando, antes que nada, de la chica a la que el descendiente de su enemigo se había abrazado nada más el conflicto empezó. Sonrió porque aquel hombre le recordaba muchísimo a su antepasado: porque él también –al contrario de lo que rezaba su versión y su leyenda- se vio obligado, tras una acción militar desafortunada, a infiltrarse entre los filipinos y también él (también bajo el conocimiento consciente de los indios) fue forzado a matar a los suyos, y tras hacerlo, contra todas sus creencias, se sintió otra persona más libre, más manso, mejor. Por eso el español huyó apresurado de nuevo a su patria; por eso construyó esta casa y estos muros, donde, mutuamente de él y del mundo, se escondió. Para huir de la persona en la que se había convertido, para renegar del individuo que fue, y como el que, para su vergüenza, le había gustado demasiado actuar. Aquella era la maldición que las futuras vidas de De la Cruz estaban obligadas a sufrir por siempre; la fatalidad que se repetiría, llorosa, por toda la eternidad…
                El filipino sonrió, al verse victorioso a aquellas horas del día,  y con la casa tomada…

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